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CAPÍTULO 1.

EN TORNO A LA COMPRENSIÓN DE LAS RELACIONES COLOMBO-VENEZOLANAS. APROXIMACIONES CONCEPTUALES COMPLEJAS

Al revisar las relaciones colombo-venezolanas encontramos principalmente tres tipos de estudios: los primeros muestran dinámicas de ideologización y de pragmatismo; los segundos son temas de seguridad vinculados con una carrera armamentista; y los terceros se refieren a elementos estructurales y/o coyunturales. Todos ellos varían según el actor, temas y objeto de estudio, lo que lleva a señalar que hay estudios con lentes políticos, otros enfoques militares y otros análisis económicos, pero que carecen de un diálogo entre ellos, los cuales examinan prioritariamente al Estado y, de manera más reciente, a los migrantes. En ellos, también se encuentran presentes aproximaciones conceptuales como poder, liderazgo y seguridad que resultan prioritarias para el objeto de estudio. Teniendo en cuenta las anteriores consideraciones, se analizan las Fuerzas Militares colombianas frente a Venezuela en el contexto de las relaciones colombo-venezolanas.

1.1. ENTRE LO IDEOLÓGICO Y LO PRAGMÁTICO

La política exterior latinoamericana vincula y plantea una tensión entre ideología y pragmatismo. En este sentido, Gian Gardini y Peter Lambert (2011) analizan y explican la política exterior de once países latinoamericanos: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, México, Nicaragua, Paraguay, Perú y Venezuela, percibiendo la ideología como lo deseable y el pragmatismo como lo alcanzable, al mismo tiempo que se observa una complementariedad entre ambos. En el caso de Venezuela se resalta la combinación entre lo ideológico y lo pragmático (Raby, 2011) y en el de Colombia la estrecha relación con Estados Unidos (Randall, 2011) que bien podría interpretarse como ideológica o pragmática, pero que sí ha sido el principal referente para la inserción internacional colombiana. Lo cierto es que se observa una tensión entre ambos como también ocurre en otros aspectos de la política internacional (Gardini y Lambert, 2011).

Al respecto debe señalarse que para el enfoque del realismo en las relaciones internacionales, la ideología y el pragmatismo son independientes y presentan una jerarquía. Es decir, que para los Estados lo prioritario es preservar su existencia y mantener su seguridad, antes que propugnar por aspectos relacionados con ideales de prosperidad, erradicación de la pobreza y cooperación regional, etc. En tanto para los constructivistas, la realidad y la política exterior, son aspectos netamente construidos que dependen de quien sea el jefe de Estado.

Desde dicha perspectiva, se encuentran diferentes puntos de análisis a considerar en las relaciones colombo-venezolanas que, en múltiples ocasiones, se han instrumentalizado. En primer lugar, se identifica la tensión existente entre los intereses de la política nacional y exterior, debido a que estas son permeadas por elementos ideológicos, en ocasiones difíciles de materializar, que dificultan construir consensos. En este orden de ideas, la dicotomía a la que hacen referencia Gardini y Lambert, es la misma que afecta la proyección económica de esa nación y su imagen en el exterior.

En segundo lugar, y de manera complementaria, son de vital importancia las aspiraciones, ideales, realidades e intereses que orientan el comportamiento humano. En consecuencia, las creencias deben estar fundadas en principios que permitan darle sentido a los acontecimientos y asuntos, para así determinar las metas y preferencias políticas, que luego serán traducidas en decisiones políticas. Eso sí, con la mirada puesta en la viabilidad, resultados y limitaciones, que conlleva pasar de la teoría a la práctica. La ideología y el pragmatismo forman parte integral de toda actividad política y, por ende, de la política exterior. Por esta razón, cualquier política exterior que se elabore debe contener elementos de uno y otro, por cuanto “son términos complementarios, más que opuestos o irreconciliables. Aunque ciertamente existe una tensión entre la ideología y el pragmatismo, están interrelacionados y son compatibles, no son mutuamente excluyentes” (Gardini, 2011, p. 13). En otras palabras, una política exterior donde solo prevalezcan las ideas, termina siendo una utopía; mientras que una dominada por el pragmatismo caería en el oportunismo y lo que es más grave en la falta de dirección.

La política exterior de Venezuela, desde el arribo de Chávez en 1999, ha sido muy proactiva e innovadora, pero también más controvertida. El proceso de la revolución bolivariana ha conllevado cambios profundos en Venezuela y los objetivos proclamados por Chávez se han vuelto más radicales con el paso del tiempo. De ahí, el cambio que se ha ido dando de la democracia participativa y protagónica al Socialismo del Siglo XXI, con una política exterior expandiéndose y una visión internacional que va desde la multipolaridad, pasando por la integración regional con los países del Alba para llegar a un nuevo orden económico internacional de carácter anticapitalista. En el binomio ideología-pragmatismo, la primacía claramente está en la ideología, pero desarrolla una gran habilidad para adaptarse pragmáticamente a las situaciones que convengan a sus intereses, como resultado de posturas flexibles y estratégicas para alcanzar los objetivos de la revolución a largo plazo. Por eso, ideológicamente rompe con políticas anteriores y entra en tensiones con sus socios internacionales como Estados Unidos y Colombia, a la vez que construye alianzas con países afines.

La formulación de la política exterior colombiana también ha estado sujeta a estas tensiones entre el pragmatismo y la ideología. Su política exterior, “ha tendido a estar dominada por una pequeña élite de política exterior, en la que el presidente sin excepción ha sido el jugador más importante” (Randall, 2011, p. 140), al punto que muchos de los presidentes establecen la agenda dejando con poca influencia al Congreso y, menos aún, a la opinión pública. Sin lugar a dudas es una política exterior sin consenso que muestra divergencias de las élites políticas tradicionales con los gobernantes de turno, como se pudo observar con el Plebiscito para la Paz durante el gobierno de Juan Manuel Santos y/o durante la actual administración de Iván Duque que representa al partido del Centro Democrático.

Un aspecto clave que aporta Randall, es la influencia histórica que ha establecido Estados Unidos en Colombia, siendo que el tema de la seguridad y defensa es el motivo de los acercamientos, mientras que en otros países como Venezuela ese mismo punto es la principal causa del distanciamiento. Esto obedece al cambio del discurso político influenciado por el componente ideológico, que según Puentes (2009), se ve reflejado en el discurso de Chávez al caracterizarse por ser “aparentemente elemental, pero con una carga ideológica enorme, basado en la afirmación, repetición y contagio, aunados al prestigio ganado tanto en las filas militares donde, se sabe, mostró sus dotes de buen conversador, más la imagen ganada” (Randal, 2011, p. 131). Además, su posición se ha visto respaldada por potencias extrarregionales como Rusia y China, quienes fortalecen su presencia en la región latinoamericana en la medida que Estados Unidos mantenga su influencia en las inmediaciones de estas dos potencias (Mijares, 2017).

Complementando lo expuesto, Antoni Kapcia (2011), plantea la creencia de que siempre la ideología en la política exterior es una exclusividad de los países desarrollados más fuertes, mientras que el pragmatismo sería el mejor activo para los países pequeños en vía de desarrollo. Algo similar podría decirse del argentino Carlos Escudé con sus aportes sobre el realismo periférico y la necesidad de construir alianzas con países dominantes.

No obstante, la política exterior de América Latina se ha configurado a través de perspectivas ideológicas contrapuestas que varían según el gobernante de turno. Chávez generó una fractura en la región debido a su postura contestataria ante Estados Unidos, modificó el comportamiento de relacionamiento frente a este país con un discurso antiimperialista, donde se intentaban abstraer principios ideológicos de izquierda que solo para ese entonces Cuba mantenía y que luego fueron seguidos por Ecuador, Bolivia, Argentina, Nicaragua y Brasil. En este sentido, la creencia de que la ideología en la política exterior está reservada exclusivamente a los países más fuertes y desarrollados, en tanto que el pragmatismo sería el mejor activo para los países pequeños en vía de desarrollo, no es del todo cierto.

Pero no solo lo ideológico y lo pragmático resulta relevante para el presente análisis. También capacidades duras vinculadas con el poder duro de las relaciones internacionales que nos ha llevado a debatir entre la carrera armamentista y/o las competencias militares en Venezuela.

1.2. ¿REARME O CARRERA ARMAMENTISTA?

Al respecto, Carlos Malamud & Carlota García (2006), se preguntan acerca de “si estamos frente a un proceso de rearme y una eventual carrera armamentista o si solo se trata de la renovación de unos equipos obsoletos” (p. 3). El interrogante surge bajo el indicio de que, en los años 2004-2005, algunos países latinoamericanos han tenido un incremento muy acentuado frente al gasto militar. Es el caso de Chile, con 3.401, Venezuela con 2.200 y Brasil con 1.342 millones de dólares, respectivamente, seguidos de lejos por Argentina con 80 millones de dólares, según cifras del Iiss y el Cadal, durante 2005. Como porcentaje de su PIB, acuerdo base de datos del Sipri, World Economic Outlook 2006, “los países que tienen un mayor gasto militar son Chile (3,8%), Colombia (3,7%) y Bolivia (1,9%), y los que menos son México (0,4%), Argentina (1%) y Perú (1,4%)” (Malamud & García, p. 4).

Al respecto, llama la atención que países cuyos gobiernos se encuentran alineados a la izquierda continental, se encuentren liderando las compras militares, siendo que se han caracterizado por sus posiciones antimilitaristas y rechazo al aumento de presupuesto para fines bélicos. Es el caso de Venezuela, quien argumenta que sus compras obedecieron al proceso de reposición del material viejo que ya cumplió su vida útil y la necesidad de luchar contra el narcotráfico y los grupos de paramilitares que delinquen en la frontera con su vecino Colombia (Malamud & García, pp. 6-7).

La diferencia entre Chile y Venezuela, en las compras, está en que el primero invirtió en tecnología de la cual carecía y, el segundo, en armamento y equipo para armar a la población que se incorporará como milicias bolivarianas, dentro de su doctrina de guerra asimétrica y con el fin de prepararse para una guerra irregular; Brasil, para controlar la Amazonía; Colombia que hizo compras por 3,4% de su PIB, para suplir las necesidades que le implica atender el conflicto interno; y Argentina para financiar su reforma militar de largo plazo. Concluyen que si bien no es una carrera armamentista a la altura de las grandes potencias, se ha demostrado que en la región existe una firme intención de comprar armas, así la intencionalidad no sea del todo clara. En síntesis, Malamud & García, identifican una creciente adquisición de equipamiento militar por parte de Chile, Brasil, Argentina, Venezuela y Colombia. Si bien no corresponde a una dinámica generada por una carrera armamentista, destacan que la mayor parte de la inversión fue realizada por Venezuela, un país que mantiene una fricción con Colombia debido a las dinámicas derivadas del conflicto armado (Malamud & García, p. 20) y del diferendo fronterizo. Adicionalmente, Gustavo Emmerich (2008), haciendo un balance del gasto militar, sostiene que el crecimiento de los gastos militares sudamericanos desde la década de los años 90, responde a una tendencia global que inevitablemente se encuentra articulada con aspectos ideológicos.

Lo anterior, desde una visión realista de las relaciones internacionales, responde al hecho de que la dinámica de rearme hace parte del balance de poder, un crecimiento acelerado histórico que no se había presentado en la región.

FIGURA 1. GRÁFICO GASTO MILITAR EN AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE


Fuente: Elaboración propia a partir de los datos del Sipri (2020), en mm de dólares a precios de 2017.

En consecuencia, al igual que Malamud y García, Emmerich califica el aumento acelerado que se presenta en Sudamérica como una carrera armamentista en desarrollo y la atribuye a tres razones. La primera, a las disputas territoriales y de límites que históricamente se han dado en la región entre Chile con Perú y Bolivia, Perú con Ecuador, y Colombia con Venezuela. La segunda, obedece a diferencias ideológicas y políticas entre los países del hemisferio, incluyendo a Estados Unidos, destacando tres grandes bloques de gobiernos: 1) Izquierda radical y anti estadounidense, conformado por Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Cuba. 2) Gobiernos de izquierda moderada, los que procuran relación amistosa con Estados Unidos y propician cambios internos: Argentina, Brasil, Chile, Panamá, Perú y República Dominicana. 3) De centro o conservadores, los que están alineados con Estados Unidos, básicamente Colombia, México (de entonces) y la mayoría de los países centroamericanos. La tercera razón se encuadra en el “efecto espejo”, que son las compras de armamento que un país realiza impulsado por la de otro u otros países, buscando que sea del mismo tipo o mejor (también aplicable a los vendedores o proveedores de armas). Por tanto, concluye que es una carrera armamentista modesta, pero preocupante frente a la perspectiva militar y geopolítica que se da en Sudamérica, ya que aumenta las tensiones. También, que los recursos bien podrían aprovecharse para el desarrollo económico y social de la región (Emmerich, 2008, p. 263).

Lo anterior se ratifica con el análisis realizado por el Laboratorio de Paz Venezuela (2010), utilizando cifras del Sipri, acerca de la transferencia de armas a América Latina, en el que se demuestra que entre 1980 y 2010 Venezuela ocupó el segundo puesto, detrás de Chile, como el país de la región que más gastó en compras de armas, ascendiendo a un monto de 6.934 millones de dólares. De ese total, 3.472 millones de dólares se destinaron a la adquisición de aviones de combate (casi el 50%), seguido por 1.727 millones en buques de guerra y 676 millones de dólares en misiles.

Sin embargo, al examinar las estadísticas del Sipri (2018) para el período 2012-2016, la adquisición de armas cayó en un 30% en el Cono Sur, pero continúa siendo la región del continente que más recibe importaciones con un 46%; Venezuela destaca como el mayor importador de armas en América del Sur, no obstante la caída en los precios del petróleo. Las compras provinieron de Rusia que vendió el 34% del material bélico adquirido en la región, seguido de Estados Unidos con el 16%, y Francia con el 8,1%. Evidentemente, se registró un aumento significativo del equipamiento militar en América del Sur durante el período 1980-2010, de acuerdo con las configuraciones en la geopolítica del hemisferio que se estaban generando en el escenario regional. También, es cierto que durante ese período no se registraron confrontaciones armadas interestatales, pero sí se generó un ambiente de inestabilidad acompañado por un discurso belicista de países como Venezuela.

En contraste con los anteriores autores, Arlene B. Tickner (2009) sostiene que la región es una de las más pacíficas del mundo, debido a que los Estados suramericanos no se consideran adversarios entre sí; de ahí que las percepciones de inseguridad y amenaza existente entre los países es muy baja. En dichas circunstancias, Tickner considera improbable una carrera armamentista en Suramérica o que el rearme que se está experimentando pueda provocarlo, puesto que no existe en la región una relación directa o causal entre los tres factores fundamentales que visibilizan la carrera armamentista: adquisición de armamento, aumento del presupuesto militar o pie de fuerza. Esto tiene su explicación en que la región no ha caído en el dilema de seguridad4, por cuanto la lógica de acción y reacción con ocasión del aumento en gasto militar de un país frente a otro tampoco se ha dado.

Por consiguiente, si bien el aumento del gasto militar desde 2003 ha tenido un aumento del 91%, este se encuentra justificado por la necesidad de modernizar o reemplazar sistemas que han cumplido más de 50 años de uso, como ha sido la situación de Brasil, Chile y Venezuela, los principales compradores. Hace la salvedad sobre las compras realizadas por Colombia argumentando su disputa territorial pendiente con Venezuela, así como la de Perú y Bolivia en menor escala con Chile. A lo expuesto por Tickner, cabe agregar que el caso de Colombia ha obedecido también a la inaplazable renovación de armamento y equipo, principalmente por el conflicto interno, sobre todo en lo que a repotenciación y modernización de aeronaves, artefactos navales y equipo terrestre se refiere. La perspectiva de Tickner se encuentra acorde con los planteamientos de Malamud & García (2006), quienes sostienen que el fortalecimiento de las capacidades militares responde a una búsqueda de balance de poder, en lo referido a la adquisición del equipamiento militar por la existencia de asuntos fronterizos no resueltos. Esta interpretación, mantiene una concepción realista del poder duro y permite generar un nuevo punto de partida que invita a analizar con mayor precisión el contexto coyuntural entre los países.

Aunado a lo anterior, Jorge Battaglino (2010) argumenta que las compras que se hacen en la región, distan de la real dimensión del concepto de rearme cuyo significado histórico, además de ser muy preciso y específico, está directamente relacionado con una percepción de gran amenaza entre Estados y la presencia de una inminente guerra. Dicha amenaza posee como características esenciales el incremento del gasto militar, al igual que el aumento significativo de tropas y equipo de guerra, las cuales son fundamentales para determinar la existencia del fenómeno del rearme. Tampoco existen instituciones colectivas que propendan por la resolución de conflictos o que de existir sean ineficientes o fracasen, la compra de material bélico por parte de un Estado para reponer lo que ha perdido en una guerra o la cultura militarista que entraña un país cuando inicia el proceso de rearme.

Battaglino coincide con Tickner (2009), en cuanto descarta una eventual carrera armamentista en la región. Esta aseveración se sustenta en el hecho de que dicho concepto se enmarca en un indicador clave con un sentido metafórico de acción y reacción. En otras palabras, el papel que juegan las compras de armamento y equipo entre dos Estados en términos de interdependencia, con dos atributos bien definidos: rapidez y reciprocidad.

En consecuencia, por este solo indicador es posible descartarla en Sudamérica desde el año 2000. Consistentemente, las razones para el reciente incremento de compra de armamento obedecen más bien a otras dinámicas, tales como: competencia militar, mejorar la posición estatal sin asegurarse ventaja decisiva, mantenimiento del statu quo o modernización disuasiva, entre otras. Así las cosas, sobredimensionar las compras de armamento en la región, elevándose al concepto de rearme implica riesgos de carácter político que lleve a decisiones equivocadas en materia de seguridad y desarrollo, adquiriendo material y equipo de guerra cuando realmente no existe fundamento para hacerlo. Ello contribuye a crear una idea distorsionada de una región que ha sido tradicionalmente pacífica.

Finalmente, Alejandro Hristodulopulos (2010) corrobora lo argumentado por Tickner y Battaglino, sosteniendo que en Sudamérica no existe una carrera armamentista, en términos clásicos, sino una modernización y mejoramiento del armamento. Esto se explica por la falta de entendimiento, en la forma como se comportan las compras y las razones por las cuales se originan; estas se pueden dar por el interés nacional o ante la presencia de amenazas, como un mecanismo de política exterior. Durante el proceso de indagación, se encontró que las motivaciones para las compras de armas en los cuatro países estudiados son diversas, según sean sus objetivos: actualizar o modernizar capacidades militares (Chile), atender las amenazas a la seguridad interna (Colombia), prepararse para una posible invasión de los Estados Unidos (Venezuela), dinamizar la industria militar y mejorar su posición internacional o ejercer liderazgo en la región (Brasil). Sin embargo, ninguna supone la respuesta a las adquisiciones de los países vecinos, por constituir una amenaza mutua a su seguridad. Tampoco encontró que los sistemas y equipos de guerra fueran equiparables entre sí, más bien varían de acuerdo con sus objetivos, al igual que los dispositivos militares. En consecuencia, no se entra en la definición tradicional de carrera armamentista, en torno al mecanismo de acción-reacción, por cuanto estos países no están buscando la superación recíproca de las capacidades militares (Hristodulopulos, 2010, pp. 4-5).

Otro hallazgo tiene que ver con dos aspectos fundamentales para entender esta dinámica de rearme en la región: por un lado, las fuertes dictaduras que se dieron en gran parte de América del Sur, lo cual generó las desconfianzas naturales de la sociedad civil hacia el sector militar; por el otro, la redemocratización surtida en los países sudamericanos que habían sido objeto de las imposiciones dictatoriales, trajo consigo la necesidad de introducir reformas al interior de las fuerzas armadas después de la guerra fría. Frente al primero, dio lugar a un rezago del estamento armado por la reducción en el gasto militar, a lo cual se le sumaron las restricciones al gasto público por las reformas neoliberales, el fin de la guerra fría y la disminución en las importaciones de armas, desde 1979, mediante la moratoria en la venta de armas con alta tecnología por parte de Estados Unidos a los países latinoamericanos. En cuanto a lo segundo, se restablecieron en unos casos y se normalizaron en otros, las relaciones civiles militares que habían quedado rotas o deterioradas por las dictaduras. Esto fue favorecido por el fin de las crisis económicas que afectaron profundamente a la región en 1997 y en el 2000. También, por la necesidad de afrontar las amenazas no tradicionales y nuevas amenazas, especialmente las relacionadas con el narcotráfico, el terrorismo, tráfico de armas y la atención de desastres, entre otras.

Ante este panorama es que se encuentra Sudamérica, en un período de recuperación, sin dejar de lado las rivalidades propias de las diferencias políticas e ideológicas, o la pugna por límites territoriales que caracterizan las relaciones internacionales en la lucha constante por el mantenimiento del poder en términos de soberanía y seguridad. Hay que agregar también, otros indicadores que al hacerse visibles contribuyen a concluir que en la región no hay una carrera armamentista: 1. No existe evidencia que el aumento del gasto militar de Brasil, Chile, Colombia y Venezuela, en los últimos 7 años, se pueda mantener constante y sostenible en el tiempo venidero; 2. Las circunstancias de favorabilidad económica y la voluntad política, son condicionantes que estimulan las compras de armamento; 3. El gasto en defensa, requiere implementación a largo plazo. Las compras no se materializan inmediatamente, requieren de gente entrenada, capacitada y la compra de paquetes especiales en el exterior para la operación de sistemas altamente sofisticados.

En conclusión, se presentan dos perspectivas articuladas a la concepción teórica realista del poder: la naturaleza competitiva de los países por su supervivencia y la búsqueda de generar un balance de poder. Por una parte, la concepción ortodoxa de los autores que registran una carrera armamentista entre 1980-2010, materializada en la adquisición de equipamiento militar para obtener superioridad estratégica. Por otra parte, una concepción moderada, la cual niega que se haya dado una carrera armamentista, argumentando un progresivo aumento de la capacidad militar en la región como producto de las dinámicas propias de los países tras finalizar la guerra fría, la necesidad de actualizar material de guerra obsoleto, potenciar su armamento y también por los problemas limítrofes pendientes en el vecindario. En una u otra perspectiva, dentro del concierto de las relaciones internacionales regionales, se pone de manifiesto el poder duro como fuente natural y tradicional para la generación de disuasión estratégica. Es decir, evidencia la relevancia que cobra el poder nacional radicado en los medios militares y económicos, en procura de alcanzar intereses nacionales. En todo caso, el problema no radica en el monto destinado al presupuesto en defensa y gasto militar que haga cada país, ni al equipo bélico que se obtiene y posee, sino a la real intención que se tenga en términos políticos y estratégicos, lo que a la postre se constituye en la verdadera amenaza.

1.3. ENTRE LO ESTRUCTURAL Y LO COYUNTURAL

En las relaciones colombo-venezolanas inciden una serie de elementos históricos y también más recientes que permanecen con el paso del tiempo. Al examinar esos factores históricos que son estructurales, se percibe una marcada incidencia de este tipo de elementos en particular los relacionados con el diferendo fronterizo por el golfo de Venezuela o de Coquivacoa. En ellos, los análisis desde el punto de vista historiográfico, de la seguridad tradicional y de la amenaza existente que alteran la relación, adquieren un especial significado. Aquí la percepción de la interacción con lo militar resulta relevante, reconociéndose por la afectación a temas de soberanía e interés nacional. Al respecto, Samuel Rivera (2016) cuestiona sobre las percepciones que los oficiales colombianos del Ejército, Armada y Fuerza Aérea tienen de sí mismos, su relación con el interés nacional, y con sus manifestaciones de identidad. Define “las identidades a partir de la auto-representación que tienen de sí los oficiales de las fuerzas militares colombianas y su interacción con temas de interés nacional como es la construcción de paz” (Rivera, 2016, p. 2). De todas maneras, estas interacciones están influenciadas por las diferentes concepciones sobre el origen de la violencia y la forma como se entiende la paz.

Sobre la auto-representación de los oficiales militares, citando a Vasilachis (2003) y Auyero (2013), sustenta que esta “incluye atributos físicos, psicológicos y sociales, que pueden ser influenciados por actitudes, hábitos, creencias e ideas de la persona” (Rivera, 2016, p. 17). Por ello, considera entendible que la auto-representación de sí mismos muestra posturas ideológicas y ejecutorias de los subalternos que lideran. Es decir, la suboficialidad, los soldados e infantes de marina que conforman las fuerzas militares. En consecuencia, el poder en lo individual e institucional y la jerarquía juegan un rol preponderante e incide en el relacionamiento civil-militar.

Estos aspectos histórico-estructurales y sus visiones hacen parte de la política exterior venezolana durante el período examinado de 1999 a 2018, e incide en las relaciones con Colombia. La presencia de Hugo Chávez en el Palacio de Miraflores conlleva nuevas formulaciones de política exterior que muestran tanto ideologización como pragmatismo, que toma elementos estructurales y coyunturales, y que privilegia lo político sobre lo económico.

En 1999 llega al poder Hugo Chávez quien introduce cambios sustanciales a la política exterior venezolana. Sus primeros años analizados por Illera (2005) y Boersner (2008), se caracterizaron por un mayor nacionalismo latinoamericanista y tercermundista, el distanciamiento de Estados Unidos para aliarse con Cuba en una relación preferencial, y la restructuración de su política exterior para la unidad suramericana, no solo en lo político y militar, sino también en lo económico y social.

Para Illera, el gobierno de Chávez ha estado marcado por la polémica y la renovación, al desplazar los objetivos de Estado de la política exterior venezolana por los intereses políticos e ideológicos del movimiento revolucionario Socialismo del Siglo XXI, con lo cual ha logrado una rearticulación de la vida política de los venezolanos. La dinámica del proyecto chavista hace que sea estudiado desde la perspectiva de las relaciones internacionales, en la medida que la política exterior imperante, se convierte en el escenario propicio para lograr el objetivo planteado en términos de sostenimiento y consolidación de la revolución. Esto se explica, porque para su consecución se hace necesario el replanteamiento de prioridades geoestratégicas, obtener un papel protagónico en el sistema internacional, deslindarse de la dependencia estadounidense y buscar alianzas con países cuya ideología sea contraria a los intereses de Estados Unidos.

En la misma dirección, Boersner señala que esta política exterior agresiva en contra de Estados Unidos, las alianzas con países rivales de la política estadounidense, el incremento de actividades globales de la red bolivariana transnacional, se dirige a buscar apoyo ideológico para el proyecto bolivariano. Según Illera, también se orienta a la búsqueda de la integración latinoamericana, siguiendo los postulados bolivarianos que reivindican una integración más política y menos comercial, por medio del Alba y la Comunidad Suramericana de Naciones.

Siguiendo con Boersner, la política exterior adelantada por el gobierno venezolano se ha distanciado sustancialmente de los paradigmas que orientaron la diplomacia venezolana desde la década de los 60 hasta comienzos del 2000, para volcarse en una política exterior que define una nueva geopolítica en el plano regional, apuntalada bajo el marco conceptual del Socialismo del Siglo XXI, con el propósito de alcanzar la revolución bolivariana. Esta nueva geopolítica se caracteriza por las influencias ideológicas que traza el gobierno venezolano en su cambio diplomático, presentándose una ideologización de la política exterior, tomando como asunto relevante las alianzas estratégicas con otros países extraterritoriales afines al proyecto revolucionario, principalmente con Irán, Siria, Bielorrusia y Rusia, a la par de buscar un mayor acercamiento económico, social, cultural, científico y tecnológico con China, India, Vietnam y Malasia, entre otros. Al mismo tiempo, se empeña en la conformación de organizaciones internacionales (Alba, Unasur, Petrosur, Petrocaribe, Petroandina, Banco del Sur y Telesur), destacándose la importancia del petróleo en el plano político como una forma de poder regional.

Lo precedente es reforzado por Olga Illera, quien destaca que la política exterior de Venezuela se caracterizó por la disputa y la transformación a causa de los intereses políticos e ideológicos del movimiento revolucionario Socialismo del Siglo XXI, el cual configura la vida política de sus ciudadanos. Dicha dinámica implicó el replanteamiento de las prioridades geoestratégicas, entre las cuales se encontraba buscar protagonismo y liderazgo a nivel regional.

Edmundo González (2008), coincide con Illera en que el gobierno venezolano se distanció sustancialmente de los paradigmas que durante años orientó la diplomacia, lo cual se materializó en la reestructuración de su geopolítica en el plano regional. Todo esto impulsado por el marco ideológico del nuevo socialismo. Este aspecto, considera Boersner, responde al distanciamiento y las transformaciones sustanciales dadas por el cambio del modelo democrático representativo pluralista hacia otro tipo categorizado como democracia revolucionaria. De la misma manera, el cambio de la postura política generada por el discurso se identificó por una ideologización de la política exterior confrontando el populismo y el enfoque neoliberal. Igualmente, el autor destaca que a nivel interno se generaron rupturas en el orden político, mientras que en un nivel regional se disminuiría considerablemente la dependencia.

Por su parte, Carlos Romero (2010) señala que el modelo político venezolano se sustenta en la construcción de una visión del mundo en donde el enfoque “amigo-enemigo” de la política, el uso indiscriminado de la tesis sobre la “voluntad de la mayoría” y el afán de promocionar un “paquete ideológico” radical, se han mezclado con tradiciones nacionales como el activismo internacional y el presidencialismo, con un discurso convincente y prometedor y una capacidad de gasto público que contempló importantes programas sociales. Lo anterior explica, desde lo planteado por Boersner, las razones por las cuales se presentó en Venezuela el rechazo a los tratados de libre comercio entre Estados Unidos y países latinoamericanos.

De ese cambio se desprenden, al menos, cuatro referencias importantes: la primera, el creciente liderazgo del presidente Chávez basado primordialmente en los altos precios del petróleo; la segunda, un sistema de alianzas que es percibido por sus gobernantes como una red de lealtades, compromisos, afinidades y subordinaciones que se expresan en la idea de la existencia de un campo progresista y de izquierda internacional, que se concreta regionalmente en la Alianza Bolivariana de los Pueblos (Alba); tercera, la creciente politización de la acción exterior de Venezuela, en donde el ejercicio profesional y burocrático de los diplomáticos venezolanos se entiende como una labor comprometida con la causa revolucionaria, a la que se suma la creciente posición contestataria de Venezuela en los foros internacionales, así como en las mismas relaciones bilaterales y regionales; y la cuarta, la asociación en el ámbito de las relaciones transnacionales, con grupos, movimientos e iniciativas que se oponen al neoliberalismo.

Profundizando lo planteado por Boersner referente a la política exterior y lo manifestado por Romero en lo relativo a la construcción del amigo-enemigo, Rosalba Linares (2010) examina la política exterior impulsada por Hugo Chávez, bajo la perspectiva de la política de Estado y de gobierno, con una agenda orientada a la construcción de un mundo multipolar, mediante un análisis documental evaluativo de los lineamientos consignados en los planes de la nación 2001-2007 y 2007-2013.

En complemento con lo anterior y ahondando en aspectos estructurales relacionados con el mercado, Rafael Miranda (2016) propone “una teoría de la política exterior venezolana de carácter recurrente, con mayores niveles de generalización, capaz de plantear enunciados de tipo causal” (Miranda, 2016, p. 332). Para validar su propuesta, formula como hipótesis que “el nivel de activismo de la política exterior de Venezuela depende del mercado petrolero y, especialmente, de los precios internacionales dictados por este mercado, es decir, a mayores precios del petróleo mayor activismo de la política exterior de Venezuela, y viceversa” (Miranda, 2016, p. 334). Para dilucidar estos argumentos, comienza por hacer una serie de comentarios pre-teóricos y teóricos sobre la política exterior en general, citando a sobresalientes autores estudiosos de esta teoría y de la investigación científica, entre los que se encuentran Kenneth Waltz, James Rosenau, Karl Popper y Mario Bunge. Luego, explica la importancia que tiene el petróleo y su mercado en los asuntos domésticos por la renta que genera, así como en el plano de las relaciones internacionales que influyen en la política exterior de Venezuela, condicionando variables de dinámicas políticas e institucionales, estructura económica y proyección de poder económico.

De igual forma, resalta su ubicación estratégica por la cercanía con Estados Unidos, además de ser el actor más importante de América Latina con las más grandes reservas y las segundas del hemisferio; enseguida, somete a prueba la hipótesis definiendo como única variable explicativa el petróleo. Parte de una impronta geohistórica de Venezuela, que se caracteriza en tres esferas de influencia: las relaciones con Colombia, las relaciones hemisféricas con Estados Unidos, el Caribe y América Latina y, por último, el resto del mundo. El siguiente paso lo enfoca al análisis de la evolución histórica de la política exterior venezolana determinando cómo se da la afectación de la variación de los precios internacionales del petróleo a lo largo de dicha evolución histórica. Finalmente, concluye que “las continuidades y discontinuidades del activismo de la política exterior venezolana se pueden insertar en una pauta recurrente que depende del mercado petrolero y, principalmente, de los precios internacionales del petróleo” (Miranda, 2016, p. 354). En otras palabras, el petróleo es una variable que condiciona en menor o mayor grado el activismo de la política exterior de Venezuela.

A lo revelado, se suma el interés particular del gobierno venezolano en buscar cambios en el sistema normativo sobre el cual descansa la sociedad internacional que, no obstante ser anárquica, posee usos, costumbres y valores liberales que le dan cierto orden. En este sentido, el carácter revolucionario de la política exterior de Venezuela se ha hecho presente en la voluntad de alterar el sistema de creencias e instituciones sobre las cuales se sustenta el sistema internacional y, de manera particular, el orden hemisférico, al promover la instauración de un orden multipolar alternativo a la hegemonía estadounidense y la creación de organizaciones multilaterales, lo que le puede representar la expansión de su poder, ideología e influencia más allá de sus fronteras.

Retomando a Romero (2010), el enfoque “amigo-enemigo” se convierte en un eje de análisis que responde a la relación entre las tradiciones nacionales como el protagonismo/activismo internacional en la política exterior de Venezuela y siguiendo a Linares (2010), se estructura bajo una estrategia multipolar de la susodicha política exterior venezolana. De un lado, Romero y Linares señalan que el dinamismo de las relaciones internacionales de Venezuela corresponde, en primera instancia, al liderazgo político de Hugo Chávez, seguido de un sistema de alianzas, esquematizada en su política exterior, basado en la búsqueda de un equilibrio internacional a la geopolítica internacional, multilateralidad e integración regional y caribeña promoviendo un nuevo sistema de seguridad integral hemisférico. Por otro lado, en contraste con Martínez (2013), Linares afirma que la política exterior antes de Chávez fue pasiva en el plano internacional a causa de la alternancia del poder en Venezuela. Este aspecto se encuentra relacionado con el liderazgo de Chávez caracterizado por el populismo y el mesianismo político, el cual derivó en la transformación del sistema político y de la política exterior venezolana. Subsidiariamente Miranda (2016), subraya el rol protagónico del petróleo que mantuvo a Venezuela activa en el plano de las relaciones internacionales, derivado del acondicionamiento de dinámicas políticas e institucionales, estructura económica y proyección de poder económico, configurando, de esta manera, la geopolítica de la región y su participación económica como uno de los mayores oferentes de petróleo.

Recapitulando, se puede señalar que en las relaciones colombo-venezolanas se observan elementos históricos que son estructurales y que muestran altibajos a lo largo de la historia reciente. Se presentan otros factores que desde la llegada de Hugo Chávez al poder, se ven como coyunturales de la situación actual. Dentro de estos últimos, la política exterior de Chávez constituyó la principal herramienta para promover y fortalecer su proyecto político; su ideologización generó distanciamiento con países de la región; y el petróleo fue un punto de unión con gobiernos que siguieron sus lineamientos. Estas formulaciones poseen sus particularidades con Cuba, en su distanciamiento con Estados Unidos, y tienen incidencia en la relación con Colombia.

1.4. RELACIÓN DE VENEZUELA CON ESTADOS UNIDOS Y CUBA

Confrontación con Estados Unidos y cooperación con Cuba, resumen la relación de Venezuela con estos dos países. Durante varios años Venezuela fue un socio estratégico para los norteamericanos. Las posiciones antiestadounidenses, la ayuda a Cuba y los coqueteos con Rusia, China e Irán, se fueron convirtiendo en un problema que irritaba a Washington. Estas relaciones las califica Carlos Romero (2006) como esquizofrénicas, ya que incluyen importantes intercambios comerciales basados en el petróleo y, por tanto, se apoyan en intereses económicos difíciles de cancelar. Esto se explica, porque Estados Unidos continúa siendo el principal socio comercial de Venezuela, toda vez que el mercado estadounidense recibe en promedio 1 millón 300 mil barriles diarios de petróleo venezolano, es decir, 25.591 millones de dólares en crudo y derivados, lo que representa casi el 50% de las exportaciones de Venezuela en 2005 (23.437 millones de dólares), del total que ascendieron a 55.597 millones de dólares; mientras que 5.689 millones procedentes de Estados Unidos corresponden al 22,75% de los 25.000 millones de dólares en importaciones venezolanas del mismo año.

Entre los dos países, el tema de seguridad es relevante. Estados Unidos percibe al país caribeño como una amenaza debido a su ideología, proyecto expansionista y alianzas. Venezuela, por su lado, enmarca sus problemas de seguridad sobre el derecho de tener una independencia de Estados Unidos, a quien ve como un enemigo desestabilizador que incluso puede llegar a la invasión con una intervención militar. Aboga por su derecho a desarrollar su proyecto político sustentado en un sistema regido por la democracia participativa y una economía socialista de mercado y por tener una plena autonomía y libertad soberana para construir sus propias alianzas estratégicas. Esta visión diferente en lo relativo a seguridad, hace que las relaciones entre los dos países y el espacio para negociar sean bastante complejas, al punto que Estados Unidos considera a Venezuela como un problema de seguridad, a mediano plazo, debido a que su sistema político y su economía distan de los intereses que identifican al gobierno de Washington.

Sobre Cuba, es un hecho su estrecha relación con Venezuela y el apoyo recíproco que mantienen desde 1999. Por una parte, la asistencia en inteligencia, contrainteligencia, seguridad y misiones de carácter social que suministra el gobierno cubano al venezolano y, por otra parte, la contraprestación que proporciona Venezuela con un fuerte soporte económico a la isla. De ahí que el régimen cubano se ha constituido en el principal aliado estratégico de Venezuela y su gran reto se centra en que la experiencia chavista no desaparezca o que confronte con éxito las dificultades que se le presenten para mantenerse en el poder. De lo anterior, depende el seguir beneficiándose de los réditos económicos y geopolíticos que representa tan importante alianza.

Frente al distanciamiento de las relaciones de Venezuela con Estados Unidos, Romero (2007) establece una variable importante a tener en cuenta en la ideologización de la política que, entre otros aspectos, impacta en la concepción del concepto de seguridad e inestabilidad global. En términos realistas, si bien Venezuela no tiene la capacidad militar, económica y política para ser un enemigo de Estados Unidos, el problema se encuentra en la creciente cooperación militar con países antagónicos a los intereses estadounidenses como Rusia y China, quienes en términos de seguridad y defensa impactan en la geopolítica global.

Cuba y Estados Unidos se encuentran presentes en la relación de Venezuela con Colombia. El primero por su ideología antagónica, pero también por su facilitación en las negociaciones con el ELN y las Farc. El segundo debido a que Venezuela teme que Estados Unidos utilice a Colombia para invadir su territorio; la alianza tan estrecha de Colombia con Estados Unidos genera una profunda desconfianza en la relación bilateral.

1.5. RELACIONES ENTRE COLOMBIA Y VENEZUELA

Las relaciones bilaterales entre los dos países se encuentran impregnadas por desconfianza e incertidumbre a lo largo de su historia. En el mejor de los casos se observa una cooperación vacilante.

Con la llegada de Hugo Chávez al poder en febrero de 1999 y la posterior posesión de Álvaro Uribe Vélez como presidente de Colombia, en agosto de 2002, la seguridad se convierte en el eje de la relación entre los dos países. A esto, se le agregó la divergencia presentada en cuanto a la visión de la política exterior: Colombia, fiel al réspice polum (alianza con Estados Unidos) y Venezuela en búsqueda de alianzas con países opositores a los intereses estadounidenses a nivel global.

Las tensiones y, en particular, dicha crisis, han estado marcadas por los temores y desconfianzas recíprocas que afectan las relaciones bilaterales, pero al mismo tiempo se encuentran unidos por unos profundos intereses. Para Ramírez (2006), la estrategia asumida por el gobierno colombiano del presidente Uribe, en lo atinente a perseguir a los guerrilleros colombianos hasta donde se encuentren, mediante el ofrecimiento de recompensas por la información o retención en otros países, creó un clima de desconfianza en términos de respeto a la soberanía venezolana. Al mismo tiempo, despertó la zozobra e incertidumbre en Colombia sobre la real voluntad del presidente Chávez de apoyar la lucha colombiana contra el terrorismo.

No obstante, las protestas generadas por vastos sectores económicos y sociales fronterizos, perjudicados por el distanciamiento entre los dos gobiernos, ejercieron presión para que los presidentes antepusieron sus diferencias e iniciaron acercamientos para acudir al diálogo y la concertación, en busca de la cooperación bilateral. Una muestra, fue la reactivación de la Comisión Presidencial de Asuntos Fronterizos Colombo-Venezolanos, Copiaf, con la asistencia de delegados de los dos países a la XXXIII reunión en San Cristóbal entre el 4 y 5 de mayo de 2005, abordando temas relacionados con infraestructura, comercio, medio ambiente, gente y sociedad (salud, cultura y educación), seguridad y asuntos migratorios binacionales, con cronogramas concretos de los presidentes y cancilleres.

Según Ramírez, dichos acercamientos constituyeron la oportunidad para procurar una asociación estratégica, en todos los ámbitos, priorizando los contactos y relaciones entre los dos vecinos, para avanzar en el desarrollo de la agenda conjunta, hasta llegar a la estabilidad de la diplomacia bilateral y, por esta vía, convertirla en una política de Estado para ambos países. De este modo, sería posible construir confianza y superar los obstáculos existentes a cada lado, los cuales no se solucionan con decisiones presidenciales, máxime cuando en materia de soberanía y seguridad se encuentran inmersas las fuerzas armadas, al mismo tiempo que contribuiría a la renuncia de las hipótesis de guerra sobre el otro país.

Profundizando alrededor de esta temática, Battaglino (2009), aborda el caso del conflicto interno armado y analiza las condiciones que contribuyeron a resolver por la vía pacífica la crisis presentada entre Colombia y Venezuela, con ocasión de la operación “Fénix”, desarrollada por tropas colombianas en territorio ecuatoriano el 1 de marzo de 2008, donde fue abatido alias Raúl Reyes, cabecilla de las Farc. Fueron cinco las condiciones que interactuaron para facilitar una salida negociada de la crisis propiciada ante las posturas asumidas por Colombia, Venezuela y Ecuador, en cabeza de los presidentes Uribe, Chávez y Rafael Correa: primera, un alto nivel de congruencia Estado-nación favorece la paz; segunda, los militares sudamericanos prefieren la paz interestatal; tercera, el peso de la tradición de resolución pacífica de las controversias; cuarta, las guerras son difíciles de pelear debido a la paridad militar, los límites materiales y la geografía difícil; y quinta, la creciente interdependencia económica.

Sobre el giro de las relaciones, Elsa Cardozo (2011) afirma que el acuerdo plasmado en la Declaración de Principios del 10 de agosto de 2010, con la que concluyó la reunión en Santa Marta, los presidentes Santos y Chávez marcaron el relanzamiento de la relación bilateral. Su deterioro había llevado a tensiones en escalada, desde finales de 2007, hasta llegar a la “ruptura” diplomática el 22 de julio de 2010. Cardozo, al igual que Ramírez, hace énfasis en el protagonismo de los jefes de Estado.

Elsa Cardozo apunta a que el acercamiento y reanudación formal de vínculos estuvo acompañado por unos acuerdos de principio y la recuperación de procedimientos institucionales para atender los temas álgidos de la agenda pendiente, sobre la base de la afirmación de las voluntades presidenciales favorables a la reconducción de los vínculos bilaterales. Además, evalúa la naturaleza, el trasfondo e impacto regional, concentrándose en la cooperación en seguridad, como Battaglino, así como en las tendencias y límites del giro en las relaciones entre los dos países a partir de 2010.

Siguiendo con esta exploración de los estudios que dan cuenta de la relación colombo-venezolana, en lo atinente al desarrollo de la actividad económica-comercial, Umaña & Estupiñán (2015) sostienen que el comercio entre los dos países vecinos disminuyó un 39%, como resultado de las restricciones impuestas a los importadores venezolanos para acceder a las divisas oficiales, durante el año 2015. El cierre de la frontera con Cúcuta (32 días) y Maicao (18 días), generó pérdidas cercanas a los 84 millones de dólares entre las dos fronteras, en tanto que el impacto para Venezuela, sobre sus exportaciones hacia Colombia se aproximó a los 11 millones de dólares. Sin embargo, le afecta menos porque gran parte de sus ventas hacia Colombia van por vía marítima.

Así mismo, registran que las exportaciones colombianas cayeron en un 30% a julio de dicho año, frente al mismo período de 2014. Aunque el peso colombiano sufrió una fuerte devaluación cercana al 30% finalizando el 2014, hasta mediados de 2015 no había influido favorablemente en el aumento de las exportaciones. El petróleo tuvo una dramática caída al disminuir el precio del barril de 100 dólares en agosto de 2014 a 50 dólares en el mismo período de 2015, mientras que los commodities en general, se constituyeron en los principales artífices de la caída de las ventas colombianas en el exterior. Caso similar ocurrió con Venezuela durante el primer semestre de 2015, cayendo en un 39%; es decir, casi un 9% por encima de la disminución de las exportaciones colombianas globales.

Dicho descenso tiene su explicación en dos aspectos: primero, el bajo comportamiento de las ventas de energía eléctrica y gas; y segundo, los importadores venezolanos no tuvieron facilidades para acceder a las divisas oficiales, limitando sus compras en el exterior. Al análisis realizado, se le suma el clima de desconfianza generado entre los empresarios colombianos por la deuda venezolana, que influye en una cartera morosa llena de incertidumbre para su pago y en la necesidad de buscar mercados como el Triángulo Norte de Centroamérica, Costa Rica y países del Caribe como alternativas.

Se agrega la incapacidad regional para atacar la crisis y la parcialidad hacia una de las partes por alguno de los líderes de las organizaciones de seguridad regionales, lo cual pone en duda la integración en América Latina, al mismo tiempo que muestra la debilidad de las organizaciones regionales. Al respecto, otros factores a tener en cuenta son: el repunte de los nacionalismos populistas, la atribución de los males internos a la actuación conspirativa de países vecinos, las dinámicas transnacionales y transfronterizas, el antiamericanismo y el papel de los Estados Unidos, tras las últimas iniciativas del presidente Obama relacionadas con Cuba.

En contraste, Francesco Mancuso (2017) destaca puntos contradictorios en materia de la seguridad compartida, los cuales agravaron las tensiones de Colombia y Venezuela. Uno de ellos fue la de altos funcionarios públicos militares en casos de crimen organizado transnacional, en medio de conflictos diplomáticos, por las dinámicas que planteó Socorro Ramírez. Además, Sánchez (2015) señala que cuando Chávez asume el poder, se presentan dos fenómenos curiosos a la luz de la construcción de la geopolítica regional: la integración bilateral y la regionalización en el marco de una coyuntura de globalización. En la situación puntual, se generó desde Venezuela un protagonismo pragmático y gradualmente como bien se materializó con Ecuador, Perú y Bolivia.

Un panorama general de los autores citados lo sintetizan Ramírez y Battaglino, quienes afirman que las relaciones colombo-venezolanas caracterizadas como inestables se materializaron por la diferencia entre diversos intereses vecinos en la región, pues Colombia como Venezuela nunca lograron establecer una cooperación binacional fronteriza en materia de seguridad y defensa teniendo en cuenta el problema de orden interno colombiano, lo cual evidencia una falta de confianza mutua. Al respecto, Battaglino agrega que sin cooperación la militarización de la disputa se hizo más intensa, mientras que Cardozo hace énfasis en el nuevo relacionamiento entre Juan Manuel Santos y Hugo Chávez, cuyas voluntades presidenciales favorecen la reconducción de los vínculos bilaterales.

Por otro lado, Ardila (2014) ubica aspectos vinculados con la legitimidad, el liderazgo, la voluntad política, la confianza y el poder suave a considerar para determinar la jerarquía de poder. Dichos aspectos, permiten establecer el grado de diferencias y semejanzas para comprender las transformaciones generadas entre Colombia y Venezuela.

En resumidas cuentas, las relaciones colombo venezolanas mantienen tres rasgos característicos muy propios: 1) desde una perspectiva constructivista, Venezuela percibe a Colombia como una amenaza, al mismo tiempo que Colombia tiene una similar percepción respecto a Venezuela, predominando la desconfianza mutua; 2) desde el punto de vista del realismo, el poder duro lo desarrolla Venezuela en el ámbito externo, a través de los conflictos con Guyana y Colombia, mientras que Colombia lo despliega a nivel interno, orientado a combatir las guerrillas y los grupos paramilitares; y 3) la desconfianza mutua y la fricción política, han imposibilitado la concertación de políticas de cooperación e integración en materia de seguridad y defensa. No obstante, ambos países solucionen sus controversias por la vía diplomática evitando el uso de la fuerza.

En conclusión, Colombia mantiene buenas relaciones con la mayoría de países de la región, incluyendo gobiernos ideológicamente diferentes. Parte de la postura que mantiene frente a sus vecinos, se caracteriza por el respeto mutuo de la soberanía y la libre determinación de los pueblos, así como su buena disposición a la integración regional en materia económica y política. Al mismo tiempo, a raíz del conflicto interno armado, Colombia continúa con una relación muy estrecha con Estados Unidos, en torno a una agenda de seguridad común e intereses mutuos, que se extienden a la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo.

1.6. PODER, LIDERAZGO Y SEGURIDAD

El poder lo definimos como la capacidad de obtener lo que uno quiere y, si es necesario, cambiar el comportamiento de los demás para obtener los resultados que uno desea, siendo un concepto que varía y evoluciona hacia formas más complejas e interdependientes. En el mundo de hoy, las dinámicas han mutado y se han desarrollado medios militares que van más allá de sus recursos (tropas, armas, equipo terrestre, naval y aéreo) y la actuación del poder duro. O sea, más allá de la guerra y la amenaza de la guerra. Así, pues, el poder militar es una noción que ha evolucionado a lo largo de la historia, siendo redefinida con mayor relevancia después del período de posguerra, sufriendo una permanente adaptación por parte de los Estados a partir del fin de la guerra fría.

Lo que es más importante, el poder militar no solo debe ser disuasivo, sino también solidario con la comunidad nacional e internacional, en el mantenimiento de la paz y la ayuda humanitaria ante desastres naturales o antrópicos. En otras palabras, instituciones militares de la defensa nacional y la cooperación internacional con sus respectivas capacidades, al servicio de las operaciones militares distintas de la guerra y la responsabilidad social institucional por medio de diversas acciones inherentes. En síntesis, el poder militar también sirve para ofrecer protección a los aliados y brindar asistencia a los amigos, por medio de la construcción de alianzas y cooperación.

En consecuencia, si el poder militar no se utiliza coercitivamente, crea las condiciones propicias para que se desarrolle el poder blando5 cuando se trate de “armar agendas, persuadir a otros gobiernos y atraer apoyo en la política mundial” (Nye, 2010, párr. 3). Lo anterior, se complementa con otra variante del poder. Se trata del smart power o poder inteligente, entendido como “la capacidad de combinar el poder duro de la coerción o el pago con el poder blando de la atracción hacia una estrategia exitosa” (Nye, 2007, párr. 3). Esto es, desarrollar tácticas autoritarias o paternalistas, en la medida que las circunstancias así lo ameriten, para lograr materializar los intereses nacionales y alcanzar los fines del Estado.

Aunado al poder inteligente, aparece otro tipo de poder híbrido mucho más agresivo, que se asemeja al poder blando, pero su objetivo es opuesto. Este poder se denomina sharp power o poder agudo, empleado por los regímenes autoritarios para ejercer influencia en el mundo. El poder agudo consiste en provocar problemas, desorden, confrontaciones, caos e inestabilidad en el país objetivo, o incluso algo peor, conseguir que por miedo o por revancha degrade sus capacidades de generar poder blando, sin arriesgarse o arriesgando lo menos posible. Igualmente, persigue la monopolización de las ideas y la supresión de narrativas alternativas para lograr mantener el control sobre sus propios asuntos domésticos, al mismo tiempo que conforman la opinión pública y las percepciones a nivel mundial (Walker & Ludwig, 2017, pp. 8-10).

Lo anterior se implementa a través de los mismos mecanismos del poder blando, como la cultura, la educación, el deporte y, predominantemente, la tecnología, pero con una finalidad de poder duro. Esto significa que no busca simplemente atraer o ganar audiencia, sino que lleva intrínseca la intencionalidad de manipular, confundir, dividir y reprimir. Es decir, en regímenes autoritarios, el poder agudo se constituye en la forma más adecuada para calificar lo que tradicionalmente conocemos y entendemos como poder blando. Pero más que ganarse las mentes y los corazones, característica principal del poder blando, los regímenes autoritarios orientan sus esfuerzos para fijar un ‘blanco audiencia’, o público objetivo, al que le manipulan o le envenenan la información que recibe (Walker & Ludwig, 2017, pp. 12-13).

Partiendo de lo expuesto, la gran diferencia entre el poder blando y el poder agudo, radica en los atributos clave que caracterizan al poder agudo, “la censura, la manipulación y la distracción abierta, en lugar de la persuasión y la atracción” (Walker, 2018, párr. 6) congénita del poder blando. Como salta a la vista, dichos atributos son inherentes a los regímenes autoritarios y, por ende, el poder agudo es de uso exclusivo para aquellos Estados que siguen esa línea, tales como: Rusia, China, Cuba o la misma Venezuela, entre otros.

Otro aspecto clave de este enfoque es la dependencia existente entre el poder militar y los demás campos del poder, entre los que se destaca el económico, considerado antes en el tercer supuesto de la visión realista. Esto significa que no actúa solo, sino que juega un papel primordial al interactuar con los otros campos. Durante mucho tiempo, los observadores políticos debatieron en torno a si el poder militar o lo económico sería lo fundamental. Desde una perspectiva marxista, la economía se considera como la columna vertebral del poder, mientras que las instituciones políticas son reducidas a un andamiaje que completa su estructura. Esta presunción fue compartida por los liberales del siglo XIX, quienes creían firmemente en la obsolescencia de la guerra como producto de la estrecha interrelación entre el comercio y las transacciones financieras (Nye, 2011, párr. 3).

Nada más alejado de la realidad, las importantes sociedades comerciales alcanzadas entre países europeos, antes de la primera guerra mundial, no impidieron que esta se desatara dejando a los principales socios Alemania y Gran Bretaña en bandos enemigos (Nye, 2011, párr. 3). Esto no quiere decir que el poder militar siempre sea el fundamental, lo es en la medida que aparezca la guerra como en este caso, sin perder de vista que entrar o no finalmente corresponde a decisiones políticas. Tras este argumento, cobra validez el postulado clausewitziano que define la guerra como “una mera continuación de la política por otros medios” (Clausewitz, 1968, p. 19), pero resulta claro que según el momento y el contexto que se viva, una u otra puede tomar mayor preponderancia. Sin embargo, en cualquier circunstancia, el poder militar contribuye a dar orden a lo político y lo económico, toda vez que en el monopolio de la fuerza reside la seguridad de un Estado, tanto en el ámbito interno como externo, donde el orden internacional es más etéreo.

No obstante, para el caso venezolano el poder militar es un concepto mucho más complejo que para Colombia, por dos razones: la primera, a diferencia de Colombia, Venezuela se ha empeñado en construir un fuerte aparato militar capaz de proyectar una acción disuasiva creíble ante sus potenciales rivales. Por tanto, demanda poseer un respaldo presupuestal boyante para asegurar su mantenimiento y sostenimiento. Mientras que para Colombia, potenciar su poder militar se ha concentrado en adquirir y fortalecer las capacidades requeridas para atender el conflicto armado interno, acorde con sus posibilidades económicas. De cualquier modo, Colombia es considerada una amenaza para Venezuela, porque teme ser invadida por Estados Unidos con su apoyo. Sin embargo, no es coyuntural ni de una sola vía, esa prevención ha sido recíproca y ha predominado históricamente, debido al diferendo limítrofe pendiente, como se constata en las hipótesis de guerra de ambos países. Por consiguiente, la desconfianza es mutua y ha conllevado a la securitización de las relaciones, dada la extensa frontera de 2.219 kilómetros que los une, donde la mayoría de problemas existentes se enmarcan en la seguridad; la segunda, tiene que ver con la estrategia utilizada por los gobiernos de Chávez y Maduro, como una variable principal de gobernabilidad, la cual consiste en ubicar a los militares en puestos gubernamentales y ofrecerles ventajas e incentivos, para obtener lealtades y asegurar el control del estamento castrense, con el objetivo de mantenerse en el poder. Una práctica reciente, dadas las características propias del proceso revolucionario en que se encuentra inmersa Venezuela, y sin antecedentes en los gobiernos democráticos anteriores a 1999. En el lado colombiano, dicha realidad no existe, por cuanto las Fuerzas Militares no afrontan esa situación y sustentan sus actuaciones bajo la égida de la legitimidad, amparada por el acatamiento a la Constitución y la Ley.

Respecto al concepto de liderazgo, comencemos por decir que su propósito fundamental es el de alcanzar intereses compartidos o comunes (Malamud, 2011, p. 9) y que para John Ikenberry (1996) hay que partir de la premisa que tiene implícitos dos elementos esenciales de capacidad: el poder y la voluntad. El primero, como ya señalamos, se refiere a la capacidad de influir para que otros hagan lo que en otra circunstancia no harían. Es decir, implica la cooperación libre y espontánea, alejada de cualquier tipo de acción coercitiva. El segundo, es la capacidad para generar consensos y acciones colaborativas por parte de actores y Estados, en procura de alcanzar objetivos e intereses comunes. En otras palabras, la consecución de seguidores (Ikenberry, 1996, p. 396). En consecuencia, el liderazgo no se reduce al simple ejercicio del poder que se materializa en la influencia, sino que también requiere de la habilidad para persuadir y obtener su voluntad política.

De lo anterior se colige la posibilidad de una extrapolación del liderazgo al ámbito de las relaciones internacionales, para llevarlo al plano de los países, considerando los tres tipos de liderazgo que identifica Ikenberry (1996): estructural, institucional y situacional. El estructural, entendido como la capacidad de liderazgo, que posee un actor estatal, la cual está dada por sus capacidades materiales que le posibilitan desarrollar un efectivo poder blando, en aras de patrocinar su liderazgo e influir en el ordenamiento político establecido (p. 389). El liderazgo institucional hace referencia a las reglas del juego que los Estados conciertan de mutuo acuerdo para orientar sus relaciones (p. 391). Finalmente, el liderazgo situacional es la capacidad que posee un Estado, en situaciones especiales, de realizar acciones encaminadas a estructurar y redireccionar el orden político internacional (p. 395).

Otras dos categorías de liderazgo las encontramos en Underdal (1994), para complementar las anteriores definiciones, el liderazgo coercitivo y el instrumental. En el liderazgo coercitivo cualquier país que sea superior en capacidades materiales, bien puede ejercer su liderazgo bajo la coacción. De esta manera, tiene la posibilidad de controlar eventos y usarlos para premiar a sus seguidores o castigar a quienes no lo hagan, en el popular método de la zanahoria y el garrote (p. 186); y el liderazgo instrumental, que se basa en el poder de convencimiento que se imprime sobre otro actor que consiente ser dirigido, o la creencia de que este posee los atributos necesarios para ser su guía y señalar el sendero (p. 187).

En adición, a continuación buscaremos desarrollar el concepto del liderazgo considerando las cinco dimensiones de James Rosenau (1994), idiosincráticas, de función, gubernamentales, sociales y sistémicas. Variables que, en nuestro estudio, son aplicables a los presidentes venezolanos Chávez y Maduro, dado que se asocian al relacionamiento de Venezuela en el sistema internacional, en lo vecinal y extrarregional, con énfasis en sus relaciones con Cuba, Estados Unidos y Colombia.

En efecto, vinculando elementos del realismo y del constructivismo, Rosenau (1994) identifica, entre otras, las variables de idiosincrasia, las cuales poseen características comunes y compartidas entre los tomadores de decisión, de manera que resultan determinantes para aplicar las políticas exteriores en un Estado. En esta dimensión se incluyen los rasgos característicos sobresalientes, del liderazgo de decisión, en el campo de la política exterior e interna, tales como: valores, talento, experiencia y atributos de la personalidad que inciden en la toma de sus decisiones. No solo las variables que integran las políticas y los intereses nacionales en el orden externo e interno, sino también los aspectos relacionados con los valores de la sociedad, su unidad nacional y el nivel de industrialización alcanzado.

En esta misma línea argumental, resulta de particular utilidad explorar sobre el funcionamiento de los sistemas nacionales con una fuerte dependencia de los acontecimientos y tendencias externas, por cuanto surge la necesidad de identificar un nuevo tipo de sistema político al que se le denomina “penetrado”, en palabras del mismo Rosenau. “Un sistema político penetrado es aquel en el cual los no miembros de una sociedad nacional participan de manera directa y autorizada, mediante acciones que se emprenden conjuntamente con los miembros de la sociedad, sea en la asignación de sus valores o en la movilización de apoyo en favor de sus objetivos” (Rosenau, 1994, p. 213). La diferencia del sistema penetrado con un sistema político internacional radica en que los no miembros influyen de manera indirecta y no autorizada en los valores de una sociedad, y en la movilización de apoyo en favor de sus objetivos, mediante acciones autónomas y no conjuntas. En cambio, el sistema político penetrado difiere de un sistema político nacional, en que los miembros de una sociedad no dirigen acción alguna hacia la misma y, por ende, no contribuyen de ningún modo a la asignación de sus objetivos ni a la consecución de sus metas.

Con relación a la seguridad, es un concepto que tiene diferentes significados. Por su naturaleza dinámica, ha ido evolucionando con el paso del tiempo y variando de acuerdo con los enfoques teóricos, ya sean realistas, constructivistas, críticos o ampliacionistas, entre otras corrientes. La seguridad se considera como “la búsqueda de la libertad frente a las amenazas y la capacidad de los Estados y las sociedades para mantener su identidad independiente y su integridad funcional frente a las fuerzas del cambio que se perciben hostiles” (Buzan, 1991, p. 432). Además, la seguridad es una expresión esencialmente subjetiva, que se refiere a liberarse de preocupaciones y sentirse a salvo de cualquier peligro o daño que pueda ser infringido por otro. Esto es, que “se determina en gran medida por percepciones y no necesariamente por situaciones objetivas. Esta subjetividad explicaría hasta cierto punto por qué el concepto de seguridad ha sido usado en tantos campos diferentes” (Bárcena, 2000, p. 12).

Análogamente, la seguridad es la “interacción entre fuerzas materiales y entendimientos intersubjetivos” (Hurrell, 1998, pp. 20-21), mientras que para Cepik (2001), es una acepción atemporal y abstracta que se caracteriza por tener unas condiciones deseables y aplicables en cualquier contexto o circunstancia. Al mismo tiempo, este autor sostiene que la seguridad está íntimamente ligada al campo militar, toda vez que es una condición relativa de protección, en la cual se es capaz de neutralizar amenazas identificables contra la existencia de alguien o de alguna cosa. Aún más, la seguridad es un concepto que se refiere al Estado y bajo ese enfoque “tiene que ser leído a través de la lente de la seguridad nacional” (Wæver, 1995, p. 49). En dicho sentido, la seguridad se ha ligado por mucho tiempo a la defensa del territorio contra la agresión externa. Igualmente, bajo la justificación de proteger los intereses nacionales en el ámbito de la política exterior o amparando la seguridad mundial, ante amenazas de carácter nuclear.

Sin embargo, para Buzan, Wæver & de Wilde (1998), las amenazas no se limitan solo al ámbito militar, sino que también trascienden a los problemas de índole político, económico, social y ambiental. Seguridad también significa “ausencia de amenazas y emancipación es liberar a la gente (…) La emancipación, no el poder o el orden, produce la seguridad verdadera. La emancipación en teoría es seguridad” (Booth, 1991, p. 319).

La anterior definición inspiró a la ONU, a partir de 1992, para explorar el concepto de seguridad humana a través del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, Pnud, en su informe de ese año, debido a la necesidad de enfatizar en el individuo y no en el Estado, al considerar que el ser humano es el núcleo central y primer beneficiario de la seguridad. La seguridad humana, con sus diferentes usos, es ampliada por el Pnud en su informe anual de 1994, precisando que no es una preocupación por las armas, sino una preocupación por la vida y la dignidad humana. Del mismo modo, se puntualiza en que no debe equipararse la seguridad humana con el desarrollo humano, ya que es más amplio e implica un proceso donde la gente cuenta con una diversidad de opciones. En consecuencia, la seguridad humana significa que la gente puede ejercer esas opciones de manera segura y libre con la confianza que las oportunidades de hoy no desaparezcan en el mañana y básicamente se centra en cuatro características fundamentales: es una preocupación universal, sus componentes son interdependientes, la clave está en la prevención y su núcleo es el ser humano (Pnud, 1994, pp. 25-52).

Dicho concepto se puede complementar con la reflexión de Rafael Grasa, sobre seguridad humana, entendida como una doctrina que combina, desde 1990, las agendas de paz, seguridad, desarrollo y derechos humanos, con las visiones más tradicionales de seguridad. Para ilustrarlo mejor, afirma que después de terminar la guerra fría, es indefectible que desde 1992 han disminuido los conflictos armados, pero perduran más de 120 guerras civiles y las guerras internas sustituyen las guerras convencionales. Son nuevas guerras6, con nuevos actores como el terrorismo o el crimen organizado (Grasa, 2007). No obstante, para este autor, el mayor obstáculo para que se adopte el concepto de seguridad humana lo constituye la enorme brecha que hay entre los países. En otras palabras, está intrínsecamente ligado a la crisis de desigualdad agravada a nivel mundial, al enfrentar la pobreza extrema con la riqueza extrema. Según Oxfam (2018), el 82% de la riqueza mundial generada en 2017 quedó en poder del 1% más rico de la población mundial, lo que contrasta con el 50% de la población más pobre que equivale a 3.700 millones de personas, que no obtuvo beneficio con ese crecimiento.

En esta línea argumental, también es posible reflexionar en torno a tres campos de aplicación en función de la seguridad: seguridad nacional, seguridad ampliada y seguridad humana (Battistella, Petiteville, Venession, 2012, pp. 506-510). Para este estudio es de particular importancia el campo de la seguridad nacional, definido en 1948 por el diplomático estadounidense George Kennan, como “la capacidad continuada de un país para proseguir el desarrollo de su vida interna sin interferencia seria, o amenaza de interferencia de potencias extranjeras” citado por Laborie (2011, p. 1). A esta definición podemos agregarle la de los realistas, para quienes “la seguridad nacional hace referencia a la salvaguardia del Estado frente al daño físico” (Frasson-Quenoz, 2014, p. 29). Esto nos lleva a decir que el objeto de referencia es el Estado-nación, en un espectro donde los Estados se ven comprometidos a librar una lucha permanente que se soporta en el poder militar, con la finalidad de garantizar su soberanía, la integridad de sus territorios y velar por sus intereses nacionales. Para lograrlo, en un sistema internacional competitivo y anárquico, se hace necesario anteponerse a las amenazas armadas de los demás Estados, con la mirada fija en alcanzar el equilibrio de poder.

En cuanto al campo de la seguridad ampliada, nace desde el mismo momento en que se reconocen las nuevas amenazas a la seguridad de los Estados y de las personas, ligadas a su complejidad y proliferación de una gran variedad de actores internacionales, estatales y no estatales, que requieren ser enfrentadas por las sociedades junto a las amenazas tradicionales dentro de un mundo globalizado cada vez más desarrollado y cambiante. Para Buzan, Wæver & Wilde (1998), el término seguridad ampliada no se limita a un concepto reduccionista tradicional, donde prevalecen las amenazas militares. Es decir, la seguridad hay que considerarla analíticamente bajo un ámbito global o regional amplio, en el que interactúan los sectores militar, político, económico, social y ambiental, con el objeto de encontrar unidades y valores característicos, donde la naturaleza de la supervivencia y la amenaza difieren. Esto es, que “la seguridad significa sobrevivir frente a las amenazas existenciales, pero lo que constituye una amenaza existencial no es lo mismo en los diferentes sectores” (Buzan et al., 1998, p. 27). Lo anterior equivale a suponer, según estos autores, que la redefinición del concepto de seguridad está asociada al incremento de la agenda de seguridad con la creciente densidad del sistema internacional y el manejo político que se le proporciona a la significación de seguridad ampliada.

Los campos de aplicación en (Battistella et al., 2012), nos permiten visualizar la redefinición de la noción de seguridad en el período de la posguerra fría, al ser objeto de grandes debates por parte de reconocidos académicos, entre los que destacan: Buzan, 1991; Lipschutz, 1995, Krause & Williams, 1997; y Buzan, Wæver & Wilde, 1998. Tras finalizar la guerra fría, el debate ha girado en torno a tres aspectos tradicionales de la seguridad: “Primero, la idea de seguridad equivale a la seguridad nacional o la del Estado, de posibles agresiones externas. Segundo, el carácter militar de las amenazas a la seguridad. Y tercero, el supuesto de que dichas amenazas son claramente identificables y objetivas” (Tickner, 2005, p. 15).

Sin embargo, con el ataque a las torres gemelas en Nueva York y al edificio del pentágono en Virginia (Estados Unidos), desde el 11 de septiembre de 2001 se da un cambio en el concepto de seguridad, ante la aparición de nuevos actores como el terrorismo y el accionar del crimen organizado, con el tráfico ilegal de drogas ilícitas, principalmente. Hasta entonces, el concepto de seguridad se circunscribe al mantenimiento del orden interno mediante el empleo de cuerpos policiales y, el de defensa, en la protección de las fronteras para garantizar la soberanía nacional y la integridad territorial, frente a eventuales amenazas de los países vecinos, con el empleo de las fuerzas militares o fuerzas equivalentes en los respectivos Estados.

De ahí que se presenta un cambio de paradigma con la Declaración de Seguridad en las Américas (octubre 2003), adoptada por los países miembros de la OEA, en Ciudad de México, la cual “creó un nuevo concepto de seguridad hemisférica que amplía la definición tradicional de defensa de la seguridad de los Estados a partir de la incorporación de nuevas amenazas, preocupaciones y desafíos, que incluyen aspectos políticos, económicos, sociales, de salud y ambientales” (Suárez, 2007, p. 45). De esta manera, se le da a la seguridad un enfoque “multidimensional” que encierra no solo las amenazas tradicionales, sino también las nuevas.

Hasta aquí, lo cierto es que no hay y quizás no podrá existir un consenso general respecto del concepto de seguridad. Por tanto, es un debate aún no acabado, por la variedad de significados que adquiere según el tipo de nación, personas, idiosincrasia, ideas, percepciones y cultura que afectan su manera de ver la realidad, también influenciada por la postura ontoepistémica. En ello, radica la multiplicidad de definiciones que han surgido alrededor del concepto de seguridad, en especial tras el fin de la guerra fría.

Son buenos ejemplos de lo dicho: la seguridad colectiva, la seguridad común, la seguridad cooperativa, la seguridad compartida, la seguridad sostenible y la seguridad humana, entre otras. De lo anterior se colige que, la definición de seguridad, no se puede dar en términos absolutos sino relativos, por cuanto es un concepto que por su dinámica está en constante evolución y según las personas que lo utilicen, de las circunstancias de tiempo y lugar en que se encuentren, adquirirá un significado diferente.

Por ello es claro que más allá de la discusión teórica si es el Estado o el individuo, el objeto referente de la seguridad, es un hecho que los dos deben atender para salvaguardarse de las amenazas. Entonces, los esfuerzos deben orientarse hacia la elaboración de políticas, estrategias e instrumentos que deban aplicarse para satisfacer esta necesidad básica, tanto en lo externo como en lo interno. Se propone que cada sector defina un punto focal dentro de la problemática de seguridad, al mismo tiempo que ordena las prioridades. Es decir, el uso del poder militar se enfoca al primer sector, el de la seguridad militar, mientras que a los otros sectores se les da el tratamiento de seguridad requerido, con lo que se limita la securitización a los aspectos: político, económico, social y ambiental. Así, se evita una securitización generalizada que a todas luces no es conveniente, a la vez que los cinco sectores operan interdependientemente, vinculados con fuerza unos de otros como una red entretejida, por lo que de ninguna manera actúan aisladamente.

En este punto conviene desarrollar la teoría constructivista sobre el concepto de la securitización, partiendo por entender que dicha palabra es un neologismo, utilizado en los estudios de seguridad, para señalar que algo se convierte en una amenaza existencial. Dicho concepto fue acuñado por Ole Wæver, en 1995, con el fin de no restringir las amenazas a peligros eminentemente militares que, por lo general, se daba entre Estados. Posteriormente, en 1998, el concepto de securitización escaló a la categoría de teoría, al ser complementado y desarrollado ampliamente con la contribución de Barry Buzan y Jaap de Wilde.

Para dichos autores, “la definición y los criterios exactos de la securitización están constituidos por el establecimiento intersubjetivo de una amenaza existencial con una notoriedad suficiente para tener efectos políticos sustanciales” (Buzan et al., 1998, p. 25). Así, la securitización está intrínsecamente ligada a la construcción de una conceptualización derivada de la seguridad, que ayude a explicar y clarificar cualquier amenaza o problema, de una manera mucho más específica.

Sin embargo, es necesario considerar que si bien las amenazas y vulnerabilidades se pueden originar en diversas áreas, tanto militares como no militares, ello no significa que se constituyan en problemas de seguridad. Para que así sea, es necesario que se cumplan estrictos criterios que los diferencien de los problemas que pertenecen a la funcionalidad puramente política. En esencia, “deben presentarse como amenazas existenciales a un objeto de referencia por parte de un actor de securitización que de ese modo genera el respaldo de medidas de emergencia más allá de las reglas que de otro modo obligarían” (Buzan et al., 1998, p. 5). De este postulado, analíticamente hablando, resultan siete elementos o unidades que constituyen la naturaleza dinamizadora del proceso de la securitización.

FIGURA 2. PROCESO DE LA SECURITIZACIÓN


Fuente: Elaboración propia.

Como se puede observar en la figura superior, el proceso comienza con 1) la amenaza existencial (tradicionalmente, pero no necesariamente, el Estado, soberanía, territorio o ideología), sobre 2) un objeto referente (lo que se percibe amenazado), del cual se desprende la necesidad de 3) la supervivencia (si no se resuelve, nada más se resolverá); estas tres unidades se configuran en la fuente del proceso y son seguidas por 4) el movimiento de securitización, el cual surge de la acción que ejerce el actor securitizante (individuo o grupo, representante del gobierno, partido político, ONG), al invocar y hacer visibilizar la amenaza. ¿Cómo lo hace? A través del discurso, para convencer a la sociedad o audiencia de las medidas de emergencia a tomar; finalmente, las tres últimas unidades que completan el proceso son: 5) el respaldo a las medidas de emergencia que requiere tomar el actor securitizante, 6) la securitización y 7) el rompimiento de las reglas de una manera legítima.

En consecuencia, la securitización tiene implícita una discusión abierta y libre de dominio sobre la amenaza existencial, en la que prevalece el consentimiento sobre la coerción, ganando la suficiente resonancia para crear las condiciones requeridas y, así, hacer posible que se legitimen las medidas a tomar para neutralizar la amenaza. En otras palabras, la securitización parte de una visión intersubjetiva que conlleva a la construcción de amenazas e identidades, a cargo de un agente securitizador, frente a uno o varios objetos referentes de una sociedad que, en últimas, aprueba o niega la realización de medidas excepcionales y de emergencia o urgentes.

Dentro de este marco argumental, es oportuno adicionar la idea primigenia expresada por Wæver (1995), respecto a que otros autores describen la securitización

como la versión extrema de carácter político aplicada en asuntos considerados amenazas y que vulneran la integridad e intereses de los actores implicados. La securitización, en un panorama como el descrito, activa mecanismos de control con el fin de identificar riesgos, adoptar medidas de contingencia, definir objetivos y emprender medidas justificadas por encima del tratamiento político, permitiendo así al Estado recurrir a medios extraordinarios, en un marco de legitimidad, y garantizar la defensa de los ciudadanos, el blindaje de las instituciones o evitar la guerra o el impacto desfavorable que la amenaza trae consigo (Salazar & Yenissey, 2011, p. 33).

En estos términos, se ve que conceptos como poder, liderazgo y seguridad ayuda a comprender la relación entre lo ideológico y lo pragmático, si hay o no una carrera armamentista en la región, así como los aspectos estructurales y coyunturales que inciden en el cambio de percepción de las fuerzas militares colombianas frente a Venezuela.

Elementos históricos, políticos y militares para comprender las relaciones Colombo-Venezolana

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