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CAPÍTULO UNO
La Historia Religiosa de la Humanidad

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Romanos 1:21

Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido.

Todos conocemos el dicho que nos recuerda que a veces, “quien bien te quiere te hará llorar”, y sabemos que es necesario ponerlo en práctica cuando se educa a los niños, o se cuida a un enfermo. En ciertos casos puede que lo mejor para el niño o para el paciente sea causarle un dolor temporal. Se trata de una tarea difícil para el padre o el médico, una tarea ante la que ambos se encogen, y que intentan evitar por todos los medios, pero si de verdad los mueve un interés genuino por la otra persona, no les queda otro remedio.

En mi opinión, ése es el principio que la Iglesia está llamada a aplicar en este tiempo de crisis y calamidad si quiere actuar como la verdadera iglesia de Dios hoy en día. Sin embargo, está claro que ha sido negligente en ese sentido; ha sido tan negligente como los individuos que la componen, puesto que la iglesia somos nosotros mismos, quienes formamos parte de ella, y siempre es más grato proporcionar alivio y consuelo que provocar dolor y reacciones desagradables.

Pero sin duda ha llegado el momento de tratar la situación del mundo actual de una forma radical.

Nada podría resultar tan letal como que se extendiera la idea de que el propósito de la iglesia es calmar y confortar a los hombres y mujeres que se sienten infelices debido a las circunstancias actuales. Digo “el propósito” porque, claro está, todos debemos dar gracias a Dios por el maravilloso consuelo que nos ofrece el evangelio, y que no podemos encontrar en ningún otro sitio. Sin embargo, si damos la impresión de que ésa es la única función de la iglesia, estaremos justificando en parte la crítica que se le hace de que su función principal es proporcionarle una especie de droga al pueblo. En un principio, bajo el impacto inmediato de la guerra, era esencial que fuéramos calmados y consolados, pero si la iglesia no hace nada más, seguro que daremos la impresión de que nuestro cristianismo es débil y vacío. El ministerio de dar consuelo es una parte de la labor de la iglesia, pero si ésta le dedica toda su energía sólo a esa tarea, como hizo en general durante la última guerra, probablemente emerja de los problemas actuales con sus filas aún más diezmadas y contando menos aún en la vida de las personas.

De la misma manera, si se contenta con hacer vagas afirmaciones generales dirigidas a ayudar y alentar el esfuerzo nacional, si sólo intenta añadir un brillo espiritual a los discursos de los líderes seculares del país, aunque bien podría obtener un aplauso y una popularidad momentáneos por parte de las autoridades, al final se verá desacreditada a los ojos de los que tienen algo de entendimiento.

Aparte de todo lo demás, si la iglesia se conforma con una de esas dos actitudes, o con una mezcla de ambas, se coloca a sí misma en una posición negativa: está sólo paliando los síntomas en vez de tratar la enfermedad de forma activa y positiva; está intentando suavizar las dificultades, o, cambiando la metáfora, siendo un simple acompañante en vez del solista; está respondiendo a una afirmación en vez de plantear el desafío y, en consecuencia, está dando la impresión de estar asustada y desorientada. De la misma manera, y aquí me dirijo más específicamente a nosotros, los cristianos evangélicos, no debemos continuar con nuestra vida religiosa y con nuestros métodos como si no sucediera nada a nuestro alrededor, y como si aún viviéramos en los espaciosos días de la paz. Hemos usado ciertos métodos muy agradables que nos han encantado. ¿Qué podría resultarnos más grato que tener nuestra religión y disfrutar de ella de la forma que lo hemos hecho durante tanto tiempo? ¡Qué bueno es sentarse a escuchar! Ha sido un placer para el intelecto y, a veces, una delicia emocional y artística, pero lamentablemente, no ha tenido nada que ver con el mundo en que vivimos. No ha tenido nada que ofrecerles a aquellos que no saben nada de nuestra historia o nuestro estilo de vida, quienes desconocen nuestro lenguaje y hasta nuestras presuposiciones. ¡Qué distante y aislado! ¡Qué alejado de un mundo plagado de problemas en el que se tambalean los cimientos de todo lo que se consideraba valioso!

Tenemos que despertar y darnos cuenta de que aunque nuestro evangelio es eterno e inmutable, también es contemporáneo. Tenemos que confrontar la situación actual y decirle al mundo lo que nadie más puede decirle.

Deberíamos hacerlo por muchas razones. Nos instan a ello la necesidad del mundo, su agonía, su dolor, su enfermedad. Pero aparte de eso, es nuestro deber; es parte de la comisión dada a la iglesia en sus orígenes. La iglesia es deudora en el sentido en el que San Pablo se describe a sí mismo en el versículo catorce de este capítulo. Algunos dirían que si la iglesia falla en estos momentos de crisis, si no se da cuenta de que se está jugando su propia existencia, el resultado principal de la difícil situación en que se encuentra el mundo será el final de la iglesia. Yo difiero totalmente de esa proposición. La iglesia seguirá adelante porque es la iglesia de Dios y Él la sostendrá hasta que complete su obra. Pero si fallamos, puede que se debilite en números y en fuerza más de lo que se haya visto desde hace siglos. Y, por encima de todo, habremos traicionado la causa.

Tenemos que encarar la situación actual tal y como es, pero la manera en que lo hagamos es de vital importancia. Por eso digo que debemos estar dispuestos a “hacer llorar a los que queremos bien”.

Si de verdad queremos ayudar a los demás y transmitir el mensaje de redención, primero tenemos que hurgar en la herida y sacar los problemas a la luz, pero no podemos hacerlo sin causar dolor y, quizás, sin ofender. Esto, a su vez, nos hará perder la popularidad y el favor de que gozamos cuando lo único que hacemos es aliviar al mundo, o ignorarlo, mientras disfrutamos de nuestra propia religión. Repito que el no haber tratado la situación, en general, de manera vital y realista durante la última guerra es uno de los capítulos más tristes de la historia de la iglesia cristiana.

Esto no debe volver a pasar, cueste lo que cueste. La última guerra se consideró como una especie de interludio en el drama de la vida, y la humanidad, sin darse cuenta de que era parte esencial e inevitable del drama mismo, simplemente esperaba que terminara para volver a la vida que tan abruptamente había dejado en agosto de 1914. En aquellos momentos no se enfrentó al verdadero problema, pero teniendo en cuenta la situación actual y la historia de los últimos veinte años, es necesario que lo hagamos ahora. Nuestra actitud no puede ser la de esperar a que acabe la guerra para que podamos retomar nuestras actividades normales. Debemos ser más activos que nunca, especialmente en nuestra manera de pensar.

La cuestión central es ésta: ¿Por qué se encuentra el mundo en la situación actual? Debemos buscar la respuesta a esta pregunta prestando especial atención a las enseñanzas sobre la vida que han sido más populares en los últimos cien años. El hecho de que las cosas estén como están ya es bastante grave, pero cuando además las contrastamos con las imágenes optimistas y brillantes de la vida que nos han mostrado con optimistas y brillantes de la vida que nos han mostrado con 18, como se ha dicho, se ha visto como una pausa extraña e inexplicable en la marcha hacia adelante del progreso humano. El progreso debería continuar después de la guerra. Sin embargo, ¡aquí estamos, en las circunstancias actuales! ¿Cómo se explica todo esto? ¿Cuál es la causa de los problemas que tenemos?

A estas alturas, debería ser obvio que esa manera de ver la vida estaba totalmente equivocada. ¿Pero lo es? ¿Es tan obvio para todos los que nos consideramos cristianos? ¿Durante años no nos hemos gozado muchos de nosotros en lo que nos parecía el inevitable progreso del mundo? ¿No hemos sentido en nuestro interior que, a pesar de que el número de miembros de las iglesias, así como el número de asistentes, fuera cada vez menor, y a pesar del evidente deterioro del ambiente social general, el mundo era un lugar mejor? Mientras que el mundo iba dejándose llevar paulatina pero inexorablemente a su situación actual, la voz de la mayoría, lejos de dar señales de alarma, se alegraba de los maravillosos logros del hombre y del inicio de una gran nueva era en la historia de la humanidad.

Sólo puede haber una explicación para todo esto: esa manera de entender la vida tiene que ser trágicamente incorrecta en su esencia.

Para exponer dicha falacia y revelar la verdad, quiero que dirijan su atención a la segunda mitad del primer capítulo de la Epístola a los Romanos. No conozco ningún pasaje de las Escrituras que describa de manera tan exacta el mundo de hoy y la causa de los problemas. De hecho, no hay nada en la literatura contemporánea que describa el escenario actual de manera tan perfecta. Es un pasaje terrible. Melanchton describió el versículo 18 como “un exordio tan terrible como el rayo”. Y al igual que el rayo, no sólo aterroriza, sino que además ilumina. Estoy deseando estudiarlo con ustedes ya que revela algunas de las falacias más comunes que han llevado a la humanidad a la falsa concepción de la vida que la ha mantenido engañada durante tanto tiempo.

La primera cuestión a considerar es la concepción del hombre mismo, especialmente en su relación con Dios.

No es necesario indicar que este asunto es de gran importancia. Como es lógico, nuestra manera de abordar el tema del hombre y sus problemas dependerá de cómo entendamos al hombre. Puede que la contradicción entre la visión bíblica y la visión popular de los últimos años sea más evidente aquí que en ningún otro sitio. La segunda mitad del siglo pasado se recordará siempre como un periodo de intensa actividad intelectual y de investigación científica. Quizás aún no seamos plenamente conscientes de todos los cambios que se produjeron como resultado de ese esfuerzo, pero seguro que no hubo cambio más notable como consecuencia de todo esto que la manera de entender al hombre. En este momento no nos interesa, ni tenemos tiempo de estudiar en profundidad, la cuestión general de la nueva concepción que se puso de moda sobre el origen y el desarrollo del hombre. Lo que nos interesa es la nueva manera de entender la relación del hombre con Dios. Al mismo tiempo, cabe destacar que en ambas cuestiones imperaba el mismo principio: el del crecimiento y el desarrollo.

Este principio subyace en todos los conceptos de la vida y del hombre que cobraron fuerza durante ese periodo. En el ámbito de la religión esta tendencia dio lugar a una nueva ciencia, o lo que vino a llamarse ciencia: la religión comparada, que surgió en parte como resultado de los movimientos colonizadores del siglo anterior y en parte como resultado de los hechos que salieron a la luz gracias al trabajo de las distintas sociedades misioneras. En cualquier lugar al que fuesen, los misioneros descubrían que los nativos y los salvajes tenían todos alguna forma de religión. Poco a poco empezaron a fijarse en esas religiones y a interesarse por ver la correlación entre el tipo de religión que encontraban y el tipo de personas entre las que la encontraban. Con el tiempo, basándose en todo esto, se formuló una teoría que venía a decir que en la historia del ser humano se podía encontrar una evolución evidente en cuanto a la religión. Los pasos y las etapas se podían distinguir claramente a medida que se pasaba de la forma más primitiva a la más desarrollada.

No podemos entrar en detalles, pero según los que pertenecían a esta escuela, el hombre en su forma más primitiva era animista, es decir, creía en un espíritu indefinido que residía en los árboles, en las piedras y en otros objetos. Después vino una especie de magia, luego el culto a los antepasados y el totemismo, el culto a los espíritus, el fetichismo, etc., hasta llegar a una etapa que podríamos describir como politeísmo, que es la situación en que se encontraban Grecia y Roma en la época de nuestro Señor. Finalmente, de eso se pasó al monoteísmo, a creer en un solo Dios. Con esto se pretendía demostrar que existe una ley innata en el hombre que le hace buscar a Dios. Según decían, está presente en la forma humana más primitiva e ignorante, y a medida que el hombre crece, se desarrolla y progresa, la idea va purificándose y haciéndose más noble hasta llegar a la creencia de los judíos en un Dios santo y justo. Los que defendían este punto de vista argumentaban que lo que ellos podían elaborar como teoría según los datos que habían observado se confirmaba también con lo que encontraban en el Nuevo Testamento. Decían que en la Biblia se puede ver un desarrollo paulatino de la idea de Dios que tenían los Hijos de Israel. Lo que importa aquí es que esta teoría presupone que el hombre, por naturaleza, es una criatura que está siempre buscando y anhelando conocer a Dios y tener comunión con Él, y que Cristo es el hombre que ha ido más lejos y ha llegado más alto en el esfuerzo. Para algunos, por supuesto, esta teoría servía para demostrar que Dios no existe, y que el desarrollo que se observa no es más que un refinamiento y una mejora gradual, y un intento de proporcionar respetabilidad intelectual a lo que originalmente fue un mito surgido como resultado del miedo a la vida.

Así que ésa es la teoría dominante. ¿Qué respuesta le damos?

Me gustaría dirigir su atención a este pasaje de Romanos 1 para que veamos lo falsa que es esta teoría. Para organizar el tema, podemos dividirlo en los siguientes apartados:

1) Es una visión contraria a la historia bíblica. San Pablo les recuerda a los romanos, y por tanto a nosotros, que los hechos la refutan. Su propósito es mostrar que todo el mundo es culpable ante Dios, y lo hace señalando que nadie tiene excusa. Para ello explica que al principio Dios, habiendo hecho al hombre, se le reveló. No sólo reveló su eterno poder y su Deidad en la naturaleza y en la creación, de las cuales todos los hombres deberían deducir su existencia, sino que introdujo en el hombre, en su misma esencia, un conocimiento, un indicio y un sentido de Dios que deberían conducir a los hombres a Dios. El hombre, dice San Pablo, empezó con el conocimiento de Dios, y si ahora le falta es porque lo ha suprimido deliberadamente y lo ha perdido. La historia del hombre con respecto a Dios, según el apóstol, no es una historia de desarrollo y avance gradual, sino más bien de declive y caída, es decir, de retroceso.

Por supuesto, una correcta interpretación del Antiguo Testamento nos muestra que esto es así. Al principio, el hombre tiene comunión con Dios y está en un estado de felicidad, pero esa comunión se rompe como consecuencia de sus propias acciones, de su propio pecado, y así empiezan los problemas del hombre. El conocimiento de Dios se mantuvo durante un tiempo, pero, tal y como vemos en la Biblia, se fue volviendo cada vez más débil. Y a medida que disminuye el conocimiento de Dios, la vida se deteriora. Me gustaría recordarles que incluso Abraham creció en un estado de idolatría. Incluso el linaje especial de Sem se había deteriorado y se había apartado del verdadero conocimiento de Dios. Pero entonces Dios toma a Abraham y se le revela de una manera especial. Esta revelación se les transmite a Isaac y a Jacob y a los Hijos de Israel. ¿Pero qué pasa con ellos? Sólo hay que leer la historia para darse cuenta de que tienen exactamente la misma tendencia que las otras ramas de la raza humana. Lo que encontramos en ellos no es el deseo de aprovechar su posición única y su conocimiento, o el deseo de profundizar en el misterio, sino la tendencia a volver al culto a los ídolos y al politeísmo e incluso a formas más bajas. De hecho, la historia del Antiguo Testamento se puede resumir como la historia de Dios intentando preservar el conocimiento de sí mismo a través de sus siervos en medio de un pueblo recalcitrante que siempre tendía a recaer en formas más bajas de religión. Eso no es desarrollo sino retroceso.

Lo que quiero destacar es que, si eso es lo que pasaba con este pueblo especial al que Dios estaba siempre ofreciéndole revelaciones y manifestaciones precisas y únicas de sí mismo, es totalmente ridículo pensar que el resto de la humanidad estaba constantemente esforzándose por alcanzar un conocimiento cada vez más completo de Dios. Los israelitas no llegaron a creer en un sólo Dios como resultado de su propio empeño y esfuerzo. Dios se les reveló de una manera especial. Ellos no buscaban a Dios, sino que se alejaban de él una y otra vez. Dios, en cambio, los buscó y siguió guiándolos a pesar de su rebeldía. Así pues, la historia bíblica muestra claramente que la humanidad, que comenzó teniendo conocimiento de Dios y disfrutando de una vida que se correspondía con dicho conocimiento, se apartó de ese conocimiento, tendiendo a alejarse cada vez más de Dios. El hombre no avanzó desde el animismo, el fetichismo, etc. hasta el monoteísmo, sino que se degeneró en la dirección opuesta.

2) Pero esta teoría tampoco se corresponde con la historia del hombre posterior a la Biblia. En la historia de la iglesia encontramos una extraña periodicidad que es muy característica. En ella se alternan constantemente periodos de progreso y de declive, de avivamiento espiritual y de apatía espiritual. Sin profundizar más en el tema, esto se ve muy claramente en la historia de la iglesia en nuestro propio país. Si la doctrina del progreso y el desarrollo fuera cierta, sería de esperar que cada avivamiento produjera inevitablemente un mayor progreso; que los hombres, habiendo sentido el estímulo y el ímpetu de un tiempo de gran bendición, redoblaran sus esfuerzos y continuaran creciendo y desarrollándose con una intensidad cada vez mayor. Pero no es así. El fervor de la Reforma Protestante empezó pronto a pasar y a declinar. Entonces llegó el periodo puritano, cuando se puede decir que la gente de este país era realmente devota y fervorosa. Éste fue uno de los periodos más nobles de nuestra historia, pero pronto le dio paso a la era de la Restauración, con todo su pecado y su vergüenza. ¿Quién podría creer que la Inglaterra de la primera parte del siglo XVIII, como se describe, por ejemplo, en el libro Inglaterra Antes y Después de Wesley, es el mismo país que la Inglaterra de los puritanos? Y ha seguido la misma trayectoria desde entonces, no sólo en el país en general, sino también en zonas concretas, en lugares de culto concretos, en familias concretas e incluso en individuos concretos. Comparen cómo es el país hoy, y cómo ha sido durante los últimos veinte años, con la Inglaterra de mitad de la época victoriana.

3) Alguien podría preguntar: ¿Y qué pasa con la evidencia de la religión comparada de la que ha hablado antes? Pues me alegra que me pregunten porque aquí, como en tantos otros ámbitos, se está descubriendo que cuanto más minuciosa es la investigación, más confirma la enseñanza bíblica. El final de la era victoriana se caracterizó por la manera en que las teorías eran elevadas a la categoría de hechos, y se hacían amplias generalizaciones basadas en pruebas insuficientes sin más confirmación ni apoyo. Claro, la tragedia es que, una vez que estas ideas empiezan a circular, se tarda mucho tiempo en deshacer sus terribles efectos e influencia.

Muchas veces el hombre común—y a veces también el erudito—lleva muchos años de retraso con respecto a los descubrimientos más recientes. Porque la verdad es que, en el campo de la religión comparada, las pruebas más recientes apoyan lo que dice la Biblia, y esto lo reconocen cada vez más eruditos de reconocido prestigio. Consideren, por ejemplo, estos dos pasajes de un artículo sobre Religión Comparada publicado en el Expository Times en noviembre de 1936:

“La primera conclusión a la que llegamos a través del estudio de la mayoría de las religiones primitivas es que todas comparten la creencia clara, vívida y directa en un Ser Supremo. Esta creencia ocupa un lugar predominante entre todos los pueblos primitivos. Debe haber estado profundamente arraigada en la más antigua de las culturas humanas desde el origen de los tiempos, antes de que la humanidad empezara a dividirse en grupos. (…) Aunque nuestro estudio de los pueblos más primitivos haya sido breve, los resultados parecen justificar nuestra convicción de que la religión comenzó con la creencia en un Dios Supremo”.

De la misma manera, el profesor C. H. Dodd, en su comentario de la Epístola a los Romanos, dice:

“Los estudiosos de la religión comparada no se ponen de acuerdo en si el politeísmo idólatra es, de hecho, resultado de la degeneración de algún tipo de monoteísmo, pero por lo menos existe una cantidad sorprendente de evidencia de que entre muchos pueblos, no sólo en las civilizaciones de India y China, que eran más avanzadas, sino también entre los bárbaros de África Central y Australia, subsiste la creencia en algún tipo de Espíritu Creador junto con la superstición del culto a dioses o a demonios, y muchas veces con la impresión, más o menos oscura, de que esta creencia pertenece a un orden superior o más antiguo” (p.26, refiriéndose a evidencia presentada en Soderblom, Das Werden des Gottesglaybens).

Y también tenemos la impresionante obra del Padre W. Schmidt (uno de cuyos libros ha sido traducido al inglés con el título The Origin of Religion) que nos ofrece pruebas contundentes en este mismo sentido. En otras palabras, los resultados de una investigación científica minuciosa entre las razas y tribus más simples y primitivas del mundo apoyan esta idea. Lo único que puede explicar que estos pueblos creyeran en un Dios Supremo es lo que dice la Biblia. Por mucho que se haya apartado, y por muy bajo que haya caído, todavía existe el recuerdo y la tradición de lo que la humanidad sabía al principio.

4) Pero, dejando a un lado la evidencia que he presentado, voy a mostrarles que esta teoría es obviamente falsa aunque sea sólo desde el punto de vista de nuestro conocimiento de la naturaleza del hombre. La idea de que el hombre está por naturaleza imbuido de este anhelo, de esta sed de conocer a Dios, parece monstruosa cuando miramos al hombre moderno. Según esta teoría, nosotros, viviendo como vivimos en la actualidad, con todas las ventajas de que disponemos en cuanto al aprendizaje y al entendimiento, y contando con el resultado de la evidencia de todos los que han vivido antes que nosotros, deberíamos estar en el escalón más alto. Nuestro conocimiento de Dios debería ser mayor, y nuestro deseo de saber más debería ser mayor todavía. Si lo pensamos, dan ganas de reírse por no llorar. Es muy fácil sentarse en un estudio y desarrollar una teoría colocando las pruebas una por una sobre el papel. Todas parecen encajar perfectamente, y si no lo hacen, el creador de la teoría tiene la libertad de manipularlas y cambiar su distribución.

De esta manera, los académicos han teorizado sobre las tribus primitivas y los salvajes desde la distancia. Si hubieran salido a la calle, o entrado en los clubes del West End, o en los tugurios del East End, se habrían percatado en seguida de que su hipótesis central era completamente falsa. Lo que sigue siendo cierto es que “el hombre …es lo que debe estudiar la humanidad”. Lo que es cierto con respecto a un individuo, lo es con respecto a los demás. Lo que es cierto sobre cada uno de nosotros es cierto sobre todos. Y el hecho es que dentro de nosotros mismos está la prueba final que demuestra que lo que dice San Pablo es verdad: en el hombre existe este antagonismo contra Dios, “por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios” (Rom. 8:7).

El hombre, por naturaleza, siempre quiere escaparse de Dios y alejarse de él, y San Pablo nos dice precisa y exactamente por qué existe esta tendencia, y cómo se manifiesta.

En primer lugar, se debe a la rebeldía inherente a la naturaleza humana: “Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios”. A los hombres les molesta la idea misma de Dios porque sienten que implica que su libertad se ve coartada de alguna manera. Se ven aptos para ser “dueños de su destino y capitanes de su alma”, y por tanto, exigen el derecho de hacer lo que quieran y vivir como les parezca. Rehúsan adorar y glorificar a Dios. Reniegan de él, le vuelven la espalda y afirman que no lo necesitan. Renuncian a su modo de vida y se sacan de encima lo que consideran la servidumbre, la esclavitud de la religión y una vida controlada por Dios. Eso es lo que ha hecho que el hombre se aparte siempre de Dios. Confunden el libertinaje y la permisividad con la libertad; se rebelan contra Dios y rehúsan glorificarlo.

Pero segundo, el hombre es desagradecido por naturaleza. Las palabras de San Pablo, “Ni le dieron las gracias”, no se pueden explicar de otra manera. Si Dios sólo nos diera leyes, se podría entender, hasta cierto punto, la rebeldía del hombre, pero de Él recibimos “toda buena dádiva y todo don perfecto” (Santiago 1.17). Él es la fuente y el origen de toda bendición, y aun así, el hombre lo rechaza. Al principio del todo, y aunque Dios le había proporcionado las condiciones perfectas en el Paraíso, donde tenía todo lo que pudiera desear, el hombre se creyó la insinuación de Satanás contra el carácter de Dios y se olvidó de toda su bondad. Y así ha sido desde entonces, como podemos observar en la historia de los Hijos de Israel. A pesar de toda la paciencia y bondad que les demostró Dios, ellos le volvieron la espalda constantemente. No hay nada tan terrible en la historia de Israel como su vulgar ingratitud, y la mayor demostración de la ingratitud no sólo de los israelitas, sino de la humanidad en general, fue el rechazo a Jesucristo, el Hijo de Dios. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito”. Sí, lo entregó a la muerte cruel en el monte Calvario para que el hombre pudiera ser absuelto y perdonado. Pero ¿qué hacen los hombres, en general, para agradecerle lo que hizo por ellos? ¿Le demuestran su agradecimiento rindiéndose a Él e intentando llevar una vida que honre y glorifique su nombre? No hay nada que la humanidad odie más que el regalo supremo del amor y la misericordia de Dios. “El tropiezo de la cruz” (Gál. 5.11) sigue siendo la mayor ofensa del evangelio cristiano. “Ni le dieron las gracias”. Si el hombre se opone a la ley de Dios, se opone aun más al hecho de que su salvación dependa única y exclusivamente de la gracia y la misericordia de Dios.

La razón es, por supuesto, la que San Pablo expresa en el tercer paso de esta historia, que describe la caída de la humanidad y su alejamiento del conocimiento de Dios: la soberbia de los hombres. “Se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios.” En otras palabras, el paso final es rechazar la revelación de Dios y sustituirla por sus propias ideas. Rechazan el conocimiento de Dios que se les ofrece, rechazan las maravillosas obras de Dios, pero, sintiendo la necesidad de una religión, proceden a crearse su propio dios, o sus propios dioses, y luego los adoran y los sirven. El hombre cree en su propia mente y su propio entendimiento, y el mayor insulto que puede recibir es que le digan, como le dice Cristo, que tiene que volverse como un niño pequeño y nacer de nuevo.

Ésos son los pasos. Los estudiaremos con más detalle en mensajes posteriores, pero éste es el panorama general. El hombre se rebela contra Dios – contra cómo es y cómo se revela–, llegando incluso a odiarlo por su bondad y terminando por crearse sus propios dioses. Esto no fue sólo la historia de la humanidad en su comienzo, sino que es también una descripción exacta y precisa de los últimos cien años y, en particular, de los últimos cuarenta. Cualquier cosa que propongamos hacer con nuestro mundo, cualesquiera que sean los planes o las ideas que tengamos con respecto al futuro, todo será en vano si ignoramos este hecho básico. Ser blandos y dejarse enredar en vagas generalizaciones sobre el hombre y su desarrollo, etc., e invitarlo a seguir a Cristo en su situación actual no es suficiente. Hay que convencerlo de su pecado. El hombre tiene que enfrentarse a la terrible y desnuda verdad sobre sí mismo y su actitud con respecto a Dios. No podrá creer en el evangelio y volver a Dios mientras no acepte esa verdad.

Ésa es la tarea de la iglesia; ésa es nuestra tarea. Comencemos por examinarnos a nosotros mismos. ¿Aceptamos la revelación de Dios que se nos da en la Biblia, o basamos nuestras opiniones en alguna filosofía humana? ¿Nos da miedo que nos digan que estamos anticuados o pasados de moda porque creemos en la Biblia? O lo que es más, ¿es Dios supremo y central en nuestra vida, lo glorificamos de verdad y demostramos a los demás nuestro constante esfuerzo por agradarlo? Por último, ¿lo hacemos voluntaria y alegremente, no como alguien que obedece una ley, sino como hombres y mujeres que, al ver al Hijo de Dios morir en la cruz del Calvario por nuestros pecados, estamos tan llenos de gratitud que podemos decir con gozo:

Amor tan grande, sin igual,En cambio exige todo el ser”?

La deplorable condición del hombre y el poder de Dios

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