Читать книгу Orgullo, prejuicio… y otras formas de joderte la vida. - Marta González - Страница 9

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Hola, ¿qué tal? Encantada. Podéis veniros conmigo, claro… Siempre que no seáis de esa clase de personas derrotistas que está todo el día diciendo que las cosas no pueden ir peor. ¡Un poquito de optimismo! ¡Desde luego que pueden! ¡Y lo harán!

¡No hay que dejarse oprimir por creencias limitantes! Así como la gente en las redes sociales no permite que las reglas de la ortografía limiten su libertad de expresión, vosotros no debéis permitir que vuestra mente limite su capacidad para seguir encontrando motivos de frustración.

Y no estoy siendo sarcástica. Lo digo en serio. Os animo a encontrar todos los motivos de frustración posibles. Cuántos más, mejor. Porque solo cuando os hayáis hartado de quejaros de todo os daréis cuenta de que no sirve de nada, y estaréis preparados para escuchar el revolucionario e infalible método que he creado para neutralizar por completo la frustración.

De momento, mirad sus efectos en mí. Efectivamente, voy camino del curro. Un curro de mierda al que no quiero ir. Pero no me oiréis quejarme.

—No creas que me quejo, universo, no me lo quites.

Hablo mucho con el universo, que es la forma moderna de hablar con Dios. Si hablas con Dios, eres una santurrona desfasada; si hablas con el universo, molas mogollón. Por eso hablo con el universo, pero, vamos, que le digo lo mismo. Y él me dice lo mismo a mí. Nada. ¿Pero y lo entretenida que voy yo camino de mi trabajo?

Mi lema vital es vive tu vida de tal modo que cuando mueras, la gente hable de ti como hablan de los psicópatas sus vecinos. Ya sabéis: «Era una persona educadísima, saludaba siempre…». Y eso que yo antes era tan mala persona como vosotros. Y por lo mismo. Porque estaba frustrada. Hasta que un día me di cuenta de que fastidiar a los demás no te quita de frustrada.

Si me dijeras que la frustración es como el dinero, que si se la pasas a otro te quedas sin ella tú… Pero no. La frustración es más como la gripe. Contagiársela a otro no te cura a ti. Como mucho, si eres lo bastante miserable, te puede aliviar un poco, por aquello de «mal de muchos…». Pero hay que ser más tonto que miserable para preferir compartir gripe que tomarte un Frenadol.

Así que yo decidí tomarme el Frenadol. El problema es que no me hizo efecto. El Frenadol de la frustración son todas esas frases-remedio que el ser humano lleva siglos inventando para combatirla. Probé con todas las disponibles en el mercado. Y no son pocas, porque la historia de la medicina frustracional data de muchos años atrás.

En el ratito que tardamos en llegar al bar donde trabajo os pongo al día y de paso os cultiváis.

Veréis, en la antigüedad, cuando alguien pisaba una mierda, como es lógico, se cagaba en todo. Y, claro, el siguiente que pasaba, pisaba la mierda que había cagado el anterior, y este a su vez volvía a cagarse en todo. Y así la frustración se extendía hasta el infinito y la gente cada vez más en la mierda.

Aquello estaba alcanzando dimensiones desproporcionadas que traían de cabeza a las principales mentes pensantes de la época, incapaces de frenar la escalada. Y cuando ya estaban con la mierda al cuello, a una de aquellas mentes, reunidas en asamblea, se le ocurrió la solución:

—¡Lo tengo! A partir de ahora pisar una mierda ¡da buena suerte! Así, cada vez que alguien pise una, en vez de cagarse en todo, se pondrá contento.

Tras un silencio sepulcral, durante el cual esta mente preclara tragó saliva, otro de los miembros de la asamblea se puso en pie e inició un aplauso lento, al que se fueron uniendo poco a poco todos los demás hasta que la ovación fue ensordecedora.

Este fue el inicio de una nueva era. Un auténtico festival:

—Hey, yo tengo otra: si llueve el día de tu boda… ¡Matrimonio feliz!

Y todos:

—Sí, qué bueno, ¡de puta madre!

Y a nadie volvió a preocuparle nunca que se le fastidiara el día más caro de su vida. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que la casuística era inagotable y dada la naturaleza vaga del hombre decidieron que lo mejor era crear frases que abarcaran cualquier eventualidad. Y así es como nacieron las célebres frases-remedio, «Lo que sucede, conviene» o «No hay mal que por bien no venga». Os reto a encontrar un problema que no te resuelvan.

Pero como suele pasar cuando los hombres juegan a ser dioses, se les fue de las manos. En su ánimo de sublimar su vaguería y depurar en una sola fórmula la solución a cualquier frustración, el ser humano creó la frase definitiva. Una frase para dominarlas a todas, como el anillo de Frodo. La mítica, «todo pasa por algo».

O sea, «TODO» pasa por «ALGO». El paradigma de la inconcreción. Aquí ya ni siquiera se molestan en tranquilizarte con que lo que pase sea bueno. Todo pasa por ALGO. LO QUE SEA. ¡Y te las apañas!

Y os estaréis preguntando. ¿Adónde quieres llegar con esta introducción histórica, tan interesante, por otro lado? Pues al punto en el que mi absoluta frustración para encontrar un método que me ayudara a sobrellevar la frustración me obligó a crear mi propio método. Una técnica revolucionaria, al alcance de cualquiera, que marca un antes y que, un después en la historia de la medicina frustracional y que, aplicada por todos a la vez, podría cambiar el mundo tal como lo conocemos en menos de una semana.

Me dije a mí misma: «Puedes seguir haciendo gala de la vagancia de tu naturaleza humana y limitarte a creer en estas frases confiando en que se cumplan por sí solas, pero sin ningún poder sobre ello, o puedes asegurarte de que se cumplan encargándote tú misma de que así sea».

¡Y en eso consiste mi método! Hago que no haya mal que por bien no venga. Hago que lo que suceda, convenga, hago que todo pase por algo. Cada vez que me frustro por no obtener lo que quiero, por no estar con quien quiero, o donde quiero, me obligo a hacer algo bueno por alguien que jamás hubiera podido hacer si no estuviera exactamente en ese sitio o situación en la que no quiero estar.

Os aseguro que con este método he conseguido neutralizar casi del todo mi frustra… ¡Ay, esperad! Porque acabo de ver algo absolutamente desconcertante que me viene al pelo.

No os lo vais a creer. Estoy viendo un taxi aparcado en una parada de taxis con un taxista dentro. Sí, vale. Hasta ahí, todo normal. ¡Pero es que el taxista está llorando! Os lo juro. Un hombretón de más de noventa kilos está inclinado sobre el volante tapándose la cara con las manos. ¡Llorando! Guau. Nunca había visto llorar a un taxista. ¡Cómo mola! ¡No que el hombre llore! ¡Eso no mola nada! Pero ya que llora, cómo mola que me lo haya encontrado yo para poder hacer algo por él.

Impresiona ver de repente un taxista llorando, ¿eh? No sé si voy a estar a la altura. Normalmente las cosas que hago por los demás son muy triviales. Lo que os decía: ser amable, saludar… Lo que hace un psicópata común. Pero esto sería un reto para cualquier psicópata.

¿Por qué llorará? A lo mejor es porque nadie se sube al taxi. Miro el reloj. Las 8:53 de la mañana. Faltan siete minutos para mi hora de entrar al bar. Podría pedirle que me llevara. Y luego sacarle un cruasán. Igual se anima. Igual no. Igual está llorando porque está gordo y se deprime más. Bueno, pues lo del cruasán no. Solo que me lleve.

Teniendo en cuenta que en realidad ya había llegado al bar, porque la parada de taxis está en la puerta, y que todo lo que avancemos lo voy a tener que deshacer corriendo para estar en mi puesto en menos de cuatro minutos, yo creo que es bastante majo por mi parte.

Me acerco al taxi y toco prudentemente en la ventanilla trasera:

—¿Está libre?

El hombre reacciona sobresaltándose, se recompone y me hace un gesto de asentimiento con la cabeza. Entro y me siento justo detrás de él, para no verle la cara, para que esté seguro de que no veo que ha llorado. Le indico la dirección con la mirada puesta en el suelo.

—Pero eso está a dos calles de aquí —me dice.

—Ya, sí.

Intuyo que alucina conmigo por coger un taxi para atravesar dos calles, pero no lo sé porque no levanto la mirada. El taxista arranca. De pronto me siento cutre. ¿Cómo voy a alegrarle el día con una carrera de dos calles? ¿Eso es todo lo que se me ocurre? ¿Soy una buena persona de baratillo? Ay, pues yo qué sé, según se mire. Que yo iría aún más lejos para que le cundiera más la carrera, pero no me daría tiempo a volver corriendo y llegar puntual. Tengo las piernas cortas.


Uf… Cómo me duele la espalda. El sillón este de bolitas que llevo en el asiento será muy elegante y todo lo que tú quieras, pero anatómicamente no sirve para nada. Aprovechando que estoy aparcado en la parada, me hecho sobre el volante para intentar estirarme un poco, y quizás echar una cabezadita antes de que aparezca el próximo cliente. Son las 8:53. Hace casi una hora que empezó mi turno y esta noche no he dormido nada.

Apoyo la cara en las manos, y cuando no llevo ni diez segundos con los ojos cerrados, alguien me toca en el asiento de atrás. ¡Vaya, hombre!

—A la calle Coslada, 22 —me dice.

Es una mujer. Solo lo sé por su voz, ya que se sienta justo detrás de mí y se coloca de tal manera que no consigo verle la cara.

—Pero eso está a dos calles de aquí —le advierto. Aunque parece no importarle.

¿Para eso me saca de la parada con el rato que cuesta pillar el primer puesto? ¿Para ahorrarse andar dos calles? Que vaga es la gente, de verdad. Arranco y un minuto después le digo:

—Pues ya estaríamos.


Miro el taxímetro. Tres euros. Madre mía, ¿cómo le voy a arreglar la vida a este hombre con tres euros? Bueno, menos da una piedra. Además, mientras se los doy, aprovecho para lanzarle un mensaje de ánimo que le aleje de cualquier pensamiento suicida que pueda rondarle.

—Aquí tiene, señor. Muchísimas gracias por traerme. Me ha salvado la vida. Usted es muy importante para el mundo. ¡Que no se le olvide!

Como no me atrevo a mirarle, no sé qué cara ha puesto, pero imagino que le ha resultado un poco excesivo tal nivel de agradecimiento por trasladarme unos metros. Mi intención es animarle, no que se crea que estoy pirada, así que le digo:

—Verá, es que… tengo un esguince en el tobillo y casi no puedo andar. Ha sido una carrera corta, pero si no es por usted, hubiera tardado dos horas en hacerla.


¡Bueno, pues no os vais a creer lo que ha pasado! Cuando me paga, me dice la tía:

—Es usted muy importante para el mundo. ¡Que no se le olvide!

Me quedo flipando. Valiente pirada. Pero entonces me aclara que tiene un esguince y que apenas puede andar. Me avergüenzo de mí mismo por pensar mal de ella. Se baja. La observo por el retrovisor. Cojea durante unos pasos y, de pronto, y aquí viene lo flipante, ¡echa a correr como una posesa! Pero no es ya que eche a correr, ¡es que echa a correr deshaciendo el camino que hemos hecho con el taxi! Pirada, no. Pirada perdida. Si es que piensa mal y acertarás.


Cuando me bajo del taxi finjo andar mal durante un par de pasos, pero solo me queda un minuto para llegar al trabajo a mi hora, así que echo a correr como una posesa confiando en que el señor no me esté mirando por el retrovisor.

Voy un poco agobiada, pero sonrío mientras corro. ¿Veis? A esto me refería. Si yo no hubiera tenido que ir a trabajar al bar, nunca me hubiese encontrado con ese taxista y no hubiera podido hacer algo por él.

Ahora mismo el buen hombre estará pensando que el universo ha conspirado a su favor. ¡Que es otra de esas frases-remedio para la frustración que le hubiera dicho cualquiera que le viera llorar cinco minutos antes de que yo apareciera! «No te preocupes, el universo está conspirando a tu favor». Yo no puedo saber si esa frase es verdad. Pero me he asegurado de que lo sea para él, encargándome yo misma.

Porque yo no digo que el universo no esté todo el rato conspirando a nuestro favor, es posible que sí, pero por si acaso, más nos vale ayudarnos entre nosotros. Porque seamos francos, a mí me da toda la impresión de que el universo está a lo suyo. A sus cosas de universo, que no sé cuáles serán. Y nosotros cada vez más jodidos. En medio de pandemias mundiales, guerras civiles y cambios climáticos. Y ayer oí en las noticias que el tamaño de los penes está menguando. Por la contaminación. ¡¿Qué más, Dios mío?! ¿¿Qué más??

«Dios mío», sí. Cuando estamos hartos, nos quejamos a Dios. Hablamos con el universo para ser modernos, pero cuando la cosa se pone seria, queremos que nos atienda el jefe. ¿Qué te va a resolver el universo? ¡El universo es un hippy, hombre! El universo es el empleado pasota de Dios. Parece más enrollado, pero en realidad es porque está fumado.

Siendo francos, yo siempre que oigo eso de que el universo está conspirando a tu favor, me recuerda a cuando estás esperando la comida en un restaurante. Durante un tiempo prudencial no tienes ninguna duda de que, efectivamente, el cocinero está conspirando a tu favor. Pero cuando ves que la comida no llega, empiezas a sospechar. Te asomas y ahí descubres que el universo es ese pinche de cocina que está fumando porros en la trastienda mientras tú crees que está con lo tuyo.

El mundo está lleno de conspiranoicos capaces de esperar sentados toda la vida en vez de levantarse a ver qué pasa. Yo no. Cuando yo me enfado, me levanto y exijo hablar con el encargado. Y el encargado no viene, y punto. ¿Pero me rindo? No. Me pongo el delantal y me encargo yo. Me encargo de lo mío y de todas las comandas de mi alrededor. De toda esa gente que sigue sentada esperando su comida o llorando en su taxi.

Sí, me da tiempo de pensar todo esto mientras corro porque mi cerebro es más rápido que mis piernas. Por fin llego al bar, entro y me pongo el delantal, esta vez, literalmente.

Casi de inmediato entra un hombre que me pregunta si puede pasar al baño. Me mira con cara de ser muy consciente de que el uso de los servicios es exclusivo para los clientes, y también de que no puede permitirse ser uno de ellos. Le digo que puede pasar. Pero, claro, comparada con la del taxi, esta buena acción se me queda muy corta, así que me pongo a prepararle el café que no me ha pedido.

Guau, ¿habéis visto? ¡Dos buenas acciones por el precio de una! Que sumadas a la del taxi, hacen un total de tres buenas acciones en diez minutos. Realmente hoy estoy superando de largo a los psicópatas.

En ese momento aparece la primera clienta de verdad. Me pide una tila y se sienta en una mesa. La observo mientras espera. Parece preocupada. O triste. O las dos cosas. ¡Madre mía! Hoy me voy a poner las botas.

Mmmm… ¿Qué podría hacer por ella?, me pregunto. Seguramente a ella sí que la animan las frases motivacionales. A todo el mundo le gustan. Y si no, daño, tampoco va a hacerle. Así que en vez de ponerle un sobre de azúcar al azar, me preocupo en buscar el sobre de azúcar cuyo mensaje pueda motivarla más. Igual lo recibe como una señal y le cambia el ánimo.


Solo hay una cosa en el mundo que me irrite más que una frase motivacional. Una frase motivacional impresa en un sobre de azúcar. ¿Pero quién se ha creído el azúcar para dar consejos? ¡Si ella está hecha polvo!

¡¿Por qué tengo que recibir consejos que no he pedido de alguien que está peor que yo?! Y, además, ¿quién le ha dicho al azúcar que yo estoy mal? ¿Qué pasa? ¿Que si necesito azúcar es porque estoy amargada? Bueno, vale, eso podría tener cierta lógica… ¡Pero hay que ser muy retorcida para hacer esa conjetura! Yo no he pedido azúcar para que conjeture, sino para que endulce.

Y ojo con la frasecita en cuestión: «Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana». ¿Alguien se ha parado alguna vez a analizar esta frase? Vamos a ver… Me cierra la puerta, ¡pero me abre una ventana! O sea, que en su infinita misericordia me da la opción de tirarme por ella. A ver, no quisiera yo parecer desagradecida. Una salida es. No lo voy a negar. Pero a lo mejor como frase motivacional es un poquito una mierda.

Mira, azúcar, ¡endulza y calla!

Esto pensé justo antes de partir la frase por la mitad, con tanta rabia que, efectivamente, el azúcar se calló. Pero con i griega. Y por toda la mesa.

Me levanto y voy a la barra.

—Por favor, un sobre de sacarina.

La camarera me mira sonriente:

—¿Sacarina? Pero si tienes un tipazo.

—A lo mejor es por eso —le contesto cortante.

¡¿Pero por qué tiene que decirme todo el mundo lo que tengo que hacer? ¿Me queréis dejar en paz?


Me quedo planchada y voy a por la sacarina. Me está bien empleado por venirme arriba. ¿Le he dicho lo del tipazo para que se sienta mejor o para que ella me haga sentir mejor a mí al considerarme encantadora? ¡Ya me vale! Los psicópatas no son amables con sus vecinos para que luego hablen bien de ellos en el telediario cuando se carguen a alguien. Lo hacen porque les sale del corazón.

Le doy la sacarina, y creo que también un poco de pena, porque me dice:

—Perdona. Es que me ha puesto de mala leche el mensajito del sobre de azúcar.

Vaya, hombre. Pues sí que me estoy luciendo. Había calculado que en cuanto a frases motivacionales, hay dos clases de personas: las que las creen y las que las crean. Pero no. Hay tres: las que las odian. Y esta pobre mujer pertenecía a la tercera clase. La más jodida. La de aquellos que no tienen ni la confianza que da la fe ni la certeza que da la acción.

—Es que estoy muy nerviosa —me dice—. Estoy esperando una llamada superimportante que puede cambiarme la vida, y va el azúcar y me insinúa que me ponga en lo peor.

—Mujer, ¿tú crees? —le pregunto alucinada.

—Ya me dirás. Si me suelta eso de que cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana…

—¿No te ha animado?

—¡Sí, claro! ¡A tirarme por ella!

¡Ostras, qué vuelta le ha dado! Mira que yo le doy vueltas a las cosas, pero esa no se la habría dado en la vida. Me da tanta vergüenza confesar que lo del sobre ha sido cosa mía, que le digo:

—Tienes razón. A mí también me irrita que el azúcar me dé lecciones de vida. Es como los actores que se empeñan en darte su opinión política.

—¡Exacto! —me dice—. ¿Cómo te llamas?

—Carolina. Soy actriz y voto a… ¡No, es broma!

Es broma lo de dar mi opinión política, pero sí soy actriz. Esto aún no os lo había contado. La verdad es que tengo mucha suerte de poder trabajar, con la cantidad de actrices que hay en paro. No sabéis la de currículums de actrices que llegan al bar cada día, pero aquí estoy yo, callándoles la boca a todos los de mi pueblo que pensaban que no lo conseguiría.

A lo mejor por eso tengo este rollo “Amelie”, ¿no? Si ser camarera es lo más cerca que voy a estar de ser actriz, al menos que esa camarera sea la prota de una peli.

En ese momento sale, por fin, el señor que ha pasado al baño. No sé qué habrá hecho tanto rato ahí dentro, pero se dirige hacia la puerta a toda velocidad sin mirarnos siquiera.

—¡Espere espere, señor! —le grito.

Pero sale corriendo sin darse la vuelta ni reparar en el café que le he preparado. ¡Otra buena acción a la basura! Al final, el único tanto que voy a poder apuntarme desde que entré en el bar es el de haberle dejado pasar al baño. Algo es algo. Cuando de pronto la clienta del sobre de azúcar empieza a gritar.

—¡Mi móvil! ¿Dónde está mi móvil? Lo tenía encima de la mesa. ¡Ese hombre se lo ha llevado!

La clienta sale corriendo hacia la calle. ¡No me lo puedo creer! ¡Universo, ya te vale! ¡Bien está que me encargue de tu curro mientras tú te dedicas a comer pipas, pero por lo menos no me escupas las cáscaras a la cara!

La clienta vuelve a entrar desalentada y me mira con angustia.

—¡Ha arrancado en un coche a toda velocidad! ¡¿Le conocías?! ¡¿Sabes quién era?!


PACO. Soy Paco. Tengo cincuenta y cuatro años. Entro avergonzado en el bar y le pregunto a la camarera si puedo pasar al baño. Espero que lea en mi mirada que no puedo permitirme consumir nada. Creo que lo consigo porque me deja pasar. Mientras me miro al espejo del lavabo, me pregunto cómo he llegado hasta aquí, durmiendo en el coche y aseándome por caridad en los servicios de los bares. Hay días que ni lo hago por no pasar el bochorno de pedirlo, pero hoy es una ocasión especial.

Cuando termino de lavarme los dientes, afeitarme y peinarme un poco, me dispongo a salir sin mirar a los lados. Me da vergüenza que la camarera se pregunte qué estaba haciendo durante tanto rato. Espero que crea que estaba usando el retrete. Sí. Por alguna razón me da más corte que piense que me estaba aseando a que estaba haciendo caca. Por eso tiro de la cadena antes de salir. Porque la peor opción de todas es que crea que he hecho caca sin tirar de la cadena.

Por fin me atrevo a emprender el paseíllo de la vergüenza, con la puerta del bar como único objetivo, pero nada más salir del baño me topo con una mesa. En ella hay una taza de tila y un teléfono móvil. Observo que la clienta a la que pertenecen está hablando con la camarera en la barra. De espaldas a mí.

Es un iPhone. ¿Cuánto se puede sacar por un iPhone? De sobra lo que necesito. ¿Y cuánto destrozo puedes hacerle a alguien por robarle un iPhone? Si tienes uno es que tienes dinero de sobra para comprarte otro. Si no, te comprarías un Android. Es de lógica, ¿no? ¡¿No?!

Uf… El teléfono está tan cerca y mis posibilidades de conseguir el dinero de otra forma están tan lejos que en un arrebato casi inconsciente lo cojo y me lo meto en el bolsillo.

Camino hacia la calle lo más deprisa que puedo, con el corazón a mil por hora. La camarera me grita mientras salgo:

—¡Espere espere, señor!

Me ha visto. ¡Me ha visto cogerlo! Salgo corriendo del bar y me subo al coche, que he dejado aparcado en doble fila. Lanzo el móvil al asiento del copiloto e intento meter la llave en el contacto, pero no consigo atinar. ¡Joder! Estoy tan nervioso que no sé ni lo que hago. En las películas siempre tienen a uno esperando en el coche para que conduzca él. ¡Pero es que yo no he organizado nada de todo esto! ¡Soy un aficionado! No aficionado de que me guste hacer estas cosas, ¿eh? ¡Aficionado de que no sé cómo se hacen! ¡Es la primera vez que me pasa, lo juro! Y no es una excusa como cuando tienes un gatillazo. ¡Es la primera vez de verdad!

¡Mierda, que esto no arranca! Justo cuando veo a la dueña del móvil salir corriendo del bar consigo ponerlo en marcha y largarme echando leches. No le distingo la cara. Mejor. Si le pongo cara, me dará pena. ¡Y no quiero que me dé pena! ¡Pena doy yo!

¿Pero por qué Dios me arrastra hasta un bar para que coja un móvil que yo no quería coger, sabiendo como sabe que me hace falta la pasta? Porque lo sabe, ¡que se lo he dicho! ¡Que llevo toda la noche rezando para que me ayude a reunir el dinero que necesito antes de las cinco de la tarde!

De todas formas, que nadie se alarme, que esto no es lo que parece. ¡Y esta frase tampoco es una excusa, ¿eh?, como cuando te pillan con otra en la cama! De verdad, no es lo que parece. Aún no sé lo que es, pero un robo no puede ser, ¡porque no soy un ladrón!

Miro al móvil, quieto y callado en el asiento del copiloto. Bueno —pienso—, por lo menos uno de los dos conserva la calma. Y de repente, como si me hubiera leído la mente, se pone histérico y empieza a sonar a todo volumen. ¡Menudo susto, por Dios! Casi me voy de vareta. ¡Tenía que haber hecho caca antes de salir del bar!

¡Deja de chillar! ¡Acabo de decir que nadie se alarme! Pero no es ya que chille, es que vibra de una manera que parece que está convulsionando. ¡Que te calles, que me estás volviendo loco! Pero nada. Sigue sonando a todo volumen y agitándose sobre el asiento. ¡Que no te voy a coger! ¿Lo entiendes? ¡Cállate ya! Pero él sigue. Se me olvida que voy conduciendo y me tapo las orejas con las palmas de las manos para no escucharle:

—¡La, la, la, la, la, la! —¡que yo también sé gritar!

El coche da un bandazo. Vuelvo a agarrar el volante acojonado.

—¡¿Pero quieres callarte, que nos vamos a matar los dos?!

Freno en seco antes de que nos la peguemos. El móvil cae de un salto del asiento a la alfombrilla y se calla de golpe. Eso espero. Que se haya callado de golpe. Y no DEL golpe. Me asusta que le haya pasado algo. Le necesito en perfecto estado.


—Nada. No lo coge —le digo a la camarera, devolviéndole el teléfono—. Gracias por prestarme tu móvil para llamar, pero menuda idea de Perogrullo pensar que el ladrón me lo iba a coger. ¡Hoy es el peor día de mi vida! Debo estar superando algún récord. Son las nueve y cuarto de la mañana y ya me ha dejado mi novio, me han despedido y me han robado el móvil.

—¡¿En serio?! —me pregunta la camarera alucinada.

Pues sí. Muy en serio. ¿Qué os parece? Es surrealista, pero es así. Esta mañana cuando me he despertado mi novio me dice que lo siente mucho, pero que no puede seguir conmigo, y cuando he llegado al trabajo, mi jefa me dice que lo siente mucho, pero que no puedo seguir con ellos. ¡Ja! Al menos lo de mi trabajo se veía venir. Mi jefa me había advertido que como llegara tarde una vez más me despedía. Es muy peculiar en su percepción del tiempo. No le preocupa que esté despierta hasta las cuatro de la mañana preparando un caso, pero no puede soportar que me retrase diez minutos en llegar a la oficina. Aunque, bueno, al fin y al cabo estaba avisada. ¡¿Pero lo de mi novio?! Lo de mi novio sí que no me lo esperaba.

Y aún no os he contado lo peor. Ni siquiera me ha dejado en persona. ¡Ha sido por wasap! ¡¿Cómo puedes dejar a alguien por wasap?! ¡Por wasap! ¡Hasta mi jefa se ha tomado la molestia de llamarme a su despacho para despedirme!

Me había despertado a las siete de la mañana, y al leer el wasap me había quedado en shock. Tenía que ser una broma. Le llamé de inmediato, pero no lo cogió. Le puse un mensaje pidiéndole, por favor, que habláramos en persona y me quedé enganchada de la pantalla esperando que entrara en línea. Perdí por completo la noción del tiempo. Cuando quise darme cuenta ya pasaban diez minutos de la hora a la que tengo que estar en el despacho y aún no había salido de casa.

Por un momento entré en pánico, pero de pronto me iluminé y me dije la frase mágica. La que nos decimos todos cuando llegamos tarde a un sitio: tranquila. No pasa nada. ¡Cojo un taxi!

Sí, por alguna razón creemos que los taxis son máquinas del tiempo que nos van a dejar en el sitio media hora antes de la hora que ya es. Ojalá fuera así y pudiera volver atrás con solo subirme en uno. Concretamente hasta el momento en que mi novio decidió poner ese mensaje, para encontrar la forma de que no lo hiciera. Pero no, no es así. Y encima doy con un taxista imbécil que no solo no retrocede en el tiempo, sino que se pierde y me tiene veinte minutos dando vueltas por Madrid. Como yo iba mirando la pantalla del móvil, a ver si mi novio entraba en línea, ni me enteré cuando el muy idiota se pasó la calle.

Al final he llegado a la oficina veinticinco minutos tarde, y lo peor es que mientras mi jefa me echaba la bronca, bueno, mientras me echaba, a secas, yo solo podía pensar en si mi novio me habría contestado el wasap. ¡Y cuando salgo de su despacho veo que ni siquiera lo ha visto! ¡Y entro a este bar de mala muerte para tomarme una tila, a ver si me calmo un poco, y el azúcar me dice que no me preocupe, que cuando Dios cierra una puerta abre una ventana. ¡¡Y ahora solo pienso que voy a tener que tirarme por ella!! ¡¡Y luego, encima, me roban el móvil!! ¡¡¡Con lo que voy a tener que tirarme por la ventana sin llegar a saber si mi novio me contesta el puñetero mensaje!!!

—Voy a ponerte otra tila —me dice la camarera.

—Sí, por favor.


Me retiro a prepararle la tila. ¿Lo veis? Esta mujer es la prueba viviente de lo que os decía al principio. Por muy mal que te vayan las cosas, ¡siempre pueden fastidiarse más!

Qué envidia me da. Sí, porque cuando descubres una técnica tan buena como la mía para superar la frustración, estás deseando que tu vida sea lo más frustrante posible para tener la ocasión de ponerla en práctica. Me excita la sensación de empoderamiento que me produce poder decirle a la vida: mándame más, que soy inmune.

¡Debería explicarle mi técnica a esta mujer para que ella también la experimente! ¡Para que pueda darle sentido a su drama! ¡Me lo va a agradecer! O no. Igual me arranca la cabeza. Porque pensándolo bien, es mi técnica la que ha tenido la culpa de todo. Bueno. De todo no. Solo de lo del móvil. ¡Pero, oye, que a lo mejor ha sido precisamente para darme la oportunidad de contársela y que pueda aplicarla al resto de sus desgracias! Visto así, perder un móvil tampoco es pagar un precio tan caro… ¡A cambio va a dejar de estar frustrada por todo lo demás!

Confío en que lo vea así. Así que cuando le sirvo la tila, me decido a confesar.

—Lo siento. Todo ha sido culpa mía.

—¿Qué?

—Bueno, todo no. Solo lo del móvil.

Empiezo por explicarle que antes de crear mi técnica yo estaba tan frustrada como ella. Eso ya os lo conté a vosotros al principio, pero no os conté el motivo. Aunque ahora que sabéis que soy actriz y trabajo en un bar, os lo podéis imaginar. ¿Os hacéis una idea de la sensación de rechazo que supone hacer castings durante años y años y que jamás te cojan en ninguno? Ya sé que a ella la han despedido y dejado en el mismo día. Pero a mí es como si me despidieran y me dejaran ¡todos los días! Con la diferencia de que a mí ni siquiera tienen la cortesía de comunicármelo por wasap.

Le cuento que hace una semana de mi último casting y que ya he perdido toda esperanza de que me llamen porque el anuncio se rodaba hoy. Ese anuncio de mayonesa baja en calorías que me hubiera lanzado al estrellato por fin. Soy tan idiota que hasta ayer por la noche aún creía posible que me llamaran. De hecho, me pasé tres horas delante del espejo repitiendo el eslogan: «La mayonesa que no notas en la pesa», de veinte formas distintas.

Por eso, esta mañana, cuando me he despertado, y al contrario que ella, no había recibido ningún wasap, he tenido que esforzarme especialmente para aplicar mi técnica y darle sentido al hecho de tener que seguir trabajando en el bar haciendo algo bueno por todo el que entrara en él. Por si acaso, no le concreto en qué ha consistido ese «algo bueno».

—Interesante —me dice la mujer—. ¿Y qué es exactamente lo que has hecho?

Al ver su interés me entusiasmo y se lo cuento sonriente:

—Pues… elegir especialmente el sobre de azúcar que más pudiera animarla a usted y dejar pasar al baño al tipo que le ha robado el móvil, aunque ni siquiera hubiera consumido.

La clienta no me dice nada. Solo me mira. Me mira tan fijamente que se me congela la sonrisa. Luego levanta la taza de tila, se la bebe de un trago y la vuelve a dejar sobre la barra de un golpe seco.

—¡Otra!


Llevo cinco minutos sentado en el coche sin atreverme a agacharme a recoger el móvil, que permanece inmóvil, valga la paradoja, sobre la alfombrilla. Espero que esté bien. Por fin me decido, y justo cuando lo agarro, empieza otra vez a gritar y a sacudirse en mi mano. ¡Joder, qué susto! ¡El desgraciado se estaba haciendo el muerto! No puedo evitar leer en la pantalla de quién es la llamada entrante. «Mamá». ¡¿Mamá? Venga, no me jodas! Esto ya es chantaje emocional. ¡Jolín, si no quiero ponerle cara ni nombre a la dueña del móvil, mucho menos quiero saber que tiene madre!

Lo vuelvo a soltar sobre el asiento del copiloto confiando en que se calle rápido, pero no lo hace. Reparo en la almohada que llevo en el asiento de atrás para dormir por las noches. La cojo y la pongo encima del móvil para ahogar el sonido. Así suena mucho más débil, y por fin, después de unos segundos apretándola con fuerza sobre él, se calla del todo. Ahora sí que lo he matado, pienso. Pero justo cuando levanto la almohada, el desgraciado grita: ¡Pi-Pi! ¿Ahora un mensaje? ¡Madre mía! Es como los malos de las pelis, que nunca terminan de morirse. ¡Aquí el único que se va a morir soy yo! ¡Del estrés!

Veo aparecer el contenido del wasap en la pantalla de inicio. ¡No! No quiero saber lo que pone. Las llamadas puedo no cogerlas porque no sé para qué son, y ojos que no ven, corazón que no siente. Pero un mensaje… está ahí. Es más difícil de obviar. Además, si le dejan uno justo después de llamarla es que debe ser urgente. Y una cosa es llevarme su móvil, y otra, destrozarle la vida.

Bueno, a ver, Paco, cálmate, me digo. Que tú eres muy melodrámatico. Todos sabemos que las madres pueden ser muy pesadas. Una vez la mía me llamó veinte veces porque se le habían desintonizado los canales de la tele. Pero ¿y si el mensaje no es de la madre?, me pregunto. ¿Y si es algo de vida o muerte? ¿Y si la dueña del móvil está esperando un riñón y la están avisando del hospital? ¡Que no, coño, Paco, que para eso te dan un busca!, me contesto. ¡Ah, es verdad! ¿Pero y si…? Bueno, mira, vamos a hacer una cosa, me concedo, vas a leer un poco. Y si no parece grave, apagas el móvil definitivamente y se acabó. Lo revendes, consigues la pasta y te olvidas de todo este asunto.

Por fin miro la pantalla. Se confirma que el mensaje es de su madre. Empiezo a leer: «Ana, por favor, cógelo…». ¡No, no, no! ¡He dicho que no quiero saber cómo se llama! ¡¿Pero por qué su madre le pone un mensaje llamándola por su nombre?! ¡La tal Ana ya sabrá que se llama Ana! Y si le escriben a su móvil, ya supondrá que el mensaje es para ella. ¿Qué sentido tiene especificar su nombre? Si me dices que es un chat familiar con más hijos lo puedo entender, pero si es un mensaje privado, no hace falta llamarla por su nombre y que nos enteremos todos de cómo se llama. ¡Vamos, digo yo! ¿Para qué lo hace entonces? ¿Qué pretende? ¿Enfatizar? ¿Darle un toque dramático? ¡Ay, Dios, si quiere darle dramatismo es porque el asunto es grave! Mira, termino de leer el mensaje y que sea lo que Dios quiera. «Ha muerto el tío Federico», leo. ¡¿Qué?! ¡Es una broma, ¿no?! ¡Cuando temía que fuera un asunto de vida o muerte estaba exagerando! No esperaba que fuera literalmente así. ¡¿Y ahora qué hago?!

A ver, Paco, no te pongas nervioso. Puede que haya alguna forma de darle el recado. Pero ¡¿cómo le doy el recado sin darle el móvil?! ¡Porque quiero darle el recado, pero el móvil no!

¡Jolín, Paco, por qué tenías que leer el puñetero mensaje! ¡Si es que de bueno eres tonto!


Le sirvo a la clienta su tercera taza de tila en quince minutos. Se la bebe de un solo trago y vuelve a aporrear la barra con ella:

—¡Otra!

—Yo creo que ya ha bebido bastante —le digo—. Mejor la acompaño a la comisaría.

—Ya, ¿y dejas solo el bar?

—Bah, si es aquí al lado y este es un barrio muy tranquilo, ¿qué va a pasar?

La mujer me mira con mirada asesina.

—Mejor le pongo otra, sí.

Era una broma para distender el ambiente. Pero por lo que sea no le ha hecho gracia. El sentido del humor es como el papel higiénico, siempre se nos acaba cuando más falta nos hace.

Mientras preparo la cuarta tila, le explico por qué creo que debo acompañarla a comisaría:

—Como yo sí que vi al ladrón, se lo puedo describir a la policía para el retrato robot.

—Retrato robot, claro que sí, guapi. Para que lo saquen en todos los telediarios. Tú has visto mucho CSI.

No quiero parecer susceptible, pero juraría que había cierto sarcasmo en su voz. En ese momento empieza a sonar el teléfono del bar. Antes de cogerlo, le sirvo la tila.

—Disculpe, enseguida vuelvo. Mi jefe siempre llama a esta hora para comprobar que ya estoy aquí.


Me quedo allí en la barra, delante de mi cuarta tila, preguntándome qué va ser de mi vida cuando veo volver a la camarera con el teléfono en la mano y los ojos como platos.

—¿Se llama usted Ana? —me pregunta.

—Sí —respondo alucinada.

—Pues… Es el hombre que le ha robado el móvil. Que pregunta por usted.

—¡¿Qué?!

La camarera me pasa el teléfono.

—¿Sí?

—Hola, menos mal que aún la pillo ahí —me dice—. Solo era para comunicarle que… que… que llame a su madre porque acaba de telefonearla a su móvil y… a ver si va a ser urgente. Venga, adiós.

—¡No, por favor, por favor, espere!

Estoy en shock. No sé ni cómo retenerle al teléfono.

—Ay, no, no me líe —me suelta—. Que ya llego tarde al curro.

¡¿Qué llega tarde al curro?! ¡Anda, míralo qué responsable, el hijo de la gran pu…! Eso no se lo digo a él, claro. Solo lo pienso. A él le digo:

—¡Por favor, señor! Necesito recuperar mi móvil. ¡Es una cuestión de vida o muerte!

—Ya lo sé, por eso le digo que llame a su madre.


¡Jolín, la tía! ¡Haciéndome chantajito emocional! Con lo mal que llevo eso…

—Usted llame a su madre, y a mí me dejan en paz —le digo.

—¿Y desde qué móvil la llamo? ¡Si me lo ha robado usted!

—Ah, ¿encima de que le doy el recado me llama ladrón?

—¡¿Y cómo quiere que le llame si me ha robado el móvil?!

—Para empezar no se ofusque, que yo no le he robado nada.

Oye, es que la gente tiene una facilidad para prejuzgar las acciones de los demás que yo me quedo loco. Solo porque les coges el móvil y sales a escape ya dan por hecho que se lo has robado.

—Que sepa, señorita, que yo sería incapaz de hacer una cosa así.

—Entonces, ¿me lo va a devolver?

—Tampoco es eso.

—¡¿Entonces qué es?!

—Un secuestro.

— ¡¿Qué?!

Puede que vosotros estéis flipando tanto como ella, pero os dije desde el principio que esto no era lo que parecía. Bueno, a ver, si soy honesto del todo, cuando os lo dije, en realidad sí que era una forma de ganar tiempo hasta que se me ocurriera qué otra cosa podía ser. Pero por fin se me ha encendido la bombilla.

En principio mi plan era darle el recado de su madre y ya. Así que he buscado el número del bar en internet y he tenido la suerte de que la mujer aún siguiera allí. Pero al verla tan angustiada por recuperar el móvil, y como soy buena gente, pues me ha venido, así, de pronto, como una inspiración. Por eso le he dicho:

—Sí. Un secuestro. Si quiere volver a ver su móvil, tiene que conseguir lo que voy a pedirle y reunirse conmigo para realizar el intercambio a las cinco de la tarde. ¿Está de acuerdo?

¡Si es que en realidad yo solo necesito lo que voy a pedirle! ¡Si ella me lo da, no tengo por qué vender su móvil! De modo que gracias a mi luminosa idea ya no soy un ladrón. ¿Lo veis? Sabía que no lo era. Solo soy un honrado extorsionador.

Le explico exactamente lo que pretendo. Y a cada palabra, la mujer alucina más, pero como yo le digo:

—Lo siento mucho. Es la única manera de que vuelva a ver su móvil.

—De acuerdo —acaba aceptando—. ¡Pero, por favor, no le haga daño! ¡Estoy esperando un mensaje muy importante!

—Pues ya se lo he dicho. Que le ha escrito su madre.

—No, no es de mi madre —me dice.

—Ya. Pues… el de su madre lo mismo también es urgente —le digo yo.

—Para mi madre siempre es todo urgentísimo, será cualquier tontería.

La entiendo porque es lo mismo que pensé yo. Y por un momento estoy tentado de contárselo, pero de pronto reflexiono. Si le doy el recado completo, lo mismo ella no me hace el recado a mí. Y, por otro lado, ¿quién soy yo para machacarla más todavía? Ya que le han robado el móvil, por lo menos, que le sirva para no enterarse de la noticia y retrasar su dolor unas horas. Porque ya es mala suerte que te roben el móvil, se muera tu tío y des con el único ladrón del mundo que te da el recado. Y, al fin y al cabo, si me dijeras que el hombre se está muriendo, todavía, pero si se ha muerto ya… la muchacha tampoco va a poder hacer nada. Así que le digo:

—Es verdad. Era una tontería. No lo había leído por no ser indiscreto. Pero por lo que me deja leer aquí en la pantalla de inicio el mensaje de tu madre es para no sé qué de los canales de la tele. No te preocupes.

Me doy cuenta de que la acabo de tutear. Va a pensar que soy un grosero. Pero es que ya hemos intimado tanto que siento como si la conociera. Por otro lado, por lo poco que distinguí de su figura cuando salió corriendo del bar me pareció mucho más joven que yo. Cuarenta años como mucho.

—Entonces, ¿dónde me encuentro con usted? —me pregunta.

—Por favor, tutéame tú también, mujer, que me haces mayor. Nos vemos a las cinco junto a la fuente que hay al lado del estanque del Retiro según entras por la puerta principal.

Y cuando ya voy a colgar me dice:

—Vale, solo una cosa. ¿Sería usted tan amable, ya que me ha robado el móvil…?

—Que no me trates de usted… —insisto—. Y no me llames ladrón, mujer, llámame Paco.

—Perdón, Paco. ¿Serías tan amable de avisarme si recibo el mensaje que estoy esperando? Es de Felipe.

Uf, no… ¡Si es que lo sabía! ¡Das una mano y te cogen el brazo! No tenía que haberle dicho que me tuteara.


Temo haberme tomado demasiadas confianzas porque tarda unos segundos en contestarme, pero finalmente me dice:

—Venga, vaaale. ¿Pero adónde te aviso si escribe el tal Felipe? Porque tu móvil lo tengo yo.

Le pregunto a Carolina, la camarera, si me prestaría el suyo. Por supuesto, me dice que sí. Solo faltaba. Con la que me ha liado. Así que le contesto al secuestrador:

—Verás. Antes te he llamado desde un teléfono móvil. Tienes que tener registrada la llamada perdida. Puedes llamarme ahí.

—Ah, ¿así que eras tú la primera que llamó mientras iba conduciendo? Pues casi me mato por tu culpa.

—¡Uy, qué lástima me da!

—Oiga, a mí no se me ponga chula, ¿eh? Que revendo el móvil y me quedo tan pichi.

—¡Perdón! ¡Perdón!

—Hombre, es que a quién se le ocurre llamar a una persona que sabes que está conduciendo. ¡Que la has visto arrancar delante de tus narices! Un poquito de sentido común. Venga, la dejo. Luego hablamos.

Y me cuelga. Se ha quedado cabreado porque ha vuelto a tratarme de usted. Yo estoy completamente alucinada. Pero la camarera aún alucina más que yo cuando le pregunto:

—¿Hay alguna juguetería por aquí?

—¡¿Qué?!

—Tengo que comprar una muñeca y reunirme con él en el parque del Retiro a las cinco de la tarde.

—¡¿Una muñeca?!

—Por lo visto se llevó mi móvil porque necesitaba el dinero para comprar una muñeca, pero dice que si se la compro yo, me lo devuelve.

—¿Y no es más fácil que le des el dinero y que la muñeca se la compre él? —me dice, tuteándome también.

—Es que por lo visto la necesita para las cinco de la tarde y hasta esa hora no puede escaparse del curro.

—Anda, míralo, que responsable el hijo de la gran pu…

—Ya, eso mismo he pensado yo.


La verdad es que estoy orgulloso de mi idea. Un intercambio limpio en un sitio público, como en las películas. Nadie pierde. Ella recupera su móvil y yo puedo presentarme en el cumpleaños de mi hija con el regalo que tanta ilusión le hace.

Podía haber vendido el móvil. Me hubieran dado mucho más de lo que cuesta la muñeca, pero insisto en que no soy una mala persona. Al menos ni un gramo peor de lo que me obliga la necesidad. ¿He dicho un gramo? No sé si la maldad se medirá en gramos, como la cocaína, pero desde luego engancha igual, y yo no quiero engancharme a la maldad como le pasó a mi ex.

Sí, mi exmujer está superenganchada. Empezó a lo tonto, con pequeñas ruindades sin importancia como pedirme el divorcio, y ahora casi no me deja ver a mi hija. Y no quiero hablar mal de ella, ¿eh?, porque antes de su adicción no era así, pero ahora… Madre mía, qué cabrona es la pobre. Aunque lo mismo se está quitando, porque hoy, en un alarde de generosidad, ella y su nuevo novio han tenido el detalle de invitarme a la fiesta que se da en mi casa. Esa casa que sigo pagando yo.

Mi exmujer no sabe que hace tres meses que me despidieron y que llevo una semana durmiendo en el coche porque con el curro de mierda que tengo ahora no puedo pagar dos casas. Y tal como me está mirando mi jefe, ni siquiera creo que me dure mucho.

—¿Ya ha acabado el señorito de hablar por teléfono? Porque llevas colgado del móvil desde que has entrado por la puerta.

—Sí, señor. Perdone.

Es duro, ¿eh? Que te eche la bronca alguien a quien todavía le piden el carné antes de venderle alcohol. De verdad, no exagero. No creo ni que sea legal trabajar a su edad. Debería denunciarlo.

Quizás os preguntéis por qué no me aseo en los baños de mi oficina en vez de vagar por los bares. Uf… Imaginaos que me pilla este lavándome la cabeza. Se me cae el pelo. Aunque bien pensado, así ya no necesitaría lavarme la cabeza. El caso es que no quiero que mi ex se entere de nada. No quiero que dude de mi solvencia. Mi hija está loca con esa muñeca y quiero ser yo quien se la regale. Aunque sea lo último que haga.

Y eso que no tengo claro que no sea un poco antiguo lo de regalarle una muñeca a una niña. ¿Pero qué hago si es lo que quiere? Si fuera un niño, no tendría conflicto, porque ahí está claro que lo que estás haciendo es dejar que juegue con lo que le dé la gana sin encasillarlo en roles de género. Pero si le regalas una muñeca a una niña, ¿cómo distingues si eres moderno porque estás permitiendo que juegue con lo que le dé la gana o si eres un retrógrado que está educando a su hija como una víctima del patriarcado?

La única forma de estar completamente seguros de no cagarla sería regalar a los niños las cosas que hasta ahora han sido «de niñas», y al revés, y de ese modo perpetuar los roles de género, pero intercambiándolos. O no. No sé. Me he perdido. Mira, yo me voy a arriesgar a regalarle lo que quiere y a esperar que no intervenga asuntos sociales.

Lo digo sin segundas. ¡Yo quiero hacerlo bien! Pero es que estoy muy perdido. Bueno, el caso es que mi única oportunidad de haber reunido el dinero extra que necesitaba para la muñeca era haber sido el empleado del mes. Sí, cada mes se nombra al empleado más eficiente y se le da una especie de plus. Un incentivo. Pero ya veis lo bien que le caigo a mi jefe. Se lo ha dado a otro niñato de su edad que se lo gastará en porros. Bueno, tampoco quiero juzgar sin estar seguro. No quiero caer en los prejuicios de los que tanto me quejo. Seguramente es un tío estupendo y responsable. Y lo que es seguro es que él nunca se ha afeitado a escondidas en los baños de la empresa. Ni en los baños de la empresa ni en ninguna parte, porque todavía no le ha salido el bigote.

Y mi jefe aún no ha dejado de mirarme cuando me llega otro mensaje al móvil de Ana: «Por favor, hija, llama en cuanto puedas». Ay, por Dios, señora, qué pesadita está usted. ¡Ni que pudiera la chiquilla resucitar al difunto!


Como me siento tan responsable por todo lo ocurrido, intento ayudar a Ana en lo que puedo. Le pregunto cómo se llama la muñeca, para buscarla en el móvil por internet antes de que se lance a la calle. Digo yo que estará en alguna plataforma.

—Rosaura 3.0 —me dice—. Yo tuve una Rosaura cuando era pequeña. Pero no era la Rosaura punto nada. Era la Rosaura y punto. Cuánta tontería hay ahora, ¡por Dios!

Tecleo el nombre de la muñeca en Amazon.

—Aquí está. ¡Ostras, cuesta ciento veinte euros!

Ana flipa.

—¡¿Ciento veinte euros cuesta la muñeca?! ¡¿Pero qué hace, mea Fanta Limón?!

Sigo leyendo. Por lo visto no mea Fanta, pero dice «tengo pis» en catorce idiomas.

El problema es que ninguna plataforma se la puede enviar para esta tarde. Efectivamente le va a tocar salir a buscarla. Le doy mi móvil para que pueda estar en contacto con el secuestrador.

—Me sabe mal dejarte sin teléfono —me dice—. ¿Y si te llaman de algún casting que hayas hecho?

No puedo evitar sonreír un poco. Por una vez, la ingenua es ella.

—No te preocupes, para decirte que no nunca te llaman.

Ana me mira con ternura.

—Además, para cualquier cosa puedes llamarme al bar —le digo—. Tengo que estar aquí hasta las diez de la noche. Cuando recuperes el tuyo, me lo traes y ya está.

Por fin Ana se va. Y allí me quedo yo. Esperando que todo salga bien y prometiéndome no volver a meterme en la vida de nadie nunca más. Un cliente se acerca a la barra.

—Perdone, ¿tiene cambio?

—¡Ah, no! Cuánto lo siento. Si quiere cambio, se lo pide al universo.

Cuando intentas ocuparte de las desgracias ajenas y te sale semejante churro, te preguntas si ha sido buena idea ponerte el delantal y sustituir al verdadero encargado. Pero la vida te va a demostrar que no tienes ni idea de nada. Ni si ha sido tan mala idea ponerte el delantal ni si el resultado ha sido tal churro. Ni siquiera… si no serás el verdadero encargado.


Orgullo, prejuicio… y otras formas de joderte la vida.

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