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Prólogo

Cuando tenía 10 años en Rawson, provincia de Buenoss Aires, pueblo donde nací y crecí, escribí mi primer poema inspirada en una noche de luna llena, un cielo estrellado y el lucero del alba. Hacía calor y en un pueblo tranquilo como el mío, dejábamos las ventanas abiertas de par en par, para que la brisa fresca nos acariciara mientras dormíamos. Mi habitación daba al fondo de la casa y, desde allí, podía ver los árboles frutales y la quinta. Aún conservo esa imagen, nítida, con detalle, hasta el movimiento de la cortina de la pieza corrida hacia los lados, era una sensación mágica y de paz. Busqué papel, lápiz y comencé rápidamente, las palabras fluían como apuradas por ser escritas una tras otra.

No había antecedentes de escritores en mi familia, ni de asiduos lectores, ni de libros. Solo los que sacaba a escondidas mi mamá de la biblioteca pública y leía cuando todos dormían, con la lámpara bajo la colcha para que no vieran la luz. Si no, cuando salía del colegio, corría las 5 o 6 cuadras a casa para poder leer media hora hasta que mi madre llegaba. Me encantaba leer lo que fuera, pero a nadie le gustaba, porque cuando empezaba el resto del mundo dejaba de existir. Era como ser parte del libro, concentración total y absoluta. Eso los enojaba mucho.

Lo primero que hice al día siguiente fue mostrárselo a mi hermana Elvira. A ella le gustó. Después pensé en mostrárselo a alguien mayor, más preparado y que supiera del tema, para que me dijera qué estaba bien y qué no. Elvira había leído algo de Alfonsina y Neruda con más frecuencia pero solo leerlos, no estudiarlos.

Así que decidí mostrárselo a mi maestra de la escuela. Ella lo leyó y no dijo nada del poema, ni bueno, ni malo. No me dio ningún consejo literario, ni verbal, solo dijo: “Ser escritora no sería bueno para vos, debés buscar otra cosa más redituable”. No lo entendí, solo quería que me dijera si estaba medianamente bien o qué debería tener en cuenta. Faltaban muchos años hasta que decidiera qué quería ser cuando fuera mayor y a qué me dedicaría. Así que continué haciéndolo esporádicamente y solo se lo mostraba a Elvira, que los guardaba celosamente.

Seguí escribiendo, en momentos especiales como el nacimiento de mis hijos, la perdida de algún ser querido, para cantarles a mis hijos sus propias canciones de cuna, para las abuelas de Plaza de Mayo que siempre fueron especiales para mí, o solo porque sí.

Hasta que un día, ya adulta, me ocurrió algo muy triste e inesperado y mi vida cambió de golpe. En esos momentos sentí que el cielo se oscurecía y se me caía encima. Me faltó el aire, quedé aturdida, no sabía qué hacer, ni dónde correr a refugiarme o a quién contarle lo que me ocurría. Después, más tranquila, fui buscando la mejor salida, la vida debía seguir y cada uno con su impronta va buscando la mejor forma para volver a sonreír y seguir adelante. La mía fue volver a escribir, liberar ideas que estaban guardadas por muchos años, salieron como poemas, prosas y cuentos. Todos quedaron plasmados en este libro, que no fue lo primero que escribí, pero sí el que pude publicar para ustedes. Aquí se los entrego.

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