Читать книгу Temporada de caza: renacimiento - Martín Zeballos - Страница 12
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ОглавлениеLa noche se abría, eterna, delante de nosotros. Éramos tres sombras que nos escabullíamos entre los autos abandonados y hacíamos tiempo en medio de las calles. Buscábamos pasar desapercibidos porque sabía que, a pesar de la oscuridad, cualquier ojo no humano podría acecharnos desde los escaparates de los edificios.
Al ver a Lucio rascarse la base del cráneo, un recuerdo vino a mi mente:
Esteban me dijo que mis compañeros debían cuidarme cuando pensé que íbamos camino a las jaulas. Me aclaró que no solo lo harían al ir a la reunión, sino allí mismo. Corté su discurso antes de que se volviera egocéntrico y le dije que ya había mencionado que él no confiaba en la jauría.
En su voz, expresada con un tono tranquilo, existía un intento por convencerme de que él tenía razón cuando dijo que había que estar atentos a cualquier cambio, ya que eso era lo que nos ayudaba a mantenernos vivos.
Espeté que lo suyo era desconfianza, aunque lo disfrazara como quisiera y no dijo nada más.
Caminamos en silencio y subimos dos pisos hasta que llegamos a una amplia habitación que estaba reacondicionada para trabajar como laboratorio, aunque le faltaba bastante orden. Las provisiones estaban apiladas a un lado de las puertas y muchas de las cosas se encontraban arañadas y destartaladas. Las cajas de balas y granadas se desparramaban con libertad en el suelo.
Un par de cubículos hechos con telas y plásticos transparentes dejaban ver mesas que tenían grandes cuerpos sobre ellas. No quise detenerme a ver, mucho menos a preguntar. De Juan aprendí que era mejor no saber algunas cosas. Por desconocer esa regla tiempo atrás, terminé convirtiéndome en una conspiradora. Una cazadora de monstruos, de engendros que tiene que evitar que su existencia no salga a la luz. Me pregunté si tendría sentido llevar ese título dadas las circunstancias. El mundo descubrió que convivía con bestias dispuestas a devorarlo todo a su paso, incluso, la vida de las personas. ¿Quién podría imaginar algo diferente?
Entramos a una sala en donde Silvestre y un chico de veinte años estaban atados —amarrados, para ser precisos— a unas sillas de metal.
Esteban se acercó a una mesa llena de bandejas y me dijo que el pequeño se llamaba Lucio. Me contó que, como se rehusaba a cooperar, lo pusieron a dormir. Luego, tomó una pistola extraña y la levantó hacia mí; me advirtió que podría despertar en cualquier momento, lo cual según él sería genial, así no tenía que explicar las cosas dos veces, ya que quería estar seguro de que quedara bien claro lo que pasaba.
Yo le pregunté qué pasaba con Silvestre y lo señalé; llevaba una mordaza en la boca.
Esteban me informó que mi amigo siempre estaba dispuesto a colaborar; pero que le habían limitado un poco el movimiento para tener un poco de seguridad extra. Acto seguido, se encogió de hombros como si eso no tuviera importancia y añadió que le parecía divertido.
«Claro que sí», pensé. Nada había cambiado. ¿Por qué lo haría? El mundo adentro del edificio era otro, uno más salvaje. ¿Afuera sería diferente? Estaba a punto de descubrirlo.
Unas arcadas a mi izquierda me asustaron. Lucio recobraba el conocimiento. En cuanto se movió, dos hombres vestidos como carniceros, con delantales de plástico blanco en los cuales había manchas de sangre seca, se acercaron con picanas y se mantuvieron a cierta distancia de la silla.
El chico miró hacia los lados. Percibí que intentaba ubicarse y que forcejeaba para desatarse. Como no pudo a la primera, intentó con más fuerza a la segunda. Empezó a respirar con rapidez. Sus músculos buscaban cambiar. Supe que deseaba convertirse en lobo. Si lo hacía, los carniceros no serían suficientes para detenerlo.
Esteban volteó hacia la mesa y cargó el arma con dos cápsulas violetas mientras le advertía que no se molestara ya que era imposible que cambiara, al menos, por el momento. Luego le dijo, mientras miraba su reloj con una sonrisa, que le quedaban alrededor de dos minutos de gracia ya que habían sintetizado una vacuna para evitar que se convirtieran.
Afirmé que la usábamos al mirar con curiosa atención cada uno de sus movimientos. Esteban me dijo que solo eran para las víctimas de ataques, sin embargo, este que tenía era un derivado que impedía a «los perros» cambiar.
«Aunque tiene sus desventajas», advirtió y con parsimonia se puso detrás de Lucio.
Conjeturé que duraba un plazo limitado de tiempo y él me dijo que al menos era algo. Luego, continuó. Tomó la cabeza de Lucio y la inclinó hacia adelante mientras decía que la vacuna que tenía era avanzada y, aunque no era la solución, los ayudaba a salir del apuro. Con una sonrisa maliciosa, apoyó la pistola en la nuca del chico y disparó. No hubo ningún sonido ensordecedor, en su lugar, se oyó el aire comprimido empujar una de las cápsulas. Lucio levantó la cabeza y ahogó un grito a través de la mordaza en su boca. Alcancé a ver que una lágrima rodaba por su rostro. Tan solo una, como si de ese modo pudiera ocultar cualquier dolor y hacerse más fuerte.
Esteban lo tomó del mentón y lo obligó a que lo mirara mientras le exigía que le prestara atención y le decía que quería que calmara su temperamento de mierda. Dijo que, antes de que intentara convertirse, observara una cosa; luego añadió que los tres debíamos ver eso.
La pared a la derecha de Lucio y Silvestre se tornó traslúcida y del otro lado apareció una sala contigua con un hombre tirado en el piso. Esteban, parado detrás de Silvestre, mencionó que despertaría en cualquier instante. Nos pidió que no nos asustáramos por nada, que era un lugar blindado e insonorizado para evitar todo tipo de molestias.
Había algo en aquella situación que me puso nerviosa. Después, fui consciente que tendría que haberlo imaginado antes, al menos tener una ligera sospecha sobre todo lo que iba a suceder. Pero no lo advertí hasta que el hombre del otro lado despertó. Podía ver como gritaba, como abría la boca para intentar hacerse oír.
Pero nada llegó hasta nosotros.
El hombre desnudo comenzó a golpear el vidrio con fuerza. Vi cómo le sobresalían las venas de los brazos y del cuello. No hubo ninguna reacción desde nuestro lado. El hombre empezó a cambiar. Era un lobizón que se liberaba de su forma humana para convertirse en un perro gigantesco de pelaje negro. La transformación se inició por sus piernas y continuó por sus brazos. Cada miembro se hinchó hasta alcanzar proporciones descomunales. Se le curvó la espalda hacia adelante y los huesos se ensancharon para que aumentara de tamaño. En cuanto su cabeza buscó alargarse para formar el hocico, esta estalló en silencio y salpicó el cristal. Los sesos del hombre empezaron a chorrear hacia el piso.
Me sobresalté. Todos lo hicimos. Pero yo fui la única que dio un paso hacia atrás.
Esteban advirtió que eso era lo que quería que miráramos. Nos explicó que eso era lo que hacía este pequeño milagro que ahora tenían mis compañeros. Luego, tomó la cabeza de Silvestre, apoyó la pistola y disparó en su nuca.
Nadie dijo nada más después de ese momento, Lucio dejó de intentar escapar y, con los ojos desorbitados miró hacia el otro lado de la habitación, escuchó lo que Esteban decía.