Читать книгу Audrey Hepburn - Marta Parreño - Страница 4
PRÓLOGO
ОглавлениеSe dijo de ella que era una estrella que no veía su propia luz, que Dios la besó en la mejilla, que era una ninfa, un ser de otro mundo. Y no solo sobre un escenario o delante de una cámara, sino también cuando decidió dedicar todos sus esfuerzos a ayudar a niños desnutridos y enfermos de los más de veinte países del Tercer Mundo que visitó. A ellos les entregó los cinco últimos años de su vida, a un ritmo frenético de viajes, conferencias, entrevistas y apariciones públicas como nunca había hecho antes por ninguna de sus películas. Les donó tiempo y dinero, pero sobre todo amor, gestos de cariño, cercanía, palabras de afecto, compañía, comprensión. Aquel era el papel más importante de toda su vida, reconoció. «Hice pruebas para este trabajo durante cuarenta y cinco años, y finalmente lo conseguí», bromeó tras recibir la carta que confirmaba su aceptación como embajadora de buena voluntad de Unicef.
Audrey Hepburn nació en Bélgica en 1929 en el seno de un matrimonio formado por un inglés y una aristócrata holandesa, pero antes de que cumpliera los seis años de edad la pareja ya se había disuelto. El abandono de su padre marcó profundamente a la futura actriz, que acabó viviendo en Holanda junto con su madre. La Segunda Guerra Mundial la encontró en la ciudad de Arnhem, con solo diez años de edad, y la arrojó al abismo del hambre, la incertidumbre y la desesperanza. Su corazón atesoró dos grandes sueños desde muy pequeña: tener hijos y ser bailarina. No pudo dedicarse profesionalmente a la danza debido a las secuelas que la guerra dejó en su cuerpo, pero encontró la forma de reconducir su vocación hacia el teatro y casi accidentalmente el cine llegó a su vida. A lo largo de los años, expresó toda su esencia a través de la princesa Anne, de Sabrina, de Gigi, de la hermana Lucas y de Eliza Doolittle, entre otros tantos personajes inolvidables. Audrey era todas ellas. Todas eran Audrey. Su transparencia transmitía tanta veracidad que en 1954, con tan solo veinticuatro años, levantó el Óscar a la mejor actriz con su primera película, sin ni siquiera haber recibido clases de interpretación. A partir de ese momento, su ascenso fue meteórico, algo que ella siempre calificó de sorprendente. Rodó con los más grandes directores y actores del momento y todavía hoy es una de las pocas personas que han obtenido los cuatro premios más importantes de la industria del entretenimiento en Estados Unidos: el Óscar, el Tony, el Grammy y el Emmy.
Pero Audrey Hepburn también fue (y lo sigue siendo) un icono de moda y estilo. De sus orígenes aristocráticos y su estricta formación en ballet conservó siempre una gran capacidad de trabajo, disciplina y un alto sentido de la responsabilidad. Eso, sumado a su elegancia innata y a un encanto natural que no pasaba desapercibido para nadie, la convirtió en un referente ineludible y revolucionario, opuesto al modelo de mujer que triunfaba en el cine de aquellos años, cuya máxima representante era Marilyn Monroe. No había sido un camino fácil: no faltó el productor que le sugirió que se aumentara el pecho o que escondiera sus huesudas clavículas, pues estaba demasiado delgada. Pero Audrey siempre se mantuvo fiel a su esencia. Con su pelo corto, sus zapatos planos y su ligereza aniñada, inventó un nuevo canon de belleza a su medida. En pocos años, todas querían ser como ella. Elegante, clara, sencilla. Tuvo un gran aliado, alguien que supo apreciar su encanto desde el primer momento: el diseñador Hubert de Givenchy la vistió en prácticamente todas sus películas y fue uno de los grandes amigos que conservó a lo largo de su vida. La admiración que se profesaban era mutua.
Vacaciones en Roma la lanzó a la fama, y tal vez su interpretación más recordada sea la de la atribulada Holly en Desayuno con diamantes, pero el papel que la marcó fue sin duda el de Historia de una monja. Rodar en el Congo y conocer las rutinas y la austeridad de las religiosas marcó un antes y un después en su vida. El viaje interior que supuso encarnar a la hermana Lucas la conectó con partes de sí misma que la cambiaron para siempre y que la condujeron de manera natural, tiempo más tarde, a dedicar su últimos años a ayudar a los más vulnerables.
Sin embargo, siempre conservó su sueño de ser madre y formar una familia, vivir en el campo, cuidar el jardín y pasear a los perros. Nada más. Esa era su idea del cielo, tal como ella misma la definió. Y aunque sufrió cinco abortos a lo largo de su vida, tuvo dos hijos a los que se entregó por completo. Dejó de rodar para cuidarlos y se mantuvo alejada del mundo del cine durante ocho años para estar con ellos y que nunca echaran en falta a su madre. Su actitud no fue comprendida por el star system y recibió críticas de algunos que no querían perderla en la gran pantalla. Su vida fue un continuo ir y venir de luces y sombras a las cuales se enfrentó con determinación, valentía y mucha serenidad, aunque en ella siempre había una inseguridad latente con la que batallaba a diario.
La búsqueda del amor fue su otro anhelo constante. A pesar de que intentó mantener su vida personal lejos de las cámaras, no siempre logró evitar que sus romances salieran a la luz. Tras dos matrimonios fallidos, con el actor Mel Ferrer y el psiquiatra Andrea Dotti, con los que tuvo a sus dos hijos, Audrey encontró el verdadero amor al lado del también actor Robert Wolders, ya en la recta final de su vida. Pero hubo otros amores importantes, romances con compañeros de profesión como el actor William Holden, a quien conoció durante el rodaje de Sabrina, y el escritor Robert Anderson, guionista de Historia de una monja.
Audrey Hepburn fue mucho más que una revolucionaria estrella de cine. Fue una niña valiente en la Holanda ocupada por los nazis y una adolescente delgaducha que halló su gran sueño en el ballet para convertirse, luego, en una joven de energía imparable que se buscó la vida en Londres entre pequeños trabajos y audiciones. Fue también una bailarina que se atrevió a aceptar los papeles que le ofrecieron como actriz sin tener la formación y la experiencia suficientes. Fue una mujer apasionada, una madre generosa y una amiga fiel. Con su prematura desaparición en 1993 «todos los niños perdieron a una gran amiga», dijo el director general de Unicef. Pero quizá sea mejor quedarnos con las palabras felices de Elizabeth Taylor: «Dios seguro que estará contento de tener a un ángel como ella cerca».