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Оглавление1. Del fracaso de las COP al movimiento por la justicia climática
El Antropoceno y el terricidio como nuevo umbral
La realidad acuciante de la crisis climática nos revela un planeta cada vez más inhóspito, atravesado por fenómenos climáticos extremos: huracanes y supertifones de inusitada frecuencia, diluvios bíblicos e inundaciones sin fin, incendios que arrasan millones de hectáreas y exterminan la vida vegetal y la de miles de animales no humanos en los cinco continentes, sequías que rebasan cualquier récord histórico, acelerado derretimiento de los glaciares, entre los más visibles. Los fenómenos meteorológicos extremos y la variabilidad del clima nos arrojan a un fluir espaciotemporal diferente, marcado por mutaciones bruscas de efectos perdurables. Las amenazas son constantes y pueden ser directas –olas de calor, desertificación, inundaciones– o indirectas –propagación de enfermedades transmitidas por distintos vectores, aumento de refugiados climáticos, emigración y guerra, por nombrar solo algunas–.
¿Es el capitalismo el que nos ha llevado hasta este precipicio, el que nos ha dejado al borde del abismo o del “terricidio”, como señala la referente mapuche Moirá Millán?[3] Sin duda, ninguna lectura de la crisis socioecológica/climática actual puede dejar de incluir una mirada de largo plazo sobre la dinámica histórica del capitalismo y su vínculo con un determinado régimen ecológico/ambiental y sobre la visión antropocéntrica que permea nuestra civilización.
Vivimos una época rica en conocimientos y saturada de información, mucha más de la que podríamos absorber y procesar en siete vidas consecutivas. El nuestro es un tiempo de crisis prolongadas y probables colapsos que el Antropoceno, en cuanto compendio de conocimientos y diagnósticos, no se ha cansado de anunciar. El Antropoceno designa un nuevo período, en el cual el humano representa una fuerza transformadora con alcance global y geológico. El ingreso a esta nueva era geológica instala la idea de que hemos traspuesto un umbral peligroso, cuyas manifestaciones más evidentes son el calentamiento global y sus consecuencias sobre la crisis climática. El término “Antropoceno” –del griego ἄνθρωπος (anthropos), hombre, y καινός (kainos), nuevo o reciente– fue propuesto, entre otros científicos, por el químico Paul Crutzen (2006) en 2000 para sustituir al Holoceno, período caracterizado por la estabilidad climática, de entre diez y doce mil años de duración, que permitió la expansión y el dominio del ser humano sobre la Tierra.[4]
El concepto de Antropoceno pronto se trasladó al campo de las ciencias de la Tierra, como también a las ciencias sociales y humanas e incluso al ámbito artístico, por lo cual devino una suerte de “categoría síntesis”, esto es, un punto de convergencia para geólogos, ecólogos, climatólogos, historiadores, filósofos, artistas y críticos de arte. Según las visiones más críticas, los grandes cambios de origen antrópico o antropogénico que hacen peligrar la vida en el planeta están ligados a la dinámica de acumulación del capital y los modelos de desarrollo dominantes, cuyo carácter insustentable ya no se puede ocultar ni disimular.
Para diversos especialistas y científicos habríamos ingresado al Antropoceno hacia 1780, esto es, en la era industrial, con la invención de la máquina de vapor y el comienzo de la explotación y el consumo de combustibles fósiles. A partir de 1945, a esta primera fase siguió “la gran aceleración”, cuando los indicadores de actividad humana van desde la mayor petrolización de las sociedades y la concentración atmosférica del carbono y el metano hasta el aumento de las represas, sin olvidar los cambios cruciales en el ciclo del nitrógeno y del fósforo, y la drástica pérdida de biodiversidad.
Para el Anthropocene Working Group –integrado por geólogos de la Universidad de Leicester y del Servicio Geológico Británico bajo la dirección de Jan Zalaslewicz–, el planeta habría iniciado una nueva era geológica hacia 1950, con la presencia de residuos radiactivos de plutonio tras los numerosos ensayos con bombas atómicas a mediados del siglo XX. Por último, el historiador Jason Moore propone indagar los orígenes del capitalismo y la expansión de las fronteras de la mercancía en la larga Edad Media para identificar los rasgos de lo que denomina “Capitaloceno”.
Desde nuestra perspectiva, es necesario propiciar el alcance crítico y desacralizador del concepto, y pensar el Antropoceno en clave de expansión de la mercantilización y las fronteras, lo cual nos obliga a retomar la crítica al capitalismo neoliberal y los modelos de desarrollo dominantes. Esto no significa que debamos abandonar la noción-síntesis. Antes bien, resulta imprescindible subrayar la tensión que lo atraviesa, pues se trata de un concepto en disputa, atravesado por diferentes narrativas no siempre convergentes no solo respecto del comienzo de la nueva era, sino, sobre todo, de las salidas posibles de la crisis sistémica. El Antropoceno como diagnóstico crítico nos desafía a pensar la problemática socioecológica desde otro lugar y cuestiona las dinámicas actuales del desarrollo. Instala la idea de que la humanidad ha traspuesto un umbral y ha quedado expuesta a las respuestas cada vez más imprevisibles y a gran escala de la naturaleza. No se trata solo de una crisis del anthropos. No es solo la vida humana la que está en peligro, sino también la de otras especies y del sistema Tierra en su conjunto.
El Antropoceno inicia una etapa marcada por las narrativas del fin. Así, no resulta raro que exista una profusa bibliografía acerca del colapso de la civilización humana, ya que no son pocos los especialistas que postulan que el ecocidio –o lo que aquí denominamos “terricidio”– es la mayor amenaza que pesa sobre la sociedad mundial y la vida en el planeta. Si a esto sumamos las igualmente temibles hipótesis de una guerra global y una pandemia, estamos ante factores que lejos de excluirse pueden potenciarse unos a otros hasta coincidir en una combinatoria fatal para la humanidad.
En este primer capítulo presentaremos los factores que dan cuenta de la crisis socioecológica actual, para luego indagar los avances y retrocesos de la conciencia ambiental a través de las cumbres globales sobre el ambiente y el clima. También nos interesa preguntarnos sobre el esquizofrénico escenario global en el que, por un lado, prosperan los movimientos por la justicia climática y los llamados cada vez más desesperados a frenar el calentamiento global, y por otro, persiste la posición de una élite política y económica favorable a los combustibles fósiles cuyo negacionismo está representado por importantes líderes mundiales.
Factores de la crisis
Los factores que justifican hablar del pasaje a una nueva era son numerosos. Un primer elemento alude al cambio climático asociado al calentamiento global, a causa del incremento de las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero. En la actualidad, en relación con 1750, la atmósfera contiene un 150% más de gas metano y un 45% más de dióxido de carbono producto de emisiones antrópicas (Bonneuil y Fressoz, 2013: 19). Como consecuencia de estas emisiones, desde mediados del siglo XX la temperatura aumentó 0,8 ºC, y el Grupo Intergubernamental de Expertos para el Cambio Climático (IPCC, por sus iniciales en inglés)[5] anticipa un incremento de la temperatura de entre 1,2 y 6 ºC desde la fecha hasta fines del siglo XXI. Para los científicos, la barrera de más de 2 ºC ya constituye un umbral de peligro, pero el aumento podría ser mayor si todo continúa como hasta ahora (business as usual).
Los enfoques sistémicos y los avances científicos recientes muestran que incluso una variación mínima en la temperatura media del globo terráqueo podría desencadenar cambios imprevisibles. También indican que la velocidad del cambio climático ha sido subestimada en los informes del IPCC. Cada año hace más calor que el anterior y se superan marcas históricas. El mes de junio de 2019 fue el más caluroso en el hemisferio norte desde que se tienen registros, y los bajos niveles de hielo marino en el Ártico y la Antártida también batieron récords. Según datos de la Organización Metereológica Mundial, entre enero y octubre la temperatura media mundial estuvo aproximadamente 1,1 ºC por encima de los niveles preindustriales. Las concentraciones de dióxido de carbono en la atmósfera, que sobrecalientan el planeta, alcanzaron un nivel récord de 407,8 partes por millón en 2018 y continuaron aumentando en 2019,[6] cuando la comunidad científica entera alerta que, para evitar efectos climáticos imprevisibles y catastróficos, tenemos que mantener la concentración del principal gas de efecto invernadero en un valor inferior a 350 partes por millón.
El informe “The Carbon Majors” (2017), realizado por una organización sin fines de lucro (Carbon Disclosure Project [CDP]), encontró que más de la mitad de las emisiones industriales mundiales desde 1988 correspondían a veinticinco empresas y entidades estatales. Grandes empresas petroleras como ExxonMobil, Shell, BP y Chevron son algunas de las mayores emisoras de contaminantes. Asimismo, de acuerdo con ese informe, si continúa la extracción de combustibles fósiles al ritmo actual durante los próximos veintiocho años, las temperaturas medias subirán cerca de 4 ºC hacia el final del siglo.
El segundo factor de alarma se refiere a la pérdida de biodiversidad –la destrucción del tejido de la vida y de los ecosistemas– acelerada por el cambio climático. Baste subrayar que en los últimos decenios la tasa de extinción de las especies ha sido mil veces superior que la normal geológica. Pero los ecosistemas terrestres no son los únicos amenazados. La acidificación de los océanos, producto de la concentración de dióxido de carbono que cambia la química del agua y pone en riesgo la vida de los ecosistemas marinos, es la otra cara del calentamiento global. Por eso se habla de la “sexta extinción”, aunque a diferencia de las cinco anteriores, que se explicaban por factores exógenos (el enfriamiento global o la caída de un asteroide), la hipótesis de una sexta extinción es de origen antrópico, lo cual indica la responsabilidad central de la acción humana y su impacto sobre la vida del planeta.
Es cierto que las sucesivas extinciones terminaron con una parte importante de las especies debido a factores exógenos, pero la vida en la Tierra siempre mostró una gran capacidad de resiliencia. Donna Haraway (2016), citando a la bióloga Anna Tsing, sostiene que en el Holoceno todavía abundaban las áreas de refugio donde los distintos organismos podían sobrevivir en condiciones desfavorables para luego desarrollar una estrategia de repoblamiento. Lo novedoso y lo drástico del Antropoceno es que implica la destrucción de espacios y tiempos de refugio para cualquier organismo –animal, vegetal o humano–, no solo por la magnitud del proceso sino también por su velocidad. Todo indica que la aceleración de los cambios dificultaría la posibilidad de adaptación. En consecuencia, el Antropoceno es menos una nueva era que una “bisagra” y nos obliga a reconocer que “lo que viene no será como lo que vino antes”.
Otro de los factores críticos alude a los cambios en los ciclos biogeoquímicos, que son fundamentales para mantener el equilibrio de los ecosistemas. Tal como sucedió con el ciclo del carbono, los ciclos del agua, del nitrógeno, del oxígeno y del fósforo –esenciales para la reproducción de la vida– quedaron bajo control humano en los últimos dos siglos. El aumento desmedido de la actividad industrial, la deforestación, la contaminación del agua y de los suelos por acción de los fertilizantes alteran estos ciclos. Por ejemplo, la creciente demanda de energía implicó una modificación del ciclo del agua mediante la construcción de represas (Castro Soto, 2009). Además de la afectación de los ecosistemas y la pérdida de bienes naturales y del patrimonio cultural que queda sumergido para siempre, las represas han generado entre cuarenta y ochenta millones de personas desplazadas en el mundo.
Todos estos indicadores reflejan un aumento exponencial de impactos de origen antrópico sobre el planeta a partir de 1950, período en el cual la población mundial se duplicó, el producto bruto global aumentó unas quince veces y el número de automotores cerca de veinte veces (Steffen y otros, cit. en Barros y Camilloni, 2016: 20). El descubrimiento y la utilización de energía abundante y barata fue lo que posibilitó este salto cualitativo en la vida moderna. Hoy por hoy, la huella ecológica global de la humanidad excede la capacidad de regeneración de los ecosistemas. Consumimos una vez y media más de lo que el planeta puede proveer de manera sustentable. De persistir el actual sistema de consumo, hacia 2030 necesitaremos el equivalente a dos planetas Tierra para mantener a la humanidad, y hacia 2050, tres planetas.
Otro factor de alarma son los cambios en el modelo de consumo, fundado en el esquema de obsolescencia precoz y programada de los productos, que obliga a renovarlos una y otra vez, y tiende a maximizar los beneficios del capital. Este proceso se ha inscripto, en las últimas décadas, en un movimiento mucho más amplio vinculado con un modelo alimentario a gran escala y de enorme impacto sobre la salud de las personas y la vida de animales, plantas y campos, promovido por lógicas de marketing y poderosos lobbies empresariales apoyados por políticas de Estado. Un modelo construido por las grandes firmas agroalimentarias que genera una degradación de todos los ecosistemas: expansión de monocultivos, aniquilación de la biodiversidad, tendencia a la sobrepesca, contaminación por fertilizantes y pesticidas, desmonte y deforestación, acaparamiento de tierras. También genera un incremento de la emisión de gases de efecto invernadero, no solo en el proceso de producción sino durante el transporte de los bienes. Como sostienen Nazaret Castro y otros (2019), enfrentamos la consolidación de “un régimen agroalimentario corporativo” con impacto negativo sobre la salud y las condiciones de vida de millones de personas. Estos modelos alimentarios no alimentan; antes bien, el consumo de productos ultraprocesados conlleva graves perjuicios para la salud: generan adicción y numerosas enfermedades, entre ellas, la obesidad, que ya es una epidemia mundial (Barruti, 2013). Asimismo, reflejan una tendencia a la homogeneización: “La apariencia de variedad de marcas y coloridos envases que ofrecen las góndolas de los supermercados oculta un agudo proceso de homogeneización de los ingredientes y de oligopolización de la alimentación a escala planetaria” (Castro y otros, 2019).
Aunque estos modelos de desarrollo se han impuesto en las últimas décadas, su transformación o su desmantelamiento no resultarán fáciles, y no solo por causa de los grandes lobbies empresariales. Cuanto más compleja es una sociedad, más expuesta y vulnerable deviene; o sea, más dependiente de su propia complejidad y de los recursos (energéticos) que la mantienen en funcionamiento. Es tal la complejidad organizativa de la sociedad global actual que requiere cada vez mayor cantidad de energía per cápita para mantenerse. Capitalismo y complejidad van así de la mano.
A diferencia de lo que ocurría en un pasado no tan lejano, nuestras narrativas del fin no se nutren de creencias religiosas, sino que poseen una amplia base científica y un correlato más estrecho con la realidad. El dramático acoplamiento entre tiempos geológicos y tiempos humanos instala numerosos interrogantes. En el auge de la aceleración del metabolismo social que impulsa la extracción desenfrenada de recursos no renovables, destruye la biodiversidad, cambia los ciclos de la naturaleza, fomenta un consumo irresponsable e insostenible y modelos alimentarios insustentables, ¿es posible tomar decisiones a nivel global y local que contribuyan a detenerlo? ¿Es una mera cuestión de complejidad social o es parte del discurso del capital y las élites económicas y políticas para sostener su sobrevida en medio de la catástrofe? ¿Es posible implementar en el corto plazo políticas públicas orientadas a la desinversión en combustiles fósiles, políticas que puedan revertir los impactos que la crisis climática tendrá desde ahora hasta fines del milenio y que eviten el terricidio en curso? ¿Seremos acaso la última generación en hacer política, ya que nuestros sucesores tendrán que luchar por la sobrevivencia en medio de hambrunas, pandemias, sequías, huracanes y desastres para nada “naturales”?
En realidad, se impone reconocer que la transición ya ha comenzado. Y aunque incluye la degradación de la vida social, económica y sanitaria, e implica la pérdida de complejidad y de valores democráticos, su devenir tendrá diferentes temporalidades, matices y escalas. Sin embargo, más allá de que la crisis climática nos afectará a todos, siempre habrá ganadores y perdedores, con lo cual es muy probable que los procesos de colapso y degradación profundicen aún más la geografía de la desigualdad y la injusticia ambiental.
Entre la conciencia ambiental y el “desarrollo sustentable”
La ecología como enfoque crítico y las primeras voces y movimientos ambientalistas surgidos al calor de las denuncias contra el deterioro creciente del ambiente y los desastres “naturales” nos llevaron a cuestionar el mito del crecimiento económico y nos hicieron tomar conciencia de la finitud de los recursos naturales.
Una de las primeras voces que se alzó fue la de Rachel Carson, autora de La primavera silenciosa (1962), quien denunció los efectos nocivos de los productos químicos sobre la salud, los animales y la naturaleza, en especial el DDT, un insecticida de amplio espectro utilizado para todos los cultivos que en aquella época se consideraba casi inocuo. Carson, bióloga de formación, fue denigrada por las industrias químicas, que llegaron al extremo de contratar científicos para que analizaran su libro línea por línea. Sin embargo, el impacto de ese texto sobre el público estadounidense y sobre el incipiente movimiento ambiental fue enorme. Diez años más tarde se prohibió el uso del DDT en los Estados Unidos. Mientras tanto, el economista Kenneth Boulding proponía sustituir la economía del cowboy por la del cosmonauta: una economía de recinto cerrado adecuada al “navío espacial Tierra”, elocuente imagen que transmite la idea de que el planeta dispone de recursos limitados y de espacios finitos para la contaminación y el vertido de desechos.
A nivel global, el primer aporte relevante sobre temas ambientales fue el Informe Meadows “Los límites del crecimiento”, producido en 1972 por el Club de Roma, donde se exponen los límites de la explotación de la naturaleza y su incompatibilidad con un sistema económico fundado en el crecimiento indefinido. Este informe puso el acento en los graves peligros de la contaminación y la disponibilidad futura de materias primas que afectarían a todo el planeta, de continuar con el estilo y ritmo de crecimiento económico. Se abrió así un espacio de cuestionamiento a la visión industrialista, centrada en el crecimiento ilimitado, y se enviaron claras señales hacia los países del Sur al plantear que el modelo industrial propio de los países desarrollados estaba lejos de ser universalizable. El informe logró que la problemática ambiental ingresara en la agenda mundial y se transformara en una cuestión a tratar y resolver por la comunidad internacional. Como veremos más adelante, este informe tuvo varias respuestas desde el Sur periférico.
La primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, realizada en Estocolmo en 1972, dio origen a una declaración adoptada por los Estados nacionales en la que comenzaba a ponerse de manifiesto una relación más estrecha entre los impactos del desarrollo económico y el “medio humano”. Y si bien persistía la idea del “progreso” concebido como crecimiento sin límites, se denunciaba que el poder transformador del ser humano sobre la naturaleza podía generar daños al “medio humano”. La declaración configuró los elementos principales del paradigma de “desarrollo sostenible” o “sustentable”, cuyo principio rector expresa que la humanidad “tiene la solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las generaciones presentes y futuras”. En ese marco se creó el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) con sede en Nairobi y se recomendó declarar el 5 de junio como Día Mundial del Ambiente. En este período nacieron algunas de las grandes organizaciones ambientalistas, entre ellas Amigos de la Tierra (1969) y Greenpeace (1971).
En febrero de 1979 se realizó en Suecia la primera Conferencia Mundial sobre el Clima, que contó con la participación de cuatrocientos expertos internacionales, bajo los auspicios de la Organización Meteorológica Mundial (OMM) y la Organización de las Naciones Unidas (ONU). La reflexión sobre la relación desarrollo/ambiente tuvo una nueva inflexión en los años ochenta a raíz del grave accidente ocurrido en 1986 en la central nuclear de Chernóbil en Ucrania, una de las causas que precipitó el final de la Unión Soviética. En esa época también se produjeron otros accidentes de gran repercusión internacional, como los derrames de barcos petroleros o “mareas negras”, entre otros el buque petrolero Exxon Valdez en aguas de Alaska en 1989.
La Comisión de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo presentó en 1987 el estudio “Nuestro futuro común” (también conocido como “Informe Brundtland”, en honor al apellido de su coordinadora), que popularizó la idea del “desarrollo sostenible”. En 1988, casi diez años después de la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima, se creó el ya célebre Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus iniciales en inglés). Dos años más tarde, en 1990, el IPCC y la Segunda Conferencia Mundial sobre el Clima propondrían un tratado mundial sobre el cambio climático. Comenzaron así las negociaciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas para una convención marco –adoptada en 1992 durante la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro– denominada “Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático” (CMNUCC).
La declaración de Río fue un parteaguas, pues allí aparecen formuladas las nociones de desarrollo sustentable y compromiso intergeneracional, y se estipulan también importantes convenios sobre el clima, la biodiversidad y la desertificación. Este nuevo paradigma de desarrollo sostenible requirió la creación de una nueva ingeniería jurídica. Si bien la prioridad estaba dada por el orden de las palabras que daban nombre al modelo (primero el desarrollo o crecimiento económico; y una vez asegurado este, se comenzaría a atender la cuestión ambiental y los derechos de las generaciones futuras), resultaba insoslayable elaborar principios y herramientas jurídicas que respondieran a esta nueva realidad, no contemplada en los viejos códigos napoleónicos. Así aparecen enunciados los nuevos principios jurídicos ambientales –el de precaución y el preventivo– que estipulan que, para proteger el medio ambiente, los Estados deberán aplicar el criterio de precaución conforme a sus capacidades. “Cuando haya peligro de daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá esgrimirse como motivo para postergar la adopción de medidas eficaces destinadas a impedir la degradación del medio ambiente”. Asimismo deberá evaluarse el impacto ambiental, en calidad de instrumento nacional, respecto de cualquier actividad que pueda producir un efecto negativo considerable en el ambiente y que esté sujeta a la decisión de una autoridad nacional competente (Svampa y Viale, 2014).
Desde un comienzo, las conferencias globales sobre el ambiente pivotearon entre dos grandes temas: la definición de desarrollo sustentable –su interpretación y sus alcances– y la preocupación creciente por las relaciones entre el clima y las actividades humanas y el ambiente. Al compás de las discusiones, se descartaron las visiones más críticas respecto de lo que se entendía por desarrollo sustentable, que cuestionaban el condicionamiento del cuidado del ambiente al crecimiento económico, lo cual determinó en última instancia el triunfo de la visión más economicista y productivista.
Por un lado, la valoración económica de los bienes y las relaciones y la creencia en la búsqueda del crecimiento como razón de los Estados nacionales continuaron vigentes e inalterables pese a la irrupción de la cuestión ambiental. La sustentabilidad como concepto quedó supeditada al paradigma del desarrollo y el progreso; la protección de la naturaleza, al fetiche del crecimiento económico infinito entendido como solución y regulación de las necesidades humanas. Asimismo, el paradigma del desarrollo sostenible marcó el triunfo de una concepción débil de la sustentabilidad, basada en una premisa antropocéntrica (la dominación y el carácter externo del ser humano sobre la naturaleza), al establecer la coexistencia entre crecimiento, desarrollo y ambiente. Así se estableció la distinción entre “sustentabilidad débil”, que supedita el cuidado del ambiente al crecimiento económico, y “sustentabilidad fuerte” o incluso “superfuerte”, que acentúa el deterioro del ambiente y postula un equilibrio con la naturaleza desde otra concepción de la relación sociedad/naturaleza (Gudynas, 2010).
Por otro lado, el progresivo vaciamiento y las sucesivas readaptaciones del concepto de desarrollo sustentable tuvieron consecuencias palpables para el agravamiento de la crisis socioecológica. En suma, con el correr de los años, la cuestión de la afectación del clima y su vínculo con las actividades humanas cobró mayor importancia. El abordaje del cambio climático propició la introducción de dos nociones claves: mitigación y adaptación. Mientras la mitigación se refiere a las acciones tendientes a disminuir el calentamiento global (reducción de las emisiones de CO2 y soluciones tecnológicas que menguarían su concentración atmosférica), la adaptación se define como el ajuste en los sistemas naturales y humanos en respuesta a los estímulos climáticos reales o previstos, o a sus efectos, que mitiga daños o aprovecha oportunidades beneficiosas.
En última instancia, este escenario también fue testigo de una de las mayores batallas en torno a la adaptación y la mitigación, así como a la deuda ecológico-climática de los países más contaminantes hacia los más pobres y que menos han contribuido al calentamiento global. Los debates han sido continuos, sobre todo en pos de definir diferentes tipos de responsabilidad y exigir una mayor contribución económica a los países más poderosos y contaminantes.
Movimientos sociales, ambientalismo y ecología política
Durante mucho tiempo, en Occidente, las historias de las luchas y formas de resistencia colectiva estuvieron asociadas a las estructuras organizativas de la clase obrera, entendida como actor privilegiado del cambio histórico. La acción organizada de la clase obrera se conceptualizaba en términos de “movimiento social”, en la medida en que aparecía como actor central y como potencial expresión privilegiada de una nueva alternativa societal, diferente del modelo capitalista vigente. Sin embargo, a partir de 1960, la multiplicación de las esferas de conflicto, los cambios en las clases populares y la consiguiente pérdida de centralidad del conflicto industrial pusieron de manifiesto la necesidad de ampliar las definiciones y las categorías analíticas. Se instituyó la categoría –empírica y teórica– de “nuevos movimientos sociales” para caracterizar la acción de los diferentes colectivos que expresaban una nueva politización de la sociedad, al hacer ingresar en la agenda pública temáticas y conflictos tradicionalmente considerados como propios del ámbito privado o bien naturalizados y asociados de manera implícita al desarrollo industrial.
En este marco fueron comprendidos los nacientes movimientos ecologistas o ambientales, que junto con los movimientos feministas, pacifistas y estudiantiles, ilustraban la emergencia de nuevas coordenadas culturales y políticas. Estos movimientos aparecían como portadores de nuevas prácticas orientadas al desarrollo de formas organizativas más flexibles y democráticas, que cuestionaban los estilos de construcción política de la socialdemocracia (y sus poderosos sindicatos), como asimismo aquellos procedentes del modelo leninista (el centralismo democrático), asociados a los partidos de izquierda. Por otro lado, a diferencia del movimiento obrero tradicional, las formas de acción colectiva emergentes tenían una base social policlasista con importante presencia de las nuevas clases medias. El movimiento ecologista apuntaba sus críticas al productivismo, que alcanzaba tanto al capitalismo como al socialismo soviético, mientras aparecía unificado en el cuestionamiento al uso de energía nuclear.[7] En los años setenta, como ya hemos visto, la cuestión ambiental ingresa en la agenda global. Surgen así instituciones internacionales y nuevas plataformas de intervención (como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo - PNUD), diferentes organizaciones de tipo ecologista, los primeros partidos Verdes (con el partido alemán como modelo) y numerosas ONG, todos ellos con tendencias y orígenes ideológicos muy contrastantes, desde los más conservadores hasta los más radicales.
Si bien desde los años cincuenta existían organizaciones conservacionistas en diversos países, tenían escasa repercusión en América Latina. En trabajos escritos durante los años noventa, Enrique Leff y Eduardo Gudynas, dos referentes en el tema, señalaban la heterogeneidad del movimiento ambiental y su carácter policlasista –aunque marcado por la presencia de las clases medias– y enfatizaban su débil identidad, cohesión y continuidad. Esta debilidad aparecía ligada a la idea central que recorría a las élites políticas latinoamericanas –derechas e izquierdas reunidas– de que la preocupación por el ambiente era una cuestión de agenda de los países industrializados, ya que el principal problema en nuestro continente era la pobreza, no la contaminación. Por otro lado, los pioneros en el campo del ambientalismo –quienes debatían en las diferentes conferencias internacionales sobre desarrollo sustentable– promovían un incipiente pensamiento de defensa ambiental. Y además contribuyeron a generar, paso a paso, un saber experto independiente de las grandes transnacionales conservacionistas. Cada país tiene su propia legión de pioneros del ambientalismo. En la Argentina, uno de los más destacados es Miguel Grinberg, creador de la mítica revista Mutantia, quien introdujo numerosos temas vinculados a la ecología y siempre fue muy crítico del proceso de expropiación del discurso “verde” por el poder transnacional.
Entre los años setenta y ochenta aumentó el número de grupos ambientalistas, pero también hubo una marcada tendencia a la institucionalización.
Justicia ambiental, ecología popular y deuda ecológica
En las últimas décadas asistimos a una inflexión, muy ligada al movimiento de justicia ambiental en los Estados Unidos, que nació de las luchas de las comunidades afroamericanas cuyos barrios eran los más afectados por las actividades contaminantes, como los vertederos de residuos tóxicos y la instalación de industrias poco saludables. Se trata de un enfoque integral que desde su origen enfatiza la desigualdad de los costos ambientales, la falta de participación y de democracia y el racismo ambiental, así como la injusticia de género y la deuda ecológica. La unión de justicia social y ecologismo supone ver a los humanos como parte del ambiente, y no como algo “aparte”.
La reivindicación de la justicia ambiental
implica el derecho a un ambiente seguro, sano y productivo para todos, donde el medio ambiente es considerado en su totalidad, incluidas sus dimensiones ecológicas, físicas, construidas, sociales, políticas, estéticas y económicas. Se refiere así a las condiciones en que ese derecho puede ser libremente ejercido, preservando, respetando y realizando plenamente las identidades individuales y de grupo, la dignidad y la autonomía de las comunidades (Acselrad, 2004: 16).
Por su parte, el “ecologismo popular” se refiere a las movilizaciones socioambientales en los países del hemisferio sur. El reconocido economista ecológico Joan Martínez Alier (2005), que estudió los nuevos conflictos ambientales en los cinco continentes, bautizó a estos movimientos como “ecología popular” o “ecología de los pobres”. Acuñó estos términos para referirse a una corriente de creciente importancia que ponía el acento en los conflictos ambientales causados, en diversos niveles (local, nacional, global), por la reproducción globalizada del capital, la nueva división internacional y territorial del trabajo y la desigualdad social. Esta corriente también subraya el desplazamiento geográfico de las fuentes de recursos y los desechos. Esta desigual división internacional del trabajo que repercute en la distribución de los conflictos ambientales perjudica sobre todo a las poblaciones pobres y más vulnerables. Asimismo, Martínez Alier afirmaba que en numerosos conflictos ambientales los pobres se alinean del lado de la preservación de los recursos naturales, no por convicción ecologista sino para preservar su forma de vida.
En esta línea, el vínculo entre justicia ambiental, ecología de los pobres y deuda ecológica es directo e inmediato. El concepto de deuda ecológica fue introducido en ocasión de la Cumbre de Río de 1992 por el Instituto de Ecología Política de Chile y alude a la histórica relación de expoliación y destrucción de los bienes naturales por los países ricos en relación con los países más pobres, y también a la libre utilización que los países ricos han hecho del espacio ambiental global (la atmósfera, por ejemplo) para depositar residuos. Al denunciar situaciones de injusticia ecológica, Martínez Alier divulgó el concepto de deuda ecológica o de “dumping ecológico”, definido como la venta de bienes cuyos precios no incluyen la compensación de las externalidades o el agotamiento de los recursos naturales, como sucede con el comercio del Sur al Norte.[8]
La deuda ecológica del Norte respecto de los países del Sur es imposible de cuantificar. En el caso de América Latina, desde Potosí en la época colonial hasta el presente, es tan visible como incuestionable y se refiere a un histórico mecanismo de saqueo y expoliación de bienes naturales, como asimismo a los impactos ambientales y territoriales, las mal llamadas “externalidades”. Los elevados costos ambientales que continúan pagando los pueblos del Sur ponen de manifiesto patrones de injusticia ambiental y reflejan profundas desigualdades entre los hemisferios, un proceso –como veremos más adelante– reforzado en las últimas décadas por la aceleración del metabolismo social del capital y las nuevas formas de reprimarización de las economías.
La deuda ecológica se expresa en la degradación de grandes extensiones de tierras, derrames de químicos utilizados por las industrias y también de minerales e hidrocarburos que destruyen el suelo y contaminan el agua, desplazamiento de poblaciones, enfermedades que afectan a niños y mujeres pobres, modificación y destrucción de biodiversidad, sustitución de especies nativas por alógenas, muerte de animales, desertificación de los suelos. En suma, toda idea de compensación económica resulta insuficiente ante el escenario de devastación ambiental que señala a las periferias globalizadas como frontera de los commodities baratos.
En definitiva, la deuda ecológica desnuda las inequívocas raíces históricas y geopolíticas del Antropoceno. Así, entre 1751 y 2010, solo noventa empresas fueron las responsables del 63% de las emisiones acumuladas de CO2 (Bonneuil y Fressoz, 2013). En 1900 Gran Bretaña y los Estados Unidos representaban el 60% de estas emisiones; en 1950, el 55%, y casi el 50% en 1980, a medida que otros países se convertían también en emisores activos. Rusia llegó al 200% de su capacidad hacia 1973 y China alcanzó este índice en 1970, que fue en aumento hasta llegar al 256% en 2009. En la actualidad, entre China y los Estados Unidos emiten el 40% de los gases de efecto invernadero.
Vistos por país, los cálculos señalan enormes diferencias en términos de consumo. En 2016 la Global Footprint Network calculaba que necesitaríamos 5,4 planetas si consumiéramos como Australia; 4,6 si lo hiciéramos como los Estados Unidos; 3,3 como Suiza, Corea del Sur o Rusia; mientras que Alemania, Francia, el Reino Unido, Japón e Italia consumen entre 3,1 y 2,9 planetas; necesitaríamos 2 planetas si consumiéramos como los chinos y apenas 0,7 si quisiéramos consumir como los indios… A excepción de Brasil, que consume 1,8 por habitante, los países de la región latinoamericana se encuentran por debajo del 50%.
El escenario de las COP y los movimientos sociales
En la Cumbre de Río de Janeiro, de 1992, se firmaron instrumentos como la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) y el Convenio sobre la Diversidad Biológica. También se iniciaron negociaciones con miras a una futura Convención de Lucha contra la Desertificación. Dos años después, en 1994, la CMNUCC entró en vigor y en 1995 se celebró la Primera Conferencia de las Partes (COP). La COP nació como el órgano supremo de la Convención y constituye la asociación de todos los países firmantes (las Partes), cuyo objetivo es estabilizar las concentraciones de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera. En las reuniones anuales participaron expertos en medio ambiente, ministros, jefes de Estado y organizaciones no gubernamentales.
Desde 1995 hasta hoy se realizaron veinticinco COP. Una de las más esperanzadoras fue la tercera, que se reunió en Japón, donde tras intensas negociaciones se firmó el Protocolo de Kioto (1997). Se trata de uno de los documentos más importantes de la humanidad –el otro es el Protocolo de Montreal (1987) para la protección de la capa de ozono– en lo que atañe a regular las actividades antropogénicas. Se fijaron los objetivos vinculantes para 37 países industrializados, que entre 2008 –su entrada en vigor– y 2012 –su cumplimiento– debían reducir el 5% de sus emisiones de GEI respecto del nivel de 1990:
Todas las Partes […] formularán, aplicarán, publicarán y actualizarán periódicamente programas nacionales y, en su caso, regionales que contengan medidas para mitigar el cambio climático y medidas para facilitar una adaptación adecuada al cambio climático; tales programas guardarán relación, entre otros, con los sectores de la energía.[9]
El Protocolo de Kioto fue legalmente vinculante para treinta países industrializados, y algunos redujeron sus emisiones en relación con las de 1990. Por su parte, los llamados “países en desarrollo” –como China, India y Brasil– aceptaron asumir sus responsabilidades pero sin incluir objetivos de reducción de emisiones.
Rusia ratificó el Protocolo de Kioto en 2005, es decir que el pacto entró en vigor en la COP de Montreal. Pero sin el compromiso de los Estados Unidos –país responsable de un tercio de las emisiones mundiales, que se había retirado en 2001 bajo la presidencia de Bush hijo– y con el aumento de las emisiones en países emergentes como India y China, perdió buena parte de su eficacia ambiental. Asimismo, su alcance se vio reducido por la introducción de mecanismos y vías que posibilitaron que los países industrializados se apuntaran reducciones no realizadas en sus territorios, los llamados “mecanismos de flexibilidad”, entre ellos, el comercio de emisiones (es decir, la compra directa de cuotas de CO2) y otros que significan inversiones en terceros países para que emitan menos, como el mecanismo de desarrollo limpio y la aplicación conjunta.[10]
Mientras tanto, la participación de la sociedad civil en las COP, visible en un arco amplio de movimientos ecologistas y ONG ambientalistas de proyección internacional, fue en aumento. A la COP 11 de Montreal, celebrada en 2005, asistieron unos diez mil participantes. En 2007 un ecologismo cada vez más activo confluyó en la conformación de Climate Justice Now! [Justicia Climática Ahora!], una red de organizaciones y movimientos de diversas partes del globo comprometidos a luchar por la justicia social, ecológica y de género.[11] Un elemento importante por considerar es el vínculo entre esas organizaciones y los movimientos antiglobalización, que asomaron a la escena pública global en 1999 tras la batalla de Seattle, cuando lograron interrumpir la reunión de la Organización Mundial del Comercio (OMC). De la mano de una narrativa que cuestiona la globalización neoliberal y responsabiliza al capitalismo por la degradación social y ambiental, los movimientos y las organizaciones ambientalistas comenzaron a interpelar a las instituciones internacionales que regulan el capitalismo en el mundo.
En el año 2000, la cuestión del cambio climático llegó con fuerza al Foro de Davos con Al Gore, vicepresidente de Bill Clinton, que en 2006 presentó el documental Una verdad incómoda. Gracias a su compromiso con el ambiente, Gore recibió el Premio Nobel de la Paz en 2007.
En 2009, la COP 15 de Copenhague desembocó en un rotundo fracaso: no solo no arrojó ningún acuerdo vinculante, sino que apuntó a restringir la participación de la sociedad civil. Allí se aprobó un documento en que las partes se comprometían a impedir que la temperatura aumentara más de 2 ºC, redactado por unos pocos países (Estados Unidos, China y otros países emergentes). Más allá de su falta de transparencia, quedó en una mera declaración de intenciones por no haber incluido compromisos de reducción de emisiones para evitar el calentamiento global, aunque cabe mencionar que promovió la creación de un fondo de treinta millones de dólares anuales para la adaptación de los países pobres en los dos años siguientes, y cien mil millones de dólares desde 2012 hasta 2020. Las tensiones vividas dentro y fuera de la cumbre no solo rubricaron el acta de defunción del Protocolo de Kioto, sino que reflejaron el cambio de fuerzas en términos geopolíticos. El rol desempeñado por China, principal país emisor de gases de efecto invernadero, fue una señal incuestionable de cuánto habían cambiado los tiempos entre 1997 (año de la firma del Protocolo de Kioto) y 2009.
El fracaso en Copenhague significó el cierre de un ciclo para no pocos movimientos sociales y ONG. Excluidos de la cumbre, convocaron a una movilización multitudinaria que literalmente sitió la capital nórdica. Como afirma Ramón Fernández Durán (2010), el broche de oro fue la represión policial, pues mostró que “el ojo público ciudadano ya no era bienvenido en un encuentro vacío de contenido y secuestrado por los poderosos”. En consecuencia, los grupos más críticos se distanciaron tras llegar a la conclusión de que no era posible enfrentar el cambio climático sin cuestionar el capitalismo global (“Cambiar el sistema, no el clima”).
En 2010, los países de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), liderada por Bolivia, convocaron a una contracumbre en Tiquipaya, a 30 km de Cochabamba: la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra reunió a más de treinta mil personas de 140 países. La ambiciosa iniciativa comandada por Bolivia[12] y celebrada por su carácter rupturista denunció la responsabilidad del capitalismo en el deterioro del ambiente y la deuda ecológica, y buscó poner en agenda los Derechos de la Naturaleza y el Buen Vivir. Sin embargo, la iniciativa del gobierno boliviano fue de corto aliento. Un año después su propuesta no fue contemplada en la COP de Cancún; los movimientos sociales que cuestionaban la cumbre fueron mantenidos lejos del recinto oficial y Bolivia quedó sola a la hora de las votaciones. Como broche de oro, el fondo verde creado en la COP y orientado a mitigar los impactos del cambio climático quedó bajo la supervisión del Banco Mundial.
Tampoco hay que olvidar que la promesa de Evo Morales –respetar los derechos de la Madre Tierra– fue desmentida en su propio territorio por el avance de proyectos de carácter neoextractivo y la expansión de la frontera agropecuaria. Como veremos en el capítulo 5 sobre “los puntos ciegos”, esa retórica se reveló inconsecuente luego del conflicto de Tipnis en 2011. La apertura de una carretera en el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure enfrentó al gobierno con varias comunidades indígenas, puso al descubierto su doble discurso y dio paso a una política desarrollista descalificatoria en relación con los ambientalismos antiextractivistas.[13]
Para explicar el fracaso de las sucesivas cumbres del clima, la periodista Naomi Klein alude al proceso de radicalización del capitalismo en las últimas décadas. Sostiene que el fracaso está vinculado a la importancia del libre comercio desde la creación de la OMC, en 1995. Esto deja en claro que el negacionismo no es solo una ideología del libre mercado, puesto que, al calor de la globalización, tuvo profundas consecuencias en el armado de la nueva arquitectura comercial mundial. A través de la OMC y sus nuevos acuerdos comerciales, el fundamentalismo de mercado –el capitalismo neoliberal en su formato actual– es el gran responsable de sobrecalentar el planeta (Klein, 2015: 122).
Del desarrollo sustentable a la economía verde
A nivel global, desde la Cumbre de Río en 1992, se sucedieron numerosas crisis económicas, sociales y políticas, entre ellas la del sudeste asiático (1997/1999), el efecto tequila en México (1994), la crisis argentina (1998/2001) y, por supuesto, la gran crisis financiera de 2008, que comenzó en los Estados Unidos pero impactó sobre el mundo entero y generó millones de desocupados. La crisis de 2008 fue un trampolín para los nuevos negocios: los países centrales comenzaron a impulsar el modelo denominado “economía verde con inclusión”, que extiende el formato financiero del mercado del carbono hacia otros elementos de la naturaleza –como el aire y el agua– y también hacia sus procesos y funciones. Por paradójico que suene, los modelos económicos que mercantilizan todavía más la naturaleza fueron vistos como una alternativa para combatir la profunda recesión.
En su forma más básica, la economía verde presenta bajas emisiones de carbono, utiliza los recursos naturales de forma eficiente y es incluyente en lo social. En una economía verde, el aumento de los ingresos y la creación de empleo deben derivar de inversiones públicas y privadas destinadas a reducir las emisiones de carbono y la contaminación, a promover un uso eficiente de la energía y los recursos, y a evitar la pérdida de diversidad biológica y de servicios de los ecosistemas, ya que de esa diversidad depende la provisión de recursos (como alimentos, aire limpio, agua potable), o de procesos (como la descomposición de desechos) (Pnuma, 2011: 9). Sin embargo, esta visión no cuestiona el crecimiento indefinido de la economía ni los impactos socioambientales y su relación con el modelo capitalista. La premisa general sostiene que los mercados han operado con “fallas de información”, sin incorporar el costo de las externalidades y con políticas públicas inadecuadas, como los “subsidios perversos” para el ambiente.
En esta línea, la economía verde exacerba el modelo de mercantilización de la naturaleza, pues considera que las funciones de los ecosistemas pueden ser tratadas como mercancía y que, por lo tanto, sus “servicios” deben cobrarse (Pnuma, 2011: 44). Los bienes comunes son valorados por su dimensión económica. El razonamiento subyacente es que la protección de los ecosistemas y de la biodiversidad funciona mejor si sus usos cuestan dinero, es decir, si los servicios ambientales integran el sistema de precios. Así, lejos de cuestionar la relación entre desarrollo y crecimiento económico, estas políticas promueven incentivos basados en el mercado para reorientar las inversiones del capital hacia las inversiones verdes, entre ellos algunos nuevos mecanismos de financiación como la Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación de bosques (REDD+). La REDD+ tiene por objetivo “la reducción de emisiones derivadas de la deforestación y la degradación forestal; además de la conservación, el manejo sostenible y el mejoramiento del stock de carbono de los bosques en los países en desarrollo” (COP de Bali, 2007). Forma parte de las falsas soluciones de mercado que permiten a las naciones contaminantes seguir incumpliendo sus compromisos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero mientras alientan la privatización de territorios indígenas y campesinos en todo el mundo. Los REDD se han convertido en una forma de “CO2lonialismo de los bosques” y “podrían causar la clausura de los bosques”, “conflictos por recursos”, “marginalizar a los sin tierra”, “erosionar la tenencia colectiva de la tierra”, “privar a las comunidades de sus legitimas aspiraciones de desarrollar sus tierras” y “erosionar los valores culturales de conservación sin fines de lucro”, alerta la Red Indígena de Norteamérica.[14] En suma, el propósito es convertir los elementos y procesos de la naturaleza en objetos de compraventa, lo cual dará inicio a una etapa de privatización de recursos y servicios que comenzará con los bosques y luego se extenderá al agua y a la biodiversidad.
Una vez más, será necesario imponer modificaciones sustanciales a los ordenamientos jurídicos nacionales para acompañar la transición hacia una economía verde en el contexto del llamado “desarrollo sostenible”. Por ejemplo, muchos bienes comunes deberán cambiar su estatus jurídico para pasar a ser bienes sujetos a la apropiación privada y de esta forma ingresar en los mercados y constituirse en nuevas fuentes de financiamiento. Por otra parte, los procesos de los ecosistemas mercantilizados como “servicios ambientales” crearán nuevos derechos patrimoniales, que serán instrumentados en títulos de crédito o de propiedad para los cuales habrá que crear nuevos mercados. En suma, bajo la denominación engañosa de economía verde, asistimos a la profundización de la mercantilización de la naturaleza, que traerá consigo una rotunda acentuación de los daños y las desigualdades que el capitalismo produjo hasta el presente. Incrementará la apropiación de los territorios de las comunidades locales e indígenas por las empresas transnacionales y estimulará los efectos adversos del neoextractivismo. No por casualidad, numerosas organizaciones y movimientos sociales rechazaron la estrategia de la economía verde –a la cual rebautizaron como “capitalismo verde”– por considerar que, lejos de representar un cambio positivo, propicia una mayor mercantilización de la naturaleza.
El negacionismo climático y sus daños
Ya en 1995 el IPCC había llegado a la conclusión de que las actividades humanas (antrópicas) afectan el clima global. Sin embargo, en 2001, durante la era Bush hijo, los Estados Unidos se retiraron del Protocolo de Kioto, decisión precedida y acompañada por una agresiva campaña negacionista del calentamiento global. Para Naomi Oreskes y Erik Conway –autores de Mercaderes de la duda, libro que aborda la historia de los diferentes negacionismos relacionados con la problemática ambiental y sociosanitaria–, el negacionismo climático tiene sus raíces ideológicas en la defensa del libre mercado y aparece ligado a la Guerra Fría.[15]
En efecto, el negacionismo responde a una matriz ideológica ultraliberal y conservadora, que objeta el rol regulador del Estado. Es un discurso homogéneo que atraviesa diferentes problemáticas ambientales y sanitarias, tanto cuando refiere a la negación de los efectos nocivos del tabaco sobre la salud como cuando rechaza los impactos del calentamiento global. Desde esta perspectiva, cualquier intervención reguladora del Estado supone un atentado contra la libertad de mercado y, por ende, contra la libertad individual. En los Estados Unidos, esta posición involucró durante décadas a un mismo conjunto de actores sociales y políticos que, para poder rechazar la intervención reguladora del Estado, negaban la evidencia científica.
En cuanto al calentamiento global, el parteaguas fue el gobierno republicano de Ronald Reagan (1981-1989), cuya cruzada desreguladora abrió una brecha aún mayor entre los partidos Republicano y Demócrata. Se crearon poderosas instituciones empresariales para incidir en el debate a nivel internacional, negando las bases científicas del calentamiento global y oponiéndose a cualquier tipo de regulación que limitase las emisiones de gases de efecto invernadero. Entre otras, Global Climate Coalition, muy activa entre 1981 y 2002, contó con el apoyo de la petrolera ExxonMobil. Este es un caso paradigmático, dado que en los años setenta y ochenta Exxon contrató a los científicos más calificados para investigar el problema del calentamiento global y “lanzó su propio y ambicioso programa de investigación que estudiaba empíricamente el dióxido de carbono y construía rigurosos modelos climáticos”.[16] Sin embargo, décadas después, la petrolera asumió una posición negacionista e incluso ayudó a evitar que los Estados Unidos ratificaran el Protocolo de Kioto.
Los daños producidos por el negacionismo climático son incalculables y, en términos políticos, de larga duración. Pese al consenso científico imperante, los negacionistas aún cuentan con instituciones para difundir sus mensajes. El ejemplo más conocido es el Instituto Heartland, un think tank neoliberal con sede en Washington y fundado en 1984, que desde 2008 organiza una reunión internacional de escépticos y negacionistas del cambio climático conocida como International Conference on Climate Change (ICCC, que busca emular con sus iniciales al IPCC), por donde han desfilado renombrados políticos de derecha abiertamente negacionistas. El Instituto Heartland ha gastado varios millones de dólares en apoyar todo tipo de esfuerzos para debilitar la ciencia del clima. Entre sus donantes anónimos se encuentran corporaciones energéticas, como ExxonMobil, y fundaciones de extrema derecha, ligadas a Koch Industries.[17]
No es casual que los sectores ultraconservadores defensores del libre mercado vean en el ecologismo un renacimiento del socialismo por otros medios. Las demandas de los ecologistas, que exigen al Estado la instrumentación de políticas públicas destinadas a regular las emisiones de GEI, son entendidas como una nueva trampa asociada al comunismo. En 2008, el expresidente checo Václac Klaus, autor de Planeta azul (no verde), alertaba acerca del “engaño masivo del cambio climático” basado en la (falsa) teoría del calentamiento global, y decía que era “una conspiración comunista”.[18] En América Latina fue Alan García, dos veces presidente de Perú, quien expresó esta idea en 2009 durante un sangriento conflicto con los pueblos amazónicos –conocido como la masacre de Bagua– que se oponían a la expansión de la frontera extractiva. Dejó su testimonio en un recordado artículo publicado en el diario El Comercio:
Y es que allí el viejo comunista anticapitalista del siglo XIX se disfrazó de proteccionista en el siglo XX y cambia otra vez de camiseta en el siglo XXI para ser medioambientalista.[19]
El discurso negacionista del cambio climático tiene otras versiones. En 1998, el profesor danés Bjørn Lomborg publicó El ecologista escéptico, donde proponía rebatir la idea generalizada de que los ecosistemas estaban en peligro con el cornucopiano argumento de la abundancia.[20] Lomborg –cuyo libro es considerado “un ejemplo de manual de mal uso de las estadísticas” (Oreskes y Conway, 2018: 435)– sostenía que los graves pronósticos de científicos y ecologistas buscaban generar temor en la población para que se destinara dinero a salvar el ambiente, mientras otros problemas mucho más acuciantes –como el hambre y la pobreza– quedaban desfinanciados en consecuencia. Apelaba a la remanida y demasiado obvia estrategia de oponer lo social a lo ambiental (tema sobre el cual volveremos) cuando en realidad ambas problemáticas no deben separarse, ya que –como nos lo recuerda la noción de justicia ambiental– el cambio climático y la expansión de actividades contaminantes afectan muy especialmente a los países del Sur y, en ellos, a las poblaciones más vulnerables.
Los ataques negacionistas cuentan con gran respaldo económico y fuerte presencia en los medios de comunicación estadounidenses. Así, las embestidas contra el mundo científico fueron tan intensas que durante un tiempo tuvieron un “efecto paralizante”; algunos sectores se mostraron reacios a plantear propuestas fuertes sobre las pruebas científicas para evitar la ofensiva de sus adversarios; en otros casos, los ataques se desdeñaron por “no científicos” (Oreskes y Conway, 2018: 447). Naomi Klein menciona que en 2007 las tres principales cadenas televisivas de los Estados Unidos difundieron ciento cuarenta y siete noticias sobre el cambio climático; en 2011, en cambio, esas mismas cadenas apenas divulgaron catorce sobre el tema. Un sondeo realizado en 2007 indicó que el 71% de los estadounidenses creía que el consumo continuo de combustibles fósiles transformaría el clima; en 2009 ese porcentaje había caído al 51%, y en junio de 2011 al 44% (Klein, 2015: 52-53).
La justicia climática como eje transversal
Aunque el concepto de justicia climática hizo su aparición oficial en la COP de Bali en 2007, solo dos años más tarde, en 2009, y tras el fracaso de la COP de Copenhague, emergió un movimiento ecológico global de carácter radical, con eje en la crítica al capitalismo y la transición energética. “Cambiar el sistema, no el clima” pasó a ser la consigna.
El movimiento por la justicia climática nació al calor de esas discusiones globales, sobre todo de la mano de las ONG más pequeñas que buscaban reapropiarse del concepto para recuperar su dimensión más confrontativa e integral, de cara a la urgencia de articular políticas públicas que conllevaran resultados positivos a nivel global en términos de reducción de los GEI y plantearan una transición del sistema capitalista a modelos políticos y económicos solidarios, justos e igualitarios basados en una relación armoniosa con el medio ambiente (Kucharz, 2010). Con el correr de los años, este movimiento se articuló como una red diversa y plural de movimientos y organizaciones en el Norte y en el Sur global.
El concepto de justicia climática –utilizado por primera vez en 1999 por el grupo Corporate Watch, activos miembros del movimiento de justicia ambiental, con sede en San Francisco (EUA)– proponía abordar las causas del calentamiento global, pedir cuentas a las corporaciones responsables de las emisiones (las compañías petroleras) y plantear la necesidad de una transición energética. Presentado en sociedad en diversas reuniones, una de ellas celebrada en la sede de Chevron Oil en San Francisco, sus principios fueron establecidos en Bali por la International Climate Justice Network en 2002. En cuanto concepto, la justicia climática apunta a retomar una perspectiva integral y reponer la dimensión social presente en la ecología de los pobres. Desde esta perspectiva, la justicia climática “exige que las políticas públicas estén basadas en el respeto mutuo y en la justicia para todos los pueblos”, además de “una valorización de las diversas perspectivas culturales”. Plantea una política de reconocimiento y exige la participación de los sectores afectados. Es un concepto vinculado con el de deuda climática, que a su vez se conecta con la visión planteada durante la Conferencia de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra, celebrada en Tiquipaya,[21] que pone el acento en las diferentes responsabilidades de actores y países más y/o menos contaminantes.
Para la especialista en derecho internacional Susana Borrás, los movimientos de justicia climática centran sus reivindicaciones en tres dimensiones. En primer lugar, la distributiva, que se refiere a la equidad en la distribución de los recursos atmosféricos y por ende establece responsabilidades diferentes entre países ricos y países pobres, ya que los primeros son los grandes emisores de GEI. En segundo lugar, la dimensión procedimental, referida a la equidad en los procesos de administración de la justicia para resolver las disputas y asignación de recursos. Y por último, una dimensión restauradora que propone un compromiso de reparación de derechos de los afectados y víctimas del cambio climático (Borrás, 2016-2017: 100-101).
Los movimientos por la justicia ambiental y climática diseñaron de manera progresiva, como sostiene Martínez Alier, una nueva cartografía de territorios en resistencia que él llama “Blockadia” retomando la denominación de Naomi Klein.[22] Así, desde el Sur el mapa de la justicia ambiental y climática señala acciones y estrategias de bloqueo y confrontación contra la expansión del capital y su intento por apropiarse de territorios por la vía de megaproyectos y convertirlos en zonas de sacrificio. Estas incluyen desde movilizaciones y cortes de rutas y calles hasta otras formas de resistencia civil. En América Latina, las luchas contra el neoextractivismo lideran los movimientos por la justicia ambiental y climática en sus diversas modalidades: contra la expansión de la frontera hidrocarburífera, contra la megaminería, contra la soja transgénica, los biocombustibles y las megarrepresas. En América del Norte predominan las luchas contra los gasoductos que transportan el gas de la fractura hidráulica o fracking y atraviesan territorios indígenas (por ejemplo, contra el Dakota Access Pipeline). En Europa, las marchas contra las minas de carbón en Alemania y contra el fracking en Inglaterra, y las diferentes acciones de bloqueo al transporte de combustibles fósiles.
En el Norte, el catalizador del movimiento por la justicia climática fue la denuncia del racismo ambiental, que tuvo su vuelta de tuerca en 2005 cuando el huracán Katrina arrasó las comunidades más pobres de origen afronorteamericano de Nueva Orleans y dejó al descubierto las tremendas inequidades en el país más rico del planeta. El paso del huracán Sandy, en 2012, por Nueva York –que dejó las oficinas de Manhattan a oscuras, produjo más de doscientos muertos y daños por setenta y cinco mil millones de dólares– también fomentó este cambio cultural. Los apagones afectaron a más de dos millones de neoyorkinos; sin embargo, mientras las oficinas centrales de Goldman Sachs estaban iluminadas y Wall Street pudo amortiguar la gravedad del problema con generadores propios, los pobres y menos poderosos quedaron atrapados en el sistema de desigualdad y sin amparo alguno del Estado (Mann y Wainwright, 2018: 278). Dos años después, el 21 de septiembre de 2014, Nueva York fue testigo de la marcha de los pueblos contra el cambio climático, en la que participaron cerca de cuatrocientas mil personas. “Entre las consignas podía leerse: ‘No hay planeta B’; ‘Los bosques no están en venta’; ‘No al fracking’; ‘No se puede detener el cambio climático si antes no se detiene la maquinaria bélica de los Estados Unidos’, frases que demostraban la diversidad de las organizaciones y sectores que asistieron a la movilización”.[23] En otras 166 ciudades en el mundo también hubo actos y movilizaciones contra el cambio climático. La marcha, “más festiva que confrontacional” (Mann y Wainwright, 2018: 280), se realizó antes de la cumbre de las Naciones Unidas sobre el clima con el objetivo de presionar para llegar a un acuerdo antes de la COP 21, llevada a cabo en París, en 2015.
Y, como era de esperar, en 2015 se firmó el celebrado Acuerdo de París en el marco de la COP 21. Pese a los aplausos, este acuerdo presenta enormes falencias y debilidades, por no decir omisiones imperdonables. La lectura del documento final reveló que no aparecían palabras claves como “combustibles fósiles”, “petróleo” y “carbón” y que la deuda climática del Norte hacia el Sur brillaba por su ausencia. También se omitieron las referencias a los derechos humanos y las poblaciones indígenas, trasladadas al preámbulo (Acosta y Viale, 2015). Por si esto fuera poco, el acuerdo debía entrar en vigor cinco años después, en 2020, y su primera revisión de resultados estaba prevista para 2023. El carácter no vinculante del acuerdo y las vergonzantes omisiones dejaron un gusto amargo en los miles de activistas climáticos que se movilizaron desde Bourget hacia París para manifestarse en distintos puntos de una ciudad completamente vallada. El llamado a la justicia climática fue la consigna común. Naomi Klein devino la estrella indiscutible e inspiradora de este movimiento en París, no solo por sus críticas al capitalismo neoliberal como responsable del calentamiento del planeta, sino por su propuesta de multiplicar resistencias y ocupaciones y organizar Blockadia para transformar a la sociedad desde abajo (Mann y Wainwright, 2018: 296).
El Acuerdo de París fue ratificado en 2017 por 171 de los 195 países participantes; sin embargo, no ha dejado de ser una declaración de buenas intenciones, ya que no establece compromisos concretos o verificables. Podría decirse incluso que implicó un retroceso en relación con acuerdos anteriores, dado que el cumplimiento de lo pactado y su forma de implementación –reducción de emisiones de CO2 para no sobrepasar el aumento de 2 ºC en la temperatura media– dependen de la buena voluntad de cada país firmante. No hubo planteos concretos tendientes a combatir los subsidios que alientan el uso de combustibles fósiles o para dejar en el subsuelo el 80% de todas las reservas conocidas de estos combustibles, como recomiendan la ciencia y la Agencia Internacional de la Energía, entidad que no tiene nada de ecologista. No se cuestiona el crecimiento económico y tampoco se pone en entredicho el sistema de comercio mundial, que esconde e incluso fomenta multiplicidad de causas de los graves problemas socioambientales que padecemos. Sectores altamente contaminantes como la aviación civil y el transporte marítimo, que acumulan cerca del 10% de las emisiones mundiales, quedaron exentos de todo compromiso. Tampoco se afectaron las leyes del mercado financiero internacional que, sobre todo vía especulación, constituye un motor de aceleración inmisericorde de todos los flujos económicos más allá de las capacidades de resistencia y de resiliencia de la Tierra. Y tampoco existen compromisos orientados a facilitar la transferencia de tecnologías destinadas a fomentar la mitigación y la adaptación a los cambios climáticos en beneficio de los países empobrecidos.
El Acuerdo de París abre aún más las puertas para impulsar falsas soluciones en el marco de la economía verde, que se sustenta en la continua e incluso ampliada mercantilización de la naturaleza. Con el fin de lograr un equilibrio de las emisiones antropogénicas, los países podrán compensarlas a través de mecanismos de mercado que involucren bosques u océanos, o bien alentando la geoingeniería o los métodos de captura y almacenaje de carbono. Para financiar todos estos esfuerzos se establece un fondo de cien mil millones de dólares anuales a partir de 2020, al que buscan aplicar no pocos países periféricos.
Como cabía esperar, la última COP 25, realizada en diciembre de 2019, concluyó en un nuevo fracaso. Recordemos que se llevó a cabo en Madrid y no en la sede originalmente prevista, Santiago de Chile, debido a las protestas sociales que sacudían a ese país. La cumbre no arribó a ningún consenso y una vez más hubo que aplazar el desarrollo del artículo del Acuerdo de París referido a los mercados de CO2.
Entre el negacionismo y la toma de conciencia
El escenario actual es paradójico. Por un lado, las investigaciones realizadas muestran los vasos comunicantes entre sectores ultraliberales, un puñado de científicos y empresas petroleras con estrategias para negar los efectos del calentamiento global y el papel que desempeñan las actividades humanas. Por otro lado, la evidencia científica existente es incontestable. Ya nadie puede poner en duda el origen antrópico del cambio climático ni sus consecuencias sobre la vida en el planeta. Lo único que puede haber son desacuerdos acerca del horizonte temporal, puesto que la velocidad o el ritmo de estos cambios no se pueden prever del todo.
Sin embargo, pese al consenso científico sobre el tema y al descrédito de las posiciones negacionistas y sus oscuros financiamientos, en los últimos años estas posiciones han alcanzado impactantes triunfos políticos de la mano de las derechas y los neofascismos emergentes. Donald Trump, actual presidente de los Estados Unidos, el país más poderoso del planeta; su par Jair Bolsonaro en Brasil, también potencia global y el país más influyente en América del Sur; Scott Morrison, primer ministro de Australia, uno de los países con mayor huella ecológica del planeta, son algunos de los exponentes más radicales de esta tendencia. No es casual que en estos países se hayan desatado devastadores incendios forestales debido al desfinanciamiento de las políticas ambientales y el recrudecimiento de las medidas favorables a los combustibles fósiles y la deforestación. El caso más reciente es Australia, donde los incendios de enero de 2020 arrasaron con la vida de cerca de mil millones de animales, muchos de ellos marsupiales únicos en el planeta, y mostraron la ausencia del Estado en una de las mayores catástrofes ecológicas de los tiempos recientes (Aizen, 2020).
Este escenario, en el que convergen la derechización política y la ceguera ambiental, está asociado a las profundas transformaciones económicas y sociales ocurridas en las últimas décadas, que expresan un deslizamiento político-ideológico de las clases subalternas que hoy repudian las consecuencias de una globalización desigual. En Europa, cada proceso eleccionario se ha convertido en una suerte de test general sobre el destino de la Unión Europea, que, por un lado, enfrenta a una extrema derecha que reclama el rechazo del euro, la implementación de políticas proteccionistas y la expulsión masiva de migrantes, y por otro lado, todavía sostiene un establishment de centro y socialdemócrata que aboga por la continuidad, a partir de la defensa del statu quo, del libre comercio y la moneda europea.
En las últimas décadas, en los Estados Unidos, el negacionismo climático ahondó las diferencias entre demócratas y republicanos en aspectos tan nodales como la regulación ambiental. La emergencia del Tea Party produjo una radicalización por derecha del Partido Republicano y profundizó aún más la brecha entre los dos partidos tradicionales. En este contexto, como afirma Edgardo Lander, la política del expresidente Barak Obama (2008-2016) dejó un saldo ambivalente. Por un lado, incrementó la producción petrolera en un 88% e impulsó el fracking, una energía extrema cuyos impactos sobre el territorio, el ambiente y la salud están más que probados. La expansión de energías extremas no solo significó un retroceso en la agenda global para la ya difícil transición energética, también reconfiguró el tablero geopolítico global. Por otro lado, Obama planteó una serie de políticas públicas ligadas a la eficiencia energética, la reducción de emisiones de vehículos automotores y el Plan de la Energía Limpia. Sostuvo también la prohibición de la explotación hidrocarburífera en las costas de Alaska y en parte importante de la costa atlántica del país. En esa misma línea propició la firma del Acuerdo de París en una iniciativa conjunta con China, y en uno de sus últimos actos de gobierno vetó el proyecto de ley que autorizaba el polémico oleoducto de Keystone (Lander, 2019: 147).
La victoria de Trump en las elecciones presidenciales cambió de manera radical la política ambiental del país y añadió nuevos obstáculos al escarpado camino hacia la transición pos combustibles fósiles. El retroceso es enorme y los daños a nivel global, incalculables. Es probable que algunos hayan pensando que el populismo vocinglero de Trump y su ideología de extrema derecha no pasarían de un puñado de declaraciones altisonantes. Pero la agenda corporativa que se había construido con los años, al calor de la negación del cambio climático, encontró en él a su gran paladín. Trump no solo flexibilizó la legislación ambiental existente, sino que impulsó su desmantelamiento. En efecto, en términos de políticas domésticas, el respaldo presidencial a las empresas de combustibles fósiles se tradujo en un rápido desmontaje de las regulaciones ambientales, que habían tardado décadas en instalarse. En el primer día de su mandato anunció que el plan de acción ambiental de Obama sería eliminado por “dañino e innecesario”. Y dio instrucciones de revisar todas las regulaciones que pudieran limitar la producción de energía. Fueron más de ochenta medidas que erosionaron la regulación ambiental existente. Es más: el concepto de “cambio climático” desapareció de las declaraciones gubernamentales, como si jamás hubiera existido. La regresión en materia ambiental terminó de consumarse en junio de 2019, cuando el titular de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus iniciales en inglés), el exlobista de la industria del carbón Andrew Wheeler, firmó “una norma que niega la autoridad del gobierno federal para imponer límites nacionales a las emisiones contaminantes y otorga a los Estados la competencia de determinar si las plantas existentes requieren mejoras para garantizar su eficiencia”.[24]
La nueva política estadounidense tuvo efectos perniciosos incluso sobre la Unión Europea, el continente más avanzado en legislación ambiental. En 2015 la UE se había comprometido a aumentar en 27% las energías renovables (reduciendo el uso de combustibles fósiles), pero en una reunión celebrada en diciembre de 2017 los ministros de Medioambiente acordaron disminuir ese procentaje al 24,3%. Asimismo, decidieron mantener los subsidios a las industrias de energías fósiles hasta 2030, no hasta 2020 como se había establecido con anterioridad.
Trump encontró un émulo latinoamericano en la figura de Jair Bolsonaro, presidente electo de Brasil desde 2019. El vertiginoso ascenso de Bolsonaro recolocó a América Latina en el escenario político global, en consonancia con la expansión de los partidos antisistema y de la mano de una extrema derecha xenófoba, antiglobalista y proteccionista. En un contexto antiprogresista, la extrema derecha brasileña surgió como una de las ofertas disponibles y puso en el centro de la agenda –escándalos de Odebrecht mediante– un discurso anticorrupción. Este discurso generó una cadena de equivalencias con otras demandas de la población, desde las que involucraban la defensa de la familia tradicional amenazada por el Estado, las críticas al garantismo, el desprecio por el ambientalismo y las políticas de derechos humanos, el rechazo hacia los pueblos originarios y el cuestionamiento a la llamada “ideología de género” y la diversidad sexual, hasta aquellas que habilitaban la defensa de la dictadura militar o la justificación de la tortura.
La política de Bolsonaro se tradujo en una declaración de guerra a los pueblos indígenas a través del desmantelamiento de la Fundación Nacional Indígena, principal institución dedicada al sector, y en la decisión de transferir la competencia sobre identificación, delimitación y demarcación de tierras indígenas al Ministerio de Agricultura, institución que está en manos de los sectores ruralistas, opositores sistemáticos al reconocimiento de los derechos de esos pueblos (Lander, 2019: 159). Las políticas favorables a los sectores de agronegocios y los grandes ganaderos se hicieron sentir en la Amazonía, como lo muestran los incendios forestales de agosto de 2019 –casi el triple de los ocurridos el mismo mes del año anterior– que arrasaron con millones de hectáreas y destruyeron vidas, biodiversidad y territorios. Un verdadero ecocidio/terricidio instrumentado desde el Estado.
En Australia las últimas elecciones nacionales le dieron el triunfo a Scott Morrison, líder del Partido Liberal, quien se convirtió en una figura política cuando en 2017 llevó un pedazo de carbón al Parlamento para pasárselo a sus compañeros de recinto. “No te asustes”, les decía, “No tengas miedo”. Bill McKibben, fundador de la organización 350.org, señala en su artículo “¿Qué pasaría si Australia fuera un planeta?” que si realmente fuese un planeta, rápidamente destruiría su clima por sí sola, y no podría responsabilizar por ello a nadie más que a sus propios políticos (como Morrison) susbsidiados por las industrias de combustibles fósiles, sus políticas extractivistas y la acción de los medios de comunicación negacionistas (McKibben, 2020).
En paralelo a estas políticas terricidas, y ante la ausencia de medidas reguladoras desde los Estados que involucren la reducción de las emisiones de GEI, ha cobrado fuerza un movimiento que impulsa la desinversión en combustibles fósiles para avanzar en las energías renovables. Uno de los mentores de este poderoso movimiento es la citada organización 350.org. Al respecto, la periodista ambiental Marina Aizen afirma que:
Empezó en los campus universitarios de los Estados Unidos e Inglaterra para que las instituciones académicas, que manejan copiosos fondos, sacaran su dinero de activos del petróleo, del gas y del carbón. Parecía entonces solo una quimera de las organizaciones que estaban detrás de esta movida, como 350.org, que las energías fósiles pudieran parecer tóxicas. Pero, rápidamente, empezó a suceder. El primer batacazo lo dio, en 2014, el fondo de los hermanos Rockefeller, cuyo origen –paradójicamente– fue el petróleo. El año pasado, el Banco Central de Noruega le recomendó al sistema de pensiones deshacerse totalmente de esos activos. Numerosos fondos con miles de millones se han retirado de ese negocio. Así lo anunció el Banco Mundial (Aizen, 2018, 2015).
Este cambio de paradigma comenzó a calar fuerte en ciertos ámbitos del establishment vinculados a la dinámica del capital, y algunos ya hablan de los combustibles fósiles como “activos obsoletos”, concepto que se refiere a la devaluación de las energías fósiles ante el imperativo de la transición energética y el riesgo de que pronto se conviertan en “activos inservibles”.[25]
Estas medidas concretas de desinversión se conjugan con otros proyectos de gran envergadura que apuntan a poner en marcha un “Green New Deal”, popularizado por la diputada demócrata Alexandria Ocasio Cortez en los Estados Unidos. Aunque tiene varias versiones, en lo que respecta a la lucha contra el cambio climático el Green New Deal de Ocasio Cortez propone descarbonizar la economía estadounidense en diez años, apostar a las energías renovables, los medios de transporte limpios –incluidos aviones y barcos, donde los cambios son más lentos que con los automóviles– y adaptar la industria, la agricultura y la construcción a los nuevos estándares de consumo. También busca ampliar y mejorar las infraestructuras, acondicionar los edificios existentes y expandir los bosques”.[26]
En su último libro, El Green New Deal global (2019), el economista Jeremy Rifkin se hace eco del movimiento de desinversión en combustibles fósiles, que crece dentro del establishment y se expande en diferentes ciudades y países ante la necesidad de una transición energética. Inspiradas en la encíclica Laudato Si’, instituciones católicas de distintas partes del mundo retiraron sus inversiones en combustibles fósiles; este fue el mayor anuncio de desinversión por parte de una organización religiosa. Se trata de casi 600 instituciones, con un valor conjunto de más de 3400 billones de dólares.[27] Según el último informe de 350.org, publicado en septiembre de 2019, la desinversión saltó de 52 000 millones de dólares en 2014 a más de 11 billones, un aumento sorprendente del 2000%. Este movimiento es tan fuerte que en Australia el primer ministro Scott Morrison piensa proponer una ley que vuelva ilegales las presiones de los activistas a los bancos para que dejen de otorgar créditos para el desarrollo de combustibles fósiles (McKibben, 2020). Pese a todo, las inversiones globales en energías limpias están en su punto más bajo de los últimos seis años, mientras las emisiones de combustibles fósiles han alcanzado su punto más alto.[28]
Algunos espíritus se abren a la necesidad de un cambio radical ante la experiencia cotidiana de la catástrofe anunciada. Rifkin consigna que, incluso en los Estados Unidos, el número de negacionistas o escépticos del cambio climático se ha reducido de manera considerable a raíz de las sucesivas catástrofes ambientales que afectan al país, desde huracanes e inundaciones hasta olas de calor e incendios devastadores. Según encuestas realizadas en diciembre de 2018, el 73% de los estadounidenses consideran que el cambio climático está en marcha (un 10% más que en 2005) y casi la mitad (46%) dice haber vivido experiencias ligadas al cambio climático, un 15% más que en 2015 (Rifkin, 2019a: 9-10).
Hacia la sociedad en movimiento y el protagonismo de los jóvenes
Cabría preguntarse a qué nos referimos cuando hablamos de movimientos para la justicia climática. Como sostiene Martínez Alier (2020), “Para que haya un movimiento no hace falta una organización. Es erróneo buscar la presencia del movimiento global de justicia ambiental en los cambiantes nombres de las organizaciones antes que en las acciones locales con sus formas diversas y en sus expresiones culturales”.
El movimiento por la justicia ambiental y climática comparte el ethos de los movimientos alterglobalización, de los cuales forma parte. La acción directa y lo público, la vocación nómade por el cruce social y la multipertenencia, las redes de solidaridad y los grupos de afinidad aparecen como piedra de toque en el proceso siempre fluido y constante de construcción de la identidad. En cuanto movimiento de movimientos, sus formas son plurales y adoptan diferentes niveles de involucramiento y acción, que van desde grandes y pequeñas organizaciones que desarrollan una persistente tarea militante y registran continuidad en el tiempo, hasta otras más fluidas y transitorias como redes o alianzas surgidas con el objetivo de realizar una determinada acción y que luego se disuelven o quedan en estado de latencia. Así, el movimiento para la justicia ambiental y climática incluye desde organizaciones de base (colectivos ecologistas y feministas, movimientos socioambientales locales y culturales, ONG ambientalistas, organizaciones de pueblos originarios); redes de organizaciones y movimientos sociales nacidos como instancias de coordinación para realizar acciones de protesta puntuales, específicas y simultáneas en diferentes partes del mundo (ya sea ante la OMC, la COP o el Foro de Davos) y protestas de jóvenes en forma de “huelgas climáticas” como las que promueven Fridays for Future y Jóvenes por el Clima, hasta movilizaciones espontáneas, algunas de carácter masivo y transversal, que denuncian la inacción de los gobiernos ante los crímenes ambientales (como sucedió en Brasil y otras partes del mundo en relación con los múltiples incendios de la Amazonía e incluso en Australia, donde miles de manifestantes, sobre todos jóvenes, marcharon en enero de 2020).[29]
Puede suceder que algunas de estas acciones, pese a su masividad, se agoten en la dimensión cultural-expresiva y no alcancen dimensión política. Pero ante la envergadura de la crisis climática, las movilizaciones adquieren contornos sociales y participativos cada vez más amplios y transversales e incluyen a amplios sectores de la ciudadanía que toman conciencia de la gravedad de la crisis y la necesidad de exigir políticas activas urgentes y transformadoras. Estamos ante la emergencia de un nuevo activismo climático, muy vinculado a la juventud, que desborda cualquier organización de base y apunta a conformar, antes que un movimiento social, una sociedad en movimiento.
En 1988, la tapa de la revista Times mostraba un globo terráqueo atado con varias vueltas de soga y un colorido atardecer como fondo bajo el sugestivo título “Planeta del año: la Tierra en peligro de extinción”. Treinta y un años después, en diciembre de 2019, la portada de la revista publicaba el rostro de la joven sueca elegida como “la persona del año”, con el subtítulo “Greta Thunberg, el poder de la juventud”. Greta fue la persona más joven en aparecer en la portada de la conocida revista. O, en palabras de los editores: “Si bien la revista tiene un largo historial en el reconocimiento del poder de la juventud, nunca antes había elegido a una adolescente”.
En términos de activismo climático, muchas cosas cambiaron desde el Acuerdo de París hasta la cumbre de Madrid, muchas de ellas vinculadas con la irrupción de los jóvenes que asumieron el protagonismo del movimiento por la justicia climática. Ya dijimos que en 2015 la gran estrella de la contracumbre parisina fue la escritora canadiense Naomi Klein, que acababa de publicar Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima. En diciembre de 2019, en Madrid, la figura insoslayable fue Greta Thunberg, la adolescente sueca que dos años atrás había iniciado una cruzada contra el cambio climático.
En agosto de 2018, luego de varias olas de calor e incendios forestales que convirtieron el apacible verano sueco en un infierno, una jovencita de aspecto frágil lanzó la primera “huelga estudiantil por el clima”. Con apenas 14 años y afectada por el síndrome de Asperger, Greta Thunberg dejó de asistir a clases para plantarse todos los días frente al Parlamento y denunciar los riesgos de la inacción de las élites políticas y económicas ante el acelerado cambio climático. Su perseverancia, su obstinación y la impactante crudeza de sus declaraciones la hicieron célebre de la noche a la mañana. Su llamado dio la vuelta el mundo y encontró eco en miles de adolescentes y jóvenes que –unidos en el movimiento Fridays for Future– se pusieron a la cabeza del movimiento global por la justicia climática.
Las palabras de Greta poseen una fuerza dramática inusual, en sintonía con la gravedad de la hora. “No quiero que tengan esperanza, quiero que entren en pánico. Quiero que sientan el miedo que yo siento todos los días y luego quiero que actúen”, les dijo a los líderes del Foro Económico Mundial reunidos en Davos en enero de 2019. “Todo esto está mal. Yo no debería estar aquí. Debería estar de vuelta en la escuela, al otro lado del océano. Sin embargo, ¿ustedes vienen a nosotros, los jóvenes, en busca de esperanza? ¿Cómo se atreven?”. “Estamos en el comienzo de una extinción masiva. Y de lo único que pueden hablar es de dinero y cuentos de hadas de crecimiento económico eterno. ¿Cómo se atreven?”. “Me han robado mis sueños y mi infancia con sus palabras vacías. Y, sin embargo, soy de los afortunados”, dijo en septiembre de ese año en Nueva York, en la cumbre de Jóvenes por el Clima de la ONU.
En su paso por la COP 25 en Madrid, Greta se rodeó de activistas, sobre todo indígenas, y de científicos estudiosos del cambio climático. A la hora de hablar ante los políticos y observadores tradicionales, evitó la emoción y las frases contundentes para apelar a los datos científicos sobre la situación del clima. Su lema fue, más que nunca: “Escuchen a los científicos”.
El “efecto Greta Thunberg” se tradujo en el lanzamiento de las huelgas globales contra el cambio climático, cuyo impacto y masividad sorprendieron a propios y extraños. Durante la segunda huelga global, el 15 de marzo de 2019, más de 1,4 millones de jóvenes se manifestaron en 125 países y 2083 ciudades. En la tercera, el 20 de septiembre de ese mismo año, fueron 4 millones en 163 países, entre ciudades del Norte y del Sur. La convocatoria de Greta y, por extensión, la acción de los nuevos movimientos por la justicia climática, pusieron en evidencia el fracaso de los grandes objetivos que se había trazado la humanidad casi medio siglo atrás, al inaugurar la era de las cumbres climáticas globales. En primer lugar, el fracaso del llamado “desarrollo sustentable o sostenible” como nuevo paradigma, vaciado de todo contenido transformador y sacrificado en los altares del capitalismo y del libre mercado. En segundo lugar, el quiebre del pacto intergeneracional que, desde la época de las primeras cumbres, buscaba garantizar el derecho de las futuras generaciones a una herencia adecuada que les permitiera un nivel de vida no inferior al de la generación actual.
¿Pueden tener vuelta atrás estos quiebres? Todo depende de las decisiones políticas que las élites políticas y económicas adopten a nivel global en el corto plazo. No más de una década, esta que acaba de comenzar. Como expresa una carta firmada por más de once mil científicos de todo el mundo: “La crisis climática ha llegado y va mucho más rápido de lo que la mayoría de los científicos esperaba. Es más severa que lo previsto, amenaza los ecosistemas naturales y el destino de la humanidad”. El tiempo es poco y los desafíos requieren audacia y rigor, pues “las reacciones en cadena climática pueden causar alteraciones significativas en los ecosistemas, las sociedades y las economías, que podrían hacer que grandes áreas de la Tierra se vuelvan inhabitables”.[30] Una solución urgente requeriría no solo una reducción drástica de la emisión de gases de efecto invernadero, sino también una disminución en el metabolismo social, lo cual implicaría menos consumo de materia y energía.
Sobre la participación cada vez más amplia de la sociedad civil y las características del movimiento de justicia climática, cabe preguntarse: ¿se trata de un movimiento de movimientos o estamos ante la emergencia de la sociedad en movimiento, comparable a la potencia femenina que vislumbramos cada vez que se movilizan los poderosos colectivos de mujeres contra el patriarcado y la violencia de género?
En suma, el movimiento por la justicia climática es hijo de los movimientos pacifistas y ecologistas de los años ochenta, pero sobre todo de los más recientes y más comprometidos en la lucha contra todo tipo de desigualdad y contra las diversas formas de dominación neocolonial, racista y patriarcal. Es hijo de las luchas del Sur contra el neoextractivismo y de las masivas movilizaciones feministas que recorren el mundo. Los tiempos se han acortado de modo indefectible. Pese a las continuas manifestaciones en todo el mundo y al creciente protagonismo de los jóvenes, la brevedad es tanta que podríamos medirla con un reloj de arena. La radicalidad requerida en las posiciones y demandas es tanta que no basta con organizar movilizaciones que vehiculicen desde abajo las dimensiones expresivas de la lucha o se autolimiten al legitimar las tibias reformas que priorizan las leyes del mercado (bonos de carbono, entre otras).
El mensaje es cada vez más rotundo, como manifiestan los jóvenes, que son los verdaderos protagonistas de esta hora crucial: para generar cambios reales no solo es necesario desarrollar la dimensión expresiva, sino también avanzar desde abajo en la confrontación colectiva con el poder global y sus manifestaciones locales y territoriales, de modo que las decisiones sobre el futuro del planeta y de la humanidad no continúen secuestradas por una reducida élite política y económica que atenta contra el tejido de la vida. Para avanzar en una dirección transformadora, hacia una sociedad posfósil que plantee una transición justa y sustentable, la dimensión emancipatoria desde abajo debe activar la dimensión reguladora de los Estados en todos sus niveles.
[3] Véase “La lucha no debe ser contra el ‘cambio climático’ sino contra el ‘terricidio’”, entrevista de Lucía Cholakian Herrera a Moira Millán, Nodal, 24/10/2019, disponible en <www.publico.es>.
[4] La mejor introducción y síntesis de debates sobre el Antropoceno puede encontrarse en Fressoz y Bonneuil (2013). Veáse también Svampa (2019).
[5] El IPCC es un órgano intergubernamental que proporciona una base científica a los gobiernos, a todos los niveles, para formular políticas relacionadas con el clima, y sirve de apoyo para las negociaciones de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Clima y la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC).
[6] “El año 2019 cierra una década de valores excepcionales de calor y fenómenos meteorológicos de efectos devastadores a escala mundial”, disponible en <www.public.wmo.int>.
[7] Hemos desarrollado estos temas en Svampa (2016: parte I, cap. 2).
[8] En aquella ocasión, los activistas latinoamericanos presentes en la Cumbre convencieron a Fidel Castro de utilizar el concepto en la conferencia oficial, aunque Virgilio Barco, entonces presidente de Colombia, ya lo había usado en la ceremonia de final de curso en el Massachusetts Institute of Technology en junio de 1990 (Borrás, 2016-2017: 102).
[9] “Los seis gases de efecto invernadero considerados son: dióxido de carbono (CO2), gas metano (CH4) y óxido nitroso (N2O), y los otros tres son gases industriales fluorados, hidrofluorocarburos (HFC), perfluorocarbonos (PFC) y hexafluoruro de azufre (SF6 )”. Véase Protocolo de Kioto, disponible en <www.ecointeligencia.com>.
[10] El mecanismo de desarrollo limpio y el de aplicación conjunta son estrategias de flexibilidad del Protocolo de Kioto, destinadas a reducir las emisiones o a incrementar la absorción antropógena por los sumideros de los gases de efecto invernadero. Aunque estos mecanismos pueden significar el acceso de los países menos industrializados a tecnologías más eficientes, también pueden convertirse en medios de reducción barata para los más industrializados que retrasen las transformaciones que deben realizar “en casa”. La elección y el control de los proyectos que se llevan a cabo en los países empobrecidos se están revelando, además, como bastante problemáticas.
[11] Véase “Principios”, disponible en <climatejusticenow.org/sobre-cjn/principios>.
[12] Esta iniciativa fue promovida por el ambientalista Pablo Solon, entonces embajador ante la OEA del gobierno boliviano. Volveremos sobre el tema en el capítulo 5.
[13] Hemos desarrollado el tema en Svampa (2017).
[14] Disponible en <indigenousenvironmentalnetwork.blogspot.com>. El mecanismo REDD+ obligará a “titularizar” los bosques mediante profundas reformas en las leyes forestales, una especie de contrarreforma agraria a escala global.
[15] “Al desmoronarse la Unión Soviética, los soldados de la Guerra Fría buscaron otra gran amenaza. La encontraron en el ecologismo, que justo en ese momento había identificado un tema global decisivo que exigía una respuesta global” (Oreskes y Conway, 2018: 428). Véase también Klein (2015: cap. 2).
[16] Naomi Oreskes cit. en “Exxon tenía conocimiento del cambio climático desde hace casi cuarenta años”, disponible en <www.scientificamerican.com>.
[17] Véanse Oreskes y Conway (2018), y Klein (2015). No olvidemos que el Instituto Heartland también negó los efectos del tabaco en el fumador pasivo.
[18] “El negacionismo en España (2): Aznar y la estrategia del ‘Gota a Gota’”, disponible en <www.climatica.lamarea.com>.
[19] “El síndrome del perro del hortelano”, El Comercio, 28/10/2007, disponible en <www.chs-peru.com>.
[20] Se refiere al “cuerno de la abundancia”, símbolo de prosperidad y afluencia, en sintonía con la tesis del crecimiento indefinido.
[21] “Declaración de Tiquipaya sobre cambio climático y defensa de la vida”, disponible en <movimientospopulares.org>.
[22] Véase, al respecto, Martínez Alier y otros (2018).
[23] “‘Marcha de los pueblos’ contra el cambio climático en Nueva York”, La Izquierda Diario, 23/9/2014, disponible en <www.laizquierdadiario.com>.
[24] “Trump consuma su drástico giro respecto a la política ambiental de Obama”, El País, 20/6/2019, disponible en <elpais.com>.
[25] Recientemente, el diario británico The Guardian anunció que no recibiría más publicidad de empresas de combustiles fósiles. Véase “Guardian to ban advertising from fossil fuel firms”, The Guardian, 29/1/2020, disponible en <www.theguardian.com>.
[26] “¿Qué es el Green New Deal?”, disponible en <elordenmundial.com>.
[27] “Católicos retiran sus inversiones de combustibles fósiles”, disponible en <catholicclimatemovement.global>.
[28] “Desinversión en combustibles fósiles evitaría catástrofe climática”, disponible en <www.ipsnoticias.net>, consultado el 2/1/2020.
[29] Las marchas, organizadas por Uni-Students for Climate Justice, se realizaron en los más importantes centros urbanos, entre ellos Melbourne, Sídney, Brisbane y Perth. Véase “Miles de personas protestaron contra el gobierno australiano”, Perfil, 11/1/2020, disponible en <www.perfil.com>.
[30] “Once mil científicos del mundo: ‘El planeta Tierra se enfrenta a una emergencia climática’”, La Izquierda Diario, 12/11/2019, disponible en <www.laizquierdadiario.com>.