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En la cuerda

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Tengo que decirle a mi tío que no es más que un papel de envolver pan, un papelito de nada arrojado a la valla por el viento. Salgo corriendo para mostrarle desde fuera que eso es todo lo que es, pero el maleficio se ha apoderado ya de mi tío y cuando vuelvo a entrar de enseñárselo, más hubiera valido quedarme fuera.

Mi yaya dice que la barcaza en la que bajaron por el pantano a recoger a mi tío con su bote arrimó el morro al borde de nuestro jardín trasero. Dijo que la barcaza llegó deslizándose, silenciosa en la oscuridad, con el agua de la crecida hirviendo bajo su proa cuadrada, y que aquello era un aviso de Dios, que le mandaba una señal: Mira cómo hierve esa barcaza, como si fuera la cabeza de un hombre que sobresale de un caldero en el que están hirviendo al hombre vivo. Yaya dijo que se oía el borboteo del agua por el calor y que por la forma en que la crecida se agitaba bajo la proa parecía que la barcaza se quería acercar más, pero que solo la voluntad de mi yaya frenaba la barcaza y le impedía entrar en nuestro jardín para llevarse a mi tío y su bote.

Unos hombres de uniforme verde izaron el bote de mi tío con una grúa y lo metieron en la barcaza. A mi tío le daba miedo que rayaran la superficie pulimentada. Yaya dijo que después, cuando mi tío regresó de donde la crecida hirviente había arrasado con todo sobre la faz de la tierra, a mi tío ya no le importaba el aspecto del bote. Yaya dijo que parecía que le habían dado latigazos con alambres al bote, como si lo hubieran puesto sobre la barcaza y lo hubieran azotado con alambres, y por la cara que traía mi tío parecía que le habían obligado a hacerlo los hombres de uniforme verde. Dijo que, por la expresión que traía, era como cuando un hombre se emborracha y da de latigazos a un perro sin ton ni son y luego cuando el hombre está sobrio no puede ni mirar al perro, aunque él sea un hombre y el perro no sea más que un perro, esa es la forma que, según mi yaya, no podía ni mirar el bote mi tío.

Mi tío dijo que al principio, cuando la barcaza hizo un alto y los hombres de uniforme verde soltaron su bote en el agua, pensó que se habían desviado demasiado al sur, que quizá la crecida los había arrastrado hasta el golfo. Dijo que por la noche lo único que veías era la luz ámbar en la proa de la barcaza y lo único que oías era el bullir del agua hirviente de la crecida por todos lados, arrasando todo sobre la faz de la tierra.

Mi tío dijo que toda la noche navegó en su bote sobre al agua hirviente mientras se preguntaba por qué le habían puesto los hombres de uniforme verde tan cerca del golfo, hasta que alumbrando con su linterna vio una isla de diamantes centelleantes. Cuando mi tío acercó el bote a la isla vio que era la copa de un árbol que hervía en la corriente de la crecida y los diamantes eran los ojos de todas las serpientes enrolladas en las ramas. Mi tío dijo que las serpientes se arrojaron al agua para nadar hasta su bote pero las aguas se las llevaron hacia la oscuridad. Dijo que después de aquello tuvo mucho cuidado con las islas y no se dejó engañar otra vez por sus luces de diamantes centelleantes.

Mi tío dijo que cuando llegó la hora en que debería salir el sol, no salió en absoluto sino que la lluvia arreció más fuerte, tanto que apenas podía respirar mientras navegaba en su bote. Tuvo que ahuecar una mano contra la boca, como si fuera a llamar a un pato, pero en lugar de soplar con la lengua era para respirar por el tubo que formaban sus dedos. Fue entonces cuando pasó el cebú tumbado hacia atrás. Por la forma en que pasó, pues solo sobresalía del agua la cabeza erguida con los cuernos largos y planos, mi tío dijo que parecía un gran pájaro marrón hecho de madera maciza, planeando sobre el agua hirviente en busca de desayuno. Mi tío acercó el bote al cebú y le enrolló una cuerda de arrastre en torno a los cuernos largos y planos, pero dijo que, al tratar de tirar del animal hacia la barcaza, no servía de nada porque a veces la cuerda de arrastre tiraba hacia abajo de la cabeza del cebú, de modo que sus cuernos largos y finos se hundían en el agua y de la nariz del cebú salía agua en lugar de aire, y para cuando mi tío logró llegar al punto donde la barcaza se le acercaba, la cuerda de arrastre se sumergió en el agua junto al bote de mi tío como si estuviera atada a un ancla que mi tío no pudo levantar. Cuando los hombres de uniforme verde le preguntaron a mi tío qué era aquello, dijo que nada y cortó la cuerda de arrastre y siguió navegando sobre las aguas hirvientes.

Cuando se suponía que era mediodía, dijo mi tío, encontró al bebé en la cuerda. Dijo que parecía como si alguien hubiera atado una cuerda fuerte a la cintura del bebé y aún estuviera sujetándola, porque el otro extremo parecía sumergido muy al fondo del agua. El bebé surcaba la corriente con los brazos y la cabeza inclinados hacia atrás como si acabara de emerger a la superficie para tomar una gran bocanada de aire que aún estaba tomando. Mi tío dijo que cuando sacó la cuerda de donde estaba sumergida en el agua, no parecía que cediera sino que más bien parecía que la estuvieran soltando. Cuando mi tío subió a la barcaza con el bebé en la cuerda, los hombres de uniforme verde le dieron café y un donut y un sándwich de magro de lata. Dijo que el donut se disolvió y el sándwich se licuó y el café sabía a lluvia.

Mi tío dijo que la niña que nadaba sobre la valla de alambre de espino tenía una piel que no se le deshizo en las manos como la de los otros. Dijo que al verla al principio, como tenía el brazo derecho torcido sobre la cabeza y el brazo izquierdo a la zaga, con la cabeza girada como si fuera una nadadora en las aguas hirvientes, parecía que daba brazadas para alejarse de aquel lugar donde se cocía todo lo que había sobre la faz de la tierra. Dijo que comenzó a gritarle: ¡Nada hacia mí, venga, nada!, mientras dirigía el bote hacia ella. Dijo que incluso al desengancharla de la valla de alambre de espino le habló a la niña y desvió la mirada de su pudor, porque la ropa se le había disuelto, así que fijó su mirada en una marquita de la mejilla, como una picadura de serpiente que había dejado el alambre, aunque no sangraba porque toda la sangre se había cocido, también. La cubrió, protegiendo su pudor, hasta que subieron a la barcaza y los hombres de uniforme verde le ayudaron a subirla desde el bote, para tumbarla después encima de las demás personas cocidas que habían amontonado en un extremo de la barcaza como leña apilada.

Mi tío dijo que después de tres días, cuando el único sol era aquella luz ámbar, la barcaza estaba repleta. Los hombres de uniforme verde remontaron pantano arriba y aunque a veces veían cosas colgadas en los árboles y enganchadas en las vallas no se detenían. Los hombres de uniforme verde esparcieron un polvo blanco que sacaron de barriles verdes sobre la gente apilada bajo grandes lonas verdes. Los botes de los hombres, como el de mi tío, estaban colocados sin orden ni concierto sobre la barcaza, magullados todos como un baúl de juguetes con los que unos niños brutos hubieran jugado sin cuidado alguno. Todos los hombres, como mi tío, los dueños de los botes, estaban de pie en los bordes de la barcaza, alejados de las grandes lonas verdes, alejados de los botes que ni mirar podían, y tan alejados los unos de los otros como les era posible sin caer al agua hirviente. Se quedaban quietos, mirando el agua en busca de rostros de gente cocida que emergiera un instante a la superficie, como a veces ocurría, como si solo quisieran echar un vistazo antes de sumergirse de nuevo. Luego los hombres se quedaban quietos, mirando los árboles y las vallas en la orilla del pantano donde se quedaban enganchadas las personas cocidas. Se quedaban quietos mirando, miradas largas y atentas, porque sabían, y así lo sabía mi tío, que cuando volvieran pantano arriba no podrían mirar nunca más una cacerola en la que hirviera un guiso, ni mirar de la misma manera algo atrapado en alambre de espino, nunca más, ni siquiera aunque alguien como yo vaya a mostrarles que no es nada más que un trocito de nada arrojado a la valla por el viento.

El hielo en el fin del mundo

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