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PRESUPUESTOS PARA UN DEBATE

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1. La cultura no es tan sólo un artefacto lúdico para ocupar los momentos de ocio. O sí lo es y tendríamos que reescribir la sentencia anterior utilizando un verbo tan estigmatizado como la palabra «sentencia» –oigo a Cicerón, oigo a los enciclopédicos y a los cartesianos, oigo a los autores de la gramática de Port Royal–: «La cultura no debería ser…». Suenan peor los preceptos que las definiciones esencialistas: se han muerto los preceptores, pero no los metafísicos. Lo que quiero decir, a fin de cuentas, es que la cultura no es –o sí, pero no debería– sólo un espectáculo, aunque, precisamente, en las épocas de crisis la cultura de entretenimiento y la cultura espectacular se utilicen como respiradero para aliviar las tensiones que produce una acrecentada alienación cotidiana.

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Mal pan, peor circo

En la crisis, les toca comer pan de borona a los de siempre. Asumir que las habas están contadas: quedarse sin casa; morir de un cáncer curable porque no llegan las pruebas; ser becario fósil o estar agradecido por un trabajo temporal de cuatrocientos euros al mes. En la crisis, estamos cansados y nos tapamos la cabeza para protegernos de las catástrofes que, como bombas, caen alrededor: jóvenes sin empleo, personas que se quedan en paro a los cuarenta y cinco, familias en las que no entra ningún salario… La democracia, como en el chiste, es una forma de elegir entre susto o muerte: mandan los mercados y siempre votamos al FMI por culpa de una ley electoral injusta. Entre otras razones.

Cuando el pan es malo, el fútbol es el mayor espectáculo del mundo. Cuando el pan es malo, el circo se vuelve peor. Nadie tiene tiempo para el circo y, cuando alguien paga para ver a los payasos, espera la belleza de la funambulista y la elegancia del trapecio. Experimentar pequeñas, controladas y previsibles emociones. Vivir la ficción de una felicidad paralela. La cultura se reduce a espectáculo. Cura sana, culito de rana. Otros van al circo porque quieren que el tigre se coma al domador: esos sólo tienen que poner la tele para ver a tertulianos-gladiadores que se escupen a la cara. Como en la lucha libre, es una impostura, pero esa violencia, que se regodea en su vacío, adormece al demonio –al rebelde con causa– que llevamos dentro. Después, frente a la agresión real de la hipoteca, ya hemos gastado la adrenalina. Tenemos miedo. El efecto que provocan en el «consumidor cultural» la amable funámbula y el tertuliano vesánico es el mismo: parálisis.

Mal pan, peor circo es una frase de denuncia política. Gracias al 15-M parece que es posible pensar desde otro sitio sin ser un ingenuo o un capullo. Ojalá la lógica empresarial que dirige la vida de la gente, comunidades y países, deje también de gobernar una cultura que se legitima en función de su rentabilidad y de su presencia anestésica, pero no inocua, en los mostradores. Salvémonos de la astenia colectiva en el mejor de los mundos posibles y recuperemos palabras robadas que hablan de una cultura que no es sólo supositorio anti-estrés, sino herramienta crítica para ver, pensar y actuar de otra manera. Lente de aumento o metafórico adoquín contra el escaparate.

2. En realidad, la cultura nos importa un pepino y nos parece algo secundario respecto a otras luchas. Ignacio Echevarría6 recoge específicamente las ideas de Peter Sloterdijk y Botho Strauss sobre la marginalización de la literatura. Escribe Strauss en Parejas, transeúntes (1981): «¿Qué puede decirse sobre la fundamental marginalidad del escritor y de la escritura? ¿Quiénes somos frente a la masa de los medios de comunicación y la fuerza de la banalidad?». Comenta Echevarría que la literatura no ha perdido su centralidad debido al arrinconamiento de los escritores, sino a «la progresiva insignificancia a la que la viene reduciendo su mansa adaptación a las condiciones creadas por la sociedad de consumo». Este fenómeno –la marginalización de la literatura– presenta un curioso síntoma: más allá de la censura ejercida por el rodillo del mercado, en la literatura no se practica una censura ideológica que quizá sí puede detectarse en la televisión. En la sección de Cultura del diario El País, «los hijos de la perestroika» hablan de la nueva literatura en Rusia: Todos insisten en que la literatura es «un fenómeno marginal; no influye en la sociedad». Por eso ya no hay censura, dicen. «Es la televisión», apunta Savéliev, «la que ejecuta la política del gobierno»7. Se produce un efecto bola de nieve: el público lector busca mayoritariamente ese libro que responde a los cánones ideológicos invisibles de la normalidad construida desde los mensajes televisivos. La censura se aplica a lo que importa, a lo que repercute, a lo que trasciende. Lo literario ya no le importa a nadie, aunque quizá deberíamos ser optimistas e igual que la ideología perpetuada por ciertos autores8 nos inquieta, tendríamos que confiar en el poder transformador de lo literario. No dejarnos engañar. Usar nuestras armas: nuestro modo de ejercer la violencia en un lugar intrínsecamente violento. Volver al punto de partida. Encender la llama en el pebetero –olímpico o pagano–. Prestigiar. Marcar un desnivel. Volver a un origen en el que la masa de escritores –bloggers, tuiteros, polemistas internáuticos, anónimos que hipócritamente aspiran a un nombre propio que se convierta en marca…– no era superior a la masa de lectores (de nuevo, Echevarría). Aún tengo mucha confianza en el poder transformador de la literatura entendida como un fenómeno pequeño-burgués y vigilo mis sueños para que ni ellos ni los poemas que escribo se llenen de imágenes perversas. Hay que resistirse a ciertos estímulos exteriores. Conocerlos bien.

ILUSTRACIÓN 19

A Antonio Machado, cuando dormía, bendita ilusión, una fontana le fluía en el centro de su corazón. No hace mucho yo soñé con la lolita alemana que ganó Eurovisión y con Antanas Mockus. La falsa Lolita, Mockus y yo vamos juntos a alguna parte. Dentro de mi propio sueño, estoy fuera de lugar: no me caigo por un precipicio ni se me mueven los dientes. Tampoco ando desnuda por los pasillos de un supermercado. No hay epifanías ni represiones eróticas. No barrunto a Dios ni bailo con un desconocido. No hay laberintos ni familiares a los que les alargo la vida matándolos al soñar. No se me cae el pelo. Mi vida interior cambia. Mis sueños no son recónditos. Ni dignos de contarse en un poema. Si Freud me tumba en su diván, sólo podrá distinguir en la ventanita de mi frente una pantalla plana de televisión… ¿Cambiarán así los temas de la poesía? Yo, por si las moscas, ando buscando un guardián de discoteca que haya aprobado su examen y no deje pasar a mis sueños ni a los presentadores de magazines ni a nadie con calcetines blancos.

3. Nadie salió indemne de la posmodernidad. Ahora toca luchar por la reivindicación y la recuperación de un espacio. Incluso hay que reivindicar la desprestigiada figura del autor (perdón, perdón, perdón). Personalmente, necesito escuchar en un patio donde todos hablamos, parloteamos, gritamos o susurramos y sólo hay ruido, monólogos, repentizaciones disfrazadas de diálogo. Quizá lo revolucionario sería que, ante la superioridad numérica de los que escriben frente a los que leen, todos nos hiciéramos lectores y sólo lectores.

4. J. Ernesto Ayala-Dip10 habla de la retransmisión de un partido de fútbol en televisión: de pronto, en el campo aparece un pavo real –la imagen es magnífica y bien podría formar parte de una película de Federico Fellini–, pero ninguno de los comentaristas deportivos conoce el nombre del ave. Dicen: «Es una gallina». Dicen: «Es un faisán». Dicen: «Es un gallo». Doy crédito a las palabras de Ayala-Dip porque yo misma a veces me he recogido los ojos de encima de los muslos viendo algún magazine televisivo. Mi última experiencia: tertulianos del corazón, en un arrebato de españolismo del que no suelen recuperarse nunca, escuchan aquello de «Yo soy la Carmen de Ronda, y no la de Mérimée y no la de Mérimée…». Cuando acaba la canción, una de las licenciadas en periodismo que forma parte de la plantilla del programa pregunta: «¿Qué es Mérimée?». Y el tertuliano más culto le responde: «El de la ópera, mujer, el de la ópera». Me escandaliza la falta de pudor para mostrar la propia ignorancia, me escandaliza la respuesta del tertuliano más culto, pero lo que más me escandaliza de todo es el «Qué» del primer interrogante.

5. Frente a la creencia de que vivimos en la sociedad del conocimiento, sucede lo mismo con las posibilidades de internet, con la velocidad de la luz, con las miríadas de amigos de las redes sociales: en la era de la comunicación y de las comunicaciones, experimentamos un efecto aislante. Viajamos sin mirar a través de la ventanilla y nunca hablamos con el pasajero de al lado: llevamos los auriculares en las orejas, consultamos nuestro correo en el móvil, escribimos un textículo en nuestro ordenador portátil, consultamos en Wikipedia alguna información. Menos mal que se vuelven a ocupar las calles, plazas y plazoletas: políticamente y en las festivas terrazas fumadoras que tanto molestan a los vecinos. Ya no aguantamos ni un pelo.

6. Quiero escuchar a los que tienen algo que decir. Porque lo han pensado dos veces. Porque han sudado tinta. Porque no basan su conocimiento en la maldad o en la ocurrencia. Siento nostalgia del antiguo catedrático de griego y de la profesora que, en 1º de BUP, se ensuciaba la pechera de tiza dibujando un cuadro sinóptico –las llaves eran casi perfectas caligráficamente hablando–, de las escuelas presocráticas. Siento nostalgia del oráculo de Delfos, de las brujas de Macbeth y de las viejas, ciegas y caníbales, que luchan por la posesión de su ojo de cristal, de la versión de Furia de titanes que rodó Desmond Davis en 1981 con efectos especiales y producción de Ray Harryhausen. Quiero que vuelvan los eruditos: contradigo el buenrrollismo de Ignacio Sánchez-Cuenca11 que se felicita por la desaparición, propiciada por el acceso al dato en internet, de la ancestral especie de los eruditos. Me parece mucho más temible la proliferación de colonias de alumnos copiones y quiero que vuelvan los intelectuales, los empollones, los sacerdotes laicos, los científicos darwinistas, los intérpretes de la realidad y del origen de las especies, los que se toman en serio su colección de sellos del mundo, los divertidísimos iluminados, las maestras ciruela, los que descubren las vacunas y escriben libros que cuentan cosas que no queremos saber; como Alberto Lema en Una puta recorre Europa (Caballo de Troya, 2008), que en la contraportada de esta primera novela, recoge algunos puntos fundamentales de su poética: su intención de «buscar las zonas oscuras del presunto lustre de las democracias occidentales», de «hacer visible lo visible» y, sobre todo, de poner al servicio de tales propósitos las estrategias de la literatura de masas. O sea, luchar contra el poder utilizando sus armas y convirtiendo al autor en una especie de buen terrorista de la literatura12. Pero todos esos se están convirtiendo en una manada trémula de escritores melancólicos o en niños hiperactivos que buscan un bote salvavidas –salvarse de la muerte– con la excusa de la hipertecnologización. Quiero escuchar a alguien que tenga algo que decirme. Mientras tanto, desconfío de la escritura colectiva y de las performances. Mueven mucho dinero.

7. Volvamos a pensar en clave marxista: la infraestructura económica deviene en superestructura ideológica que cristaliza en distintas propuestas culturales que configuran eso que llamamos una cultura: local, nacional, global… Vivimos en el momento de la cultura del neoliberalismo. Mi corrector de confianza escribe en los márgenes de este documento: «Neoliberalismo es una designación débil para la etapa más brutal y hegemónica del capitalismo». Recojo su comentario, agradezco su celo y doy cuenta de mi moderación. Vivimos en el momento de la cultura del neoliberalismo. Ojalá viviéramos en el momento de la cultura de la crisis del neoliberalismo. ¿No tenéis la sensación de estar perdiendo una oportunidad?

8. Repito: la cultura es una cristalización de la ideología. De la dominante, de la hegemónica que no se siente como tal ideología, pero como ectoplasma que nos atormenta cada noche nos provoca malos sueños y nos sube la fiebre. Lo invisible, lo ausente, lo inmaterial, lo que se camufla y no tiene un nombre que sirva como insulto, repercute en la carnalidad cotidiana. En las carencias. La cultura es la cristalización de una presencia fantasmagórica y también puede serlo de otros proyectos ideológicos y políticos, que no se ponen por encima sábanas blancas ni atraviesan muros y paredes –im-per-cepti-ble-men-te–, pero que tienen capacidad para iluminar facetas «poco lustrosas» de lo real. La basurilla de debajo de la alfombra. El barrido de la suegra. Las taras del ácido desoxirribonucleico de las mejores familias –jorobaditos, hemofílicos, pobres niñas ricas…–. La violencia de un mundo feliz. Las fauces del «capitalismo filantrópico».

9. La cultura como artefacto ideológico conforma la visión del mundo y el espacio sentimental de los seres humanos que, interactivamente, se convierten en productores de cultura. Los objetos culturales no hablan del sexo de los ángeles. Ni siquiera cuando se empeñan en hacerlo y describen un pubis, nublado de brillantina, que huele a cirio pascual y luce alas.

10. Toda la cultura encarna un posicionamiento ideológico. El pop, el expresionismo abstracto, el barroquismo o el minimalismo son soluciones «formales» que concretan una ideología. No, no es exactamente así: la expresión «soluciones formales» parte de una dicotomía espuria entre el fondo y la forma sustentada en la lógica perversa del comentario de texto. Quizá, por esa razón, muchos niños no aprenden a leer. El expresionismo abstracto, el pop, el minimalismo no son soluciones formales, sino formas ideológicas. Como Pocoyo. Los Teletubbies. Y la madre de Marco.

11. Las formas culturales con apariencia de neutralidad –formas blancas, formas ensimismadas en la cultura sacramental del arte por el arte, formas de primera comunión– son las que entrañan mayor peligro –sí, peligro: existe una cultura de alambrada electrificada–. La cultura deja un poso que nos mueve a unos procedimientos determinados de acción. O de inacción. Cuando la publicidad se convierte en poesía toda esta cadena de relaciones causa-efecto es aún más evidente: planes de pensiones, privilegiar la seguridad frente a cualquier otro valor, pensar en la vejez, curarse en salud, huir a las verdes praderas, comer hortalizas desinsectadas, asociar la libertad con la velocidad y el viaje… Las propuestas culturales son, en definitiva, procedimientos de acción –o de inacción–. No hace falta ejercer de comisario –palabra para despellejar–: basta con leer tomando conciencia del significado profundo del acto de leer.

12. La cultura no es algo secundario ni se puede separar del trabajo político. La cultura popular no es lo mismo que la cultura basura. La cultura popular es aquella capaz de reflejar problemáticas que afectan a las comunidades, las hacen visibles entre las interferencias del televisor y consiguen que un mensaje sea escuchado entre la maraña de mensajes. La cultura popular no es la cultura «fácil». Se trata de encontrar un punto intermedio entre el elitismo y lo populachero, lo cómodo, lo reconocible, lo que resulta confortable y reconfortante en lugar de inquietante y transformador. En ocasiones veo monstruos y me asaltan dudas aterradoras: ¿se puede ser de izquierdas y fan de David Bisbal?, ¿es posible ver el fútbol sin remordimientos?, ¿los que se hacen del Barça lo hacen porque les gusta su juego o porque están cansados de perder?, ¿en la respuesta a la anterior pregunta está la razón del éxito de El tiempo entre costuras, Shakira y las enamoradizas bestias de Crepúsculo? Camela es harina de otro costal.

13. Entonces, pienso en la fiesta. En Baco, en la necesidad de divertirnos, perder el norte, ligar con un tío con el que no vas a casarte, saltar con una canción boba. O lista. Reírte con una grosería de los Morancos, con el Orgullo del tercer mundo o con la Muchachada Nui sin buscar, entre unas modalidades y otras del chiste, diferencias que se basen en el concepto «humor inteligente». Pienso en la grasa que escurre por la comisura de los labios cuando se come morcilla en una fiesta de pueblo. En la salud de la grasa y la sensualidad de un cha cha chá interpretado por una orquesta ambulante. Y en que debería haber sitio para todo. Pero cuando me doy cuenta de que todo son canciones bobas, hombres travestidos de mujeres que llaman a su Jonathan a gritos, pinchos de morcilla, poesía cursi, hago una mueca, me visto de señorita Rottenmeier, leo a Hermann Broch, a Musil y a Max Frisch durante la misma tarde, apago el televisor, pago la entrada de un cine en versión original. Incluso me da por escribir un poema hermético.

14. A propósito de la cultura de la fiesta, me entero por la televisión de un dato preocupante: sexagenarios bailarines frenéticos corren el riesgo de accidentes cardiovasculares y gangrena en los testículos provocada por un priapismo casi eterno. Ingieren una sustancia que combina el éxtasis y la viagra. Luchan contra el envejecimiento, la impotencia y la muerte alejándose cada vez más de la realidad y de la vida. Podemos pensar que ese doble movimiento de morder la vida mientras se pierde a chorros es una paradoja. O que un espectáculo tan bochornoso se produce ante la convicción de que todo es un asco. El punk llega a la tercera edad. O bien: el punk es un movimiento protagonizado por los que, ahora, ingresan en la tercera edad. O bien: hay que volver a tomar posiciones frente a lo apolíneo y lo dionisiaco.

15. La cultura no dialoga sólo con la cultura. No es sólo erudición ni una serie encadenada de notas a pie de página. Los objetos culturales dialogan entre sí, pero fundamentalmente dialogan con lo real: parten de la realidad y a la realidad vuelven. La realidad también son los textos, pero no exclusivamente los textos. Dos mujeres muy inteligentes se dan cuenta de que estamos faltos de realidad: Yourcenar, Alice Munro. Saco dos conclusiones: primera, las torres de marfil no existen –ni siquiera para los que se empeñan en encaramarse a ellas–; segunda, es bueno que un escritor coja el metro, compre boquerones y los limpie con sus propias manos, sepa lo que es depender de una nómina o quedarse en paro.

ILUSTRACIÓN 2

Olvido García Valdés presentó hace algunas semanas su excelente poemario Lo solo del animal en La casa encendida de Madrid. Su anterior libro, Y todos estábamos vivos, apareció hace seis años. Lo que quiero resaltar no son el rigor y la intrepidez en la escritura que, en el caso de Olvido, se asocian a la necesidad de un tiempo e incluso de una difamada lentitud, sino un detalle de la presentación que me pareció muy lúcido.

Allí se sugirió que, en Lo solo del animal, el jardín era un símbolo. Olvido dijo: «No». El jardín era lo que estaba delante de su casa. Un jardín puede ser un símbolo del espacio atildado o agreste, cultivado o salvaje, vivo o muerto, de la poesía, pero una rosa es una rosa y un jardín, además de un símbolo, es un jardín sin más, un lugar concreto del mundo más allá de la abstracción y la asociación libresca. Un jardín ya tiene bastante con ser un jardín. Pide ser mirado por sí mismo. Más allá de las mixtificaciones.

La poesía está tan saturada de palabras llenas de palabras que se encapsula, diluye lo real y los estratos que lo constituyen, y a menudo con el pretexto de refundarlo, lo olvida. Ojalá la poesía dejara de ser el credo de sacerdotes que nos alumbran el lenguaje –animal que se muerde la cola–. Llevamos una carga excesiva de literatura sobre los hombros. Marguerite Yourcenar apuntó: «De lo que andamos faltos es de realidades». Magritte pintó una pipa y debajo escribió «Esto no es una pipa». No, no es una pipa: es una representación. Pero también es una pipa. Y que cada uno se lo tome como quiera.

16. En realidad, esta última modalidad de escritor es la más común, pese a la generalizada creencia de que el escritor es un ser mítico que vive gracias a anticipos millonarios, tiene caprichos de diva –J-Lo sólo se aloja en lugares entelados de blanco escrupuloso– y se hospeda en hoteles de siete estrellas. A la mayoría de los escritores –a la masa, al proletariado de los escritores que ya ni siquiera se desclasan con la escritura porque el prestigio del artista está muy mermado– nunca se les paga lo que de verdad cuesta su libro: el precio oscila entre nada y menos de un euro por hora. Hagamos el cálculo: si por un libro en el que se ha trabajado dos años –setecientos treinta días por ocho horas de trabajo al día son cinco mil ochocientas cuarenta horas trabajadas–, se da un anticipo de seis mil euros brutos, eso significa que cada hora de trabajo de alguien que escribe se paga a poco más de un euro. Imaginemos que el anticipo es el doble, el precio por hora trabajada sigue siendo miserable. El salario de un escritor casi siempre es simbólico. El escritor no es un minero y no se le permite hablar en términos de trabajo y de salario: será que la escritura no es un oficio, sino un don de Dios. Será que los escritores caminan sobre las aguas y mastican éter. Será que los escritores para pagar la hipoteca se deben buscar un trabajo decente: profesor de instituto, camarero o tornero fresador. Actividades con una verdadera utilidad social. Porque, al fin y al cabo, la escritura es un placer para quien la practica. Porque, al fin y al cabo, nadie se juega nada escribiendo y la escritura –literaria– no sirve para nada. Absolutamente. Todo eso se lee y se escucha. Yo reivindico para los escritores o bien el espacio sagrado perdido, o bien el beneficio que les corresponde por producir «ocio de calidad» –bienes suntuarios, bisutería, analgésicos– en la sociedad de mercado.

ILUSTRACIÓN 3

Los escritores que hablan de dinero están condenados al infierno. Se han convertido en mercaderes y Jesucristo, como belicoso arcángel que lleva en la diestra una espada flamígera, o un bloguero muy, muy cabreado, van a expulsarlos del templo de la literatura. Los escritores que no hablan de dinero –qué elegancia– son los que viajan en business. En literatura también existe la lucha de clases.

Aspirar a vivir de lo que se escribe no es lo mismo que escribir por dinero lo que a uno le echen, aunque yo no tengo nada en contra de lo segundo y habría que dignificar el trabajo de los negros. En contraposición, escribir gratis no es garantía de hacerlo bien. Ni desinteresadamente. Ni siquiera significa que eres más honesto que el que cobra por sus palabras. Los hay que, como pasantes de abogado, escriben gratis porque buscan una silla. Un favor para después. Llevan la cuenta de los débitos en una libreta y mordisquean el lápiz como Manolito, desprolijo tendero. Su generosidad y su amor al arte son una forma de no dar puntada sin hilo.

Con la excusa de la crisis cada vez es más corriente no pagar las colaboraciones en prensa, los informes de lectura, el trabajo como jurado. Clientelismo. Indignidad. Yo, que he cometido todos los pecados –he escrito sin cobrar y cobrando, he esperado y he hecho favores–, a Dios pongo por testigo, con un rábano en el puño, de que nunca volveré a pasar hambre, porque, mientras el mundo no pare y yo me pueda bajar, hoy uno es muchísimo más libre cuando le pagan. No les quepa duda.

17. «No se puede confundir la cultura popular con la cultura más vendida, con la que se consume más o tiene más aceptación. La cultura popular no es lo mismo que la cultura de masas. Asumir eso sería asumir la validez de una economía de mercado donde los conceptos de calidad y de cantidad se solapan y, demagógicamente, el cliente lector siempre tiene la razón porque el que paga, manda.» Un efecto secundario de este convencimiento –un convencimiento que cada vez me suscita más dudas porque me siento ingenua u obsoleta cada vez que lo pronuncio– es que nunca compro un libro en El Corte Inglés.

No tan incendiario

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