Читать книгу París puede esperar - Marisa Sicilia - Страница 6

14 de marzo de 2020

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—¿Lo han anunciado ya?

Manuel se asoma a la puerta con el móvil pegado a la oreja y la mirada puesta en el televisor que cuelga en un ángulo de la cocina.

Alicia niega con la cabeza. No ha dejado de ver las noticias desde que supo que el consejo de ministros se había reunido de urgencia para tomar medidas ante la pandemia de coronavirus.

—Aún nada, siguen reunidos.

No hay confirmación, pero ya se da por hecho. Tras el cierre de los colegios, después del asalto a los supermercados y ante la escalada de nuevos contagios, viene el confinamiento. Como en Italia, como dos meses antes en China, cuando parecía que las imágenes de sanitarios enfundados en equipos de protección y ciudadanos recluidos en sus domicilios no tenían nada que ver con ellos.

—Avísame cuando empiece.

—Descuida —asegura frente a la taza vacía de café.

Ha preparado otro para Manuel, pero ya se ha quedado frío. Desde que se levantó ese sábado lleva todo el día colgado del móvil. Ha hablado con el director de su departamento, con los proveedores, con clientes… Dicen que el gobierno va a ordenar el cierre de los servicios no esenciales. Manuel trabaja en el servicio postventa de una empresa de automoción, ¿cómo de esencial es seguir fabricando coches? ¿Quién va a comprarlos si todos están encerrados en casa?

A Alicia el paro forzoso le llegó antes. Junto con Carmen, compañera, socia y amiga —no necesariamente por ese orden— dirige una escuela infantil y también hace de monitora suplente, limpiadora, administrativa y telefonista, es lo que tienen las empresas pequeñas. El lunes la Comunidad de Madrid dio la orden de cerrar los centros educativos y de atención a la infancia. Con todo el dolor de su corazón —y del de las madres y padres que de un día para otro se encontraron con que no tenían dónde dejar a sus hijos— se vieron en la obligación de suspender el servicio. Alicia y Carmen habían seguido acudiendo a diario para atender las llamadas y dejarlo todo preparado para la vuelta. Pero era raro ir por los pasillos y encontrarse con las salas vacías. La tarde del jueves le mandó un mensaje a Carmen para avisarle de que al día siguiente no iba y desde entonces no se ha movido de casa.

—¡Manuel! ¡Ya empieza!

Manuel se despide de su interlocutor y regresa a toda prisa a la cocina. No se sienta al otro lado de la mesa —su lado—, sino que se queda junto a Alicia. Y así, juntos y en vilo, escuchan las explicaciones, largas, las medidas, duras, y las previsiones, poco o nada halagüeñas.

—¿A ti qué te parece? —pregunta él cuando termina la intervención.

—Que es lo que hay. Si tenemos que quedarnos en casa, nos quedamos y listo.

—¿Sin hacer nada? Mano sobre mano. ¿Con la que está cayendo?

—Sin hacer nada no, evitando propagar el contagio.

—¿Y si ya nos hemos contagiado?

—Pues esperamos igual.

—No sé si yo ya tengo un poco de fiebre. Llevo todo el día con un mal cuerpo… A ver, tócame.

Alicia le pone la mano en la frente.

—Treinta y seis con dos.

—¿Con dos? ¿Cómo lo sabes?

—Muchos años de práctica.

—No me quieres nada, Ali.

—Qué va, te quiero muchísimo.

—Yo sí que te quiero. Y para que veas que no te guardo rencor, voy a ir a por el termómetro para que nos miremos la temperatura.

—¡Pero si yo estoy bien!

—Hay que prevenir. Por cierto —dice haciendo la pregunta que Alicia ya espera—, ¿dónde está el termómetro?

—En el segundo cajón de la cómoda.

—Lo sabía, solo preguntaba para ver si tú también lo sabías.

Alicia ríe, aunque Manuel ya haya usado ese chiste muchas otras veces. Va a cumplir los cincuenta en octubre, él los cumplió la semana pasada. Dentro de un mes hará veinticinco años que se casaron. Veinticinco años dan para todo, pero nunca, ni en los peores momentos, se les ha pasado por la cabeza cortar y tirar cada uno por un lado. Claro que tampoco han pasado nunca las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana con el otro como única y constante compañía.

Vuelve con un termómetro de los de toda la vida y se lo coloca bajo el brazo.

—¿Cuánto tiempo lo tengo que tener?

Se ha medido docenas de veces la temperatura y todavía le sigue haciendo esa pregunta.

—Un buen rato.

Se quedan en silencio, esperando.

—¿Sabes en qué estoy pensando?

Y Alicia lo adivina porque está pensando lo mismo.

—En París.

—En París. Me parece que esta vez tampoco va a poder ser.

—Aún falta un mes —protesta ella sin mucho convencimiento—. Quizá para entonces ya se pueda viajar.

—¿Tú crees?

Y aunque Alicia es obstinada, también sabe admitir cuando no queda otra que atenerse a la realidad.

—Tienes razón. Será mejor que devuelvas los billetes.

—Ya iremos más adelante —dice para consolarla.

—Sí, en cualquier otra ocasión.

Y, como se conocen bien, ambos saben que no están nada convencidos, pero fingen que sí.

—¿Me lo puedo quitar ya?

—Mira a ver. ¿Cuánto marca?

Manuel mira el termómetro y sonríe como un bendito.

—Treinta y seis con dos.

París puede esperar

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