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EL PIE NORMAL O EQUILIBRADO

No resulta tarea fácil catalogar el pie normal en términos absolutos, no sólo porque siempre debe ser valorado de forma global, y por tanto relacionada con el resto de la estructura que soporta, además de tener presentes sus distintos comportamientos funcionales, desde la sedestación a la estática, pasando por la dinámica, las deformidades que imprime al calzado, etc., sino también porque requiere un conocimiento exacto de sus distintas fases evolutivas durante el crecimiento, de forma que lo que es normal para un niño preandante no lo es para uno de 5 años, para un adolescente o para un adulto.

También debe ser considerado el medio ambiente o la actividad del sujeto, de forma que no es igual el pie de un campesino, el de un deportista o el de una persona de raza negra o de una tribu indígena.

Al igual que cuando valoramos otra parte del cuerpo, como pueden ser los ojos o las manos, donde encontraremos diferencias individuales e incluso dentro de un mismo sujeto, encontraremos diferencias entre uno y otro pie que no siempre pueden ser calificadas de patológicas, por lo que no hay un pie estándar para todos los individuos.

Por todo ello, pienso que podemos considerar normal el pie biomecánicamente equilibrado; en cambio, no siempre será normal el pie asintomático, ya que gran número de patologías estructurales no se manifiestan de forma inmediata, sino con frecuencia a largo plazo, cuando nuestro organismo resulta insuficiente para “reparar” los daños causados por un desajuste mecánico.

VALORACIÓN DEL PIE DEL NIÑO

El niño presenta al nacer un pie que no está preparado para soportar carga, con un tejido esquelético en fase de formación, así como unos estados muscular y neurológico inmaduros. Teniendo en cuenta que el feto se ha formado en una cavidad, sometido por tanto a lo que podríamos llamar moldeo uterino, en ausencia de gravedad, podremos encontrar desviaciones y desorientaciones de ejes y articulaciones (varismos, pronaciones, torsiones…) que deben ser interpretadas escrupulosamente, así como evaluadas en fases sucesivas para conocer sus posibles variaciones.

Cuando nace el niño, en términos generales refleja la postura en la que se ha formado, pero sus ejes anatómicos van sufriendo unos cambios orientativos en los que influyen, además de un patrón genético, unos mecanismos externos derivados de la práctica de movimientos o posiciones que lo van reorientando espacialmente y preparándolo poco a poco para soportar carga, y más tarde para caminar. Estas posiciones tienen influencia en la forma y amplitud de las articulaciones, así como en el eje de las diáfisis óseas, que están regidas por unas leyes de desarrollo mediante las cuales la práctica de movimientos y posturas, es decir, compresiones y tracciones, remodela y orienta las superficies articulares, por lo que es obvia su participación directa en el futuro esquema muscular y óseo.

Nos encontramos, por tanto, en una fase del desarrollo musculoesquelético fundamental, ya que, si existen mecanismos externos superiores en intensidad o tiempo a la propia capacidad de remodelación, serán agentes que interferirán en su proceso evolutivo normal, al actuar a modo de “férulas” que mantienen un esquema postural determinado más o menos fijo.

Más tarde, en la fase de gateo, el niño adoptará unas posiciones que representan la continuidad de aquellas que ha adoptado hasta esa edad, con lo que seguirán influyendo unos agentes mecánicos externos de movimiento, potenciados ahora por los de carga parcial que el gesto de gatear requiere.

Cuando el niño se sienta capaz de mantenerse en pie, iniciará tímidamente sus primeros pasos, con las piernas separadas para ampliar su base de sustentación, con un escaso control sobre su movimiento y apoyos, manteniendo el equilibrio de forma precaria.

La posición de partida para la deambulación se produce a partir de un reflejo o estímulo de apoyo, poniendo en marcha unos esquemas aprendidos mediante la repetición de gestos como el gateo, más los factores anatómicos hereditarios, e incluso los miméticos, que el niño emula al tomarlos como puntos de referencia, por lo que es frecuente que sus gestos recuerden los de aquellas personas que en cierto modo le han servido de patrón durante su aprendizaje.

Podemos entonces asegurar que un aprendizaje correcto, así como el control de posturas, corrigiendo y evitando las que sean repetitivas o fijas, más el estímulo muscular continuado, representan la base de una buena dembulación.

En esta edad, la mayor separación de las piernas para ampliar la superficie de apoyo hace que el eje de carga no recaiga sobre los metatarsianos segundo y tercero, sino internamente pronando el pie con la consiguiente lateralización y descenso del arco interno. Este efecto se potencia por el desequilibrio de la rodilla en valgo o varo, por la disminución fisiológica de los ángulos de torsión bimaleolar y del cuello femoral.

Por un lado, su frágil osificación y, por otro, la holgura entre los elementos osteocartilaginosos, así como la elasticidad de cápsulas y ligamentos, mantienen el apoyo sobre el borde interno del pie.

Sus mecanismos de propioceptividad, inmaduros, no envían el estado de tensión posicional a los músculos, por lo que tampoco éstos pueden reaccionar equilibrando la bóveda. De manera natural, ese frágil esqueleto está ya protegido por un tejido adiposo plantar abundante, que actúa a modo de cojín hidroneumático y que no desaparecerá hasta que el esqueleto tenga la solidez suficiente.


Huella obtenida a través de un podómetro óptico, con representación de las zonas de cargas, muy posteriorizadas, y el eje pie-pierna en momento unipodal, mostrando un valgo fisiológico


La secuencia dinámica del paso tampoco será normal, al no existir diferenciados los momentos de apoyo de talón, fase media y despegue, sino comportándose todo como un bloque.

Por ello existe la creencia de que el niño pequeño tiene los pies planos y que el arco no se hará presente hasta los 2 ó 3 años. Sabemos que eso no es cierto y por tanto, mediante las técnicas exploratorias adecuadas, como el examen morfológico, las movilizaciones, las técnicas radiológicas y simplemente el examen computerizado de la huella, cuando ello es posible, podemos hacer diagnósticos precisos y no dejar a su suerte la evolución de ese pie, lo cual puede plantear después problemas para reequilibrarlo. Así pues, el crecimiento se compone de una serie de etapas, y cada una de ellas depende de la anterior y condiciona la siguiente, y nosotros debemos actuar con criterios coherentes.


Huellas y dinámica de un niño de cuatro años de edad, con sobrecarga selectiva del primer metatarsiano con rotación interna de la rodilla y valguismo, motivado por una insuficiencia de los rotadores externos de cadera y una pronación mediotarsiana


Paralelamente, si hasta esta edad el niño ha mantenido posiciones prolongadas inadecuadas, ya sea durante el gateo o durante el sueño, éstas seguirán presentes y exageradas con frecuencia por la repetición de unos esquemas posturales insuficientes y un mal control del tono muscular.

Si bien es verdad que gran parte de las alteraciones posturales que el niño pueda presentar antes de caminar desaparecen progresivamente con el tiempo, no es aconsejable relegar siempre a la suerte el que se normalicen, por lo que conviene para el futuro desarrollo de la extremidad infantil que todo el proceso de grabación de esquemas posturales y mecanismos propioceptivos se haya realizado de forma correcta, pues de lo contrario la dinámica supondría en muchas ocasiones no sólo la continuidad de un defecto o deformidad postural, sino también su aumento o estabilización inadecuada, desde el momento en que el hueso del niño es una estructura isotrópica y, por tanto, adapta su crecimento a la postura.

Tengamos presente que actualmente el pie crece y se desarrolla en superficies lisas y uniformes donde hay una falta de estimulos y cambios posturales, y, en consecuencia, un gesto y un suelo repetidos en cada apoyo.

Nosotros tenemos que valorar el pie de acuerdo con su momento, su edad y su tiempo de aprendizaje, teniendo en cuenta además el peso, el grado de elasticidad y la genética…, más el hecho de que cada niño puede tener un ritmo diferente, por lo que toda generalización tal vez sea desafortunada. Creo que si una alteración de los apoyos no evoluciona positivamente, su neutralización mediante cuñas, movilizaciones y estímulos será siempre una elección acertada.

Ni los niños tienen los pies planos, ni un pie plano puede volverse cavo, ni toda la patología del pie se limita al pie plano, ni las cosas se corrigen solas; sencillamente evolucionan. Los niños tienen su pie y, si existe una alteración dudosa, cuanto antes se actúe, mejores resultados obtendremos, y la actuación no se limita a una plantilla. Las cosas son a veces complicadas y a veces simples, pero acostumbran a ser lógicas.

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