Читать книгу París puede esperar - Marisa Sicilia - Страница 7
15 de abril de 1995
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Una lluvia de arroz llega desde todas las direcciones. Alicia y Manuel se refugian el uno contra el otro. La cabeza de ella contra el hombro de él y el ramo de lirios silvestres haciendo de escudo protector.
—¡Ali! ¡Una foto!
Carmen, vestida de rojo, agita el brazo con la cámara en alto.
Ya por entonces, Manuel, sin que aún estuviesen de moda, era aficionado a los selfis. En lugar de pedírselo a alguien, él mismo tiró la foto. Salieron los tres con la pose extraviada, un poco borrosos, pero muy emocionados, muy felices.
Se casaron en el pueblo de los abuelos de él, en la sierra norte de Guadalajara, un rincón de cuento, muy cerca del hayedo de Tejera Negra y ya en esos años casi despoblado. No hacía ni un mes que acababan de autorizar que en los ayuntamientos, y no solo en los juzgados, se oficiasen bodas. El alcalde, que estaba como loco por atraer al turismo de la capital y había convertido un caserón abandonado en hotel rural, aceptó encantado.
Invitaron solo a la familia más cercana, a los amigos de verdad y a las compañeras de trabajo de Alicia. Del trabajo de Manuel no fue nadie. Se había incorporado un año antes al departamento de Investigación y Desarrollo de una gran multinacional, pero el ambiente no daba para estrechar lazos. Las órdenes de arriba eran reducir costes, la gente con más años estaba quemada y los nuevos venían pisando fuerte. Había mucho tiburoneo, mucho trepa.
Fue un día —casi— perfecto. Alicia, que siempre se quejaba de que no salía bien en las fotos, aparecía radiante en todas. Con el pelo suelto formando esas ondas tan naturales que costó tres pruebas en la peluquería conseguir, con un vestido muy sencillo y muy romántico, de inspiración ibicenca, con Manuel y ella sin dejar de mirarse y tocarse. Solo se torció al final. Cuando los primos de Manuel, a pesar de todas las advertencias de Alicia y las negativas de Manuel, soltaron una vaquilla.
A Alicia no le faltó nada que llamarlos —incluyendo bestias, anormales, paletos y salvajes—. A los primos les entró por una oreja y les salió por la otra y, como eran más y tenían más fuerza, se llevaron a Manuel en volandas y lo dejaron solo ante el peligro, es decir, con la vaquilla.
Era poco más que un ternero. Alicia estaba indignada por ese abuso del pobre animal, pero cuando la vaquilla revolcó a Manuel por el suelo a la primera de cambio, se vio recién casada y viuda.
—¡Ay, Carmen, que me lo matan! —gritó aferrándose al brazo de su dama de honor. Luego Carmen le enseñó el moretón.
Manuel salió del trance cojeando, pero aparentemente sin más daños que el destrozo en las costuras del chaqué. Ahí se volvió a liar. Alicia mandó parar la música y cerró la barra libre. Manuel, pasado el susto, aseguraba estar en condiciones de volver al ruedo.
Fue su primera discusión de casados y la solucionaron negociando. La fiesta siguió, pero con la condición de que la vaquilla volviese al cercado de donde había salido.
La reconciliación completa llegó en el hotel. Para algunas cosas, Alicia es pragmática de más y eso le pasó con la noche de bodas. Entre el cansancio, el susto, la discusión y que al día siguiente tenían que madrugar —se iban a París de luna de miel, allí sí que pensaba ser romántica—, estaba por apagar la luz y ya mañana sería otro día. Pero cuando salió del baño se encontró con que Manuel había traído un radiocasete —todavía no había iPods ni mucho menos smartphones—, y estaba sonando El sitio de mi recreo, como aquella otra primera vez.
«Donde nos llevó la imaginación…».
La imaginación los llevó a muchos sitios, esa noche y otras, pero no a París.
A las diez salía el vuelo de Barajas, a las ocho ya habían facturado las maletas, a las ocho y media recorrían los pasillos de la terminal, pero Manuel iba a rastras con una pierna.
—¿Te duele?
—A ver… Un poco sí. Si encontrásemos una farmacia abierta…
—¿Aquí?
—Tiene que haber farmacias en el aeropuerto. Con toda la gente que pasa…
—Pero a saber dónde.
Preguntaron. Les dieron mal las indicaciones. Volvieron a preguntar. La encontraron.
—Queremos un calmante.
—¿Qué tipo de calmante?
—Para el dolor.
La farmacéutica los miró sin pestañear.
—Un relajante muscular —especificó Manuel—. Un Valium o algo parecido.
—Huy, hijo, eso no te lo puedo dar sin receta.
—Entonces un Espidifen.
—¿Ibuprofeno? Pero a ti ¿qué es lo que te pasa? —preguntó la señora mirándole por encima de las gafas de cerca.
—Le ha revolcado por el suelo una vaquilla —saltó Alicia con el rencor aún reciente.
—Me torcí el tobillo —dijo Manuel menos comprometedor.
—A ver, arremángate el pantalón, que vea cómo lo tienes.
Manuel obedeció. Se subió la pernera del vaquero y se bajó el calcetín. Todo con grandes muestras de sufrimiento y aire de cordero degollado.
—Pero bueno, hijo, ahí tienes un esguince como un castillo. Eso no te lo va arreglar un antiinflamatorio. Para eso tienes que ir a Urgencias ahora mismo.
Tenía el tobillo como una bota, todo hinchado y amoratado.
—Pero ¿cómo no me has dicho nada? —gimió Alicia.
—No te quería preocupar y, además, tenemos que coger el avión.
—Vosotros veréis, pero yo no viajaría en esas condiciones —sentenció la farmacéutica—. Y aunque os vayáis de cabeza a un hospital nada más aterrizar, no sé si con las muletas vais a tener muchas ganas de hacer turismo.
Alicia tardó unos segundos en asimilar la idea. No era solo el vuelo, era el viaje, la semana de hotel, el Louvre, Notre Dame, la torre Eiffel. Todo perdido.
—Venga, vámonos. Aún estamos a tiempo de coger el avión. Seguro que mañana estoy mucho mejor —dijo Manuel estoico, al advertir su desilusión.
Pero ella se rehízo enseguida.
—No importa. París puede esperar.
—¿Estás segura? —preguntó él con cara de pena. Alicia no supo bien si era por la luna de miel arruinada o por el dolor en el tobillo.