Читать книгу Pan, trabajo, justicia y libertad. Las luchas de los pobladores en dictadura (1973-1990) - Marío Garcés - Страница 7
Capítulo I Movimientos sociales y partidos políticos: entre la dictadura y el retorno a la democracia (1973-1990)
ОглавлениеDesde el punto de vista histórico, la dictadura chilena constituyó la respuesta de los grupos dominantes y de un amplio sector de las clases medias al mayor proyecto de cambio social en la historia de Chile, que se puso en práctica a partir del triunfo electoral de Salvador Allende en 1970. Una coalición de partidos de izquierda, denominada Unidad Popular, propuso entonces un programa de cambios que incluía medidas antiimperialistas (nacionalización del cobre y de las riquezas básicas); antilatifundistas (profundizar la Reforma Agraria iniciada el año ’67 por el gobierno anterior); y, antimonopólicas (expropiación de grandes empresas y creación de un área de propiedad social). Estas reformas provocaron en el corto plazo dos tipos de efectos: por una parte, la oposición de los sectores afectados (empresas norteamericanas, los grandes propietarios de la tierra y el gran empresariado industrial, comercial y financiero), y por otra parte, la movilización de los obreros y campesinos beneficiados por los cambios 18. Sin embargo, el proceso de cambio también animó a una diversidad de grupos populares que sintieron que podían tomar la revolución proclamada por la Unidad Popular como un asunto que les incumbía directamente. En este sentido, tanto entre los pobres del campo como entre los de la ciudad se pusieron en curso iniciativas que buscaban materializar sus propias demandas de cambio social. Por ejemplo los mapuche en el sur no sólo buscaron beneficiarse con la Reforma Agraria, sino que promovieron las denominadas «corridas de cerco» como una estrategia encaminada a recuperar sus tierras usurpadas. En las ciudades, los pobladores incrementaron sus movilizaciones y «tomaron sitios» para construir sus propias viviendas, e hicieron demandas específicas al Estado para resolver los viejos y nuevos problemas de la urbanización de los barrios populares.
Desde un punto de vista social y político, las reformas, así como la movilización popular, provocaron un inédito proceso de democratización de la sociedad. Los sectores populares, de obreros, campesinos y pobladores, y también los estudiantes, ocuparon roles muy activos en las disputas políticas, pero particularmente en la redefinición de las relaciones de poder que organizaban cotidianamente a la sociedad. Esta nueva situación –desde un punto de vista político y simbólico– fue leída por los opositores a la Unidad Popular como el desarrollo de un agudo proceso de «polarización de la sociedad». En términos generales, los medios de comunicación y los líderes de la oposición reiteraban que la Unidad Popular estaba llevando al país a un abismo, y, relativamente pronto, en el segundo año de gobierno de Salvador Allende, pusieron en marcha estrategias de tipo insurreccional con el objeto de derrocar al gobierno. El paro de octubre de 1972 fue el primer ensayo, a través de una huelga de camioneros que buscó inmovilizar al país. Un segundo momento fueron las elecciones de marzo del ’73, en que aún se apostaba a un derrocamiento «legal» de Allende. Cuando una y otra de estas estrategias fracasaron, se impuso, sin muchos tapujos, en la oposición política a Allende y a la Unidad Popular la estrategia golpista. Es decir, para los opositores a la Unidad Popular, la crisis política provocada por las reformas del gobierno y la movilización popular sólo podían ser conjuradas mediante la intervención militar y el golpe de Estado.
En la oposición política a Allende y la Unidad Popular, fueron fundamentales los partidos políticos, especialmente el Partido Nacional, representante de la derecha, una fracción del Partido Radical y la Democracia Cristiana, ambos representantes del centro político, los que se articularon en una alianza, denominada Confederación Democrática (CODE). Desde esta agrupación opositora a la Unidad Popular bloquearon las iniciativas de cambio de gobierno en el parlamento, animaron diversas movilizaciones sociales y progresivamente apostaron a recuperar el poder por la vía del derrocamiento de Allende.
Por su parte, la izquierda se articuló en torno a la alianza de partidos, la Unidad Popular, que incluía al Partido Socialista, el Partido Comunista, el MAPU, un sector del Partido Radical y la Izquierda Cristiana. El MIR, que ganó en desarrollo en estos años, no formaba parte de la Unidad Popular. La izquierda chilena, durante la Unidad Popular, vivió la tensión entre la «reforma» y la «revolución», entre la progresiva democratización del Estado, a través de las reformas y la movilización popular revolucionaria, que en muchas ocasiones sobrepasaba el propio programa de gobierno de la Unidad Popular, una tensión que con el tiempo se reveló como un «callejón sin salida», ya que ponía más énfasis en las cuestiones ideológicas que en las necesidades de procesar las particularidades del proceso revolucionario chileno, entre otras, el carácter autoritario del Estado y el lugar de las Fuerzas Armadas, así como las tradiciones de lucha y la propia heterogeneidad de la clase popular chilena.
La tensión social y política creció especialmente durante los años 1972 y 1973, cuando la derecha y el centro político se fueron unificando en una estrategia de derrocamiento de Allende, para lo que habían contado, desde el triunfo de Allende en 1970, con el apoyo material y simbólico de los Estados Unidos, que veía a Allende y a la Unidad Popular como otra forma de expansión del clima revolucionario en América Latina, que se había iniciado con la Revolución Cubana, en 1959. La intervención norteamericana en Chile, que incluyó el apoyo material a los medios de comunicación de la derecha y a los partidos políticos opositores a la izquierda, está documentada desde la década del sesenta (Informe de la Comisión Church del Senado de los Estados Unidos), pero particularmente desde el triunfo de Allende, en 1970 19.
En el «tiempo largo» de la historia no se pueden ignorar los negativos efectos que tuvieron para el conjunto de los partidos políticos chilenos el golpe de Estado y la dictadura, ya que por una parte, quienes encarnaron la estrategia de derrocamiento de Allende fueron luego parcial o derechamente excluidos del ejercicio del poder durante la dictadura, y cuando volvieron al Estado, en medio de la transición de fines de los años ochenta, lo hicieron vaciados de los contenidos ideológicos y políticos que los habían constituido en actores políticos relevantes en los años sesenta. Por otra parte, un importante sector de la izquierda, en los años ochenta, abjuró de sus propuestas de cambio socialistas y se hizo parte de las estrategias de recuperación del poder, sin orientaciones capaces de modificar el curso neoliberal impuesto por la dictadura a la sociedad chilena.
El golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 representó un punto de ruptura en la historia de los movimientos sociales populares en Chile. En muchos sentidos, dio paso a una verdadera tragedia. Por más que en los primeros bandos de la Junta Militar, que derrocó al presidente Allende, se indicara que los derechos y conquistas de los trabajadores serían respetados, nada de eso ocurrió, y paralelamente al ataque a La Moneda, o muy pronto, tanto las fábricas como las poblaciones serían objeto de una acción represiva sin precedentes en la historia de Chile. Las fuerzas armadas chilenas operaron prácticamente como «ejército de ocupación», patrullando calles, allanando locales y sedes partidarias, cordones industriales y poblaciones emblemáticas 20. En algunos casos, como en Santiago, los vuelos rasantes de aviones que el día 11 habían bombardeado La Moneda, ahora sobrevolaban los barrios infundiendo temor a la población 21. El toque de queda se impuso el mismo día 11, y limitó hasta los años ochenta el desplazamiento de los ciudadanos durante la noche. En los primeros meses después del golpe, era frecuente escuchar disparos y ráfagas de ametralladoras –sin que se conociera su objetivo–, pero que reforzaban los sentimientos de temor e incertidumbre en la población.
Como es sabido, algunos estadios, tanto en Santiago como en provincias, fueron transformados en campos de detenidos, a los que se sumaron regimientos, cuarteles, comisarías, buques, etc. Se estima que unas 40 mil personas sufrieron prisión política en los primeros meses de la dictadura 22; unas 15 mil personas extranjeras adquirieron el estatus de «refugiados»; 3.500 chilenos buscaron refugio en embajadas extranjeras, y hacia mediados de 1974, unas 8.000 personas habían recibido salvoconductos para abandonar el país 23. Entre septiembre de 1973 y agosto de 1974, aproximadamente 1.500 extranjeros y 20.000 chilenos cruzaron clandestinamente las fronteras hacia Perú y Argentina 24. Con el tiempo, más de 200.000 exiliados chilenos se repartieron por 110 países de todos los continentes 25.
A este oscuro panorama relativo a la libertad y al derecho a vivir en el país propio, se sumaron formas crueles de represión, mediante la aplicación sistemática de la tortura, ejecuciones sumarias, falsos consejos de guerra, aplicación de «ley de fuga», amén del escalofriante paso de la «Caravana de la muerte», que costó la vida de 75 chilenos pocas semanas después del golpe. Dirigida por el general Arellano Stark, un equipo de uniformados, incorporados posteriormente a la DINA, actuaban a nombre del general Pinochet para infundir terror, ejercer castigo y demostrar que la violencia estatal no reconocía límites 26.
Desde el punto de vista subjetivo, el impacto del golpe y la represión no sólo fue perturbador y significativo en los primeros meses de la dictadura, sino que se prolongó largamente en el tiempo. La Unidad Popular había colapsado, el presidente había sido asesinado, o se había inmolado en La Moneda, y lo más difícil de explicar era que la capacidad de respuesta de los partidos políticos y de las organizaciones sociales había sido extremadamente débil, o al menos, muy por debajo de los que se estimaba debía ser la respuesta popular «al fascismo». Es verdad que los trabajadores concurrieron a sus lugares de trabajo; también que muchos estudiantes se reunieron en sus centros de estudio y que en algunas poblaciones los militantes y pobladores organizados se autoconvocaron. Todos intentaron «hacer algo» y en algunos casos lo hicieron, como en el Complejo Maderero de Neltume, donde se buscó provocar sin éxito la rendición de carabineros 27, pero, en términos generales, se trató de respuestas defensivas, de intercambiar informaciones, preparar con mínimos recursos la defensa del lugar de trabajo y sobre todo de «esperar» instrucciones de la CUT o de los partidos, que en la mayor parte de los casos no llegaron. En este contexto, la resistencia en la población La Legua y la Industria Sumar, que permitió impactar a un helicóptero de la FACH, la frustrada reunión de la izquierda en la industria Indumet, muy pronto cercada por carabineros 28 y algunas escaramuzas en los cordones industriales terminaron de evidenciar la débil si no impotente respuesta popular y de la izquierda al golpe de Estado 29.
En pocos días y semanas los partidos políticos fueron puestos fuera de la ley, la Central Única de Trabajadores fue suprimida, los sindicatos y juntas de vecinos intervenidas, la prensa de izquierda eliminada, y la oficial controlada por los militares, y tanto la televisión como la radio trasmitían bandos militares e informaban muy sesgada y parcialmente lo que ocurría en el país. Los militantes y dirigentes sociales fueron calificados de subversivos, extremistas o delincuentes. El cambio fue radical, y lo que hasta el día anterior era un signo de prestigio –ser militante o dirigente social–, se transformó en un peligro para la vida de estas personas.
El descalabro en la izquierda política alcanzó dimensiones sin precedentes. Muchos dirigentes buscaron protegerse en casa de amigos, en lugares seguros proporcionados por sus partidos, o asilarse en una embajada. En los primeros días del golpe el desconcierto era tal que sólo circulaban soterradamente rumores. Por ejemplo, que el general Prats se levantaba en el sur y avanzaría sobre Santiago 30, y noticias o indicaciones muy generales de las direcciones hacia los militantes de los partidos. En cierto modo predominó la incertidumbre y en muchos casos un espeso silencio, aunque en rigor también las más variadas estrategias de sobrevivencia de militantes y dirigentes sociales y políticos. En muchos sentidos y con limitados recursos, el pueblo protegió al pueblo.
La reflexión y el debate sobre lo que había ocurrido tomó algún tiempo, salvo tal vez para la Dirección de MIR, cuyo secretario general, Miguel Enríquez, acuñó, a pocos días del golpe, la consigna de que «el MIR no se asila» y muy pronto culpó a la «ilusión reformista» de la izquierda del fracaso vivido y llamó a organizar la resistencia en contra de la dictadura 31. A decir verdad, más allá del valor ético político de las directrices del MIR de permanecer en Chile, este grupo fue muy pronto el principal objetivo de la represión cuando se organizó la DINA, se masificó y naturalizó la tortura y comenzó la desaparición sistemática de detenidos 32. En 1974 cayó en combate Miguel Enríquez, y en los años siguientes el MIR fue prácticamente desarticulado con un elevado número de víctimas, sobre 400 militantes ejecutados y desaparecidos entre 1973 y 1975. El Partido Socialista sufrió muy pronto golpes represivos fulminantes a su aparato militar; entre ellos, el asesinato de Arnoldo Camu 33, y la fragmentación de grupos y dirigentes, en el interior y en el exilio, se impuso en pocos meses. El Partido Comunista, por su parte, que vivía también los efectos de la represión, tomó tiempo en explicar lo ocurrido y confió en la posibilidad de constituir un «Frente Antifascista» que incluyera no sólo a la izquierda, sino que también a la Democracia Cristiana.
En suma, el panorama político de la izquierda se volvió precario e incierto, sin desmerecer el compromiso y el valor de un amplio número de militantes que buscaron reorganizar sus partidos en la clandestinidad. Tal vez en defensa de la izquierda hay que decir que el golpe de Estado fue más allá de todo lo previsible, y en un sentido más amplio, superó la «imaginación histórica» de los chilenos. El régimen de terror que instauraron Pinochet y las Fuerzas Armadas no formaba parte del curso histórico normal o conocido que admitía la mayoría de los chilenos. La dictadura, en este sentido, no solo representó una ruptura en la vida política y social, sino de lo que se podía considerar la «conciencia histórica» prevaleciente en aquellos años entre los chilenos. Steve Stern ha indicado en este sentido que el golpe de Estado de 1973 desató luchas y disputas entre los chilenos por «definir el significado el trauma colectivo» que implicó la acción militar del 11 de septiembre 34, pero también una conflictiva relación con la memoria que demostró ser esencial en el proceso de recomposición de la cultura y la política chilena, primero bajo el régimen militar que gobernó hasta 1990 y, subsecuentemente, bajo una democracia ensombrecida por los legados de la dictadura y por la presencia aún poderosa de los militares» 35.
Con todo, por otra parte, no se puede ignorar en relación a la izquierda en que su derrota evidenció también su incapacidad para comprender las «relaciones de fuerzas» que la condicionaban y que serían determinantes en el curso posible de la «revolución chilena». En efecto, cuando se agotaba el enfoque reformista, la izquierda no lograba generar alternativas más que defensivas e ineficaces (por ejemplo, el Partido Comunista acuñó la consigna de «No a la guerra civil») mientras que los que sostenían el «enfoque revolucionario» suponían que la movilización popular por sí sola sería capaz de hacer frente al golpe de Estado (por ejemplo, el MIR levantó la consigna de una «contraofensiva popular y revolucionaria»). El golpe militar sepultó ambas alternativas.
Desde el punto de vista de los diversos grupos sociales que apoyaron a la Unidad Popular, de trabajadores, campesinos, pobladores y estudiantes, si bien la represión los golpeó duramente, algunos de ellos pudieron iniciar, en los años siguientes al golpe de Estado de 1973, diversos procesos de reagrupación. Grupos de dirigentes sindicales, las primeras agrupaciones de víctimas de la represión, pero especialmente los pobladores, iniciaron un lento y progresivo proceso de rearticulación del movimiento popular.