Читать книгу Jaime Garzón: mi hermano del alma - Marisol Garzón Forero - Страница 7
ОглавлениеJaime estaba en medio de un grupo de muchachos que reía con él y zumbaba. No era todavía Jaime Garzón, era el hermano de Alfredo. Así se me presentó: “Yo soy el hermano de Alfredo Garzón, usted es Héctor Osuna, ¿verdad? ¿Y qué hace aquí tan solo?”, “Espero el bus o un taxi, porque tengo mi carro varado en la 61”. “¡Vamos!”
Me fui con él, que tan espontáneamente se ofrecía a desvararme. Yo miraba con sorpresa su rostro juvenil, su cabello despeinado, sus cejas pobladas, su tez tolimense (pero era bogotano) y su alegría alocada. Confiaba plenamente en que era el hermano de Alfredo, aquel ser apacible, de inteligencia recóndita, meditador, frailuno y de risa impredecible.
Llegamos a Chapinero (veníamos en taxi desde la avenida Chile) hasta donde estaba aparcada mi belleza, color habano, Dodge 1.500. “A ver, abra el capó”, obedecí, acostumbrado a mi total ignorancia mecánica, pese a contar con un cierto sentido automotor. Se retiró uno de los zapatos, me dije: este tipo es loco y cual Nikita Kruschev le dio tremendo alpargatazo a mi batería. No me importó. Yo sólo cuidaba la carrocería impecable de mi hermoso cacharro.
Encienda. Y listo, emprendimos la marcha. Le ofrecí llevarlo hasta su casa, donde además quería mostrarme los dibujos de Alfredo. Me impresionaron. Vivía en aquella noble casa de San Diego con su inefable mamá, doña Daisy, educadora amorosa, remedada más tarde por él en la voz de Dioselina Tibaná.
Era indómito, charlatán, cansón y noble de corazón. No podía ser menos, hijo de tan amorosa madre, en cuya ancianidad y muerte me hallé. Ví a Jaime, meses o algún año más tarde, de overol azul, cual obrero francés, pintando de acuerdo con un código riguroso de colores los frescos de la iglesia parroquial de Tocaima. Alfredo era el artista de los hermosísimos cuadros murales, que quedaron en un solo lado de la nave. Jaime era el principal artífice, que obedecía a la yuxtaposición cromática, ya que se trataba de una moderna interpretación evangélica en tonos planos. Reía, alborotaba y aplicaba brocha. ¡Cómo debieron quererlo los de su combo y, por supuesto, sus hermanos, Marisol, valga el ejemplo, quien titula esta obra: “Jaime, mi hermano del alma”!
Era temiblemente espontáneo. Siempre le he tenido algún espanto a los que responden rápido y esto desde el colegio, a los que daban la inmediata solución matemática. Una noche fui a saludarlo, andaba yo con Alfredo, en el teatro de la Castellana, luego de su interpretación en “Mamá, Colombia”. Venía Jaime con no sé qué bártulos, libros y folletos en sus brazos ocupados y arrojó todo al pavimento para regalarme un abrazo. Reímos a carcajadas.
No estuve en todo lo de Jaime, pero no puedo olvidar que la primera edición de su “Quac, el noticero” la vió en mi televisor, echado literalmente en el piso de mi apartamento. Comenzaba el gobierno de Samper y había sido invitado a continuar alborozando a la tropa del Guardia Presidencial en las fiestas navideñas. El presidente Gaviria lo había privilegiado bastante y Jaime fue fiel divulgador de su Constitución, la muy violada del 91.
Como todos los colombianos, no me perdía sus programas televisados. Su parafernalia, sus máscaras políticas, sus tramoyas. Me preocupaban sus dientes volados para quien tanto se reía y gesticulaba. Un día me llamó y me contó que sería sometido a tremenda cirugía bucal. No volví a saber de él hasta cuando apareció, para sorpresa de todos, un extraño personaje en la televisión: Heriberto de la Calle, desmuecado, tiznado, con voz de gremio lustrador. He creído que nadie lo reconoció y que yo fui el primero, entre otras razones, porque no se me escapan fácilmente las fisonomías y porque además contaba con el aviso de su dentadura, que le había sido extraída, casi en su totalidad. Una hermosa prótesis lució después.
Una fría mañana de agosto de 1999, no me había incorporado de la cama, cuando alguien de mi casa se acercó y me dijo: “mataron a Jaime”. Jaimes hay muchos, pero Jaime era sólo él. Estremecimiento, desconsuelo, desesperanza por la recuperación de esta patria herida. Asesinaban el humor, moría la juventud, moría el hijo para una madre dolorosa. Que ella era como una casita vieja, solía decirme doña Daisy, a la que cada día le aparecía un daño: ella misma se asimilaba a su propia casa de San Diego, donde todavía hace cuna el recuerdo. No sigo.
NB. Este libro intimista, de remembranzas familiares, que bien pueden llamarse históricas, toda vez que Jaime alcanzó la nombradía nacional, estaba faltando para cerrar el ciclo vital de quien mereció estatua. Cuando miro su bronce de cuerpo entero, en las inmediaciones de la Feria Internacional, el cual es de gran acierto representativo, obra de un sobrino del maestro Pinto Maldonado, me pregunto: ¿cuántas estatuas habré conocido y tratado personalmente? Esta fue una de ellas, con la cual dialogué en franca camaradería. H.O.