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Ocho
ОглавлениеCress casi no sintió el agua caliente que caía sobre su cabeza. Afuera del baño, en todas las pantallas se reproducía una ópera de la Segunda Era. Con la potente voz femenina en los oídos, dominando al sonido del agua, Cress era la estrella, la damisela, el centro del universo. Cantaba a voz en cuello y solo se detenía para tomar aliento en el crescendo.
No se había aprendido de memoria toda la traducción, pero las emociones que comunicaban las palabras le parecían claras.
Sufrimiento. Tragedia. Amor.
La recorrían escalofríos que contrastaban con el vapor. Se oprimió el pecho con la mano, sintiéndose sofocada.
Dolor. Soledad. Amor.
Siempre regresaba al amor. Más que la libertad, más que la aceptación: amor. El verdadero amor, como cantaban en la Segunda Era. Amor de la clase que llenaba el alma de una persona. La clase que se prestaba para los gestos dramáticos y los sacrificios. Esa clase que resultaba irresistible y sobrecogedora.
La intensidad de la voz de la mujer se acrecentó con los violines y los violonchelos, un clímax que ahogó el ruido del diluvio del baño. Cress sostuvo la nota cuanto pudo, disfrutando la forma en que el aria la recorría y la llenaba con su fuerza.
Entonces se le acabó el aliento y se sintió repentinamente mareada. Se apoyó jadeando contra la pared.
El crescendo se apagó, convertido en un final anhelante y simple, al mismo tiempo que se terminaba el agua. Todos los baños de Cress tenían el tiempo medido, para que las reservas de agua no se terminaran antes de la siguiente visita de reabastecimiento de la ama Sybil.
Cress se encogió y se abrazó las piernas. Cuando se dio cuenta de que tenía lágrimas en las mejillas, se tapó el rostro y se rio.
Se había portado ridícula y melodramática, pero lo tenía bien merecido.
Porque había llegado el día. Había seguido atentamente la trayectoria de la Rampion desde que se habían puesto de acuerdo para rescatarla, hacía casi catorce horas, y no se había desviado del curso. La Rampion cruzaría la trayectoria de su satélite en aproximadamente una hora y quince minutos terrestres.
Iba a tener libertad, y amigos y metas. Y estaría junto a él.
En la habitación contigua, el solo de la ópera se repitió, suave y lento y teñido de nostalgia.
–Gracias –murmuró Cress a su público imaginario, que aplaudía enloquecidamente. Se imaginó que tomaba un ramo de rosas y que las olía, aunque no tuviera idea de cómo huelen las rosas.
Con esa constatación, la fantasía se disolvió.
Lanzó un suspiro y se levantó del piso de la ducha antes de que las puntas del cabello se escurrieran por la coladera.
El pelo representaba un gran peso para su cráneo. Era fácil ignorarlo cuando quedaba inmersa en un aria tan poderosa, pero ahora la carga amenazaba con derribarla. Un leve dolor de cabeza comenzaba a avanzar desde la base de la nuca.
No era un día para sentir dolores de cabeza.
Tomó el extremo del pelo con una mano, para aliviar parte de la presión de la cabeza, y dedicó algunos minutos a exprimirlo con las manos empapadas. Salió de la ducha y tomó su toalla, una prenda gris y raída que usaba desde hacía años y que estaba tan desgastada que tenía agujeros en las esquinas.
–¡Bajar volumen! –gritó a la sala principal. La ópera se atenuó en el fondo. Las últimas gotitas de agua cayeron al suelo.
Cress oyó una campanada.
Se pasó las manos por el pelo una vez más, para desalojar otro puñado de agua, y agitó la cabellera en el baño antes de envolverse con la toalla. El peso aún tiraba de ella, pero volvía a sentirlo manejable.
En la sala central, todas las pantallas menos la de comunicación directa proyectaban la filmación del escenario. La toma era un acercamiento del rostro de la cantante. Tenía un espeso maquillaje, las cejas delineadas con lápiz y una roja melena leonina con una corona de oro.
La pantalla de comunicación directa mostraba un mensaje.
Del usuario: Mecánica. Tiempo estimado de llegada: 68 minutos
Cress se sintió abrumada a causa del mareo. Era cierto: venían a rescatarla.
Tiró la toalla al suelo y se puso el vestido arrugado que traía puesto antes, el vestido que le quedaba un tanto chico y un tanto corto porque Sybil se lo compró cuando tenía trece años, pero luego de años de desgaste era suave, perfecto. Era el vestido favorito de Cress, aunque no tenía mucho de dónde elegir.
Se lo metió por la cabeza y corrió de regreso al baño para empezar el largo trámite de peinar las marañas húmedas. Después de todo, quería lucir presentable.
No, quería verse irresistible, pero no tenía caso preocuparse por eso. No tenía maquillaje, joyas, perfumes ni ropa que le quedara bien; apenas los artículos más básicos para la higiene diaria. Era tan pálida como la luna y el pelo se le encresparía al secarse, por mucho que lo cuidara. Se estudió un momento en el espejo y decidió hacerse una trenza, con la esperanza de mantenerlo en su lugar.
Acababa de dividirlo en tres secciones sobre la nuca, cuando la vocecita de la Pequeña Cress gorjeó:
–Hermana mayor...
Cress se quedó en suspenso. Captó en el espejo sus propios ojos agrandados.
–Dime.
–Nave del ama detectada. Se calcula la llegada en veintidós segundos.
–No, no, no. Hoy no –siseó.
Soltó las mechas húmedas y corrió a la sala principal. Como cosa extraordinaria, sus pocas pertenencias no estaban regadas por el piso y las mesas, sino que se encontraban guardadas ordenadamente en una gaveta que había puesto sobre la cama. Había doblado con esmero vestidos, medias y ropa interior, junto con peines y broches y todos los paquetes de comida que quedaban de la última visita de Sybil. Incluso había puesto arriba su almohada y su manta favoritas.
Todo ello evidenciaba que iba a escapar.
–¡Oh, estrellas!
Corrió a tomar la gaveta con las dos manos y la levantó de la cama. Arrojó la manta y la almohada sobre el colchón y arrastró la pesada gaveta hasta el escritorio de donde la había sacado.
–00:14, 00:13, 00:12 –recitó la Pequeña Cress mientras ella luchaba por meter la gaveta en su sitio. No iba a cerrar.
Cress se acuclilló junto al mueble, mirando los rieles de cada lado de la gaveta. Tardó otros siete segundos en hacer maniobras apremiantes, hasta que pudo cerrarla. Sentía la nuca llena de sudor o del agua del pelo todavía húmedo.
Jaló un mechón que se había quedado atrapado en la gaveta y arregló la cama lo mejor y más aprisa que pudo.
–El ama ha llegado –dijo la Pequeña Cress–. Solicita una extensión de la abrazadera de acoplamiento.
–Ya voy –respondió Cress y salió disparada hacia la pantalla de la rampa de abordaje para introducir la clave. Regresó a la sala mientras la abrazadera se alargaba más allá de las paredes, la nave de Sybil atracaba y el lugar se llenaba de oxígeno.
La cantante de ópera seguía ahí, y el ama se molestaría al ver que Cress estaba perdiendo el tiempo, pero por lo menos no...
Sintió que se sofocaba al mirar la única pantalla que destacaba del resto, con el mensaje en verde brillante sobre fondo negro.
Del usuario: Mecánica. Tiempo estimado de llegada: 68 minutos
Escuchó acercarse los pasos de Sybil mientras se lanzaba al otro lado de la sala. Apagó la pantalla en el instante en que se abrió la puerta del satélite.
Con el corazón palpitando en las sienes, Cress giró y sonrió.
Sybil la miró desde la entrada. Ya era una mirada penetrante, pero Cress pensó que sus ojos se entrecerraron aún más en la fracción de segundo que transcurrió entre que vio a Cress y detectó su sonrisa brillante.
–¡Ama, qué sorpresa! Acabo de salir de darme una ducha. Estaba escuchando... algo de ópera.
Hizo un esfuerzo por tragar saliva. Repentinamente, tenía la boca seca.
Los ojos de Sybil se ensombrecieron y paseó la mirada por el lugar, por las pantallas que transmitían en silencio a la cantante de ópera concentrada en su aria.
–Música terrestre –dijo Sybil con desprecio.
Cress se mordió el labio inferior. Sabía que había músicos y obras de teatro y toda clase de entretenimientos para la corte lunar, pero casi nunca se grababan y Cress no tenía posibilidad de presenciarlos. En general, a los lunares no les gustaba que se difundiera su verdadero aspecto a toda la galaxia. Más bien preferían los espectáculos en vivo, en los que podían alterar la impresión que tenía el público de sus talentos.
–Silenciar todas las pantallas –murmuró, tratando de no temblar.
En el silencio que se produjo, Sybil entró en el satélite. La puerta se cerró a sus espaldas.
Cress señaló con un gesto la conocida caja metálica que llevaba Sybil.
–No creo que me hagan falta más suministros, ama. ¿Es momento de tomar otra muestra de sangre? –preguntó, a sabiendas de que no era así.
Sybil puso la caja sobre la cama, echando una mirada de desagrado a las mantas arrugadas.
–Tengo una nueva misión para ti, Crescent. Espero que hayas notado que una de nuestras principales fuentes de información del palacio de Nueva Beijing fue inhabilitada la semana pasada.
Cress hizo un esfuerzo por mostrarse natural. Tan serena como despreocupada.
–Sí, la grabadora en la oficina del emperador.
–Su Majestad la consideraba una de las fuentes más jugosas que hemos colocado en la Tierra. Quiere que programes e instales otra inmediatamente –abrió la caja para mostrar una serie de chips y equipos de grabación–. Igual que antes, debe ser imposible rastrear la señal. No queremos que llame la atención.
Cress asintió moviendo la cabeza quizá con demasiado entusiasmo.
–Desde luego, ama. No tardaré mucho. Puedo terminarlo mañana, estoy segura. ¿Se va a ocultar en una lámpara, como la vez pasada?
–No, ya corrimos muchos riesgos al lavar el cerebro de la asistente de mantenimiento. Haz algo que sea más fácil de esconder. Quizás algo que se pueda ocultar en un tapiz. Alguno de los otros taumaturgos se encargará personalmente de la instalación en nuestra próxima visita.
Cress todavía asentía con la cabeza:
–Sí, sí, desde luego. No hay problema.
Sybil frunció el ceño. Tal vez Cress se estaba mostrando demasiado dispuesta. Dejó de asentir, pero le costaba trabajo concentrarse porque un reloj hacía tictac en su cabeza. Si Cinder y los demás veían el módulo lunar atracado en su satélite, pensarían que Cress les había tendido una trampa.
Pero la ama Sybil nunca se quedaba mucho tiempo. De seguro se iría antes de que pasara la hora. De seguro.
–¿Algo más, ama?
–¿Tienes algo que informar sobre las otras transmisiones terrícolas?
Cress se esforzó por pensar en noticias que hubiera escuchado en los últimos días. Sus competencias en el espionaje cibernético iban más allá de explorar y hackear las transmisiones y las bases de datos de la Tierra o de programar equipos de espionaje que instalaban estratégicamente en casas y oficinas de oficiales de alto rango. También era su responsabilidad vigilar las transmisiones y comunicar a Sybil y a su Majestad todo lo que pareciera interesante.
Era la parte más voyerista de su trabajo, y la odiaba. Pero, por lo menos, si Sybil le hacía esa pregunta, significaba que últimamente ni ella ni la reina habían tenido tiempo de revisar las transmisiones por su cuenta.
–Todos están concentrados en la boda –dijo Cress–. Se habla mucho de los planes de viaje y de la agenda de los encuentros diplomáticos ahora que están reunidos tantos representantes en Nueva Beijing –dudó un momento antes de continuar–; muchos terrícolas cuestionan la decisión del emperador Kaito de formar la alianza y se preguntan si realmente pondrá fin a los ataques. Recientemente, la Federación Europea hizo un pedido grande a un fabricante de armas. Parece que se preparan para la guerra. Yo... puedo localizar los detalles del pedido, si quiere.
–No pierdas tu tiempo, ya sabemos de qué son capaces. ¿Algo más?
Cress rebuscó en su memoria. Sopesó si contarle al ama Sybil que un representante británico, un señor Bristol-algo, trataba de hacer un manifiesto político al rechazar la invitación a asistir a la boda real, pero se había dado cuenta de que todavía podía cambiar de opinión. Conociendo a su Majestad, iba a querer poner al tipo como ejemplo, y Cress no quería imaginar lo que le harían a él o a su familia.
–No, ama. Eso es todo.
–¿Y acerca de la cyborg? ¿Has tenido avances en eso?
Había mentido sobre eso tantas veces que ya no le representaba ningún esfuerzo.
–Lo siento, ama. No he encontrado nada nuevo.
–Crescent, ¿piensas que su habilidad para no ser detectada se debe a una técnica parecida a la que usamos para camuflar nuestras naves?
–Es posible. Entiendo que es una mecánica competente. Podría ser que tuviera habilidades para interferir programas de cómputo.
–Y si fuera el caso, ¿tú podrías detectarlo?
Cress abrió la boca, pero titubeó. Seguramente podría, pero sería un error decírselo a Sybil. Se preguntaría por qué Cress no había pensado antes en hacerlo.
–N-no... no lo creo, ama. Pero voy a intentarlo. Veré qué puedo encontrar.
–Que no se te pase. Estoy harta de inventar excusas por ti.
Cress trató de mostrarse apesadumbrada, aunque los dedos le hormigueaban de alivio, porque Sybil siempre decía alguna variante de esa frase cuando se preparaba para irse.
–Desde luego, ama. Gracias por darme este nuevo trabajo, ama.
Una alerta resonó en la sala.
Cress retrocedió, pero enseguida trató de cambiar su expresión por indiferencia. Había sido solo un timbrazo más. Otra alerta cualquiera de uno de los pasatiempos inofensivos de Cress. Sybil no tenía motivos para cuestionarlo.
Pero la atención de Sybil se había concentrado en la pantalla negra que se activó con la alerta.
Había aparecido un mensaje nuevo.
Mensaje recibido de: Mecánica. Tiempo estimado de llegada: 41 minutos. Necesitamos coordenadas finales.
El satélite se inclinó bajo los pies de Cress. Pero no, en realidad era que su propio sentido del equilibrio la había abandonado.
–¿Qué es eso? –preguntó Sybil, acercándose a la pantalla.
–Es... un juego. Estaba jugando en la computadora –su voz sonó chillona. Sentía el rostro caliente, pero frío en las partes en que el pelo húmedo se le pegaba en las mejillas.
Hubo un largo silencio.
Cress trató de fingir indiferencia.
–Solo un juego tonto imaginando que la computadora es una persona real... Ya sabe lo que puede hacer mi imaginación cuando me siento sola. A veces es bueno tener a alguien con quien hablar, aun si no...
Sybil tomó a Cress por la mandíbula y la empujó contra la ventana que dominaba el planeta azul.
–¿Es ella? –siseó–. ¿Me has estado mintiendo?
Cress no podía hablar. El terror le paralizaba la lengua, como si fuera presa de un encanto. Pero esto no era magia. Era una mujer tan fuerte y tan enojada que podría arrancarle a Cress los brazos de las articulaciones o partirle el cráneo contra la esquina del escritorio.
–Habría sido mejor que no se te hubiera ocurrido mentirme, Crescent. ¿Hace cuánto que te comunicas con ella?
Los labios de la muchacha temblaron.
–Desde ayer –dijo sollozando–. Trataba de ganarme su confianza. Pensaba que si podía acercarme lo suficiente, le diría a usted y...
Una bofetada hizo que todo le diera vueltas y se estrelló contra el suelo. Le ardía la mejilla y su cerebro tardó un momento en dejar de sacudirse dentro del cráneo.
–Esperabas que viniera a rescatarte –dijo Sybil.
–No. No, ama.
–Después de todo lo que he hecho por ti. Te salvé la vida cuando tus padres te destinaron al matadero.
–Lo sé, ama. Iba a entregársela, ama. Trataba de ayudar.
–Hasta te di acceso a la red para que miraras esas asquerosas transmisiones terrestres, ¿y así es como me pagas? –Sybil observó la pantalla, donde seguía el mensaje visible –. Pero al menos hiciste por fin algo útil.
Cress se estremeció. Su mente comenzó a enturbiarse con la necesidad instintiva de huir, de escapar. Se levantó del suelo, pero tropezó con la cabellera y cayó contra las puertas cerradas. Sus dedos encontraron el tablero y marcaron el comando. Las puertas se abrieron de golpe. No esperó a ver la reacción de Sybil.
–¡Cierra la puerta!
Cress escapó por el corredor. Sentía que los pulmones le quemaban. No podía respirar. Estaba hiperventilando. Tenía que salir. Llegó a otra puerta que tenía un interruptor idéntico a un lado. Se lanzó hacia ella con un grito:
–¡Abrir!
La puerta se abrió.
Cress se abalanzó hacia el frente y se golpeó el abdomen en un barandal. Resopló por el choque y se sujetó para saltarlo y entrar en la cabina.
Se detuvo, jadeando, y miró atónita dentro del pequeño módulo. Luces y tableros destellantes y pantallas brillaban a su alrededor. Las ventanas eran una pared de cristal que la separaba del mar de estrellas.
Y ahí había un hombre.
Su pelo era de color pajizo dorado y su cuerpo se adivinaba fuerte y ancho bajo el uniforme real. Daba la impresión de que podía ser peligroso, pero de momento parecía asombrado.
Se levantó del asiento del piloto. Se miraron boquiabiertos uno al otro mientras Cress luchaba por encontrar palabras en el desorden de sus pensamientos.
Sybil no había venido sola. Sybil tenía un piloto que la había llevado al satélite.
Otro ser humano sabía que Cress existía.
No. Otro lunar sabía que Cress existía.
–Ayúdame –trató de murmurar, y tuvo que tragar cuando no pudo formar las palabras–. Por favor, por favor ayúdame.
El hombre cerró la boca. Las manos de Cress se retorcían en la barra del barandal.
–Por favor –repitió con la voz quebrada.
El hombre flexionó los dedos y ella pensó (¿o fue nada más su imaginación?) que sus ojos se suavizaban. Que sentía simpatía. O que calculaba.
Movió una mano hacia los controles. ¿El comando para cerrar la puerta? ¿Para separarse del satélite? ¿Para llevársela de esta cárcel?
–¿Acaso la mataste? –le dijo.
Las palabras llegaron como si vinieran de un idioma completamente distinto. Las pronunció sin emociones; una simple pregunta. Y esperaba una respuesta simple.
¿Matarla? ¿Matarla?
Antes de que pudiera articular una respuesta, el guardián dirigió su mirada a espaldas de Cress.
Sybil tomó a Cress por el cabello y la arrastró de vuelta al corredor. La muchacha gritó y se derrumbó en el suelo.
–Jacin, estamos a punto de tener compañía –dijo Sybil, ignorando los sollozos de Cress–. Sepárate del satélite pero quédate cerca para tener buena visibilidad sin generar sospechas. Cuando una nave terrícola se acerque, es probable que envíen un módulo. Espera a que el piloto haya abordado y entra entonces por la escotilla del otro lado. Dejaré la abrazadera de acoplamiento extendida.
Cress temblaba. Producía palabras sin sentido en súplicas desesperadas.
La simpatía y la sorpresa del hombre habían desaparecido como si nunca hubieran existido. Quizá nunca existieron.
Movió la cabeza para asentir. Sin preguntas. Sin intenciones de desobedecer.
Aunque Cress gritaba y pateaba, Sybil logró arrastrarla por el suelo de vuelta a la sala central del satélite, como si fuera un saco de piezas de androides descompuestas.
La puerta se cerró detrás de ellas, apartándolas de la salida, de su libertad. Al oír el ruido metálico entendió.
Nunca sería libre. Sybil iba a matarla, así como iba a matar a Linh Cinder y a Carswell Thorne.
Cuando se apartó el cabello desordenado, un gemido la sacudió hasta los huesos.
Sybil sonreía.
–Supongo que debería darte las gracias. Linh Cinder vendrá hacia mí y nuestra reina estará muy complacida –se inclinó y tomó con fuerza la barbilla de Cress–. Lamentablemente, no creo que vayas a vivir el tiempo suficiente para recibir tu recompensa.