Читать книгу Cress - Марисса Мейер - Страница 19

Siete

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El doctor Dmitri Erland estaba sentado en la orilla de su cama de hotel, con el gastado edredón de algodón enredado alrededor de los tobillos. Toda su atención se centraba en la estropeada pantalla de red en el muro, cuyo sonido se interrumpía inesperadamente y a cuya imagen le gustaba temblar y parpadear en los momentos más inoportunos. A diferencia de la última ocasión en que había llegado un representante lunar, esta vez el arribo estaba siendo transmitido a escala internacional. Ahora no se ocultaba el propósito de la visita.

Su Majestad, la reina Levana, había conseguido lo que deseaba. Iba a convertirse en emperatriz.

La reina Levana en persona no llegaría hasta que se acercara el día de la ceremonia, pero el taumaturgo Aimery Park, uno de sus lacayos (bueno, consejeros) más cercanos arribaría antes en señal de “buena voluntad” hacia el pueblo de la Comunidad y el planeta Tierra.

Para eso, y para asegurarse de que todos los preparativos de la boda cumplieran las exigencias de su Majestad, sin duda.

La reluciente nave espacial blanca decorada con runas había aterrizado en la plataforma de lanzamiento del palacio de Nueva Beijing hacía quince minutos y aún no mostraba señales de abrirse. Al fondo, un periodista de la Unión Africana seguía hablando sin parar sobre detalles triviales de la boda y la coronación: cuántos diamantes tenía la corona de la emperatriz, la longitud del pasillo, el número de invitados previsto y, por supuesto, una mención más de que la propia primera ministra Kamin había sido seleccionada para oficiar la ceremonia.

Él estaba contento al menos por una de las repercusiones de este compromiso: toda esta expectación había alejado a la señorita Cinder de la atención de los medios. Esperaba que tuviera la sensatez de aprovechar esta distracción fortuita para ir a buscarlo pronto, pero nada había ocurrido. Su desesperación iba en aumento y estaba un poco más que ligeramente preocupado por la chica, pero no había nada que pudiera hacer más que esperar pacientemente en este páramo abandonado, continuar con su búsqueda y hacer planes en espera del día en que todo su trabajo finalmente diera frutos.

Cada vez más aburrido con la transmisión, el doctor Erland se quitó los lentes y pasó un momento soplándolos y frotándolos con su camisa.

Al parecer los terrícolas olvidaban pronto sus prejuicios cuando se trataba de una boda real, o quizá solo les aterrorizaba hablar abiertamente de los lunares y de su tiranía, especialmente con el recuerdo del ataque de los híbridos de lobos tan fresco en la memoria colectiva. Además, desde el anuncio del enlace real, al menos dos miembros de medios de cobertura mundial que habían llamado a esta alianza una equivocación de la realeza (un administrador de grupos de red de Bucarest del Mar y el editor de un canal de noticias de Buenos Aires) se habían suicidado.

El doctor Erland sospechaba que esta era una manera diplomática de decir: “asesinados por lunares, pero ¿quién puede probarlo?”.

Todo mundo pensaba lo mismo, aunque no se atrevieran a decirlo. La reina Levana era una asesina y una tirana, y esta boda iba a arruinarlos.

Pero toda su rabia quedaba opacada por la conciencia de que él era un hipócrita.

¿Levana era una asesina?

Bueno, él la había ayudado a convertirse en ello.

Habían pasado unos años –que parecían toda una vida– desde que fuera uno de los principales científicos del equipo de investigaciones de ingeniería genética de Luna. Había encabezado algunos de sus descubrimientos más importantes, cuando Channary aún era la reina, antes del ascenso de Levana, antes de que su Luna Creciente fuera asesinada, antes de que la princesa Selene fuera raptada y llevada a la Tierra. Él fue el primero en integrar con éxito los genes de un lobo ártico con los de un niño de diez años, lo cual le confirió no solo muchas de sus capacidades físicas, que ya habían sido perfeccionadas, sino también los instintos brutales de la bestia.

Algunas noches aún soñaba con los aullidos de aquel niño en la oscuridad.

Erland se estremeció. Cubriéndose las piernas con la manta, volvió a mirar la transmisión.

Por fin, la escotilla de la nave se abrió. El mundo observó cuando la rampa descendió.

Una bandada de nobles lunares surgió primero de la nave, engalanados con sedas vibrantes y tocados con velo, siempre tocados con velo. Se había vuelto una tendencia durante el mandato de la reina Channary, quien, al igual que su hermana, se negaba a mostrar su verdadero rostro en público.

Erland se inclinaba cada vez más hacia la pantalla, preguntándose si podría identificar a cualquiera de sus antiguos compañeros debajo de esos mantos.

No tuvo suerte. Habían pasado muchos años, y de cualquier forma era muy probable que todos esos detalles reveladores que él había memorizado hubieran sido creados mediante encantos. Él mismo había creado la ilusión de ser mucho más alto cuando estaba rodeado por la narcisista corte.

A continuación aparecieron los guardias, seguidos de cinco taumaturgos de tercer nivel, vestidos con abrigos negros bordados. Todos eran apuestos sin necesidad de encanto alguno, como los prefería la reina, aunque él sospechaba que pocos habían nacido con tal apariencia natural. Muchos de sus compañeros de trabajo en Luna habían hecho lucrativos negocios paralelos ofreciendo cirugías plásticas, ajustes de melatonina y reconstrucciones corporales a taumaturgos y guardias reales con aspiraciones.

De hecho, a él siempre le había divertido el rumor de que los pómulos de Sybil Mira estaban hechos de cañerías recicladas.

El taumaturgo Aimery salió al final, luciendo tan relajado y presuntuoso como siempre, con una opulenta chaqueta carmesí que combinaba muy bien con su piel oscura. Se acercó al emperador Kaito, quien lo aguardaba con su grupo de consejeros y presidentes, y ambos intercambiaron reverencias en señal de respeto mutuo.

El doctor Erland sacudió la cabeza. Pobre joven emperador Kai. Ciertamente, lo habían arrojado a los leones durante su corto reinado

Un tímido golpe se escuchó en la puerta e hizo saltar al doctor Erland.

Solo mírenlo: perdiendo el tiempo con comitivas lunares y alianzas reales que, con un poco de suerte, jamás se concretarían. Si al menos Linh Cinder dejara de vagar por la Tierra y el espacio y empezara a seguir instrucciones por una vez.

Se levantó y apagó la pantalla. Toda esta preocupación iba a provocarle una úlcera.

En el pasillo había un niño extraño que no tendría más de doce o trece años, de cabello corto y disparejo. Sus pantalones cortos de bordes deshilachados llegaban por debajo de sus rodillas, y sus pies con sandalias estaban cubiertos con la misma arena fina que todo lo cubría en aquel pueblo.

Se mantenía totalmente erguido, como si quisiera dar la impresión de que no estaba absolutamente nervioso, ni un poco.

–Tengo un camello en venta. Escuché que a usted podría interesarle –su voz tembló en la última palabra.

El doctor Erland bajó sus lentes hasta el final de su nariz. El chico era flaco y huesudo, pero en modo alguno parecía desnutrido. Su piel oscura se veía saludable; sus ojos, brillantes y alertas. Más o menos en un año, sospechó el doctor Erland, sería el más alto de los dos.

–¿Una joroba o dos? –preguntó.

–Dos –el chico respiró hondo–. Y nunca escupe.

Erland inclinó la cabeza. Había tenido mucho cuidado al usar este lenguaje en clave, pero las noticias parecían estar propagándose con rapidez, aun en los poblados desérticos. Se estaba haciendo del conocimiento general que el viejo doctor loco estaba buscando lunares dispuestos a ayudarlo en algunos experimentos y que él les pagaría por colaborar.

Desde luego, la propagación de su estatus de cuasicelebridad y los avisos de que la Comunidad lo buscaba contribuyeron a ello. Pensaba que muchos de los que llegaban a tocar a su puerta simplemente sentían curiosidad por el lunar que se había infiltrado entre el personal de un palacio de la realeza terrícola... y había ayudado a la verdadera celebridad, Linh Cinder, a escapar de prisión.

Él habría preferido el anonimato, pero este parecía un método efectivo para conseguir nuevos sujetos de prueba, a los cuales necesitaba si es que iba a copiar el antídoto contra la letumosis que los científicos lunares habían descubierto.

–Pasa –dijo, retrocediendo. Sin esperar a ver si el chico lo seguía, abrió el armario que había transformado en su propio minilaboratorio. Frascos, probetas, cajas de Petri, jeringas, escáneres y una variedad de sustancias químicas, todo cuidadosamente etiquetado.

–No puedo pagarte en univs –dijo al tiempo que sacaba un par de guantes de látex–. Solo trueque. ¿Qué necesitas? Comida, agua, ropa... O si estás dispuesto a esperar por el pago de seis muestras consecutivas, puedo conseguirte transportación de ida a Europa, sin necesidad de documentos –abrió un recipiente y sacó una jeringa del líquido esterilizador.

–¿Qué tal medicinas?

Se volvió. El chico apenas había dado un par de pasos dentro de la habitación.

–Cierra la puerta antes de que dejes entrar a todas las moscas–indicó. El chico hizo lo que le dijeron, pero ahora su atención estaba en la aguja.

–¿Para qué quieres medicina? ¿Estás enfermo?

–Para mi hermano.

–¿También es lunar?

El muchacho abrió aún más los ojos. Siempre hacían eso cuando el doctor Erland soltaba esa palabra de manera tan despreocupada, pero nunca entendió por qué. Él solo quería lunares. Solamente lunares habían tocado a su puerta.

–Quita esa cara de susto –refunfuñó el doctor Erland–. Debes saber que yo también soy lunar –hizo un pequeño encanto para probarlo, una sencilla manipulación para que el chico lo viera como una versión más joven de sí mismo, pero solo por un instante.

Aunque había estado probando más libremente con la bioelectricidad desde su llegada a África, descubrió que lo agotaba cada vez más. Su mente ya no era tan fuerte como solía ser y habían pasado años desde que había practicado de manera constante.

No obstante, el encanto funcionó. El muchacho se relajó ahora que tenía cierta seguridad de que el doctor Erland no los enviaría a él y a su familia a Luna para que los ejecutaran.

Aun así, no se acercó más.

–Sí –dijo–. Mi hermano también es lunar. Pero él es vacío.

Esta vez fue el doctor Erland quien abrió mucho los ojos.

Un vacío.

Eso era algo realmente valioso. Aunque muchos lunares habían venido a la Tierra para proteger a sus hijos carentes de dones, rastrear a esos niños había resultado más difícil de lo que el doctor Erland había esperado.

Se habían mezclado muy bien entre los terrícolas y no tenían deseos de renunciar a su disfraz. Se preguntó si por lo menos eran conscientes de su ascendencia.

–¿Cuántos años tiene? –preguntó, dejando la jeringa sobre el mostrador–. Pagaría el doble por una muestra suya.

Ante el súbito interés de Erland, el chico retrocedió un paso.

–Siete –dijo él–. Pero está enfermo.

–¿Qué tiene? Tengo analgésicos, anticoagulantes, antibióticos...

–Tiene la peste, señor. ¿Usted tiene medicina para eso?

El doctor Erland frunció el ceño.

–¿Letumosis? No, no. Eso no es posible. Dime los síntomas. Averiguaremos qué tiene en realidad.

El chico pareció molesto cuando escuchó que estaba equivocado, aunque mostró un dejo de esperanza.

–Ayer por la tarde empezó con un sarpullido muy fuerte y tenía los brazos amoratados, como si hubiera estado en una pelea. Pero no fue así. Esta mañana, cuando despertó, su piel se sentía caliente, pero él decía que se estaba helando, aun con este calor. Cuando mamá lo revisó, la carne debajo de sus uñas se había puesto azulada, como si fuera la peste.

Erland alzó una mano.

–¿Dices que las manchas aparecieron ayer y que esta mañana sus dedos se estaban poniendo azules?

El chico asintió.

–Además, justo antes de venir, todo esos puntos se estaban convirtiendo en ampollas, como burbujas con sangre –se estremeció.

La sensación de alarma se agitaba dentro del doctor mientras su mente buscaba una explicación. Los primeros síntomas sonaban a letumosis, pero nunca había escuchado que pasara por las cuatro fases con tal rapidez. Y el sarpullido que se convertía en ampollas llenas de sangre... Nunca había visto eso.

No quería pensar en la posibilidad; aun así, era algo que había estado esperando que ocurriera desde hacía años. Algo que había previsto. Algo que lo horrorizaba.

Si lo que este chico decía era verdad, si su hermano tenía letumosis, entonces, eso podría significar que la enfermedad estaba mutando.

Y si incluso un lunar presentaba síntomas...

Erland tomó su gorra del escritorio y se la puso sobre su cabeza calva.

–Llévame con él.

Cress

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