Читать книгу Audrey Hepburn - Marta Parreño - Страница 5

1 PIRUETAS EN LA OSCURIDAD

Оглавление

No creo que haya nada en el mundo con tanta determinación como un niño que persigue un sueño, y yo tenía más ganas de bailar que miedo a los alemanes.

AUDREY HEPBURN


Una adolescente Audrey Ruston-Hepburn en 1942, en la que tal vez fuera su primera sesión de fotos. Durante la Segunda Guerra Mundial, Audrey participó en varias actuaciones clandestinas para ayudar a la resistencia holandesa.

En la penumbra del salón, unas veinte personas asistían al espectáculo de danza que ella misma había ideado. Estaba prohibido encender la luz por la noche. El piano sonaba demasiado bajo, pero las notas que emitía eran un bálsamo en medio de tanta brutalidad, y los anfitriones ya se habían asegurado de que las cortinas, opacas, estuvieran corridas, y las ventanas, completamente cerradas. La hora del toque de queda había pasado. Por enésima vez, Audrey se disponía a bailar para un público al que siempre recordaría como el mejor que tuvo jamás. Llevaba las zapatillas que su madre le había cosido con retales de fieltro, y aunque no sujetaban sus pies como unas de verdad, se había prometido que esta vez no bailaría descalza.

La función tenía lugar en Arnhem, una pequeña ciudad holandesa a orillas del Rin, a principios de 1942. Audrey solo tenía doce años, pero entonces incluso una niña que osaba desafiar a las tropas de ocupación nazis sabía que tenían pocas opciones de sobrevivir si los atrapaban. El ejército de Adolf Hitler había invadido Holanda apenas dos años antes, y ahora gran parte de Europa estaba en guerra, bajo el yugo del Reich.

Sus pies empezaron a moverse sobre el suelo frío con la misma determinación y entusiasmo que siempre mostraban en sus clases de baile, pero con la contención y el implacable control que imponía el miedo. Era un miedo denso, omnipresente, que se colaba por todas partes y se filtraba en las miradas de algunos de los espectadores que estaban arriesgando sus vidas solo con asistir a las «funciones negras», estos espectáculos que realizaban siempre en secreto, casi a oscuras y en silencio. Eran invisibles para todos los que no participaban en ellos, e inolvidables para los que formaban parte. Audrey danzó de nuevo aquella tarde acompañada por otras dos bailarinas, para las que su madre, la baronesa Ella van Heemstra, también había elaborado el vestuario. Aquello la salvaba de todo. Bailar era volar.

Cuando los seis pequeños pies se detuvieron y las notas del piano cesaron, alguien entre el público a punto estuvo de aplaudir, pero sus manos se detuvieron a tiempo. Los asistentes no podían ejercer su libertad ni siquiera para expresar su gratitud y entusiasmo, pues corrían el riesgo de que el silencio que reinaba tras terminar la función pudiera ser interrumpido por las armas de aquellos de quienes se escondían. Varias personas se levantaron y dieron a Audrey y a sus compañeras pequeñas cantidades de dinero, en algunos casos acompañadas de trozos de papel bien doblados, mensajes para familiares o amigos de la oposición clandestina que llegarían hasta ellos escondidos en los zapatos de las bailarinas o de otras niñas que quisieran hacer de «correo».

Audrey Kathleen Ruston nació el 4 de mayo de 1929 en el número 48 de la rue Keyenveld, en el distrito de Ixelles de Bruselas, aunque siempre tuvo nacionalidad británica en virtud de la de su padre. Audrey era fruto del segundo matrimonio de su madre, Ella, quien solo tenía veinticuatro años y dos hijos, Ian y Alexander van Ufford, cuando su primer marido se marchó. Distinguida y resuelta, Ella disponía de parte de las propiedades familiares y de título nobiliario, además de un séquito de sirvientes que la acompañaban a todas horas. Siempre estaba pendiente de todo, al contrario que su padre, Joseph Ruston, al que apenas veía cuando aparecía por casa entre un viaje y el siguiente. Audrey adoraba el poco tiempo que pasaba con él. Era encantador, una mezcla fascinante de caballero e ilusionista. Tenía muchas aptitudes: hablaba más de diez idiomas, era un diestro jinete y también pilotaba aeroplanos, pero ninguna de ellas tenía relación con su trabajo: muchos creían que era banquero o que andaba en el mundo de las finanzas, pero lo cierto es que nunca conservó ningún empleo. Sin embargo, por más admiración que la pequeña Audrey profesara a su padre, este no solía prestarle demasiada atención. Acaso por ese motivo ella atesoró durante toda su vida la tarde en la que fueron a volar en aeroplano. ¡Su padre sabía volar! Y allí estaba ella, a su lado, atravesando las nubes.

Su madre sí pasaba tiempo con ella y sus hermanos, y aunque no era una madre muy cariñosa —siempre estaba pendiente de ser responsable y correcta—, se preocupaba mucho de que no les faltara nada. Cuando salían a pasear, Audrey lo observaba todo. Siempre le decían que era una niña muy despierta y risueña, pero su madre enseguida se encargaba de recordarle que no debía hacer caso de los halagos, que se comportara y que no llamara la atención.

Audrey creció entre juegos y clases de lengua, música y dibujo. Era la pequeña de la casa, pero enseguida se convirtió en la intrépida compañera de sus dos hermanos mayores, con los que se divertía sin descanso. Su recto flequillo corto y la melenita típica de la época para las niñas de su edad resaltaban aún más su mirada traviesa. Era menuda y delgada, pero dueña de una energía imparable. Y tal como hacían sus hermanos mayores u otros niños, ella trepaba a los árboles cuando su madre no podía verla, pues alguna vez la había regañado al enterarse. Entre aquellas largas horas de juego y estudio, resonaban de fondo las discusiones de sus padres. En aquellos momentos, una sombra de tristeza se posaba sobre la casa, y sus hermanos hacían verdaderos esfuerzos por distraerla. Para atajar su inexplicable culpa infantil, le decían que siempre había sido así, incluso desde antes de que ella naciera. Pero aunque intentaba no prestar demasiada atención, su innata curiosidad la empujaba a escuchar.

En la voz entrecortada de su madre alcanzaba a oír que le reprochaba a su padre que no hacía nada y, después, la palabra «dinero» repetida con furia unas cuantas veces. Su madre también se quejaba de que no les hacía mucho caso a Audrey, a Ian y tampoco a Alexander. Y aunque Audrey era pequeña, en su corazón sabía que aquello era cierto. Su padre casi nunca estaba en casa. Cuando no viajaba a Inglaterra por asuntos de negocios, asistía a reuniones políticas, y si aparecía después de varios días de ausencia, ella se lanzaba a sus brazos en busca de una atención pero raramente se veía recompensada.

En enero de 1932 la familia abandonó Bruselas y se mudó al campo. Se instalaron en la mansión Castel Sainte Cecile, en el pueblo cercano de Linkebeek. Durante su infancia, tanto Audrey como sus dos hermanos tuvieron varias residencias. Además de la casa en Bruselas y la mansión en Linkebeek, pasaban largas temporadas con sus abuelos en las ciudades de Arnhem o en Velp. El ambiente en el hogar era tenso, y la baronesa, aunque atenta a la educación de sus hijos, era una mujer contenida, seria, recta, cuya frialdad transformaba su amor en poco más que un afecto sincero. Los abuelos de Audrey, en cambio, estaban hechos de otra pasta. La pequeña los adoraba. También visitaban con frecuencia a sus numerosos primos, a sus tías y a su tío Otto, un respetado juez entregado a la causa de la paz y único hermano varón de su madre. Las animadas reuniones familiares llenaban a Audrey de alegría. Cuanto más numerosas, mejor.


Arriba, Audrey con su madre, la inflexible baronesa Ella van Heemstra, en 1938. Abajo a la izquierda, con su padre, Joseph Ruston, en Bélgica en 1934, dos años antes de que las abandonara. A la derecha, el primer pasaporte británico de Audrey, expedido en Amberes en 1936.

Hacia 1935 nada había cambiado en casa. Las conversaciones de sus padres seguían girando sobre todo en torno al dinero, aunque a veces también los escuchaba discutir de política. La Bélgica de aquellos años era una sociedad conservadora. En Bruselas, el electorado era esencialmente de derechas y desde 1934 los fascistas ya eran un grupo más que influyente. La ideología de Joseph, para sorpresa de Ella, se escoraba cada vez más hacia la extrema derecha. Pero la pequeña Audrey era ajena a estos vaivenes. Para ella, su mundo se había quedado repentinamente vacío desde que sus inseparables compañeros de juegos, Ian y Alexander, habían sido enviados a un internado. La idea de sus padres era que ella, que tenía cinco años, pronto siguiera el mismo camino. Alejarse de casa la aterrorizaba, pero por entonces se consideraba que la experiencia era necesaria para que los pequeños maduraran.

Cuando su padre estaba en casa tampoco participaba de la vida en familia, constantemente con la cabeza en otra parte. Parecía que no quisiera estar ahí: tenía siempre la misma cara que ella ponía cuando la llevaban al médico. Audrey guardaba pocos recuerdos infantiles de su padre, pero hubo uno que la marcó: el del día que no regresó de uno de sus viajes. Fue a finales de mayo de 1935. Más tarde supo que se fue a Londres, donde residía su familia y donde tenía alguna posibilidad de trabajo o negocio. Y lo hizo sin despedirse ni dar explicaciones. Simplemente desapareció.

Audrey acababa de cumplir seis años y se había quedado sin padre. Es cierto que hasta entonces él nunca había sido una presencia muy estable en su vida, pero eso era todo lo que conocía. Al menos lo tenía en casa de vez en cuando y podía aspirar a captar su atención y cariño. Ahora solo le quedaba su ausencia permanente.

Fue el suceso más traumático de mi vida. Recuerdo la reacción de mi madre, su rostro cubierto de lágrimas... Yo estaba aterrorizada. ¿Qué iba a ser de mí? Era como si el suelo hubiera desaparecido bajo mis pies.

Esta fue posiblemente la primera vez que Audrey vio llorar a su madre. Y Ella van Heemstra lloró durante varios días. La pequeña Audrey intentaba entender qué había pasado. ¿Es que había hecho ella algo que hubiera molestado a su padre? ¿Volvería a verlo algún día? Solo tenía seis años y no comprendía absolutamente nada. Pasaba las noches despierta, imaginando que regresaba o soñando que nunca se había marchado.

Tras el abandono de Joseph, Audrey solo obtuvo cierto consuelo cuando su abuela materna acudió desde Holanda a verlas y las llevó con ella a su casa de Arnhem, donde su abuelo había sido alcalde entre 1920 y 1921. Audrey quería mucho a sus abuelos, especialmente a él, pues a pesar de la rectitud victoriana de ambos, era la única figura masculina de la familia —con la excepción de su tío Otto— que le había proporcionado parte del afecto paternal que tanto anhelaba.

Su madre se quedó al frente de la familia, sola con tres hijos. Por segunda vez, su matrimonio se había roto. Sin embargo, su educación y su elevado sentido de la responsabilidad no le permitían flaquear, de modo que, a pesar de la tristeza y la rabia que se habían apoderado de la atmósfera doméstica, siguió con sus planes de enviar a su hija a un internado en Inglaterra.

El pequeño pueblo de Elham, en el condado de Kent, fue el destino elegido y el primer hogar de Audrey en Inglaterra. Llegó allí a mediados de 1935. Adaptarse a un país nuevo era una dura tarea para una niña introvertida e insegura como Audrey. Su inglés, además, aún era imperfecto y echaba terriblemente de menos a su madre. Para facilitar su adaptación, Ella le buscó una familia del pueblo con la que pasó las primeras semanas. Pasado el verano ingresó en Miss Ridgen’s School, una pequeña escuela femenina del mismo pueblo, dirigida por seis hermanas solteras, cuyo apellido daba nombre al centro. A pesar de que Audrey era feliz cuando jugaba con los niños y encontró profesores con los que congenió rápidamente, nunca se acostumbró a las clases. Se sentía siempre inquieta, incapaz de pasarse tantas horas sentada. Miraba por la ventana mientras oía de lejos la voz de los maestros, anhelando que llegara la hora del recreo. Necesitaba respirar, se asfixiaba dentro del aula. Le gustaban la historia, la mitología y la astronomía, pero odiaba profundamente las matemáticas. ¿Para que servían? Le parecían insufribles, tremendamente complicadas. Lo cierto es que se aburría mucho en el internado, aunque la experiencia allí también supuso una buena lección de independencia. Audrey supo poner en práctica una de las cualidades que había heredado de su madre para afrontar la soledad: su capacidad de adaptación. La escuela se le quedaba pequeña, cierto, y en ocasiones su pupitre le parecía una cárcel diminuta en la que estaba condenada a aburrirse día tras día. Pero en lugar de hundirse en la tristeza, Audrey andaba por los pasillos del internado con la cabeza bien alta y buscando cómo canalizar la energía de su frágil cuerpo infantil. La suerte le proporcionó un soplo de aire fresco con un arte que había de acompañarla toda la vida: la danza. Esa actividad que le permitía expresarse mediante su cuerpo surgió sin buscarla como una vía de escape, y fue una liberación en medio de la rigidez escolar. A partir de entonces, cuando se lo preguntaban, Audrey afirmaba sin titubeos cuál era su más ansiado sueño: convertirse en una bailarina profesional.

Buena parte del descubrimiento de esta pasión se lo debía a su profesora Norah Ridgen, maestra del centro y discípula de la gran bailarina y coreógrafa Isadora Duncan, que fue quien le enseñó sus primeros pasos sobre las tablas. Ella y un profesor que venía cada semana desde Londres para impartir la clase de ballet lograron despertar en Audrey la capacidad de exteriorizar sus emociones por medio de su cuerpo. Miedo, alegría, frustración, esperanza, soledad… Con sus zapatillas de ballet, ya fuera con un punteo de pasitos veloces o trazando graciosos saltos en el aire, Audrey podía recorrer de un lado a otro ese enorme arco de sentimientos que aún no podía verbalizar.

Aunque su padre se había marchado en 1935, el divorcio formal no llegó hasta tres años después, cuando Audrey ya tenía nueve años. La baronesa obtuvo la custodia de su hija, y Audrey era feliz junto a ella aunque a veces le resultara demasiado estricta. Sin embargo, seguía añorando a su padre, y Ella lo sabía. Por ello, cuando Joseph reclamó el derecho a visitar a su hija, la baronesa no se lo impidió. Este de nuevo mostró su carácter volátil e inconstante y, pese a que en aquellos años residía en Inglaterra, apenas fue a ver a su hija cuatro veces durante los años que Audrey estuvo en el internado.


El 4 de mayo de 1939, el día en el que Audrey cumplió diez años, su madre acudió de visita a la escuela para asistir a una de sus primeras funciones de danza. Audrey tenía un nudo en el estómago desde que se había levantado por la mañana. Sabía que podía hacerlo bien, había practicado mucho, pero no podía evitar que le sudaran las manos y le temblara todo el cuerpo. Había llegado el momento de enfundarse sus zapatillas de ballet y subir al escenario. Y cuando lo hizo, todas esas caras que la estaban observando desaparecieron. Ejecutó los movimientos con tanta precisión que, durante todo ese tiempo, no se dio cuenta de que se había olvidado del público. Cuando se encendieron las luces, fue como si se despertara del mejor sueño que jamás había tenido. Estaba radiante. Pudo ver a su profesor y a sus compañeras aplaudiendo con entusiasmo, pero Audrey necesitaba encontrar la mirada de su madre entre el público. Allí estaba. Y casi al borde de las lágrimas descubrió que, aunque lo hacía con el mismo recato y decoro con el que lo hacía todo, su madre también estaba de pie, como los demás, ovacionando a su pequeña.

A partir de entonces, el universo comprimido de Miss Ridgen’s School le resultó más cálido. De muros hacia fuera, sin embargo, el panorama era totalmente opuesto. Un ambiente hostil se iba apoderando de Europa. Ajena a la política, Audrey había disfrutado de las vacaciones de verano en Folkestone junto a su madre y una familia de amigos que las había acogido. Por desgracia, las noticias fueron contaminando poco a poco aquellas semanas de felicidad estival. Su madre y sus anfitriones comentaban con gesto serio lo que estaba ocurriendo en fronteras no tan lejanas. A principios de septiembre, cuando ya había empezado el curso y su madre se encontraba de nuevo en el continente, un ejército alemán de casi dos millones de soldados invadió Polonia. A partir de aquí, todo se precipitó. Inglaterra, junto con Francia, Nueva Zelanda y Australia, declaró la guerra a Alemania. Gran Bretaña estaba en guerra. El horror las había alcanzado.

Las comunicaciones y los transportes no tardaron en complicarse. Muy pocos aviones comerciales recibieron permiso para salir del país. La baronesa se puso en contacto con Joseph en Londres y acordaron que él recogería allí a Audrey mientras ella partía hacia Holanda desde Bélgica. Audrey llevaba mucho tiempo sin ver a su padre. Y aunque la guerra fuera el motivo del improvisado encuentro, volvió a formarse en su estómago el nudo que se le hacía cuando iba a pasar algo importante o que la emocionaba mucho. No tenía ganas de llorar, pero sentía que tenía los ojos brillantes, le temblaban los labios, ¡deseaba contarle tantas cosas…!

El aeropuerto de Gatwick estaba cerrado, así que Joseph condujo a toda prisa hasta un aeródromo en Sussex. El reencuentro que Audrey tanto había idealizado resultó precipitado. Su padre estaba nervioso y confuso, apenas hablaba y, cuando lo hacía, no se atrevía a mirarla a los ojos. Además, solo llevaba una maleta. ¿Y la suya? ¿Acaso él no iba a acompañarla?

Minutos después Audrey ocupaba su asiento en uno de los últimos aviones que salieron de la isla, un aeroplano pintado de naranja, el color nacional de Holanda, país al que se dirigía y donde supuestamente estaría a salvo. A bordo del aeroplano que la reuniría con su madre y sus hermanos, Audrey observó la figura gris de Joseph Ruston desde la ventana del avión, que empequeñecía. Ese padre ausente, al que tanto había añorado, menguaba a cada segundo hasta convertirse en un puntito casi imperceptible y, finalmente, desaparecer por completo. ¿Cuánto tardaría en volver a verlo?, se preguntaba la pequeña. Esa fue la última vez que sus ojos infantiles se posaron en su padre.


Audrey había estado cuatro años en el internado. Se sentía feliz de volver con su familia, pero le costaba adaptarse a la vida fuera del círculo familiar. Y para su propia sorpresa, echaba un poco de menos la escuela en Inglaterra. De nuevo, Audrey estaba descolocada por el idioma, y las constantes mudanzas durante los primeros meses no la ayudaron en ese regreso a casa. Demasiados cambios en muy poco tiempo. Aunque siempre en Arnhem, primero se instalaron con sus abuelos en el castillo Zijpendaal, luego solos en un apartamento, y al final en una casita adosada. Era lógico que Audrey no estuviera del todo segura de dónde estaba su hogar.

Con todo, empezó sus clases en el instituto local. Le costaba mucho hablar holandés, casi lo había olvidado, y eso reavivó en ella algunas inseguridades. A veces, llegaba a casa llorando, pero sabía que había que sobreponerse y adaptarse al entorno y recuperó a toda prisa el idioma. Había aprendido a hacerlo desde siempre. Era algo que iba con ella. La pequeña Audrey empezaba a sospechar que la vida era una larga sucesión de transformaciones a las que debía adaptarse con una sonrisa. En eso era como su madre, perfectamente mutable según las circunstancias, siempre firme, siempre eficiente y dispuesta. La baronesa inscribió a Audrey en clases de ballet en el conservatorio de Arnhem y las semanas se sucedieron en una calma inquietante. Era una época tranquila. Sus días pasaban entre las horas en el instituto y las clases de ballet. Una vez más la danza la salvaba de lo cotidiano, de aquellas clases en el nuevo instituto. Alimentaba su imaginación y le permitía expresarse sin necesidad de recurrir a las palabras.

Con la llegada de las fiestas, Audrey esperó impaciente la visita de sus familiares, como su tío Otto y una prima con la que de pequeña había entablado amistad. No muy lejos, «esa broma de guerra», como la llamaban en Holanda, seguía planeando por Europa, pero la mayoría de los holandeses no la consideraba preocupante. Aunque Checoslovaquia y Polonia ya estaban en manos del ejército de Hitler, eran muy pocos los que miraban hacia fuera con inquietud. Holanda era un país neutral, no había por qué preocuparse. En pocos meses volvería la primavera y todo quedaría atrás.

Entretanto, Audrey asistía a conciertos y espectáculos de danza y teatro con su madre, que se involucró muy activamente en la cultura de Arnhem y le contagió esa pasión. A Audrey le encantaba aquel mundo, los escenarios, las historias imaginadas, los vestuarios deslumbrantes. Y cuando asistía solía imaginarse a sí misma ahí arriba, con su tutú y sus bailarinas, realizando los pasos más complejos con una exactitud exquisita, manteniendo un equilibrio imposible, provocando la admiración de todos los que habían ido a verla. Audrey alimentaba así su único sueño: ser la primera bailarina de una gran compañía.

El 9 de mayo de 1940 celebró su decimoprimer cumpleaños y su madre le hizo un regalo que la actriz recordó con gran emoción durante toda su vida. La famosa compañía de danza inglesa Sadler’s Wells Ballet estaba de gira e hizo parada en Arnhem en esa fecha. ¡La protagonista era la joven Margot Fonteyn, la primera bailarina del Royal Ballet! Audrey no recordaba haber estado tan emocionada en toda su vida. Iba a ver a su ídolo en persona, así que se preparó para una noche muy especial. Tanto, que lució un vestido largo de tafetán que su madre encargó expresamente para la ocasión. Fue su primer vestido largo, con cuello redondo y un lacito, y un botón pequeño en la parte delantera. Era el atuendo de una princesa, tan largo que llegaba hasta el suelo. Y crujía maravillosamente con cada paso que daba.

Cuando acabó la función, Audrey, con sus once años recién cumplidos, pudo pasearse por el escenario confiada, feliz, imaginando un futuro de estrella, radiante con sus hermosas bailarinas y ese vestido largo que nunca olvidaría. El suelo del escenario brillaba. Era la primera vez en su vida que se iría a dormir más tarde de lo debido.

A las tres de la madrugada, aquella misma noche, sin previo aviso, el ejército alemán cruzó la frontera e invadió los Países Bajos, Bélgica y Luxemburgo. Por la mañana, los pasos firmes de los soldados que lucían la esvástica resonaron por primera vez por las calles de Arnhem.


La primavera terminó de golpe. La pequeña y tranquila ciudad holandesa de Arnhem, ese esperanzado refugio de la familia de Audrey, se convirtió en la antesala del infierno. Holanda había captado la atención de las tropas del Tercer Reich mientras Audrey disfrutaba de una vida tranquila, tal y como lo hacía el pueblo holandés, que, en su gran mayoría, no había querido ver ni oír lo que se precipitaba de forma inminente. Tras una larga tradición de paz, los soldados holandeses no estaban listos para afrontar una guerra. No estaban preparados para la defensa, pero menos aún para el ataque. Tras sufrir un intenso bombardeo en Rotterdam, el Gobierno y la familia real salieron del país en un vuelo con destino a Londres, desde donde coordinaron sin éxito la defensa del ejército nacional. Aquella misma semana los alemanes atacaron La Haya con bombas incendiarias y, tras perder sus aviones y buena parte de su maquinaria bélica a manos del enemigo, Holanda se rindió.

Las tropas del ejército de Hitler no tardaron en instalarse en Arnhem. Los soldados recorrían las calles armados y uniformados y, aunque al principio no se mostraban hostiles, se apoderaban de todo aquello que consideraban necesario para alimentar su maquinaria de guerra. Audrey evitaba a toda costa pasar por los lugares en los que solían estar, e incluso a veces se escondía. Y empezaba a sentir que quizá tendría que pasar algún tiempo hasta volver a disfrutar con su madre de la música y el teatro como lo habían hecho hasta la fecha. ¿Qué iba a pasar a partir de entonces? ¿Se quedarían durante mucho tiempo aquellos soldados en las calles de Arnhem?

Por entonces, Audrey, sus hermanos y su madre se habían reinstalado con su tío Otto y su tía Miesje en el castillo de Zijpendaal, en el campo, donde las fuerzas de ocupación les permitieron permanecer. A lo largo de los meses siguientes, la familia fue viendo cómo desaparecían todas las joyas y los objetos de valor para comprar comida. ¿Cuánto más podía durar aquello? ¿De qué iban a vivir?

A pesar de todo, Audrey continuó con sus estudios y sus clases de ballet en el conservatorio de Arnhem, que había renunciado a cobrar sus tarifas y aceptaba lo que las familias pudieran pagar. Una vez más, el soplo de aire le venía de mano de la danza. Su madre la matriculó, además, en clases de holandés y, a partir de entonces, tuvo terminantemente prohibido hablar el idioma en el que se había educado en Kent. El sentimiento antibritánico de los alemanes era creciente y Audrey no debía olvidar que tenía nacionalidad y apellido inglés: era un peligro en potencia. El hecho de tener que adaptarse de nuevo al idioma que llevaba años sin usar originó en la niña una singular forma de hablar, una marca que habría de quedarle de por vida:

No hay idioma que me permita relajarme cuando estoy cansada, porque mi oído nunca se ha acostumbrado a una sola entonación. Eso se debe a que no tengo una lengua materna y es la razón de que los críticos me acusen de tener un curioso modo de hablar.

Una mañana, Audrey encontró unos papeles sobre la mesa. Era la matrícula para la escuela. Pero estaban a nombre de Edda van Heemstra. ¿Es que iba su madre a matricularse en el instituto? Pues si era así, alguien muy descuidado había escrito mal su nombre, porque su madre se llamaba Ella, no Edda. Vaya. En cuanto vio a la baronesa, Audrey la interrogó sobre el hallazgo:

—¿Vas a matricularte en el instituto, mamá?

A la baronesa le hizo gracia la ocurrencia de su hija.

—Yo no, estos son los papeles de tu matrícula. A partir de ahora, fuera de casa eres Edda van Heemstra. Olvídate de Audrey Ruston. Tu nombre delata tu nacionalidad y los británicos ahora mismo son los principales enemigos de los alemanes. Así que a partir de ahora eres holandesa y te llamas Edda. ¿De acuerdo?

Audrey no podía articular palabra, pero era imposible decirle que no cuando se ponía así.

—Si tenemos que falsificar cualquier documento, será fácil convertir mis dos eles en dos des —añadió Ella.

Audrey no se sentía en absoluto identificada con ese nombre, pero su madre creía que era lo mejor y, con once años, ella apenas entendía lo que estaba pasando. El cambio de identidad no la tranquilizó, Audrey se sentía más insegura que nunca. Todo cuanto le había resultado normal hasta el momento estaba desapareciendo, incluso su nombre. Ya no le quedaba mucho por perder. Pronto se estableció para la población un estricto racionamiento de víveres y productos básicos, que se reservaban en su mayor parte para el ejército alemán. Con el corazón en un puño, los ciudadanos vieron cómo les requisaban todas sus pertenencias: vehículos, zapatos, bicicletas, ropa de abrigo… El ejército invasor lo devoraba todo. Cualquier posesión considerada antes ordinaria se había convertido de repente en un objeto de lujo. Las raciones de comida cada vez eran más pequeñas. Cuando llegó el invierno, la escasez de carbón hizo que las familias solo tuvieran permitido calentar una habitación de la casa, en la que debían hacinarse. Los holandeses, que habían disfrutado de una alta calidad de vida hasta que Hitler había cruzado la frontera, vieron con tristeza cómo la pobreza y las enfermedades se instalaban en su tierra.

Para Audrey, el hambre era un dolor nuevo, una especie de tristeza desconocida hasta entonces. Y tenía tanta que algunos días los pasaba enteros en la cama, leyendo, para no pensar en su estómago vacío. En el campo, los granjeros sorteaban la escasez produciendo cultivos pequeños, compartiendo, intercambiando la comida por objetos de valor de los que los ricos se desprendían con tal de tener algo que poner en la mesa. Audrey comía cualquier cosa que llegara al plato. No importaba la procedencia de la comida y tampoco su color: durante esos años se acostumbraron a comer pan verde, pues la única harina disponible era la de guisantes. Conoció el sabor de los bulbos de tulipán e incluso un día descubrió a sus hermanos comiendo galletas para perros. Días fríos e interminables en los que no había nada que hacer más que esperar. Nadie sabía cuánto podía durar aquella situación, aunque Audrey siempre pensaba que terminaría pronto. Y sin proponérselo, contagiaba ese optimismo a todos los que la rodeaban. Como siempre, ella intentaba evadirse con la danza, y se tomaba tan en serio sus clases de ballet que la mayoría de las veces, cuando ensayaba con sus compañeras, olvidaba el horror que había dejado fuera antes de entrar. Pero no era solo cuestión de practicar. La mirada experta de su profesora, Winja Marova, la motivaba y la ayudaba a concentrarse, claro que sí, pero Audrey se sentía cada vez más débil. Cada semana, casi clase a clase, percibía que el agotamiento tardaba menos en entorpecer sus piernas. Y ella sabía el motivo: no estaba comiendo lo suficiente. Aquella nueva tristeza ya no estaba solo en su estómago, sino que se extendía por todo su cuerpo. Cada movimiento le costaba el doble de esfuerzo y de concentración. Pero no pensaba rendirse nunca. Entrenaba durante horas en el conservatorio y en casa, y las pocas posesiones que le quedaban eran algunas revistas de ballet. El orden y la estructura de la danza la ayudaban a afrontar el caos de fuera; la elegancia y la delicadeza la empujaban a seguir soñando. Vestida con el tutú y las zapatillas de ballet se sentía a salvo, aunque tuviera heridas en los pies y el estómago vacío.

No tardó en convertirse en la alumna estelar de Winja, y fue precisamente en sus clases donde Audrey entró en contacto con la Resistencia por primera vez. La admiración que sentía la profesora hacia la pequeña bailarina era recíproca: a Audrey la deslumbraba la pasión de esa mujer y sabía, además, que era su alumna predilecta. Esa fe, que a ojos de una niña de once años parecía inquebrantable, la ayudaba cuando dudaba de su propio talento y le permitía retomar fuerzas para no dejar escapar su sueño. Y por su parte, Winja sentía que Audrey hipnotizaba al público cuando bailaba. No sabía con exactitud qué era, pero había algo en ella que llamaba irremediablemente la atención. ¿Era su ligereza? ¿Tal vez la elegancia innata de sus movimientos? ¿Aquellos grandes ojos despiertos? ¿Qué tenía aquella pequeña bailarina? Todas esas cualidades hacían que Audrey fuese única, y en realidad poco importaba el motivo: Winja tenía claro que Audrey era capaz de hechizar a cualquiera con su sola presencia, y que cuando empezaba a moverse al son de la música lograba que los espectadores olvidaran la amenaza de la guerra. Así que, además de bailar en las clases del conservatorio, pronto empezó a hacerlo también en las «funciones negras» que se organizaban para recaudar dinero para la Resistencia holandesa, que poco a poco seguía creciendo en la sombra. Años después, Winja recordaría a Audrey con estas palabras:

Estaba dispuesta a darlo todo por aprender. Era muy musical, siempre disfruté enseñándole… Cuando estaba sobre el escenario, incluso aunque solo supiera un poquitín, uno inmediatamente advertía que una llama iluminaba al público.

La Resistencia estaba formada en su mayor parte por jóvenes holandeses que se enfrentaban como podían al régimen nazi. Recopilaban información con el fin de sabotear a los invasores y dar refugio a los aviadores aliados derribados que necesitaban un sitio donde esconderse. Eran muchos, tantos que Audrey conocía bien la mayoría de sus caras. Como la de su hermano Ian, que formaba parte activa de la Resistencia. Y luego, la propia baronesa también se unió. A partir de entonces, la pequeña Audrey también colaboró con ellos de la única forma que sabía: bailando.

Había otros niños y niñas como ella, y Audrey enseguida se percató de que algunos de ellos eran los que transportaban el correo entre los miembros de la Resistencia portando mensajes ocultos en sus zapatos. Una noche, tras una función, se apropió de uno de esos mensajes y decidió ser definitivamente útil para la causa. Era un trozo de papel escrito a mano. Lo dobló, lo acomodó junto a su pequeño pie de bailarina y realizó su primer acto individual de rebeldía contra el régimen invasor.

Estaba aterrorizada, por supuesto, pero por fin sentía que estaba haciendo algo verdaderamente valeroso. Ese miedo ya no la abandonó durante el tiempo que duró la ocupación, pero Audrey conseguía reunir el coraje para mirarlo de frente cada vez que sus ágiles pies transportaban mensajes.

Uno de esos días en los que el hambre y la realidad de la muerte surcaban el aire como la sombra de los aviones que sobrevolaban la ciudad, un hombre abordó a Audrey en plena calle y le susurró que necesitaba su ayuda. Era un miembro de la Resistencia, ella recordaba haberlo visto antes. Con disimulo, con prisas, le dijo que había un paracaidista británico oculto en el bosque de Arnhem y acababan de enterarse de que los soldados nazis, ajenos a su existencia, iban a realizar maniobras en esa zona. Audrey hablaba inglés, era la única que podía advertírselo antes de que fuera descubierto, transmitirle algunas instrucciones y, después, informar a otra persona en el pueblo para que le encontrara un escondite. Audrey podía parecer tímida e insegura, pero en aquel momento no se permitió dudar ni un instante. Simplemente, se internó en el bosque.

Parecía una tarea sencilla, pero Audrey había aprendido a no bajar la guardia. Una pequeña distracción, algo tan inocente como una sonrisa en el momento equivocado, podía ser un motivo de sospecha. Consciente de que el enemigo acechaba en cualquier rincón, Audrey se dirigió al lugar indicado procurando que los nervios no aceleraran en exceso sus pasos. A lo largo de su paseo fue recogiendo flores silvestres, ocultando con ese gesto inocente el motivo que la empujaba a atravesar el prado, a poner en riesgo su vida para ayudar a un hombre, a una causa, a la libertad perdida. Cuando encontró al soldado, Audrey le dio las instrucciones debidas y le aseguró que hallarían para él un lugar alejado del peligro. Ahora solo le quedaba cumplir la última parte de su misión. Regresó al pueblo por un camino diferente, se internó en las calles desiertas y, al girar la última esquina, su corazón se detuvo. Había dos soldados alemanes allí, de frente. La observaron con detenimiento, murmuraron algo y avanzaron hacia ella. Y la pequeña Audrey, dueña de ese magnetismo silvestre capaz de cautivar a cualquiera, no dejó que ni una pizca del terror que sentía se trasluciera en su mirada. Ella quería ser artista, pensó, llevaba mucho tiempo preparándose para subir al escenario. Cuando uno de los soldados le señaló el camino por el que había venido y le exigió explicaciones, a ella no le tembló la mano: le extendió un ramillete de flores y le sonrió. El otro soldado cogió el ramo y se quedó mirándolo, casi como si no supiera qué hacer ante tamaña incongruencia. La dejaron marchar. Con el corazón desbocado, mantuvo la compostura y siguió caminando hasta que logró localizar al barrendero del pueblo y hacerle la señal convenida. Él asintió: el rescate del aviador británico acababa de ponerse en marcha. Misión cumplida, valiente Audrey. Aquella niña de largas piernas y ojos enormes, aquel cervatillo surgido del bosque, había burlado al enemigo.


Audrey estaba acostumbrada a no saber nada de su padre. Tampoco su madre tenía noticia alguna sobre la dirección que había tomado la vida de su exmarido. Poco podían imaginar que Joseph Ruston, esa figura gris que había desaparecido en la lejanía cuando Audrey volaba hacia Holanda, había sido arrestado. Sus simpatías hacia la ideología fascista lo habían llevado a la cárcel en Inglaterra, donde estuvo preso tres años, y más tarde a un campo de detención en la Isla de Man. A Audrey se le heló la sangre cuando lo supo. Era una de las peores noticias que podía recibir. Le dolía que estuviera preso, pero lo que realmente le destrozaba el corazón era el motivo por el cual lo habían detenido. ¿Era cierto que su padre apoyaba el régimen nazi? ¿Estaba él del lado del invasor? ¿Estaba de acuerdo con aquellos que robaban, asesinaban y expandían el terror y el hambre por Europa?

Y lo peor aún estaba por llegar. En toda Holanda la Resistencia seguía creciendo y, en consecuencia, la represión nazi se mostraba cada vez más implacable. En un intento frustrado por destruir un tren alemán que transportaba maquinaria militar, y ante la ausencia de una confesión por parte de la Resistencia, los mandos del ejército nazi decidieron que era hora de dejar claro qué sucedía cuando se desafiaba su poder. Sin que les temblara el pulso, reunieron a un grupo de ciudadanos holandeses escogidos al azar y los llevaron al bosque, donde los fusilaron. Era el verano de 1942 y el tío de Audrey, Otto van Heemstra, y una de sus primas estaban en aquel grupo. Audrey, que entonces tenía trece años, tuvo que ver cómo los nazis colocaban a sus parientes y amigos en una hilera temblorosa. Vio la mirada de su tío y de su prima, una mezcla de incredulidad y sorpresa que ya nunca olvidaría. ¿Era así como iban a morir? ¿En ese momento, allí delante? Y de pronto la cara que veía era la de su padre, lejano y esquivo. ¿Él estaba a favor de esto? No podía creerlo, no podía aceptarlo. Cuando sonó la ráfaga, desvió la mirada. No quería guardar en su memoria el recuerdo de los cuerpos desplomándose. Tal como lo describió ella misma:

En mi adolescencia conocí la fría garra del terror humano; lo vi, lo oí, lo sentí. Es algo que no desaparece.

Su padre estaba preso, su tío y su prima habían sido fusilados, y el hambre era cada vez más atroz. El café, los huevos y la carne habían desaparecido. Apenas había nada que llevarse a la boca. Se acercaba el invierno del hambre, en el que más de veinte mil personas murieron en Holanda debido a la hambruna, y otros varios miles a causa de enfermedades relacionadas con la desnutrición. Audrey y Ella se mudaron a una de las casas del barón en Velp, a las afueras de Arnhem, donde compartieron la miseria con su tía Miesje, que acababa de enviudar, y sus abuelos. Las emisiones de propaganda y los ratos en los que se sentaba con su abuelo al lado de una pequeña lámpara para hacer crucigramas eran los únicos momentos de entretenimiento que tenía, en los que podía distraer ligeramente su atención del vacío de su estómago.

Una mañana de aquel crudo invierno, la corta vida de Audrey sufrió una nueva convulsión: en plena calle, un grupo de soldados alemanes armados ordenaban a cuantas mujeres y niñas veían que se pusieran en fila. Audrey estaba allí e intentó aplacar el miedo recitando para sí el padrenuestro en holandés mientras obedecía a los soldados. Sabía muy bien que no había margen para la desobediencia, pero tenía que pensar algo rápido para salir de allí. Las obligaron a subir a tres camiones militares, que avanzaron torpemente por las calles de Arnhem. Audrey miraba alrededor. Lo único que veía era el terror mudo en las caras de todas aquellas niñas y mujeres. ¿Iban directas a la muerte? Los camiones se detuvieron y los soldados empezaron a golpear a ciudadanos judíos, identificados por la estrella de David cosida en la ropa que estaban obligados a usar. Audrey oyó el terrible ruido de las armas chocando contra los cuerpos de los prisioneros y, en medio de la confusión, durante unos segundos eternos, se olvidó del miedo, se olvidó de sus piernas paralizadas por el pánico y saltó del camión. No corrió: se escondió a cuatro patas bajo las ruedas. Temía que el conductor la hubiera visto, pero no fue así. Y cuando el convoy arrancó, quedó al descubierto en medio de la calle, hecha un ovillo. Supo que había vuelto a nacer, una vez más, y se sintió la única responsable de su propio destino.

En septiembre de 1944, tras el fracaso del mayor ataque de las fuerzas aliadas por recuperar el territorio ocupado, Arnhem quedó prácticamente destruido. La maniobra, llamada Operación Market Garden, involucró a casi cien mil soldados de las fuerzas aliadas. Pero, a pesar del gran despliegue humano y estratégico que tenía por objetivo recuperar cinco puentes sobre los principales ríos de Holanda, la ofensiva resultó totalmente infructuosa: solo trajo más muertes, detenciones y desesperación.

El hambre y el terror provocaron un éxodo al campo. Miles de personas abandonaron las ciudades sin equipaje y sin rumbo, huyendo en busca de alimento que les permitiera sobrevivir. Audrey, ya establecida por aquel entonces en las afueras del pueblo, contempló con el corazón en un puño el desesperado desfile de familias con bebés, niños, enfermos y ancianos que se arrastraban por los caminos en busca de abrigo y alimento, bienes de lujo que muy pocos poseían. Audrey sí tenía un techo bajo el que resguardarse, pero ya no quedaba comida. Por entonces, toda su familia debía conformarse alimentándose con ortigas y hierba.

La desnutrición la había debilitado tanto que, muy a su pesar, tuvo que renunciar a sus clases de ballet. Le fallaban las fuerzas y temía desfallecer durante los ensayos. Al hambre, ese compañero del que Audrey no lograba separarse, pronto se le unió el frío crudo que se había adueñado del país. La temperatura descendía bajo cero todos los días y cualquier pedazo de madera servía para hacer leña. Mobiliario, estructuras de casas abandonadas o cobertizos se despedazaban para proporcionar algo de calor a los que aún sobrevivían. En su casa llegaron a acoger a cuarenta personas. No cabían más, pero la falta de comida seguía siendo un problema allí también, por lo que todos acabaron por marcharse para seguir por los caminos con destino a ninguna parte. Solo huían del horror. Hacia dónde, no lo sabían. La lucha por la supervivencia era lo único que los movilizaba en ese terrible invierno.

Pocos años después, Audrey leyó el diario de Anna Frank. Ambas habían vivido la brutalidad del régimen de Hitler cuando eran niñas, con la misma edad, en el mismo país. Y la impresión que le produjo aquel relato común no se le olvidaría. Se identificaba con el miedo que sentía la pequeña judía, y también con sus ganas de vivir.

El espíritu de supervivencia es muy fuerte en las palabras de Anna Frank. En un momento dice «estoy deprimida» y al siguiente te habla de que quiere montar en bici. Ella es la muestra de una infancia en terribles circunstancias.

Como Anna, Audrey se aferraba a las pocas grietas luminosas que le ofrecía la vida, a la espera de que llegara el primer día de libertad.

Mientras esto exista —y yo pueda disfrutar de este sol radiante, este cielo sin nubes—, no puedo estar triste.


La mañana del 4 de mayo de 1945 amaneció en el más absoluto silencio. Durante toda la noche habían escuchado gritos y detonaciones de obuses procedentes del río. Al alba, el hogar de Audrey parecía irrealmente sereno. Era el silencio de la paz. ¿Acaso era cierto? ¿Había terminado por fin la guerra? Poco a poco, la calle fue llenándose de vítores y cantos. Audrey se asomó por la ventana y vio un grupo de soldados británicos recorriendo las calles. Cuando abrió la puerta, se percató de que su propia casa estaba rodeada de militares aliados empuñando sus armas. Audrey, cubierta de harapos, chilló de alegría y se dirigió a ellos en inglés. Este ejército olía distinto, olía a combustible y tabaco. ¡Olía de maravilla! Este olor siempre le evocaría la libertad.

La joven Audrey, que ya medía metro setenta, escuálida y famélica tras el largo período de hambre, se acercó alegre a los soldados y les pidió un cigarrillo. Al ver su estado, uno de ellos le ofreció todo el chocolate que llevaba encima: en un instante, Audrey devoró cinco tabletas como si temiese que se desvanecieran en el aire, que nada de aquello fuera real. Pero vaya si lo era. El cigarrillo le hizo toser, el chocolate la hizo enfermar. Su estómago, habituado a la sopa de ortigas, aún no estaba preparado para comer con normalidad. Audrey estaba deseando reanudar la vida que la guerra la había obligado a poner en pausa.

Con la llegada de la Administración de las Naciones Unidas para el Auxilio y la Rehabilitación (UNRRA), los ciudadanos de Arnhem y Velp tuvieron acceso a comida, mantas, medicinas y ropa. Las escuelas se convirtieron en centros de ayuda y Audrey fue atendida, como el resto de la población infantil, con una humanidad que nunca olvidaría. La UNRRA, precursora de Unicef, les envió miles de cajas repletas de víveres con los que Audrey había soñado cuando su estómago se quejaba por el hambre: leche en polvo, galletas, queso... Tenía acceso a todo aquello que hacía solo unos años, de un día para otro, había desaparecido. Había llegado la paz, el calor humano. Había llegado el momento de recuperar su vida.

Holanda había sido liberada, pero los estragos de la guerra eran profundos. Ante el abrumador número de holandeses heridos o impedidos, la reina Guillermina emitió un mensaje radiofónico pidiendo colaboración para atenderlos. Audrey recordó al instante un principio que su madre le había repetido durante su infancia como si de un mantra se tratara: «Los demás van antes que uno mismo. El prójimo siempre es más importante».

Esa filosofía, que le había sido útil para superar algunas dificultades, ahora las llevaría a las dos a instalarse en un hospital de Ámsterdam hasta principios de 1946, donde colaboraron en la atención de los enfermos, ayudándolos con sus necesidades físicas o a escribir y leer cartas.

Audrey ya no volvería a ser Edda van Heemstra, pero tampoco sería Audrey Ruston. Aunque provenía de la otra rama de la familia, la de su marido, fue Ella la que decidió recuperar el apellido Hepburn y anteponerlo a Ruston, con la idea de engalanar la identidad de su hija. Ocurría que Hepburn era el único nombre aristocrático que pudo encontrar en el árbol familiar de Ruston: el apellido de la abuela de su padre, supuestamente descendiente de James Hepburn, conde de Bothwell, el tercer esposo de Mary, reina de Escocia. Así, Audrey comenzó a utilizar los apellidos combinados, Hepburn-Ruston, y finalmente, en honor a su bisabuela, se quedó solo con el primero.

En tanto, el sueño de ser bailarina no solo no había desaparecido, sino que se mantenía más fuerte que nunca. Su madre estaba dispuesta a seguir adelante y, aunque no tenían dinero y apenas había viviendas disponibles en Ámsterdam, Ella alquiló un pequeño apartamento y empezó a trabajar como cocinera. El sueldo era muy bajo, pero pudo apuntar a su hija a sus deseadas clases de ballet, donde Audrey empezó a recibir las lecciones de una joven e innovadora maestra llamada Sonia Gaskell gracias a las recomendaciones de su querida Winja Marova.

Audrey asistía a aquellas clases con renovada ilusión, pero no tardó en notar ciertas diferencias entre ella y el resto de sus compañeras. Audrey se cansaba muy rápido, no soportaba ciertas posturas durante mucho tiempo y se daba cuenta de que su cuerpo era menos flexible y resistente que el de las demás. Gaskell no le decía nada. Al contrario, se mostraba encantada con su vitalidad y su compromiso en los ensayos, pero mostraba ciertas reservas debido a las visibles consecuencias que la guerra había dejado en el cuerpo de su nueva alumna. Y aunque Audrey se aferrara a su pasión con todas sus fuerzas, traía consigo una verdad de la que ya no podía huir: cinco importantes años de su desarrollo físico habían estado marcados por la escasez y el hambre, y, aunque la lucha por la supervivencia había terminado, ahora era el momento de enfrentarse a la realidad de lo que la guerra había hecho con ella. Y así, después de tantos años sin flaquear, aquel verano Audrey se sintió desfallecer. La guerra había sido muy dura, eso era innegable, pero durante todo aquel tiempo de escasez, Audrey había descubierto el valor de la comunidad, la importancia de compartir y el calor humano que los había mantenido unidos y con vida a todos. Ahora que la guerra había acabado, ¿dónde había quedado todo aquello? ¿Es que tendría que enfrentarse sola a todo a partir de ahora? La larga sombra de la depresión se cernió sobre ella. Afloraron los fantasmas del pasado: el abandono de su padre, la búsqueda incesante de afecto, la soledad del internado, la guerra, el hambre, toda aquella oscuridad. Y ahora, la incertidumbre de la danza. Empezó a comer para intentar distraer su mente. Comía de todo, en especial chocolate, que siempre tuvo para ella el sabor de la libertad. Y dormía para no pensar.


Arriba, Audrey en Arnhem durante la ocupación. Cuando finalizó la guerra, tenía quince años y padecía serios problemas de desnutrición. Abajo, la ciudad en el día de su liberación, el 14 de abril de 1945.

Como siempre había ocurrido en su vida, la danza vino a rescatarla. Sonia Gaskell le dijo a Audrey que existía la posibilidad de que pudiera ingresar en una escuela de estudios avanzados de danza en Londres, pero tenía que ponerse en forma. La promesa fue suficiente estímulo para ella. En poco tiempo, logró recuperar la ágil figura que exigía el mundo del ballet.

Y tal como Gaskell imaginó, la prestigiosa escuela londinense de Marie Rambert aceptó a Audrey con una beca. El problema es que tenía que asumir el alojamiento y los gastos de manutención, y su madre y ella apenas llegaban a final de mes. La única solución era que ambas se marcharan a vivir a Londres. Con ese objetivo en mente, Audrey empezó a realizar trabajos como modelo a tiempo parcial y participó en una película documental interpretando el papel de azafata. También rediseñó sombreros que vendía a las clientas del salón de belleza en el que entonces trabajaba su madre. Su mirada estaba puesta en Londres: su único objetivo era ahorrar para ir allí, donde soñaba con empezar una carrera fulgurante en el mundo de la danza. Sí, por fin ponía rumbo a sus sueños.

A finales de 1948, con el dinero suficiente para comenzar una nueva vida, Audrey partió junto a su madre hacia Londres, donde la baronesa había encontrado un trabajo como portera en un modesto edificio de apartamentos de South Audley Street, en Mayfair. Allí, una ágil y determinada Audrey Hepburn salía corriendo cada mañana hacia la escuela de danza para ensayar. Se estaba preparando para ser la mejor y pronto todos podrían ver de lo que era capaz. Solo tenía que subir a un escenario para mostrar aquello que la hacía única.

Audrey Hepburn

Подняться наверх