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Sexta etapa: Recepción

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En las ediciones modernas de los Evangelios, escuchamos o leemos de lo que Jesús dijo e hizo.

Segundo, había cristianos en el siglo II que comenzaron a producir escritos nuevos y a atribuirlos a la gente que había pertenecido al círculo original de testigos apostólicos. En prácticamente cada caso, estos escritos nuevos eran versiones que imitaban los libros que habían sido escritos en el siglo I: alguien escribía una carta que promovía ideas gnósticas y afirmaba que era una carta de Pablo recién descubierta; alguien más escribía un evangelio que presentaba a Jesús como un seguidor importante del gnosticismo y afirmaba que era una obra de uno de sus doce discípulos recién descubierta. Estos libros siguieron produciéndose hasta buena parte del siglo IV. Sus anacronismos e idiosincrasias hacen que las atribuciones ficticias de autoría sean fácilmente obvias hoy día, pero la producción de esos escritos sí ocasionó confusión entre los cristianos de los primeros siglos.

Por esa razón, el problema doble: por un lado, la mayoría de las iglesias cristianas querían usar solamente aquellos escritos que pudieran estar razonablemente relacionados con la tradición apostólica; por otro lado, querían usar todos los escritos que estuvieran relacionados con esa tradición, no solo los que encajaban con las preferencias ideológicas de algún maestro en particular. De esa manera, para el final del siglo II comenzaron a aparecer listados que especificaban qué escritos se pensaba que satisfacían esos criterios. Según esos listados, llega a ser evidente que la mayoría de los escritos que ahora se encuentran en nuestro Nuevo Testamento eran aceptados universalmente como testigos confiables de la tradición apostólica. Sin embargo, a siete libros les resultó difícil obtener esa aceptación: Hebreos, Santiago, 2 Pedro, 2 Juan, 3 Juan, Judas y Apocalipsis. No tenemos ningún indicio de que estos libros alguna vez fueran denunciados o rechazados directamente, pero parece que los líderes eclesiásticos más cautelosos fueron renuentes a considerarlos a la par con los otros (es decir, como obras que debían ser consideradas como Escrituras). Sin embargo, con el tiempo surgió un consenso, y para inicios del siglo V, el canon de nuestro Nuevo Testamento actual de veintisiete libros estaba bien establecido.

Dos conclusiones en cuanto al canon de los escritos del Nuevo Testamento serían aceptadas por la mayoría de los eruditos hoy día. Por un lado, todos los libros de nuestro Nuevo Testamento actual son libros que fueron encontrados compatibles con lo que llegó a considerarse como «cristianismo apostólico»: hay ciertos asuntos básicos de fe en los que parece que hablan con unanimidad. Por otro lado, la selección de los escritos canónicos no fue estrecha, que eliminara la diversidad de opinión: los veintisiete escritos del Nuevo Testamento presentan una amplia variedad de puntos de vista, incluso posturas que a veces son difíciles de reconciliar. En efecto, si todos los autores de estos escritos se hubieran reunido en un solo salón en un momento y tiempo determinado, es casi seguro que ellos habrían discutido entre sí muchos asuntos que han seguido siendo de interés para los cristianos a lo largo de los siglos. En pocas palabras, los escritos del Nuevo Testamento demuestran una unidad básica, pero también una diversidad extraordinaria.

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