Читать книгу Cress - Марисса Мейер - Страница 27

Оглавление

Doce

Al principio, la caída fue lenta, paulatina, conforme la gravedad terrestre superaba el momento de la órbita del satélite.

Thorne se enrolló la pierna de los pantalones y con el pie derecho se sacó la bota izquierda. La navaja que ocultaba ahí repiqueteó al caer al suelo. Thorne se estiró para tomarla. Torpemente trataba de orientar el filo hacia la manta con la que tenía atadas las muñecas.

La chica farfulló algo a través de su mordaza y se desplazó hacia Thorne. Sus ataduras eran más firmes y complicadas que las de él. La taumaturga solo se había molestado en atar las manos de Thorne por el frente, pero la muchacha estaba amarrada hasta las piernas, además de tener las muñecas aseguradas por la espalda y la mordaza sobre la boca.

Sin ningún apoyo para presionar la navaja, hizo un gesto hacia la chica.

–¿Puedes darte la vuelta?

Ella se dejó caer y rodó de costado, empujándose con los pies contra la pared para quedar con las manos hacia Thorne. Se inclinó sobre ella y aserró la sábana que le atenazaba los brazos. Cuando terminó de desgarrarla, había marcas profundas en la piel de la muchacha.

Ella se arrancó la mordaza de la boca, que quedó colgada de su cuello. Un nudo del pelo revuelto se había prensado en la tela.

–¡Mis pies!

–¿Podrías desatarme las manos?

Le arrebató la navaja sin decirle nada. Le temblaban las manos al inclinar la navaja sobre las ataduras de las rodillas, así que Thorne pensó que quizá lo mejor fuera que practicara con ella misma.

Mientras desgarraba las sábanas, parecía loca: el ceño fruncido por la concentración, el pelo enmarañado. Estaba mojada y la mordaza le había llenado las mejillas de rayas enrojecidas. Pero la adrenalina hacía que se apresurara y rápidamente se deshizo del material pataleando.

–Mis manos –repitió Thorne, pero ella se aferró del lavabo para alzarse sobre las piernas temblorosas.

–¡Perdón! ¡Los procedimientos de entrada! –le dijo mientras salía tropezando a la sala central.

Thorne tomó la navaja y trepó para ponerse de pie, cuando el satélite dio un giro repentino. Se resbaló y chocó contra la puerta de la ducha. Caían más deprisa conforme la gravedad los vencía.

Thorne se apoyó en la pared para equilibrarse y se lanzó a la sala central. La muchacha también se había caído y gateaba para pasar sobre la cama.

–Debemos ir al otro módulo y desacoplarlo –dijo Thorne–. Tienes que desatarme.

Ella sacudió la cabeza y se apretó contra la pared donde estaba montada la pantalla más pequeña, la que la taumaturga había estado viendo. Pelos sueltos se le pegaban en la cara.

–Ella debe de haber puesto el cierre de seguridad del módulo y yo conozco el satélite mejor y... ¡oh, no, no, no! –gritó pasando los dedos por la pantalla–. ¡Cambió la clave de acceso!

–¿Qué haces?

–Los procedimientos de entrada. El recubrimiento contra la abrasión debe resistir el paso por la atmósfera, pero si no accionamos el paracaídas, todo se desintegrará con el impacto.

El satélite volvió a saltar y los dos tropezaron. Thorne cayó sobre el colchón. La navaja se le escapó de la mano y rebotó al otro lado de la cama. La muchacha trastabilló y cayó sobre una rodilla. Las paredes comenzaron a temblar con la fricción de la atmósfera terrestre. La negrura que había oscurecido las pequeñas ventanas cambió por una ardiente luz blanca. El recubrimiento exterior se consumía y los protegía del calor de la atmósfera.

A diferencia de la Rampion, el satélite estaba fabricado para hacer un único descenso a la Tierra.

–De acuerdo –dijo Thorne, olvidándose de sus ataduras. Se lanzó al otro lado de la cama e impulsó a la muchacha para ponerla en pie–. Pon a funcionar ese paracaídas.

Todavía se sentía inestable cuando Thorne giró con ella hacia la pantalla y le pasó los brazos por encima, para formar un capullo alrededor de su cuerpo. Era más baja de lo que había creído; la parte alta de la cabeza apenas le llegaba a la clavícula.

La muchacha presionaba la pantalla con los dedos. Thorne afirmó la postura y trabó los pies, sosteniéndose lo mejor que podía entre las

sacudidas y balanceos del satélite. Se encorvó sobre ella tratando de conservar el equilibrio y sostenerla en una posición estable mientras códigos y comandos parpadeaban y se desplazaban por la pantalla. Desvió la atención hacia la ventana más próxima, todavía de un blanco intenso. En cuanto el satélite hubiera descendido lo suficiente en la atmósfera terrestre, el sistema de gravedad automática se apagaría y estarían tan seguros como los dados en el puño de un jugador.

–¡Ya entré! –exclamó la chica. Thorne apretó la alfombra con los dedos del pie descalzo. Oyó un tronido a sus espaldas y se atrevió a echar una mirada. Una de las pantallas había caído del escritorio. Tragó saliva. Lo que no se encontrara atornillado estaba a punto de convertirse en proyectil.

–¿Cuánto tiempo falta...?

–¡Listo!

Thorne la jaló y se lanzó con ella hacia el colchón.

–¡Abajo de la cama!

Tropezó y cayó, arrastrándola consigo. Por arriba, los gabinetes se abrían de golpe. Thorne se encogió bajo la estrepitosa lluvia de platos y comida enlatada. Se agachó sobre la muchacha para que no la golpearan las cosas.

–¡Deprisa!

Ella se escapó del anillo que formaba Thorne con los brazos y se perdió en las sombras. Se puso de espaldas contra la pared lo más lejos que pudo empujando con las palmas la estructura de la cama para quedarse inmóvil.

Thorne saltó de la alfombra y se aferró al poste más cercano para impulsarse.

Las sacudidas terminaron y en su lugar comenzó un descenso rápido y uniforme. El brillo de la ventana se disolvió en un azul solar. A Thorne se le hundió el estómago y sintió como si lo succionara una aspiradora.

La oyó gritar. Su cabeza explotó de dolor y resplandeció y luego todo se puso negro.

Cress

Подняться наверх