Читать книгу El hielo en el fin del mundo - Mark Richard - Страница 10

Su cuento favorito

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En indio, llaman a este sitio Donde el Rayo Da Paseos Largos. Y no diré yo que no tiene algo de verdad. Lo que tiene de particular es que es el primer sitio donde toman tierra los cúmulos cargados de agua que suben azotando en ráfagas rápidas desde la bahía. Llegan largas piernas de luz ahuesada y patalean entre los pinos de hoja corta más altos, desgarrando miembros y partiendo copas. Cuando ya han pasado, te retumban los oídos por los truenos y percibes el olor de la sabia chamuscada por la electricidad. Se te encoge el corazón si te ocurre de día, y de noche aún sientes chasquidos susurrantes, silbidos de ramas, en esa oscuridad total que crean las copas al caer pesadamente, invisibles, tan cerca que empujan aire hacia tu cara y pegas un bote en el suelo.

Lo que estoy haciendo aquí fuera, en este sitio donde el rayo da paseos largos, tiene que ver con lo que nos ocurrió a mí y a Margaret cuando vivíamos río arriba, a un buen rato a pie por lo inaccesible del camino. Mi cabaña está, para ser precisos, a tres curvas y un requiebro por la orilla desde aquí y supongo que ahora está plagada de mapaches y ratones de campo y serpientes negras que vienen a comérselos. Supongo que nadie ha entrado a robar nada y es que el carril que baja hasta mi cabaña está casi siempre cubierto por la marea, anegado las tres millas que se alarga hasta la carretera del condado. Nadé por la zona un día no hace mucho y parece que todo está en orden, salvo el tronco clavado en el tejado y una de las cristaleras, que está reventada, seguramente porque alguien le pegó un tiro desde una barca. El perro cabezón que traje a casa para Margaret no andaba por allí, me supongo que se habrá vuelto al pueblo.

El pueblo es de donde vino, allí lo encontré, era de un camionero con uno de esos tráileres enormes que solía pegar con un bate de béisbol al animal con el cuento de que el perro era malo. El perro cabezón no era malo sino estrábico y ser estrábico no es lo mejor para un perro, porque se ve que esos perros no son muy listos, ni buenos para rastrear o seguir una pista. El conductor del tráiler se agarró una curda en la ciudad –era viernes– y le dio al perro cabezón con el bate de béisbol hasta que sangró por las orejas y el rabo, y luego dejó al perro tirado al final del muelle de Rusty Shackleford. Por suerte para el perro la marea estaba baja, así que no se ahogó, tendido como estaba sobre unos centímetros de agua. Yo no tenía ningún pleito con el camionero del tráiler con el bate de béisbol, pero el perro no estaba muerto ni mucho menos y se iba a morir malamente en aquella agua tan fría por una helada de cuatro días, así que tumbé al viejo chucho apaleado en una red de almadraba que tenía en el fondo de mi canoa de color purpurina metalizado y remé hasta casa.

En casa, abrí el horno, bajé la portezuela y puse allí la cabeza del perro, bajo el grill, para que se calentara y se secara, y mira tú por dónde que lo primero que hizo al despertarse fue tirarse a arrancarme el brazo del hombro y a perseguirme en mi propia casa, y me tuve que subir a la mesa de merendero que tenía en el salón y él venga a ladrarme hecho una fiera desde abajo, que del calor del horno le salía humo del lomo como si fuera un demonio del infierno.

Nunca sabré cómo fue aquello, pero Margaret calmó al perro cabezón y, con lo salvaje que era y todo, se puso a resoplar a su alrededor como un cachorrillo. A partir de entonces, como yo le levantara la voz a Margaret, el perro me pegaba un gruñido desde el sitio donde solía dormir casi siempre, junto a la chimenea alpina. Todo por cómo era ella, por ese algo que tenía, ese efecto en la gente, lo mismo hombres que perros. No era guapa y lo mismo daba, en el pueblo no es que dijeran que era guapa, aunque yo sabía, por cómo la miraban por el hueco del sobaco de la camisa Rusty Shackleford y Danny Daniels Shackleford y Scoop, que veían que tenía el cuerpo todo moreno, al menos por arriba, y yo sabía que tenía locos a los hombres del pueblo. A lo que me refiero cuando digo pueblo no es más que la tienda de pesca de Rusty Shackleford al final de un muelle medio desvencijado con dos surtidores, uno diésel y el otro gasolina. El pueblo es donde Rusty tiene un cabrestante para llenar los remolques grandes de la zona, una caseta de hormigón y palés, y una máquina de motel para el hielo, y además tiene, entre el último sitio en el que puede uno plantar el pie sin caerse por los tablones podridos y la plataforma de conchas aplastadas, una mesa a la que le llama despacho, en una tienda de un solo cuarto con cinco paredes, y una caja de zapatos a un lado donde duerme un gato que se llama Pescadilla, junto a la ventana, y ese es el sitio donde recibirías una carta si es que algún día te mandasen una desde algún lugar del mundo, seguramente después de que todos se la hayan leído ya en voz alta a Rusty, mientras beben las noches de los viernes en este sitio al que digo pueblo.

Es en el pueblo donde, antes de Margaret, saciaba mi anhelo de vida humana, cuando llegaba allí con buen viento, acompañando la marea río abajo, remando en mi canoa purpurina a por comida en la tienda de cinco paredes y a recoger las redes que necesitaran arreglo.

Era mi mejor cliente el medio-primo de Rusty, Earl Shackleford Hayes, y es que siempre se le rajan las redes pescando verrugatos y truchas cerca de Punta Chaparra, que todo el mundo sabe lo malo que es el fondo allí, pues hasta Rusty le dice: ¿Y por qué te crees que le llaman Punta Chaparra?, y luego nos dice a nosotros: Earl solo es medio-primo, medio-medio, solo a medias. Los inviernos, cuando ya me había hecho con comida y redes para trabajar, echaba una mano metiendo pescado en cubetas en la caseta de hormigón y palés, y los veranos paleaba hielo, siempre los viernes al caer la noche, a la hora de echar un trago. Danny Daniels y Scoop se mamaban lo necesario para liarse a palos el uno con el otro en la plataforma de conchas aplastadas si es que no había camioneros con quien partirse la cara, y yo me juntaba con ellos como hermanos cuando los había. Podía pasarme un día y una noche en este lugar al que llamo pueblo con el trabajo y luego la pelea fraternal a la espera del primer cambio de la marea tras el anochecer. Así que esto era a lo que me refiero cuando digo que era el pueblo al que a veces llevaba a Margaret, que no era muy guapa pero que traía locos a los hombres duros con su cuerpo todo moreno, que la ayudaban a salir cual princesa india de la canoa en la que llegábamos deslizándonos por el río, y a mí me dejaban que cargara solo con tres montones de almadraba remendada hasta la tienda de cinco paredes, yo solito, y es que ella tenía ese efecto en los hombres duros del muelle del pueblo.

El efecto que tenía en mí, decía Rusty Shackleford, era camisa limpia y cabeza repeinada. Y no diré yo que no tenía algo de verdad, que a fin de cuentas esa es la parte de mí que él veía lejos de mi cabaña apartada del mundo. Tan apartada del mundo que yo solía caminar por la orilla arcillosa desnudo, embadurnado de buen barro en la espalda y las partes contra el sol, una pluma de águila pescadora en la oreja para niguas y garrapatas, que así fue como Margaret y yo nos conocimos, mientras ella escarbaba antiguallas para el estado, porque pensaba que donde yo vivía tuvieron antaño un campamento los indios, y por eso ella tenía que recorrer casi dos leguas de mala orilla con la marea baja hasta aquel sitio en que llenaba bolsas de plástico y bolsillos con cacharros de cerámica y trozos de pipas, tantos hay que muchas veces los rompo al pasar andando. Me dijo que por su especial interés por los indios se quedó estupefacta al levantar la vista y verme, a casi dos leguas de la carretera, desnudo, embarrado y emplumado, y como yo andaba sin novia desde seis u ocho estaciones antes, tengo que confesar que mi interés especial por ella se reflejó en un abultamiento y un descascarillar de copos de barro seco a mis pies, como migajas, y es que ese era uno de los efectos que Margaret me provocaba al mirarla.

Lo otro que Rusty Shackleford no sabía del efecto que tuvo en mí fue que, cuando empecé a conseguir que se quedara en mi casa después de excavar antiguallas para el estado, empezó a sacar del salón de mi cabaña las cosas de uso exterior. Los primeros en irse fueron un montón de nasas cangrejeras escacharradas, unos caballetes para sujetar la quilla de un esquife que pensaba fabricar desde hacía tres años, cuatro toneles de chatarra y morralla, una montaña de madera carcomida para quemar en la chimenea alpina y medio montón de tablones que había encontrado en la playa para hacer, algún día, un porche delantero. Incluso hizo que pusiera todas mis sierras eléctricas y hachas en el cobertizo, y es que no sabía lo que me gusta aserrar y cortar cosas dentro de casa. Cosas que quedaran, estaba la mesa de merendero para bailar encima cuando bebíamos y escuchábamos discos latinos, también el viejo sillón acolchado, mi favorito, y mis cordajes verticales para atar y remendar redes en casa, aunque volvió a poner mosquiteras en las ventanas para que no revolotearan pájaros por la casa, no fuera que se hicieran daño al engancharse en las mallas colgadas. Hasta limpiamos la vieja chimenea alpina, de modo que las tardes que llegaba la pleamar al jardín a barlovento y caía la lluvia a cubos, y había mil doscientas gaviotas encogidas cual pelotas blancas en la hierba a sotavento, esas tardes nos tendíamos sobre una colcha junto al fuego a beber vino caliente y jugar al Monopoly desnudos, arrullados por el ronquido del perro cabezón. De todo esto Rusty Shackleford nada podía saber, que en este hogar apartado del mundo Margaret moldeaba mi vida mucho más que una camisa limpia y la cabeza repeinada.

En verano, el secreto de su cuerpo todo moreno era que remábamos la mitad de camino a Punta Raya en mi canoa purpurina, yo echaba el ancla Danforth que había encontrado en la caseta de hormigón y palés de Rusty Shackleford, y desnudos los dos bebíamos cerveza fría tumbados en el fondo de la canoa, piernas entrecruzadas y de costado, y yo le contaba los cuentos indios que me sabía, como el del sitio donde el rayo da paseos largos, el que cuenta cómo le dieron el nombre a Punta Raya. Ese era su favorito y yo se lo contaba las veces que hiciera falta, el cuento del capitán John Smith de Jamestown, que le picó una raya, un cuento bueno que cuenta que estaba arponeando peces con la espada y le picó una raya, se le hinchó el brazo y la lengua se le salía de la boca, un cuento en el que pensaron que se les moría, así que atracaron en la orilla y, cuando ya le habían cavado una tumba y todo, resulta que Smith se había emborrachado con el ron del médico, se comió la raya y vivió, y navegando se fueron todos tan contentos, dejando un hoyo enorme en el suelo para que los indios salieran del bosque a asomarse a su interior, sin poder descifrar el propósito de la fosa. Así que, como este cuento de la raya era el favorito de Margaret, se lo contaba las veces que hiciera falta y ella escuchaba mientras daba sorbitos a la cerveza y toqueteaba mis partes con el dedo de su pie desnudo todo moreno.

En invierno, yo tenía que llevar un soplete de butano a la caseta del pozo para descongelar la bomba de agua, con cuidado no fuera que al calentar las rocas del suelo se despertaran las serpientes que hibernaban debajo, y también estaba lo otro, que en medio del aguanieve y la niebla, en algún lugar entre la cabaña y la caseta del pozo, podías toparte en medio del vendaval con una bandada de gansos rumbo al sur que descansaban sobre la hierba a sotavento, de cuellos tan grandes como tu brazo, alas musculosas endurecidas por el vuelo Canadá-Cuba, tan grandes y poderosas que te tumbaban si te topabas con ellos y les sobresaltabas despistado como a veces iba yo, tan temprano bajo la niebla de la mañana al salir a descongelar la bomba.

Ese invierno que Margaret se quedó, me enseñó que sujetando una bombilla a la bomba eléctrica para calentarla, el aire no se congelaba y así no molestaba uno a las serpientes, y después sacó fotos para postales de Navidad de los gansos comiendo el maíz que les echaba, y por las mañanas con el café preparaba huevos fritos y jamón de la tienda de cinco paredes de Rusty Shackleford, en lugar de la barra de chocolate o el sándwich de crema de cacahuete al que yo estaba acostumbrado, todo después de una ducha caliente juntos, borbotones de agua caliente bombeada desde la caseta del pozo, y mientras le enjabonaba a Margaret la espalda me preguntaba por qué no se me habría ocurrido a mí antes el truco de la bombilla.

La primavera de después, una mamá mapache tuvo bebés en el montón de leña, así que al salir a por leña te arriesgabas a que te hiciera trizas, pues ni siquiera se asustaba del perro cabezón, ya un perro grande hecho y derecho con tantos cuidados que le prodigaba Margaret. Sacar un trozo o dos de madera para quemarlo en la chimenea alpina era como un juego de palillos chinos, con mucho cuidado de no mover ni trastornar el resto del montón, no fuera que mamá mapache se lanzara a bufar y a perseguirme a mí y al perro cabezón hasta la casa. Esto divertía mucho a Margaret, que a veces sacaba fotos, a veces fingía que nos cerraba la puerta mientras mamá mapache nos pisaba los talones hecha una fiera. Acabé dejando de ir a por leña y empecé a utilizar madera a la deriva que acababa en la playa, aunque me costaba Dios y ayuda recogerla. Pero la arena que soltaba volvía verdes las llamas del fuego y era bonito mirarlas de noche, tumbados desnudos sobre la colcha. De todas maneras se hizo pronto primavera y ya no hacía falta el fuego y mamá mapache y sus mapachetes, que así los llamábamos, empezaron a subir los escalones para entrar en casa y, por ese efecto que tenía Margaret en todo el mundo, muy pronto los mapachetes estaban por todos lados, comiendo de la escudilla del perro y persiguiéndole el rabo después alrededor de la mesa de merendero que pude conservar en el salón. Solo dije hasta aquí hemos llegado cuando se comieron las cortezas de lima que habíamos dejado de una tanda de gin tonics y se pusieron a desvariar, bufando borrachos, y rajaron el sillón grande acolchado, mi favorito, y le sacaron todo el relleno. Creo que lo de perseguirles por toda la casa con una escoba y un palo no le hizo ninguna gracia a Margaret y si lo pienso ahora me arrepiento.

Esa es la primavera de la que quiero hablar, de la primavera de los recuerdos de mamá mapache y sus bebés, lo último que recuerdo. Y en concreto de estas otras cosas: la noche que oíamos el pisoteo y el pataleo de una de esas ráfagas tormentosas de azote rápido en el lugar donde el rayo da paseos largos, nosotros tumbados en la cama del dormitorio de atrás y el perro cabezón sentado en el sillón de respaldo recto para mirarnos como le gustaba, nosotros que nos decíamos los secretitos que se dice la gente que hace lo que nosotros, y yo podía sentir el pelo erizado en mi brazo como por una corriente fría, mientras el pelo de Margaret pendía desde su cabeza como las alas de un ángel en un árbol de Navidad, mientras seguíamos haciéndolo quedamente, a la espera, y entonces una patada descarriada del rayo atravesó la copa del árbol junto a la puerta trasera de mi cabaña. Todo ocurrió muy rápido, el perro se subió a la cama y Margaret rodó a un lado desnuda y el techo se abrió de par en par al recibir el tronco como un poste de teléfono que se clavó y siguió después taladrando el suelo. Y luego la calma tras la explosión, el tronco del árbol al fin parado, humeante, con ese olor azul eléctrico de sabia quemada, yo y el perro cabezón enredados en la cama rota, Margaret contusionada en la espalda junto al agujero que en el suelo dejó el tronco empotrado, con un pataleo sensual de sus largas piernas al aire, una imagen todavía más sensual cuando me asomé desde el colchón para verla toda entera junto al tronco, una imagen sensual que me excitó todavía más al pensar que ahora tenía un motivo para utilizar la sierra dentro de casa.

Pero no todo estaba en orden. Cuando Margaret se incorporó dijo: Ah, como al acordarse de algo olvidado, presionó sus dedos contra el vientre, las luces se apagaron con un parpadeo y en la oscuridad dijo que teníamos que ir al pueblo a ver a Della, la mujer de Rusty, Della que es quien hace las veces de partera y remendadora de pieles rajadas por estas partes. Della, que había ayudado a traer al mundo a casi todos los bebés cercanos que pudieron ser atendidos y trajo ella misma dos suyos sin más ayuda que Rusty.

No podía ir todo bien, porque que yo supiera Margaret no tenía aspecto de llevar nada nuestro en sus entrañas y el pequeño cúmulo de azote rápido parecía más bien todo un frente que se acercaba y hacía estragos río abajo, dejando a su paso rayos que paseaban largo entre los árboles. Ya a oscuras, mientras me vestía y me preparaba, sin encontrar linterna alguna que funcionara, sabía que había mucha sangre por el olor y la forma en que el perro estaba nervioso. Ya de camino a la canoa, Margaret se sintió débil y le costaba más todavía por la marea baja, así que tuve que hacer dos viajes hasta donde el agua estaba lo suficientemente profunda, un viaje para arrastrar la canoa purpurina y un viaje para llevarla.

Nos golpeaban goterones de lluvia como uvas ya antes de empujar la canoa en la oscuridad y el perro cabezón se puso a aullar y gañir desde la orilla. El frente que subía se abalanzaba directo a nosotros por el río revuelto, trayendo consigo el cambio de marea y oleaje sucio. No podía ver ni siquiera el faro de Wolftrap, ni siquiera la boya número cuatro del canal con la que me solía orientar. Al separarme de la orilla y dejar atrás Punta Raya se levantó una brisa más fuerte, así que pensé que mejor arrimarme a la costa y cruzar más al sur con la esperanza de que el viento amainara, pero no paraba de arreciar ni yo de pensar en qué sería lo mejor, y ni siquiera veía la proa de la canoa ni a Margaret tumbada, envuelta en nuestra colcha de la chimenea, callada sobre un suelo de red de almadraba.

La lluvia redoblaba y se acumulaba en la canoa, las olas lamían las regalas, las rodillas se me mojaban y se me encharcaban los tobillos, pero tenía la esperanza de que al menos la red aislara a Margaret un poco del fondo mojado. El rayo fustigaba con regularidad en algún punto de la orilla sur y esa era mi única esperanza de ver, cuando iluminaba el cielo con luz ahuesada. Yo hundía el remo tan fuerte como podía, con mi mejor palada, pero me daba cuenta de que, apenas lo levantaba para sumergir la pala, otra vez el viento nos empujaba de vuelta atrás. Traté incluso de orillarme en busca de un respiro pero no lograba acercarme a tierra.

Margaret se removió un par de veces, apretando lo que tuviese más a mano donde la sangre no paraba de manar, y aun en medio de todo aquello, aunque se sentía empeorar, se movió para no estorbar cualquier avance que yo pudiera lograr con la canoa, pues quizá ella no sabía que no estaba logrando ninguno. En un relumbrar de relámpago me vine abajo un segundo, al ver que aún no habíamos pasado Punta Raya del todo, y Margaret, al erguir la cabeza y verlo también, me pidió que me pusiera a hablar con ella, que le contara el cuento del capitán Smith, y aunque se lo había contado miles de veces, aquella noche me era imposible recordar ni una palabra, me costaba tanto como avanzar contra el viento, de modo que lo contó ella, lo contó como nunca antes yo lo había oído, acompañando cada parte con una pregunta, como cuando cuentas un cuento a un niño, entonando preguntas con la voz, ¿Te acuerdas ya bien de esa parte? Y entonces al acabar empezó a contarlo otra vez, hasta que volví a acordarme y pude contarlo yo mismo, y se lo conté y me acordé también de lo que trata el cuento.

Remé toda la noche, atrás y adelante, avanzando finalmente hasta que justo antes de clarear logré cruzar donde el río tiene una milla de ancho, justo encima del pueblo, donde el muelle medio desvencijado de Rusty Shackleford. La luz naciente era de esas en las que después del paso de una borrasca todo cobra un color diferente al rayar el alba. Los charcos de agua en el fondo de mi canoa purpurina tenían variados tonos de sangre mezclada, colores que me cubrían entero desde las piernas, colores que corrían por mis muñecas como viñas desde los jirones de mis manos, despellejadas de remar toda la noche, negro, rojo oscuro y marrón por todos lados salvo en la cara envuelta en la colcha de mi Margaret, quieta sobre la red tendida en el fondo de mi canoa purpurina.

Apenas recuerdo nada después, salvo ver que Danny Daniels Shackleford cerraba los ojos a Margaret al tiempo que se tocaba los suyos, que Scoop se arrodillaba junto a nosotros en el barro, al lado de la canoa, tratando de poner orden en el caos de colores con sus simples conocimientos pero sin poder hacer nada, y que después se iba corriendo en busca de Della. Creo que yo aún andaba por allí cuando vinieron las autoridades y llegó el alguacil, pero me envuelve una bruma, recuerdo quizá pelear con alguien por la colcha de la chimenea que le habían quitado a Margaret, peleé quizá con Rusty por sacarme la ropa con todas las autoridades delante, diría que es bastante posible, y después me puse a caminar las casi dos leguas de mala orilla con la colcha a rastras, desnudo hasta Donde el Rayo Da Paseos Largos, donde he estado hasta el día de hoy.

De esto debe hacer tantas estaciones que no las puedo ni contar. Las pocas veces que me han visto desde entonces ha sido cubierto de barro en verano y envuelto en la colcha en invierno. Soy el espectro que los niños vienen a espantar de noche con sus linternas, y yo corro palmoteando, chapaleando en el barro cuando suben por la bahía las tormentas de azote rápido, y me dirijo donde crecen los pinos de hoja corta más altos, para quedarme de pie tan recto como puedo, los brazos extendidos, la cara vuelta al cielo, rogando por favor que las piernas largas de luz ahuesada me den una patada, solo una, justo entre los ojos.

Pero desde hace algún tiempo vengo viendo que me tumbo en cavidades profundas excavadas en el bosque, a las afueras del pueblo de Rusty Shackleford, y me he visto merodear por la noche por donde Rusty tiene mi canoa purpurina atada al techo en la caseta de hormigón y palés, para que yo la agarre cuando quiera, y me he visto colarme por la puerta de atrás de la tienda de cinco paredes de Rusty, hambriento de oír una o dos voces humanas.

Y últimamente, me veo perdiendo el gusto por el pescado crudo y cansado de tanto robar de las redes de los hombres y los nidos de animales, y me veo solitario por culpa de ese perro cabezón que a veces veo olisquear el rastro que he dejado en marea baja, meneando el rabo pero demasiado estrábico para pensar en seguir la pista, y yo, yo me pongo a pensar en Punta Raya y en el cuento de la tumba que cavaron para aquel hombre que nunca les dejó rellenarla, y veo hoy desde mi nuevo agujero excavado en el bosque a las afueras del pueblo de Rusty Shackleford que debe ser viernes por la noche con todos esos camioneros de tráiler que beben con Danny Daniels y Scoop, que ya no son tan jóvenes, y al ver que hay tantos camioneros de tráiler que se enfrentan a ellos, pienso que tan pronto como caiga esa segunda botella y se alcen los puños, bajaré tan campante del bosque, a partirme la cara junto a mis amigos, a saciar mi anhelo de vida humana, dando un largo paseo de vuelta a este pueblo.

El hielo en el fin del mundo

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