Читать книгу La pareja imperfecta - Mariolina Ceriotti Migliarese - Страница 9

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2.

EL CUERPO

Ser carne

El cuerpo es el primer y gran protagonista del matrimonio.

La Biblia pone en labios de Adán una exclamación que define la relación entre el hombre y la mujer que Dios pone a su lado: «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» (Gn 2,23). Y el texto continúa con unas palabras famosas: «Por eso el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne».

Estas palabras solo son sencillas aparentemente, y conducen a una reflexión interminable, porque sintetizan al máximo todo lo que hay que saber sobre el matrimonio. Se trata de una relación singular que requiere capacidades nada obvias: la de entender la propia condición de hombre o de mujer; la de “abandonar al padre y a la madre”, con todo lo que supone esta afirmación para la maduración psicológica; la de emprender un recorrido que conducirá a unirse uno a otra hasta convertirse en “una sola carne”.

Esta última afirmación, que es decisiva, frecuentemente se interpreta de modo reductivo, como una referencia al encuentro sexual. Pienso, en cambio, que su significado es mucho más amplio y profundo, y que merece la pena detenerse para tratar de intuir su alcance. Es un aspecto central para quien quiera construir una relación verdaderamente significativa entre hombre y mujer.

Hablar de carne, en efecto, es hablar de todo lo que nos conforma: primeramente, el cuerpo, con sus características individuales; con su forma concreta de sentir, de emocionarse, de asustarse, de gozar, de defenderse, de desear. Todo lo que nos concierne, incluso los asuntos más espirituales, está en nosotros “encarnado”, es decir, se transmite por nuestra carne, por nuestros nervios, músculos, corazón, y cerebro.

La carne nos vincula y nos determina, pero al mismo tiempo nos manifiesta. Somos más que nuestra carne, pero no podemos ser sin ella. El conocimiento que los demás tienen de nosotros es ante todo conocimiento de nuestra carne, entendida como eso que aparece de nosotros y que se pone en contacto sensible con el otro, en sus aspectos agradables y en los desagradables.

“Hacerse una sola carne” muestra, así, toda su complejidad. No se puede interpretar como mero punto de partida, sino más bien como un arduo punto de llegada. Es un fruto que puede llegar a su maduración, con mayor probabilidad, entre dos cónyuges que han caminado mucho juntos y que han superado muchas contradicciones, más que entre dos esposos que se quieren en la belleza de su cuerpo todavía joven y en la novedad de una relación recién nacida.

Entrar en contacto con el cuerpo del otro, amarlo físicamente, no significa por sí mismo llegar a una verdadera relación con su ser carne. Amar al otro en la carne es un objetivo que incluye realidades muy distintas: para entenderlo es necesario hablar de sexo, de cuerpo, de la confrontación con el límite y la imperfección propia del otro, de la dificultad de perdonar, el modo de mantener y madurar la propia identidad mientras se construye una identidad compartida. Amar al otro en la carne requiere, en primer lugar, un aprendizaje de amor concreto hacia la propia carne y hacia sí mismo, a partir del cuerpo.

En este punto, es importante reflexionar sobre cómo se vive y se representa el cuerpo en el actual contexto cultural, cuál es su valor, cuál es su importancia, y su peso en la construcción de la identidad de cada uno.

A primera vista, el cuerpo se presenta como un protagonista indiscutido de nuestra época, que le dedica un tiempo y una atención totalmente especial y que parece manifestar un gran amor hacia él: nunca como hoy el hombre y la mujer se han ocupado y preocupado tanto por su físico, cuidando de su salud y de su belleza.

Pero, más allá de la apariencia, es imposible pasar por alto que todo este afán que rodea al cuerpo esconde un malestar inédito. Es como si el mundo actual sintiese hacia el cuerpo real cierto fastidio y extrañeza, nuevos en la historia humana. El cuerpo amado, cuidado, acariciado, deseado, es, en realidad, un cuerpo idealizado, meramente virtual y muy distinto del cuerpo real que tenemos cada uno de nosotros: un cuerpo con sus defectos, sus olores, su vulnerabilidad extrema, que nos recuerda, de forma tan abierta, el paso del tiempo y la escandalosa presencia de la muerte.

El cuerpo que deseamos tendría que ser inoloro, incoloro, insípido. El cuerpo verdadero resulta vergonzoso, y hacemos muchos esfuerzos por neutralizarlo, para no pasar por esa vergüenza. Lo llevamos como un vestido, en lugar de habitar en él y vivirlo.

Parece que ya nadie es capaz de amar el cuerpo que tiene, el cuerpo que es, y de cuidar de él de una forma buena.

¿Pero qué es el cuerpo para cada uno de nosotros? ¿«Somos» nuestro cuerpo o «tenemos» nuestro cuerpo?

Me gustaría reflexionar sobre esto desde el relato breve de una historia, parecida a muchas otras que encuentro en mi trabajo.

Chiara aún no ha cumplido 18 años. Es hija de una familia de la burguesía acomodada. Su madre viene a hablar conmigo, preocupada sobre todo por las dificultades escolares de la última temporada, y por el riesgo de que pierda el curso. Chiara tiene un carácter fuerte, voluntarioso, y tiene enfrentamientos con su madre, frecuentes y hasta violentos, sobre problemas poco relevantes a primera vista, como el desorden o el escaso cuidado de sí misma y de los regalos de sus padres, que a veces son valiosos.

Solo al final de la conversación la madre menciona ciertas fijaciones alimentarias recientes: desde que nació, Chiara era más bien gordita, y su madre siempre le ha controlado en la comida. La señora valora mucho la capacidad de autocontrol. Por eso, el estilo voraz de Chiara con la comida y en general, con la vida, siempre le ha molestado, y le ha alejado de ella física y afectivamente.

La chica que entra en mi despacho es muy exuberante. Lo primero que afirma de sí misma es: «Soy una persona con muchas pasiones». Enseguida añade: «Estoy mal, siento una vergüenza continua con mi cuerpo. No me gusto, mi cuerpo es demasiado molesto. Detesto la apatía, quiero emociones fuertes, aunque sean dolorosas. Mi cuerpo gusta a los hombres, y lo sé. Puedo tenerlos cuando quiera».

El relato de Chiara es como un río desbocado, y pone de manifiesto un cuadro dramático. El problema escolar, que parece preocupar tanto a los padres, en realidad tiene una relevancia modesta: la chica que conozco es inteligente, pero está confundida y desesperada, que lucha con una gestión de su cuerpo muy peligrosa. Al problema alimentario, sin duda mucho más importante de lo que sospecha la madre, se suma un comportamiento promiscuo intenso en el que Chiara usa su cuerpo como cebo para capturar al mundo masculino. Me dice: «Casi todos los chicos quieren una puta. ¿Y qué hay de malo si me divierto? Me adapto a mi físico de pornodiva».

Sin que lo sepan sus padres, Chiara ha cubierto de piercings sus partes íntimas. Me dice: «Me puse el primero para oponerme a mis padres, los demás porque me gustan. ¡Con mi cuerpo hago lo que quiero!».

Ciertamente, se trata de una situación muy compleja, pero me impresiona el hecho de que, a pesar de todo, los ojos de Chiara son limpios, igual que su preciosa sonrisa. Tengo la sensación de que la parte más auténtica de ella está en otro lugar, lejos del cuerpo, recluida en un rincón secreto e inaccesible, como una especie de virginidad inesperada. Chiara no es su cuerpo: ella está en otro lugar, de alguna forma extraña todavía intacta, a pesar de todo, porque nadie la ha conocido nunca realmente, empezando por sus padres.

Aunque esta situación pueda parecer demasiado dramática, tiene muchos elementos que nos ayudarán a reflexionar.

Desde el nacimiento y durante toda la infancia, el cuerpo es para el niño una expresión clara de su propia identidad. Entre el nacimiento y la pubertad, nos experimentamos a nosotros mismos como criaturas psicosomáticas, y el cuerpo y la mente experimentan la realidad de una manera sinérgica. Como dice C. Risé, «tus sentidos son los primeros que te dicen lo que tienes y lo que puedes hacer»: los sentidos del niño comprenden las primeras nociones sobre el propio yo por la forma en que el adulto le toca y le asiste, por el sonido de su voz, por la mirada que recibe.

El niño construye la imagen de sí mismo integrando estímulos: los que le vienen del interior, por las experiencias sensoriales y sensomotoras; y los que recibe del mundo externo, en las imágenes que le transmiten los adultos que cuidan de él. Ser amado, cuidado y mimado le transmiten la sensación tranquilizadora de tener un valor.

En comparación con el pasado, y en términos generales, los niños de hoy gozan de más cuidados y atenciones. Pero tales atenciones tienden a depender más de un enfoque narcisista. Con frecuencia, el niño percibe que al adulto le importa mucho su aspecto físico y que se complace en su belleza. Además, actualmente, en nuestro mundo occidental, casi todos los niños son guapos: bien nutridos, cuidados, bien vestidos; dan al adulto que los cuida una fuerte satisfacción narcisista. El aprecio del adulto se vuelve sobre el niño que lo ha suscitado, como percepción de preciosidad y valor de un cuerpo que forma una sola cosa con el sentido del yo. En el caso de Chiara, la desilusión narcisista de la madre ante una niña tan distinta de la feminidad graciosa que ella había deseado ha supuesto, sin duda, un punto de partida difícil para la identificación con el Yo corpóreo.

¿Qué sucede con la pubertad? Con el comienzo de la tempestad hormonal, el cuerpo perfecto del niño, tan apreciado por los adultos, empieza a transformarse en el cuerpo siempre imperfecto del adolescente. Pasa por una modificación ineludible que escapa al control y desanima. La armonía anterior cede el puesto a desarmonías inevitables: la piel antes lisa puede verse recubierta de acné; el seno, los laterales, la musculatura asisten a un desarrollo imprevisible y no siempre deseado. Nadie puede decidir, por ejemplo, cuál va a ser su altura o la forma que va a tener la nariz. En los niños siempre está proporcionada, y en el rostro de los adolescentes siempre está fuera de lugar.

En cierto sentido, no hay nada nuevo respecto al pasado: nunca ha sido fácil tomar confianza con un cuerpo que se transforma tan radicalmente, aceptar el tener que individualizarse en un cuerpo específico y solo en ese, tan distante a veces del cuerpo deseado.

Pero lo que hace que hoy en día las cosas sean más problemáticas es un cambio preocupante que se ha producido en la actitud del mundo adulto. Los adultos ya no son capaces de presidir de modo tranquilizador este paso del crecimiento, dando testimonio a los chicos de la belleza de la normalidad del cuerpo en la infinita variedad de sus formas. Faltan adultos capaces de decir con su propia actitud: es bonito ser como eres, alto o bajo, rubio o moreno, ligero o más ancho. Tu belleza no se pesa ni se mide, porque nace de la luz que llevas dentro cuando piensas, cuando vives, cuando tienes pasiones, cuando te gastas en las cosas en las que crees, y esta belleza es lo único que puede crecer continuamente sin morir.

Los adultos de hoy, en cambio, se empeñan en tener y mantener cuerpos perfectos, según los cánones que designan la perfección y la codifican de una forma rígida, exclusiva, desesperante. Queda fuera de discusión la posibilidad de aceptar con serenidad el envejecimiento, la disminución de las propias habilidades, la superación inevitable de la propia belleza por la de los hijos. Los jóvenes se encuentran ante una generación de adultos que se agota en el gimnasio, combate con la báscula, se afana con las dietas, transforma artificialmente el cuerpo con intervenciones quirúrgicas. ¿Cómo van a poder estos adultos asustados salir al encuentro de la fragilidad de ese cuerpo y apoyar a chicos que ya están asustados?

Por eso, los chicos se encuentran solos, al tener que afrontar este paso tan delicado: viven la salida de la omnipotente belleza del niño y el ingreso en el imperfecto cuerpo adolescente como una profunda injusticia, una supresión, un error del que hacen inconscientemente responsable al adulto, al que culpan de haber permitido la ilusión y de no estar en condiciones de mantenerla. Le hacen culpable, además, de un desencanto que les impide contener su ansiedad ante el cambio.

Así, también en situaciones en las que el cuerpo del niño ha sido amado, asistimos a una proliferación del malestar con la identidad corporal: el primero de todos es el trastorno alimentario en sus diversas formas, que actualmente ataca a mujeres y varones de cualquier edad. También se multiplican las formas de intervención sobre el cuerpo (piercing, tatuajes, intervenciones quirúrgicas) que se presentan como intentos de tener un control activo allí donde, a causa del crecimiento, el control parece completamente inalcanzable.

Es cierto que el adulto no puede hacer indoloro este paso delicado. Pero sí podría dar testimonio de que se trata de un paso bueno, de una crisis positiva: es el primer paso para llegar a ser realmente uno mismo, precisamente a partir de un cuerpo que, sin duda, es perfectible, pero también personal, y bello en su belleza. Un cuerpo que, tal vez, hay que valorar con sus características, más que homogeneizarlo con un modelo abstracto de perfección. En cualquier caso, es un cuerpo que eres tú, que siempre será agradable si eres capaz de desarrollar la inteligencia y la personalidad.

Esta incapacidad para aprender a aceptar el cuerpo real puede incluir como defensa un peligroso desapego en el plano de la identidad: mi cuerpo y yo ya no somos lo mismo. El cuerpo se convierte, así, en un objeto que poseo como si fuera un vestido. Un objeto que manipular y usar, que se puede personalizar igual que se personaliza la moto o el bolso; un objeto del que servirse cuando se puedan obtener ventajas con ello; un objeto que me sirve para recibir atención y seguridad sobre mi valor, en continuidad con la percepción infantil de que el cuerpo tan amado y acariciado en la infancia es la única fuente auténtica de satisfacción y de placer.

Desgraciadamente, hoy es frecuente que los chicos, y también muchos adultos, no “sean” su propio cuerpo, sino que “tengan” o “posean” el cuerpo. Parece que el alma se retira, como en el caso de Chiara, a lugares secretos, lejanos, difíciles de alcanzar, donde se encuentra cada vez más sola.

Para la psicología también es conocido que el paso puberal marca el acceso a una percepción diferente de la realidad en su conjunto. A la cabeza de esta se encuentra el tema imprescindible de la muerte. Está fuertemente vinculado al cambio en el sentido del tiempo: salgo del tiempo indefinido y dilatado de la infancia, para entrar en un tiempo personal, definido, que va a conducirme inexorablemente hacia mi muerte. Esto explica la profunda atracción de los adolescentes hacia la muerte, tan profunda cuanto más la quieran negar o esconder los adultos, y a veces capaz de llegar a la exasperación. Se puede observar que, cuanta menor capacidad hay en los adultos para llevar a la reflexión colectiva el tema de la finitud y la muerte, con todo su escándalo, más adolescentes tratan de desvelar su secreto, escenificando lo inimaginable. Son muy numerosos los comportamientos de desafío a la muerte entre los adolescentes —a veces conscientemente, pero con mayor frecuencia inconscientemente—, desde el uso indiscriminado de drogas y alcohol a los deportes extremos, desde el sexo peligroso a las matanzas del sábado por la noche. Al contrario de lo que pensamos, advertirles de los peligros que corren es, por lo general, totalmente inútil, porque el peligro de rozar la muerte es muchas veces lo que motiva su comportamiento de riesgo.

Solo los adultos que se enfrentan con la conciencia de la muerte pueden ayudar a los jóvenes a crecer, aceptando la vida en su realidad.

¿Dónde se esconden, hoy, estos adultos? ¿Cómo se les reconoce, detrás de los cuerpos rejuvenecidos o vigorizados artificialmente mediante hormonas? Hemos de tener el valor de envejecer, para prepararnos a tener el valor de morir y transmitir a nuestros hijos el valor de vivir. Paradójicamente, solo esta habilidad, difícil pero no imposible, nos mantiene jóvenes hasta la muerte, porque logra que seamos personas auténticas y no simplemente imágenes muy parecidas unas a otras.

Dada la centralidad del cuerpo en las relaciones entre los sexos, lo que hemos dicho hasta ahora no puede dejar de tener repercusiones profundas también a este nivel. Existe el riesgo de que la relación entre los cuerpos deje de ser relación entre dos personas. Se convierte entonces en relación entre dos formas, frágiles ambas, y ambas en la tensión de mostrar lo que consideran mejor de sí, con la esperanza de buscar al otro. Existe el riesgo de que el sexo no sea una buena intimidad (que acoge la verdad del otro), sino un intercambio de prestaciones, en el que esperamos recibir y tal vez dar placer, pero bajo la agotadora tensión de quedar bien. Como hemos dicho, corremos el riesgo de que ninguno de nosotros permita al otro el acceso al lugar secreto de la propia intimidad.

Este tipo de acercamiento, que no se busca conscientemente pero que está muy difundido, ha empobrecido la auténtica naturaleza del intercambio entre el hombre y la mujer, también sexual. Desgraciadamente, amenaza con convertirse en la única modalidad al alcance de las nuevas generaciones.

La pareja imperfecta

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