Читать книгу Temporada de caza: renacimiento - Martín Zeballos - Страница 13
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ОглавлениеVolví a la realidad cuando Lucio dejó de rascarse la base del cráneo en donde tenía un punto de color rosado: era la marca del implante.
Silvestre iba delante de mí, en alerta. Las calles oscuras de la ciudad casi muerta se nos abrían como gigantescas serpientes nocturnas a punto de devorarnos. Algunas, incluso, ni siquiera tenían el cartel con el nombre que las identificaban. ¿Acaso importaba? Eran detalles que el mundo no recordaría, mucho menos extrañaría.
No pude evitar pensar en que yo había visto esto. Durante el ritual con los seis hermanos, cuando Juan cayó, en el último instante tuve una visión sobre el fin del mundo. Siempre creí que solo había sido por la conexión que había entre los que estábamos allí, pero ahora no me sentía segura. Todo se había cumplido tal cual lo vi.
«¿Por qué yo y nadie más?», pensé. Lo peor era tener la certeza de que no había hecho nada por impedirlo.
Nos movíamos en silencio y zigzagueábamos entre los coches abandonados con prisa. Eran las trincheras perfectas para escondernos de la quietud que nos atormentaba y nos rodeaba. Nuestro propósito era hacer unas veinte cuadras.
«Casi del otro lado de la ciudad», pensé. Allí nos esperaría la jauría de perros que planeaba una tregua. Si eso era posible.
Los dos licántropos, que tenía como guardaespaldas, serían mis escudos si algo sucedía. Esa fue la orden que Esteban les impuso y que, por mi parte, no tenía intenciones de acatar. Los consideraba mis amigos, no herramientas. Veinte cuadras por delante implicaban hacerlas a pie. Nada de vehículos, llamarían demasiado la atención. Nos abastecieron con alimentos para el camino y me equiparon con granadas, con pistolas y con municiones como para combatir la Tercera Guerra Mundial. Un par de cuchillos y un machete completaban mi utilería. Si llevaba un andar lento, era por todo lo que debía cargar sola. Ellos dos tenían completamente prohibido tocar las armas.
«Como si no pudieran matar con las manos». Aunque La Hacienda suponía que al tener el deseo de hacerlo y como sus hormonas los llevarían a modificar sus cuerpos, el dispositivo los haría estallar al menor indicio de la metamorfosis.
Lucio parecía haber recrudecido su odio hacia mí, lo noté mirar hacia los lados, olfatear el aire y escuchar con atención. Quise creer que esa reacción era parte de su trabajo impuesto y no un intento por escapar o llamar al resto de su manada. Quería decirle que lo sentía, que podía contar conmigo, pero la cobardía de saberme una cazadora de su especie me lo impedía. Un conspirador no debía simpatizar con los engendros, ese era el lema que debíamos llevar en nuestra mente y por lo que habíamos jurado proteger a la humanidad. Nos enseñaban que, primero, éramos nosotros, nunca ellos. Los engendros eran la escoria del mundo, no merecían nuestro respeto. Nos habían inculcado mucha basura más al trabajar para La Hacienda. Juan nunca siguió al pie de la letra esas directrices. Yo pensaba hacer lo mismo.
—¿Sabías lo que nos iban a hacer? —Silvestre estaba de pie frente a mí. Choqué contra su pecho antes de darme cuenta.
—¿Qué? —Confundida, di un paso hacia atrás.
—¿Conocías el dispositivo que nos implantaron? —repitió la pregunta y caí en la cuenta de lo que se refería.
—No. Fue la primera vez que lo vi —le respondí con calma, pero con cierta vergüenza al reconocer que La Hacienda, no nos contaba todo lo que traía entre manos.
«Aunque no tendría que sorprenderme».
—Mmm… te voy a creer. —Bajó la mirada y se apoyó contra un auto.
—Claro. Gracias por el voto de confianza. —Hice lo posible para que mi sarcasmo se notara—. No necesito que me creas. Juan no necesitaba un creyente.
Silvestre me miró con tristeza.
—Es bueno ver cómo te aferrás a su persona todavía hoy. —Se frotó las manos y las puso en los bolsillos del pantalón—. Por más que no esté, seguís pensando en él como tu verdadero mentor.
—Compartimos muy poco tiempo, no sé si pueda llamarlo de ese modo.
—Lo es y, a su manera, lo sigue siendo.
—Solo quería hacer lo mejor posible mi trabajo, sea quien sea el que me haya entrenado. Espero que lo que aprendí sirva para resolver esta situación.
—Sí, sí. En una misión demasiado arriesgada. —De pronto, se puso serio—. No tienen idea de lo que quieren los licántropos. Y, lo peor es que aceptaste sin decir nada.
—¿Tenía otra alternativa? —pregunté con la esperanza de que no pudiera retrucarme.
—Siempre la hay, Laura. —Suspiró y se encogió de hombros.
Lucio seguía mirando hacia los lados. Agazapado sobre el capó del auto, perforaba la oscuridad con sus ojos siempre alertas y su olfato al que no se le escapaba nada.
Yo estaba frente a Silvestre que se rehusaba a separarse de mí.
—Me alegra ver que estás bien —dije luego de un segundo de indecisión; no sabía si decirle lo que pensaba—. Bueno, no de este modo, me refiero acá, conmigo.
—Te entiendo. Vivo. —Asintió con una leve sonrisa—. Hubiera preferido que fuese en otras circunstancias. De todos modos, algo es algo.
—¿Qué hiciste después de…?
—¿De la muerte de Juan?
Asentí con lentitud.
—Perdoná, si ya te lo pregunté. Todavía tengo lagunas en la memoria —me excusé, como si tuviera importancia hacerlo. ¿No lo era para mí?
—No. Solo es curioso que lo preguntes ahora. En su momento, cuando nos volvimos a ver, no hablamos de él o de nosotros. Tan solo nos dejamos llevar por lo que pasaba. Engendros que aparecían por todos lados, sin tapujos ni mucho menos. No hubo tiempo.
—Ahora no es mejor —dije, pero me arrepentí de esas palabras, temerosa a que se ofendiera. No era mi intención alejarlo.
—Creo que nunca lo será. Pero estamos acá y vamos a una reunión que podría ser la última. Solo hacemos un breve descanso. ¿Por qué no?
—El mundo seguirá de este modo mañana.
—Tal vez pasado mañana y el siguiente. Así que, respondiendo un poco a tu pregunta —se cruzó de brazos con suma tranquilidad—, intenté volver a la manada; pero creo que llevaba el olor de Juan demasiado impregnado en mi cuerpo porque no encontré a nadie. Tengo la impresión de que huían cuando estaba cerca.
—¡Te confundieron con él! —exclamé. Me causó cierta gracia oír eso y se me notó en la voz.
—O me consideran un traidor y me exiliaron. —La melancolía en su tono era demasiado profunda como para disimularla.
—Podrías haberlos rastreado. Seguirlos para saber si era verdad. Es peor quedarse con la duda —intenté animarlo, pero su rostro revelaba que él lo había decidido así.
—Los seguí un par de kilómetros hasta que perdí el rastro de manera definitiva. No me preocupó que desaparecieran. De algún modo, yo quería que fuera así. Deseaba que, al romper los lazos con ellos de un modo definitivo, tal vez, podría ser un humano por completo y para siempre. —Volvió a bajar la mirada y pateó un par de piedras diminutas que apenas se distinguían en la calle—. Es un poco tonto, lo sé.
—Todos tenemos nuestros anhelos. Yo pensaba que podía ser una periodista reconocida.
—Y eso, ¿cómo se relaciona con lo que te conté? —exigió al hacer una mueca de curiosidad.
Esta vez fui yo quien bajó la mirada.
—En que todavía lo creo, incluso, con los pedazos del mundo desperdigados.
—Podemos volver a unirlos. —Me sonrió y sus ojos cargados de tristezas llenaron los míos.
—Eso es muy amable de tu parte. Pero no te olvides de que algunas cosas no regresan.
—El pasado es una de ellas —me respondió—. Pero podemos rescatar el futuro, si te parece. ¿Te parece?
—¡Algo se acerca! —Lucio bajó del auto de un salto—. Aún no puedo ver bien qué es porque los coches me bloquean mucho la visión. Pero viene desde allá, detrás de aquellos autos.
Al instante, nos agachamos y miramos hacia donde señaló. Nos dimos cuenta, incluso yo, de que eran más de uno.
—Voces humanas —murmuró Silvestre.
—Ahora sí los huelo. —Parecía confundido por la demora en sentirlos. Supuse que el implante había hecho otros pequeños daños en su organismo. Pero ese no era el momento para aclararlo. Lucio pasó hacia adelante de nosotros—. Son seis en total. Tres hombres y tres mujeres.
—¿Peligrosos? —quise saber.
—¿Cómo se supone que sepa algo así? —se defendió y me miró lleno de odio.
Silvestre se puso de pie sin darnos tiempo a nada.
—¡Hola! —gritó y puso las manos delante de su boca para amplificar el sonido.
—¿Qué hacés? —le dije con preocupación por haber tomado, por su cuenta, una decisión que podría ser la menos acertada.
—¿Qué tiene de malo? —Abrió los brazos con indiferencia.
La primera bala silbó a su derecha y rompió el cristal de un auto que estaba detrás de nosotros: nos cubrimos en el acto.
—¡¿Qué carajos se creen?! —Lucio empezó a respirar agitado.
—Calmate, no parecen peligrosos —dijo Silvestre.
—No tienen mucha pinta de amigos —retrucó Lucio al mirar con cuidado por encima del capó.
Dos balas más resonaron cerca y el sonido del metal abollado nos hizo alejar de nuestro lugar. Agachados tanto como pudimos, corrimos de auto en auto. Fue idea de Lucio acercarnos. Si bien no me parecía buena, era la única opción que teníamos para poder avanzar hacia nuestra reunión.
Cuando nos encontrábamos a unos cuantos metros, comprendí lo que decían. Discutían hacia donde disparar. Hablaban alto para escucharse por encima de los disparos que seguían haciendo. Por ahora, estábamos a salvo. El problema era que necesitábamos atravesarlos y la única forma era enfrentarnos a ellos.
—¡Oigan! ¡No vamos a hacerles daño! ¡Solo queremos seguir nuestro camino! —Silvestre gritó más fuerte que el resto de los sonidos.
Una última bala llegó hacia donde nos encontrábamos, luego siguió un largo silencio.
Nos miramos los tres, tratando de predecir el siguiente paso. ¿Cómo defendernos de un ataque sorpresa si aquellas personas —supusimos serían personas— ejecutaban la misma maniobra que nosotros? Llegando el caso, no había otra opción: era matar o morir. Y, desde que desperté casi amnésica en esa habitación horrible rodeada desconocidos, había decidido vivir. Sobrevivir a lo que tuviera por delante, quisiera o no acabar con mi vida. No permitiría que se salieran con la suya. Por instinto, acaricié el arma que pendía de mi cintura, la que me brindaba seguridad y, sobre todo, confianza para conseguir lo que deseara.
—¿Cómo podemos estar seguros de eso? —preguntó un hombre.
—¡Nosotros no fuimos los que disparamos! —Lucio habló por todos y, aunque tuviera razón, me pareció inapropiado discutir.
Nos acompañó un largo silencio.
—¡Solo tenemos que cruzar la avenida! —grité, protegida desde mi lugar —Necesitamos llegar a un lugar, es importante, por favor.
Ni bien terminé de hablar, la discusión en el otro lado fue evidente. No comprendía qué decían, pero era claro que las opiniones estaban divididas.
«Semejante a como lo estamos nosotros», pensé.
Lucio mordía las ansias por atacar. Lo traía sin cuidado transformarse o no en lobizón. Estaba convencida de que utilizaría las manos, incluso, más que la boca. Al final, pareció que limitarlo fue buena idea. Por su propio bien y para evitar que cometiera cualquier locura peligrosa contra él mismo, aunque tuve la seguridad de que el verdadero propósito de La Hacienda había sido crear un monstruo que trabajara bajo sus órdenes. Yo creía en la compasión, en la bondad de la gente. Ilusa o no, era lo que siempre me motivaba en la vida: no lo iba a abandonar en este instante. Para mí, teníamos que hacer contacto y, llegado el caso, protegerlos. Estaba convencida de que ellos no contaban con las armas suficientes para defenderse. Si era extremadamente positiva, los del otro lado apenas sobrevivirían a esta noche. Y con mucha suerte.
Después, estaba Silvestre. No lo manifestaba, pero se veía que era partidario de ambas cosas, como si fuera posible dividirse cincuenta y cincuenta para el bien y el mal.
«Quería quedar bien con Dios y con el diablo», pensé en el dicho. Pero él no podía ir contra de sus ideales. Esa forma de pensar fue la que lo acercó a Juan y, como efecto rebote, lo acercó a mí también. ¿O ambos nos buscamos? No podía saberlo, tampoco era momento para averiguarlo.
—¡Es peligroso pasar del otro lado! —gritó una mujer.
—Tenemos que hacerlo —insistí—, es importante.
—Podemos acompañarlos, si quieren —se ofreció ella a lo que le siguieron unos cuantos reproches.
Lucio, con una mirada, me reclamó que rechazara la oferta. A él le exigían mantener perfil bajo y la situación implicaba ponernos en riesgo a todos, incluso, a los inocentes civiles armados. Él vio que yo dudaba y puso énfasis en negar con la cabeza.
—Está bien, pero solo un tramo del camino es suficiente —dije y me puse de pie con lentitud.
Me siguió Silvestre y, por último, Lucio se irguió a regañadientes y sacó pecho como si pudiera infundirle miedo a la noche misma.
Ambos grupos nos vimos, cada uno desde su posición. Fui la primera en avanzar hacia ellos. En la oscuridad, con la luna en lo alto, apenas se distinguían los cuerpos que empezaban a moverse. Una figura esbelta tomó la delantera del grupo contrario.
Con cautela, pero con seguridad, caminé y, a mitad de camino, nos encontramos. Eran dos hombres y un niño, de aproximadamente cinco años, aferrado a las piernas del que supuse era su padre. El pequeño nos observaba con miedo. El resto del grupo lo conformaban tres mujeres, una de ellas era una adolescente que portaba un arma y un cuchillo colgados en su cintura. Otra, esbelta y con ojos demacrados nos observaba en la delantera del grupo; no dejaba de sonreír con cierta timidez.
—Hola, soy Mónica. —Levantó la mano con nerviosismo—. Este es mi marido, Pedro, y mis hijos, Patricia y Santiago. No tengas miedo, Santi, no pasa nada.
—Son unos completos desconocidos. Pueden ser ladrones o esas cosas —dijo el hombre canoso de panza prominente y camisa sucia. Pedro era quien protegía a su pequeño hijo.
—Me llamo Laura, y ellos son Lucio y Silvestre —los presenté tan rápido como pude al señalar a cada uno.
—Tampoco nos conocen —contestó Mónica sin inhibiciones—. Por cierto, él es Mario y ella es su esposa, Liliana. Eran vecinos nuestros antes de que pasara todo esto.
—¿Ustedes saben qué sucedió? ¿Qué son esas cosas que andan por ahí? —Liliana llevaba una cola desprolija en el pelo que, de alguna manera, hacia juego con el atuendo deshilachado que usaba: una remera andrajosa y un jean gris que podría haber sido de otro color en un principio.
—Deben estar en la misma que nosotros. Nadie sabe nada, mujer. —Mario, su esposo, habló con aspereza mientras cambiaba de lado el peso de la escopeta que cargaba.
Liliana bajo la mirada y se tomó de los codos, dando un paso hacia atrás, sumisa al comentario hiriente de su marido.
En ese momento, me pregunté quiénes eran los monstruos en realidad.
—Me temo que es verdad, no tenemos idea qué está pasando. Estamos igual que ustedes —me apresuré a mentir.
Mario hizo una mueca de burla que, gracias a su estilo desgarbado, el pelo gris y la barba de varios días, le dieron un aspecto tétrico.
—Todo es igual en cualquier parte. —Pedro me miró y después examinó a Lucio y a Silvestre; pero centró su atención en el primero, no dejaba de observarlo. Presté atención; era la segunda escopeta del grupo y tenía un machete que ondulaba en su cintura a cada movimiento—. No hay más que autos, casas abandonadas y basura por todas las calles.
—¿Encontraron sobrevivientes? —preguntó Silvestre y percibí un poco de calma en su voz. Supuse que intentaba apaciguar los ánimos que, de seguro, podía olfatear como a una presa.
Pedro miró hacia otro lado, Mario se fijó en mí, los niños observaron a sus padres y las mujeres bajaron la vista al suelo. Bajo la suave luz de la luna, aquello era semejante a un velorio. Aunque si lo pensaba mejor, ¿había tiempo para encuentros normales?
—Solo unos pocos, pero decidieron seguir su propio camino —respondió Pedro—. No tengo idea de cómo se las rebuscarían, pero de seguro terminaron devorados por alguna de esas… cosas.
—¿Pelearon con alguna? —dije con demasiado entusiasmo; eso llamó la atención de Mario.
—¿Ustedes sí? —quiso saber él y volvió a mover la escopeta. La tomó con las dos manos, como preparándola para usar en cualquier momento.
—Dijeron que tenían que cruzar la avenida. ¿Tienen familia del otro lado? —nos interrumpió Mónica de nuevo con una sonrisa.
—Algo así. Por eso nos preocupa llegar cuanto antes. —Traté de aparentar tranquilidad, a menos que Mario estuviera dispuesto a cuestionarme aquello también. Para mi alivio, no dijo nada—. No quiero parecer maleducada, pero nos gustaría seguir. Es para que no se nos haga demasiado tarde.