Читать книгу Cress - Марисса Мейер - Страница 13
Cuatro
ОглавлениеScarlet presionó un disco de algodón contra la comisura de la
boca de Wolf al tiempo que sacudía la cabeza.
–Quizá no dé muchos golpes, pero cuando pega, es en serio.
Pese al moretón que empezaba a aparecer en la mandíbula de Wolf, estaba resplandeciente y un brillo le danzaba en la mirada bajo las luces de la enfermería.
–¿Viste cómo me hizo tropezar antes de lanzar el golpe? No lo vi venir.
Se frotó las manos vigorosamente contra los muslos. Sus pies golpeteaban contra el costado de la mesa de exploración.
–Creo que por fin estamos logrando algo.
–Bueno, me alegro de que estés orgulloso de ella, pero sería lindo que la próxima vez te pegara con la mano no metálica.
Scarlet desechó el algodón. La herida, justo donde el labio se había partido contra uno de los caninos superiores, no había dejado de sangrar, pero ya no estaba tan mal. Tomó un tubo de ungüento medicinal y continuó:
–Vas a tener otra cicatriz en tu colección, y esta más o menos hace juego con la que tienes junto a la boca, así que por lo menos serán simétricas.
–No me importan las cicatrices –dijo Wolf, encogiéndose de hombros. Una chispa maliciosa brilló en sus ojos–. Ahora me traen mejores recuerdos que antes.
Scarlet se detuvo un instante, con una pizca de ungüento en la punta del dedo. Wolf tenía la mirada puesta en sus manos huesudas. Sus mejillas tenían un leve rubor.
En segundos, la propia Scarlet comenzó a sentirse arrebolada al recordar la noche que habían pasado como polizones en el tren elevado. Cómo había dibujado con los dedos la pálida cicatriz en el brazo de Wolf; cómo había frotado los labios contra las débiles marcas de su rostro; cómo él la había tomado en sus brazos...
Le dio un empujón en el hombro.
–Deja de sonreír tanto –le dijo, untando el bálsamo en la herida–. La estás empeorando.
Wolf controló la expresión de su rostro, pero aún tenía un brillo en los ojos cuando se atrevió a levantarlos hacia ella.
Aquella noche en el tren elevado había sido la única vez que se habían besado. Scarlet no contaba la ocasión en que la besó mientras él y los demás agentes especiales, la “manada”, la mantenían secuestrada. Wolf había aprovechado la ocasión para entregarle un chip de identidad con el que luego pudo escapar, pero no hubo afecto en ese beso, y en ese entonces ella sentía desprecio por él.
Pero esos momentos en el tren elevado le habían producido más de una noche de insomnio desde que habían abordado la Rampion. Acostada, sin sueño, se imaginaba que se levantaba furtivamente de la cama. Se escabullía por el corredor hasta el cuarto de Wolf. No decía ni una palabra cuando él abría la puerta, sino que nada más se apretaba contra su cuerpo. Enredaba los dedos en su pelo. Se envolvía en esa especie de seguridad que solo había encontrado en sus brazos.
Pero nunca lo había hecho. Y no por miedo a un rechazo: Wolf no había hecho ningún esfuerzo por disimular sus persistentes miradas, y alargaba el momento cada vez que se tocaban, por trivial que fuera el encuentro. Además, nunca retiró lo que dijo después del ataque: “Tú eres la única, Scarlet. Siempre serás la única”.
Scarlet sabía que Wolf esperaba que ella tomara la iniciativa, pero cada vez que se sentía tentada, recordaba el tatuaje de su brazo, el que lo marcó para siempre como agente lunar especial. Todavía tenía el corazón roto por la pérdida de su abuela y por saber que Wolf podría haberla salvado. Podría haberla protegido. Incluso podría haber impedido que pasara lo que pasó.
Pero no era justo. Eso había sido antes de que conociera a Scarlet, antes de que le importara. Y había tratado de rescatar a su abuela. Los otros agentes habrían podido matarlo, y entonces sí que estaría sola.
Quizá sus vacilaciones se debían a que, si era honesta consigo misma, todavía sentía algo de miedo de Wolf. Cuando estaba contento y se mostraba seductor y, a veces, adorablemente torpe, era fácil olvidarse de que tenía un lado oscuro. Pero Scarlet lo había visto pelear en demasiadas ocasiones como para olvidarlo. No era como las luchas contenidas que sostenía con Cinder, sino combates en los que podía romperle el cuello sin misericordia a un hombre o arrancarle la carne hasta los huesos a su oponente con nada más que los dientes afilados.
Los recuerdos todavía la hacían temblar.
–¿Scarlet? –se sobresaltó. Wolf la miraba con el ceño fruncido–. ¿Te pasa algo?
–Nada –esbozó una sonrisa y se sintió aliviada de no sentir tensión.
Sí, había algo oscuro en su interior, pero el monstruo que vio no era el mismo que este hombre que estaba sentado frente a ella. Fuera lo que fuere lo que los científicos lunares le hubieran hecho, Wolf había demostrado una y otra vez que podía tomar sus decisiones y que las cosas podían ser diferentes.
–Estaba pensando en cicatrices –le dijo mientras enroscaba la tapa del ungüento. El labio de Wolf había dejado de sangrar, aunque el moretón le duraría varios días.
Scarlet lo tomó por la barbilla, inclinó el rostro de Wolf lejos de ella y le plantó un beso en la herida. Wolf inhaló profundamente, pero salvo por eso, se quedó quieto como una piedra, una hazaña inusitada en él.
–Creo que vas a sobrevivir –dijo Scarlet. Quitó el vendaje y lo arrojó al bote de basura.
–¿Scarlet? ¿Wolf? –la voz de Iko restalló en los altavoces–. ¿Pueden venir a la plataforma de carga? Hay noticias que quiero que vean.
–Allá vamos –respondió Scarlet y se puso a guardar el resto de los suministros mientras Wolf saltaba de la mesa de exploración. Cuando Scarlet volteó para mirarlo, Wolf sonreía y se frotaba la herida con un dedo.
En la plataforma de carga, Thorne y Cinder estaban sentados en uno de los contenedores, inclinados sobre un mazo de naipes. Cinder todavía tenía el pelo desordenado luego de su semivictoria sobre Wolf.
–¡Oh, vaya! –exclamó Thorne alzando la vista–. Scarlet, explícale a Cinder que está haciendo trampa.
–No hago trampa.
–Jugaste dos dobles seguidos. No puedes hacer eso.
Cinder cruzó los brazos.
–Thorne, acabo de descargar en mi cerebro el reglamento oficial. Sé qué se puede hacer y qué no.
–¡Ajá! –tronó los dedos–. ¿Lo ves? No puedes descargar nada a la mitad de un juego en este casino. Son las reglas de la casa. Es trampa.
Cinder levantó las manos y las cartas salieron volando por todo el compartimento. Scarlet pescó un tres en el aire.
–Yo también aprendí que no puedes jugar dobles seguidos. Pero quizás es que así lo jugaba mi abuela.
–O Cinder hace trampa.
–No hago trampa –gruñó Cinder, apretando la mandíbula.
–Iko, ¿nos llamaste para algo? –preguntó Scarlet al tiempo que ponía la carta de vuelta en el mazo.
–Oui, mademoiselle –contestó Iko, adoptando el acento que Thorne solía remedar cuando hablaba con Scarlet, aunque a Iko le salía más natural–. Hay noticias recientes sobre los agentes lunares especiales.
La pantalla de la pared parpadeó cuando Iko ocultó el reloj y el plano del palacio para reemplazarlos con una serie de videos: periodistas y tomas granulosas de personal militar armado que conducía a una docena de hombres musculosos a un deslizador reforzado.
–Parece que desde el ataque, la República Americana ha estado investigando a los agentes y en este momento se realiza una operación encubierta en las tres ciudades de la República que fueron atacadas: Nueva York, México y San Pablo. Ya han detenido a cincuenta y nueve agentes y cuatro taumaturgos, que se consideran prisioneros de guerra.
Scarlet se acercó a la pantalla, que mostraba una imagen de la isla de Manhattan. Al parecer, esa manada se había escondido en una línea del metro abandonada. Los agentes estaban esposados de manos y pies, y por lo menos dos soldados apuntaban sus armas a cada uno. Pero se veían despreocupados, como si hubieran ido al campo a cortar flores. Uno hasta lanzó una sonrisa rápida y divertida a la cámara mientras lo escoltaban.
–¿Conoces a alguno?
Wolf resopló:
–No muy bien. Las manadas no conviven unas con otras, pero los veía en el comedor y a veces en los entrenamientos.
–No dan la impresión de sentirse muy contrariados –comentó Thorne–. Está claro que todavía no han probado la comida de la cárcel.
Cinder se paró junto a Scarlet.
–No estarán ahí mucho tiempo. La boda es en dos semanas. Serán liberados y enviados de vuelta a Luna.
Thorne metió los pulgares en las trabillas de los pantalones.
–En ese caso, me parece un gran desperdicio de tiempo y recursos.
–No estoy de acuerdo –dijo Scarlet–. La gente no puede vivir con miedo. El gobierno trata de mostrar que hace algo para impedir que haya más matanzas. Así, la gente puede sentir que tiene algún control sobre la situación.
Cinder sacudió la cabeza.
–¿Y qué pasará cuando Levana tome represalias? Todo el asunto de la alianza matrimonial es para mantener a raya su ira.
–No va a tomar represalias –afirmó Wolf–. Dudo mucho que siquiera le interese.
Scarlet miró el tatuaje en el brazo de Wolf y preguntó:
–¿Después de todo el trabajo que se tomó para crearlos a ustedes... a ellos?
–No pondría en peligro la alianza. No por los agentes, que están destinados a cumplir un único objetivo: lanzar el primer ataque y recordarle a la Tierra que cualquiera, en cualquier sitio, puede ser un lunar. Para hacer que nos teman –comenzó a apoyarse nerviosamente en un pie y el otro–. Ahora ya no nos necesita.
–Ojalá que tengas razón –dijo Iko–, porque ya que descubrieron cómo rastrear a los agentes, todos esperan que el resto de la Unión haga lo mismo.
–Pero ¿cómo fue que los localizaron? –preguntó Cinder mientras se ajustaba la cola de caballo.
Un suspiro recorrió el sistema de aire acondicionado.
–Resulta que los lunares se las han arreglado para reprogramar muchos androides médicos asignados a salas de cuarentena de la peste en todo el mundo. Han estado recogiendo chips de identidad de los muertos y los envían a los agentes para que los reprogramen y se los inserten, de modo que puedan mezclarse con la sociedad. Cuando el gobierno descubrió la conexión, solo hubo que seguir el rastro de los chips y llegaron directamente a las bases de operación de las manadas.
–Peony... –Cinder se acercó a la pantalla–. Por eso el androide quería su chip. ¿Me estás diciendo que pudo haber terminado dentro de uno de esos?
–Dicho con total desprecio hacia nuestros amigos caninos –mencionó Thorne.
Cinder se frotó las sienes.
–Lo siento, Wolf. No me refería a ti –titubeó–; es que... más bien me refería a cualquiera. Era mi hermana menor. ¿Cuántas personas han muerto de esta enfermedad solo para que violen así sus identidades? No lo dije con intención de ofenderte.
–Está bien –dijo Wolf–. La amabas. Yo sentiría lo mismo si alguien quisiera borrar la identidad de Scarlet para dársela al ejército de Levana.
Scarlet se quedó pasmada, con las mejillas enrojecidas. De seguro que no estaba insinuando nada...
–¡Guau! –chilló Iko–. ¿Wolf acaba de decir que ama a Scarlet? ¡Qué lindo!
Scarlet se sintió avergonzada.
–No es así... no era eso... –cerró los puños en los costados–. ¿Podemos volver a esos soldados que están deteniendo, por favor?
–¿Se sonrojó? ¿Suena como si se hubiera sonrojado?
–Sí se sonrojó –confirmó Thorne mientras barajaba los naipes–. De hecho, Wolf también se ve algo aturdido.
–Concéntrense, por favor –dijo Cinder, y Scarlet pensó que podría besarla–. ¿Así que se llevaban los chips de identidad de las víctimas de la peste? ¿Y ahora qué pasa?
Las luces se atenuaron al mismo tiempo que el ánimo de Iko.
–Bueno, ya no volverá a ocurrir. Todos los androides americanos asignados a las salas de cuarentena fueron evaluados y reprogramados mientras hablábamos, y sin duda se hará lo mismo en el resto de la Unión.
En la pantalla, el último agente de Manhattan era introducido en el deslizador blindado. La puerta produjo un ruido metálico y se cerró a sus espaldas.
–Por lo menos, se resuelve una amenaza –dijo Scarlet pensando en la manada que la había tenido presa, la que mató a su abuela–. Espero que en Europa los atrapen también. Espero que los maten.
–Yo espero que las autoridades no crean que después de esto se terminó su trabajo –comentó Cinder–. Wolf tiene razón en que todavía no empieza la verdadera guerra. La Tierra debe estar ya en alerta máxima, preparada para lo que sea.
–Y nosotros tenemos que alistarnos para detener la boda y ponerte a ti en el trono –agregó Scarlet, y observó cómo Cinder se encogía ante la mención de hacerla reina–. Si podemos cumplir nuestra misión, la guerra no iría más allá de lo que ha pasado hasta ahora.
–Tengo una sugerencia –anunció Iko y reemplazó la noticia de los agentes lunares por el reportaje continuo de la boda futura–. Si vamos a colarnos en el palacio de Nueva Beijing mientras Levana esté ahí, ¿por qué no la matamos? No es que quiera ser una asesina a sangre fría, pero ¿no se resolverían así muchos de nuestros problemas?
–No es tan fácil –respondió Cinder–. Recuerda de quién estamos hablando. Puede lavarle el cerebro a cientos de personas a la vez.
–No puede controlarme a mí –dijo Iko– y tampoco a ti.
Wolf sacudió la cabeza.
–Necesitaríamos un ejército para acercarnos lo suficiente. La acompañan muchos guardias y taumaturgos, para no mencionar a todos los terrícolas que podría usar como escudos o hasta convertirlos en armas.
–Y eso incluye a Kai –dijo Cinder.
El motor de la nave se sacudió haciendo que las paredes temblaran.
–Tienes razón. No podemos correr ese riesgo.
–No, pero podemos decirle al mundo que Levana es un fraude y una asesina –Cinder puso los brazos en jarra–. Ya saben que es un monstruo. Solo tenemos que mostrarles que nadie estará a salvo si se convierte en emperatriz.