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Capítulo 1

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BIEN, jovencita, todos estamos deseando escucharla en la presentación de esta tarde –le dijo con una sonrisa el presidente de una de las compañías más importantes de los Estados Unidos a la esbelta rubia que estaba sentada a su lado–. Me parece que tiene la intención de hablarnos sobre el Mercado Europeo.

–Bueno… –respondió Samantha Thomas algo nerviosa, aclarándose la garganta mientras intentaba desesperadamente encontrar algo que decirle a aquel distinguido caballero, que seguramente sabía mucho más del tema que ella misma.

Samantha se preguntó qué demonios estaba haciendo en Nueva York. Las manos le temblaban tanto que tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para que la taza de café y el plato no se le cayeran de las manos. ¿Cómo podía haber accedido a dar la charla principal en aquel seminario financiero? Allí iban a estar reunidos los principales banqueros y economistas, todos los cuales eran obviamente mucho más inteligentes e importantes de lo que ella podría esperar ser.

Sin embargo, el anciano empresario pareció leerle el pensamiento, y le dio un cariñoso golpecito en el hombro.

–Cuando lleve tanto tiempo en este negocio como llevo yo –le dijo–, se dará cuenta de que no hay nadie tan inteligente que no pueda aprender algo nuevo cada día. Así que, no se preocupe. Estoy seguro de que lo hará muy bien –añadió con una sonrisa antes de que un grupo de abogados reclamara su atención desde el otro lado del vestíbulo.

Tras permitir que un camarero le sirviera otra taza de café solo, Samantha hizo un esfuerzo por animarse. Después de todo, nunca se le hubiera pedido que participara en aquella prestigiosa conferencia si los organizadores hubieran pensado que ella iba a hacer el ridículo. Además, ella estaba a cargo de su propio equipo en el departamento de pensiones de Minerva Utilities Management en Londres.

La voz de Candy, una de las ayudantes de los organizadores de la conferencia, llamándola por su nombre le sacó de aquellos pensamientos. La mujer se dirigía a Candy abriéndose paso a través de los asistentes.

–¡Siento mucho haber tenido que ausentarme durante el almuerzo! –explicó Candy con rapidez–. Desgraciadamente ha habido un pequeño problema con el seminario de esta tarde. La persona que se suponía iba a introducir tu discurso se ha puesto enferma repentinamente. Mi jefe se ha pasado toda la mañana al teléfono, intentando encontrar alguien para sustituirle. Pero todo está arreglado. Y todo gracias a ti –añadió la mujer–. ¡Parece que tienes amigos en las altas esferas!

–No entiendo –respondió Samantha, algo aturdida por la rapidez con la que aquella mujer hablaba–. ¿Qué amigos en las altas esferas? Casi no conozco a nadie en Nueva York.

–¿Cómo? Pues no es eso lo que me han contado –respondió Candy con una sonrisa–. Entonces, ¿qué me dices del maravilloso Matthew Warner?

–¿Matthew Warner? –repitió Sam, sin caer en la cuenta, mientras miraba a Candy con la boca abierta–. Bueno, sí… una vez conocí a alguien con ese nombre. Pero eso fue en Inglaterra, hace mucho, mucho tiempo. Lo siento, pero me parece… estoy segura de que te has equivocado.

–¿De veras? –le preguntó Candy con una sonrisa–. Pues parece que el señor Warner sí que se acuerda de ti. De hecho, se negó categóricamente a ayudar hasta que mi jefe le envió por fax tu currículum a su despacho. Y entonces, ¡tachán! Su ayudante personal llamó por teléfono para decir que el señor Warner estaría encantado de presidir la reunión… y de volver a ver a una vieja amiga. ¡Mira! –exclamó Candy, mientras la cabeza de Samantha seguía sin entender nada–. Allí está. Si te has olvidado de un hombre tan maravilloso, ¡deberías hacer que te viera un psiquiatra! –añadió Candy, dándole un codazo en las costillas–. No sólo es moreno, alto, guapo e increíblemente rico, sino también, según dicen las malas lenguas, soltero y sin compromiso. ¿Qué más podría pedir una mujer por Navidad?

–Todavía estamos en abril, así que todavía te queda esperar –replicó Samantha, mientras se volvía a mirar donde Candy le indicaba.

–¿Y a quién le importa? –preguntó Candy, con una risita–. ¡Me gustaría tenerlo envuelto en papel de regalo en cualquier época del año!

Sin embargo, Samantha ya no estaba escuchando. Cada poro de su cuerpo estaba pendiente del hombre que estaba en la puerta que, muy relajado, recorría con la mirada todos los grupos de invitados. Cuando sus miradas se cruzaron, él se quedó muy quieto durante un momento antes de hacer un gesto de asentimiento con la cabeza y de empezar a abrirse camino a través de los invitados para dirigirse hacia dónde ella estaba.

El primer pensamiento que se le vino a la cabeza a Samantha era que alguien había cometido algún error. No era posible que aquel fuera el hombre del que ella se había enamorado hacía algunos años.

Por un lado, Warner era un apellido bastante común. Además, el Matthew Warner que ella había conocido era un joven profesor de la Universidad de Oxford, normalmente vestido con unos pantalones vaqueros algo desaliñados y una chaqueta bastante usada. Aquel hombre estaba a años luz del hombre distinguido, de aspecto inmaculado que se dirigía hacia ella.

Sin embargo, había algo en él que le resultaba familiar a Samantha. Ella sintió que el color se le iba del rostro. De repente, sus sentidos respondieron instintivamente al reconocerle, haciendo que el pulso le empezara a latir rápidamente y el cuerpo inevitablemente se le echara a temblar.

–Hola Sam. Cuánto tiempo, ¿verdad?

Samantha se quedó helada por la sorpresa. Le llevó algunos momentos asimilar la presencia de aquel hombre y asegurarse de su identidad. A pesar de que aquel traje tan caro, hecho a medida y la impoluta camisa de seda blanca le habían engañado por un momento, no había posibilidad de equívoco por el tono profundo y ronco de su voz.

Efectivamente era Matthew Warner. La contemplaba con una expresión divertida con aquellos ojos verdes… Él era el último hombre del mundo que ella había esperado o deseado ver, especialmente en Nueva York, cuando estaba a punto de dar el discurso más importante de su vida.

¡Aquella situación no era justa! Se quedó allí, sin decir nada, mientras Candy aprovechaba la oportunidad para presentarse. Si Samantha había esperado volver a encontrarse con el hombre que le había roto el corazón con tanta crueldad, nunca se hubiera podido imaginar una situación más desastrosa.

Siempre le había gustado pensar que Matt se habría visto reducido a mendigo y que viviría delante de la Royal Opera House de Covent Garden y que un día, ella, muy elegantemente vestida, pasaría delante de él del brazo de un millonario. Lo que no había pensado era que, cuando se volvieran a encontrar, ella llevaría puesto aquel traje azul marino tan convencional y se sentiría totalmente atenazada por los nervios. Ciertamente, no había justicia en el mundo.

–¿Cuánto tiempo te vas a quedar en la ciudad?

–Yo… yo –tartamudeó Samantha, intentando recuperarse de la sorpresa–… estoy aquí sólo por unos pocos días.

Matt esbozó una ligera sonrisa al ver la confusión de Samantha y le preguntó dónde se alojaba. Cuando ella le respondió que en el Mark Hotel de la calle sesenta y siete hizo un gesto de aprobación.

–El servicio allí es realmente bueno. Entonces, ¿qué te parece Nueva York?

–Es un lugar sorprendente… tan animado y excitante –murmuró ella distraídamente–. Lo siento Matt –añadió, encogiéndose de hombros–. No me puedo concentrar en nada en este momento. Bueno… es fantástico volver a verte después de todos estos años, pero, desgraciadamente, estoy a punto de dar un discurso delante de unas personas muy importantes y… ¡nunca me he sentido tan nerviosa en toda mi vida! –exclamó, con la taza y el plato del café sonándole en las manos como un par de castañuelas.

En un abrir y cerrar de ojos, Matthew Warner pareció hacerse dueño de la situación. Con una sonrisa cortés se deshizo de Candy y luego acompañó a Samantha hacia el bar, donde procedió a pedirle una copa de coñac.

–¿Estás loco? –le preguntó ella, horrorizada–. ¡Antes de que te des cuenta me habrán arrestado por dar un discurso ebria!

–¡Tonterías! ¡Bébetelo!

–A ti te da igual, claro –protestó ella, avergonzada por ver que estaba haciendo exactamente lo que él le pedía–. Tú no tienes que subir al podio dentro de unos pocos minutos y hacer el ridículo delante de las mejores mentes financieras de Nueva York. ¡Sólo yo sé que va a ser un completo desastre!

–¡Bobadas! –le espetó él con firmeza–. No sólo eras mi mejor y más brillante alumna hace ya algunos años sino que, a juzgar por tu currículum, parece que has conseguido avanzar rápidamente en tu carrera y hacerte un hueco muy importante en tu campo.

–Bueno, sí, supongo que sí –reconoció Samantha, encogiéndose de hombros, avergonzada por haberse mostrado tan vulnerable a los ojos de Matt.

Desgraciadamente, no era sólo que se sintiera vulnerable. La proximidad a aquel hombre, al que no había visto hacía mucho tiempo, parecía estar afectando a su equilibrio y a su estabilidad. Tal vez debería echarle otro vistazo al discurso para lograr calmarle los nervios.

–No quiero volver a oír más que te menosprecias –le estaba diciendo Matt con una sonrisa, mientras ella empezaba a sacar el discurso mecanografiado del bolso–. Créeme, ése es el peor de los errores.

–¿Cómo dices? –le preguntó ella, muy confusa.

–¿Son esas las notas para el discurso de esta tarde?

–Sí. Justamente estaba pensando que… ¡Eh! ¿Qué diablos te crees que estás haciendo? –exclamó ella, mientras él le quitaba los papeles de las manos.

–Me imagino que ya sabes de lo que vas a hablar ¿no? –replicó él, mirando rápidamente las notas.

–¡Claro que lo sé! –le espetó ella muy enojada.

–Bueno, en ese caso, no necesitas las notas –le dijo Matt, ignorando la expresión horrorizada de ella mientras rompía los folios por la mitad–. No hay ninguna razón para que tengas que consultar las notas. Eso sólo conseguirá distraerte.

–¡Genial! Gracias… ¡por nada! –le acusó ella, completamente indignada–. ¿Qué diablos se supone que voy a hacer ahora?

–Lo que vas a hacer, mi querida Sam, es entrar en esa sala y dar el mejor discurso de tu vida –afirmó Matt, cogiéndola por el brazo para llevarla a la sala de conferencias.

–Nunca te perdonaré por esto –le amenazó ella–. ¡Nunca!

–¡Claro que lo harás! –replicó él con una sonrisa burlona–. De hecho, espero que me expreses tu más sincero agradecimiento cuando vayamos a cenar esta noche.

–¡Estarás soñando! –le espetó ella.

–Bueno, sí –murmuró él, mirando la esbelta figura de Samantha, que llevaba la suave melena rubia recogida en lo alto de la cabeza mientras unos delicados mechones le enmarcaban el rostro, ovalado y ligeramente bronceado, en el que destacaban unos enormes ojos azules–. Sí, creo que tienes razón –añadió enigmáticamente–. Sin embargo, mientras tanto todo lo que tienes que hacer es respirar profundamente y… dejarles atónitos. Creéme, vas a tener mucho éxito.

Al entrar en la habitación de su hotel, Samantha tiró el bolso en una silla, se quitó rápidamente los zapatos y se tumbó en la cama.

¡Menudo día había tenido! Cerrando los ojos para dejar que el estrés y la tensión se fueran reemplazando por la tranquilidad, tuvo que admitir, muy a su pesar, que Matt había tenido razón. Sin las notas, no le había quedado más remedio que enfrentarse a su audiencia y, tal como le había dicho Matt, les había dejado atónitos.

Mientras estaba sentada a su lado, al principio de la conferencia, intentando olvidarse del miedo escénico que se estaba apoderando de ella, se había empezado a dar cuenta de que, en realidad, había sido una suerte que fuera Matt el que presidiera la reunión.

Desde el instante en que se había puesto de pie para dar la bienvenida a los delegados, haciendo un par de comentarios jocosos sobre Wall Street, que produjeron sonoras carcajadas en los asistentes a la conferencia, se los había metido a todos en el bolsillo. Todos parecían tan felices y relajado que, finalmente, cuando Samantha se puso en pie para empezar su discurso, había conseguido tranquilizarse. De repente, se dio cuenta de que efectivamente sabía de lo que tenía que hablar, y, como todo el mundo parecía estar ansioso por escucharla, no tuvo ningún problema en explicar el contenido de su discurso.

Al finalizar, los aplausos resonaron en los oídos de Samantha. Temblando, con una mezcla de agotamiento y alegría, se vio rodeada por una multitud de personas. Estuvo tan ocupada, aceptando las felicitaciones y respondiendo preguntas, que perdió a Matt de vista. Desgraciadamente, para cuando recobró el aliento y miró a su alrededor, él había desaparecido.

Sintiéndose extremadamente culpable, ya que, efectivamente, sentía que debía darle las gracias, abandonó la conferencia y se dirigió a su hotel.

Entonces, una vez allí, tumbada en la cama, se dio cuenta de que no había manera de que pudiera ponerse en contacto con él. No sabía dónde vivía, ni dónde trabajaba. Si se paraba a pensarlo, ni siquiera sabía qué era lo que él estaba haciendo en los Estados Unidos.

Tremendamente avergonzada por haber estado tan absorta con sus problemas y no haber mostrado ningún interés en los de Matt, se preguntó qué podría hacer para enmendar aquella situación.

Tras pensarlo algunos momentos, se dio cuenta de que la única persona que podría ayudarle era Candy. Sin embargo, al echar un vistazo al despertador vio que eran las seis. Con toda seguridad, Candy ya se habría marchado de su despacho y Samantha no tendría ninguna oportunidad de ponerse en contacto con ella hasta el lunes por la mañana. Ya que el vuelo de vuelta a Inglaterra era el lunes por la tarde, no tendría ninguna oportunidad de ver a Matt ni de agradecerle su apoyo aquella tarde.

Sin embargo… tal vez aquello fuera lo mejor. Después de todo, a pesar de que Candy había dicho que estaba soltero, con toda seguridad un hombre tan guapo tenía que estar o casado o al menos estar inmerso en una relación sentimental.

Además, el breve encuentro que habían tenido aquella tarde no significaba precisamente una buena noticia. Era mucho mejor, para su propia tranquilidad, que no volvieran a tener contacto el uno con el otro.

A pesar de sus buenos propósitos, Samantha se recostó en las almohadas, intentando desesperadamente controlar aquella repentina tristeza. Evidentemente, había habido otros hombres en su vida, por no mencionar un breve, pero desastroso matrimonio, al que había accedido tras romper con Matt. Sin embargo, nunca había experimentado unos sentimientos tan profundos como los que había sentido por él… Ella intentó no desmoronarse, diciéndose que la relación con Matt había ocurrido cuando ella era muy joven e inexperta y se había visto envuelta por las brumas del primer amor. Su vida había cambiado mucho desde entonces.

Había muchas cosas por las que ella tenía que estar agradecida: un trabajo que adoraba, un elegante ático, que a pesar de que le había costado un ojo de la cara había sido una magnífica inversión, un BMW y un sueldo que sus padres y hermanas consideraban una suma indecente de dinero.

¿Quién necesitaba el amor, el romance y todas esas ñoñerías? Ella estaba dedicada en cuerpo y alma a su carrera y sentía que tenía las riendas de su destino.

Justo cuando estaba asegurándose de que llevaba un estilo de vida completamente satisfactorio y de que un hombre atractivo era lo último que ella necesitaba en su vida, el fax que tenía encima del escritorio empezó a recibir un mensaje.

Aquel hotel era fantástico. Aparte de rodear de lujos a sus huéspedes, tenía el aliciente añadido de que ponía a disposición de sus clientes una oficina completa en cada habitación, con fax, teléfono y todos los cables y mecanismos necesarios para conectar el ordenador portátil.

Todo ello significaba que podía seguir en contacto con su despacho de Londres a través del teléfono, del fax y del correo electrónico. Sin embargo, no dejó de sorprenderla el hecho de que su despacho intentara comunicarse con ella, dado que debería ser medianoche en Londres. ¿Habría surgido algún problema?

Pero el fax no provenía de la oficina de Londres. Samantha abrió los ojos con incredulidad al ver el membrete que figuraba en la parte superior del papel. A pesar de que no estaba muy familiarizada con las grandes compañías norteamericanas, sabía que Broadwood Securities Inc era una de las empresas más importantes de los Estados Unidos. Su sorpresa fue aún mayor al ver que la carta llevaba la firma de Matthew Warner, presidente y director general.

Samantha no se lo podía creer. Parecía que Candy estaba en lo cierto y que Matt se había convertido en un pez gordo en el mundo de Wall Street. No era de extrañar que todos los asistentes a la conferencia de aquella tarde no se hubieran perdido ni una coma de sus palabras.

De hecho, le pareció bastante deprimente el darse cuenta de que, tal vez, su propio discurso no había sido tan fantástico como ella había imaginado, teniendo en cuenta quién le había presentado. Lo contrario sí que hubiera sido un milagro.

Samantha intentó apartarse aquellos pensamientos de la cabeza y se dispuso a leer la carta. Ésta era muy breve y al grano, recordándole simplemente que le había invitado a cenar. Decía que Matt pasaría a recogerla a las siete y media de aquella tarde para llevarla al restaurante Four Seasons.

¡Aquello era el colmo de la arrogancia! Samantha estuvo a punto de enviarle otro fax, diciéndole que aquella tarde ya estaba comprometida. Sin embargo, recordó que debía agradecerle sus esfuerzos de aquella tarde, por no reconocer que efectivamente le apetecía verle. Al mirar al reloj, estuvo a punto de lanzar un grito de desesperación. Sólo disponía de tres cuartos de hora para lavarse y secarse su larga melena y para encontrar algo que ponerse, ya que, aunque no conocía Nueva York muy bien, sabía que el Four Seasons era uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad.

Una media hora más tarde, Samantha se miraba ansiosamente en el espejo. Como viajaba con poco equipaje y había pensado que sólo era un viaje de negocios, no disponía de mucha ropa. Por eso, no dejó de agradecerse su buena suerte al comprobar que, en el último minuto, había decidido llevarse un sencillo vestido negro de crespón que llevaba formando parte de su guardarropa muchos años. Sin embargo, no era nada del otro mundo y ni siquiera un collar de perlas podría hacerlo pasar por caro.

¿Y qué importaba? No había ninguna razón en preocuparse demasiado por su apariencia, ya que no podía hacer nada para mejorarla.

Sin embargo, por la manera en la que Matt la miró cuando apareció a las siete y media en punto, examinándola de arriba abajo, no pareció que él se sintiera muy decepcionado. Entonces, sin dejar de contemplar el pelo rubio platino que le caía a ella por los hombros, la escoltó hasta la limusina que les estaba esperando a la puerta del hotel.

Con las mesas situadas alrededor de una maravillosa plataforma de mármol, el restaurante ciertamente hacía honor a su reputación como uno de los lugares de moda de Nueva York.

Pero lo que nadie le había dicho a Samantha es que también era un lugar muy romántico, aunque probablemente aquel ambiente se debiera a que la tarde, por lo menos para ella, estuviera adquiriendo un halo de magia y encanto.

Parecía imposible que, después de tantos años, ella y Matt hubieran sido capaces de conectar tan rápidamente, como si absolutamente nada hubiera cambiado entre ellos. Aunque aquella sensación debía de ser un espejismo, ya que todo había cambiado mucho desde entonces. Pero, precisamente por eso, ella iba a tener que ir con mucho cuidado.

El hecho de que los dos se estuvieran riendo con las mismas cosas y disfrutando los cotilleos que circulaban sobre el mundo de los negocios no significaba demasiado. Lo que a ella le había dejado completamente sorprendida era que todavía lo encontrara tan tremendamente atractivo y sintiera un verdadero deseo de arrojarse en sus brazos, aunque era muy poco probable que él sintiera lo mismo.

Desgraciadamente, Samantha no tenía ni idea de lo que Matt estaba pensando. Frío, tranquilo, y profundamente encantador, estaba claramente dispuesto a hacerle pasar una noche inolvidable. Pero, mientras le contaba cómo lo había contratado un banco de Norteamérica cuando trabajaba de profesor en Oxford y cómo se había unido a su actual empresa como Presidente, no daba ninguna señal de lo que sentía por ella o por su anterior relación.

No era de extrañar que su relación hubiera acabado tristemente. Cualquier relación sentimental entre los estudiantes y sus profesores no había sido nunca bien considerada por las autoridades universitarias. En la actualidad, Samantha comprendía que Matt había actuado correctamente, tanto para proteger su posición académica como la futura carrera de ella.

Sin embargo, a pesar de que ella se había sentido completamente desolada cuando él decidió terminar abruptamente su relación, no parecía que nada hubiera cambiado. Matt seguía siendo, para ella, el hombre más atractivo que ella había conocido.

Samantha no estaba segura de si sería el vino, pero se sentía débil y con la mente aturdida. Fuera lo que fuera, tenía que serenarse, luchar por aclararse la mente. Desgraciadamente, le estaba resultando demasiado difícil. ¿Cómo podría ella intentar apartar los recuerdos de la cabeza cuando estaban tan cerca el uno del otro? Cada gesto, cada movimiento de Matt, cada vez que le rozaba el muslo con el suyo, hacía que le resultara a Samantha mucho más difícil olvidar las veces que fiera y apasionadamente habían hecho el amor.

–Vale, Sam –dijo Matt, sacándola de sus pensamientos–. Ya he hablado yo bastante. ¿Qué has estado tú haciendo durante los últimos nueve años?

–Bueno… –empezó ella, intentando olvidar el enorme atractivo sexual del hombre que tenía delante de ella–. He estado bastante ocupada. Ahora me encargo de administrar los fondos de pensiones de varias empresas y…

–No es a eso a lo que me refería –le interrumpió él, con un gesto rápido de los dedos–. Me interesa mucho más tu vida privada. Por ejemplo, me he dado cuenta de que no hay mención de un marido en tu currículum…

–Bueno… –repitió ella, mientras intentaba encontrar una respuesta.

No quería decirle la verdad, ya que, con toda seguridad, él querría saber la verdad que se ocultaba tras la ruptura de aquel breve, pero desastroso matrimonio.

Al acceder a casarse con el pintor Alan Gifford a pesar de seguir enamorada de Matt, Samantha había cometido la peor equivocación de su vida. ¿Cómo podría explicarle que ella había sabido que el matrimonio estaba sentenciado al fracaso incluso desde el momento que salían por la puerta de la iglesia? ¿Cómo podría explicarle que sólo lo había hecho para demostrarle a Matt que no sentía nada por él, y que incluso si él no la deseaba ni la encontraba atractiva, había muchos otros hombres que no opinaban lo mismo?

No… aquello era demasiado vergonzoso. No podía contarle nada de aquello a Matt, y mucho menos en aquel maravilloso restaurante. Por eso, a pesar de que sabía que no contárselo podía acarrearle muchos problemas, Samantha respiró profundamente y dijo:

–No… no estoy casada. Por supuesto he tenido algunas relaciones serias pero…

–Sí, ya me lo imagino –respondió él lentamente, mirandola con intensidad el suave pelo rubio y los grandes ojos–. ¿Hay alguien importante en tu vida en estos momentos?

–No… no –murmuró ella, dándose cuenta con amargura de que se estaba sonrojando–. ¿Y tú? –añadió ella, para evitar que la atención se concentrara en su vida.

–Sigo soltero –le respondió Matt–. Aunque, por supuesto, he tenido algunas relaciones bastante serias durante los últimos años… –añadió. Samantha se dio cuenta de que no era inmune a los celos, que le atravesaron como agujas–. Y he tenido una relación bastante duradera durante los últimos tres años.

–¿De veras? –murmuró ella, intentando parecer interesada en lo que él acababa de confesarle–. Tal vez deberías haberla invitado esta noche para que cenara con nosotros. En cualquier caso, la próxima vez que venga a Nueva York tienes que presentármela.

–Bueno… no. Me temo que eso va a ser un poco difícil –replicó Matt, con un brillo divertido en los ojos–, porque esa relación ha acabado no hace mucho.

–¡Vaya! Lo siento –le dijo ella, sorprendiéndose de lo fácil que le resultaba mentir–. ¿Por qué… por qué rompisteis?

–Fue culpa mía –confesó Matt–. Cuando llegó el momento de hacer algún tipo de compromiso permanente, como el matrimonio, de repente me di cuenta de que no podía dar ese paso. Supongo –añadió tras una pequeña pausa–, que la pura verdad es que no deseaba pasar el resto de mi vida con esa mujer en particular. Así que eso fue todo –concluyó, encogiéndose de hombros–. Esa es mi historia.

–Siento que no saliera bien.

–No hay por qué sentir nada –le replicó él, con una ligera sonrisa–. Francamente, entre tú y yo, ¡me parece que me he librado de una buena! En cualquier caso, todo esto pertenece al pasado. De hecho, mi querida Sam, yo diría que es el presente y el futuro inmediato lo que me parece más prometedor. ¿No te parece?

Samantha intentó tranquilizarse de nuevo mientras él pagaba la cuenta, aunque le estaba resultando más que difícil. Sabía perfectamente cuando un hombre se le estaba insinuando, pero tras haber pasado más de dos horas intentando ignorar la atracción que sentía por aquel hombre le había dejado agotada. Le resultaba muy difícil sumar dos y dos, y mucho menos podía adivinar lo que él tenía en mente para el resto de la noche.

–Yo… yo no estoy segura de lo que quieres decir –musitó ella, cuando el camarero se marchó.

–¡Venga ya, Sam! –exclamó él con una ligera sonrisa burlona–. Lo que quiero decir es que ya va siendo hora de que nos vayamos a mi apartamento, ¿no?

Por fin Samantha empezó a comprender el mensaje, pero quería que él se lo dijera palabra por palabra. Después de todo, había sido él quien la había dejado todos esos años atrás, por lo que no iba a ser ella la que diera el primer paso.

–¿Y qué es exactamente lo que tienes en mente? –le preguntó ella, con tanta ligereza como le fue posible.

–¡Eso es lo que me ha gustado siempre de ti! –exclamó él, agarrándole de la mano–. Me alegro de ver que no has cambiado, de que no te gusta jugar y que prefieres discutir las cosas abiertamente –añadió, llevándose la mano de ella a los labios.

–Oh, Matt… –murmuró ella sin poder hacer nada, con las mejillas muy sonrojadas.

–¡Relájate, cariño! –musitó él, sin soltarle los dedos–. Puedo, desde luego, invitarte a tomar una taza de café. Sin embargo, preferiría abandonarme apasionada y locamente a hacer el amor contigo. Si me permites que te lo diga, este hecho ha sido mi prioridad desde las dos de esta tarde. ¿Te parece que he hablado lo suficientemente claro?

–No está mal –respondió ella, con una sonrisa, sintiendo que el deseo sexual se iba apoderando de ella.

–Así que, como todos los expertos financieros, yo diría que ya va siendo hora de que empecemos a discutir la fusión de nuestras compañías –dijo Matt, poniéndose de pie–. Por no mencionar la necesidad de examinar las cifras muy cuidadosamente. ¿Qué te parece? –añadió, mientras le ayudaba a ella a levantarse de la silla.

Pasaron algunos segundos antes de que Samantha, que se había quedado prácticamente sin habla por la pasión y el deseo que sentía, consiguiera reaccionar.

–No creo tener ningún problema con ese punto en particular de la agenda de… de esta noche –murmuró en voz muy baja mientras Matt la tomaba por el brazo y salían del restaurante.

Loca pasión

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