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Capítulo 1
ОглавлениеNO entiendo por qué eres tan cabezota, Antonio. Estoy seguro de que puedes ver que es la solución perfecta de todos nuestros problemas.
—No, y rotundamente no.
Antonio Ramírez trataba de hacer lo imposible por controlar su rabia ante aquel anciano frágil que lo miraba desde su silla de ruedas.
Tenía que ser paciente con su tío Emilio, al que apreciaba sinceramente, y quien, desde su último ataque al corazón, se había visto forzado a renunciar al control del gran negocio familiar.
—Tengo que admitir que en estos momentos tengo graves dificultades —admitió Antonio—. Particularmente la urgente necesidad de modernizar nuestra planta de producción vinícola. También tengo que reconocer que conseguir los millones necesarios no será tarea fácil, pero creo que ya he resuelto ese problema en particular. Pero no estoy dispuesto a tolerar que me consideres incapaz de sacar adelante la empresa por mis propios medios.
Su tío suspiró. No entendía a los jóvenes. Ninguno parecía tener prisa alguna por casarse y Antonio, un hombre guapo, rico y con una larga lista de sofisticadas ex novias en Madrid, no era la excepción. Pero su sobrino tenía ya treinta y cuatro años, la edad apropiada para casarse con la mujer adecuada, una chica de buena familia, y con su propia fortuna.
—El compromiso entre tu tía y yo fue concertado por mis padres. Aunque, en principio, se tratara de un matrimonio de conveniencia, fuimos muy feliz, aun a pesar de no haber tenido hijos.
—Sí, lo sé tío. Sé que todo esto lo haces por mí.
—Al menos, espero que tengas suficiente sentido común para no dejarte atrapar por Carlotta. Esa prima tuya será muy guapa, pero no te va a causar más que problemas —dijo el viejo.
—Gracias por tus consejos —respondió el sobrino, molesto por el comentario—. Pero quiero que sepas que soy perfectamente capaz de ocuparme de mi vida privada.
—Bueno, yo… —el anciano se encogió de hombros—. Quizás me haya excedido un poco.
Antonio soltó una carcajada.
—Sí, te has excedido. Especialmente con esa absurda idea de buscarme una esposa rica. Eso no está en mi lista de prioridades.
—A pesar de todo, me gustaría que…
—Sinceramente, estoy mucho más interesado en conseguir nuevos contratos —dijo Antonio con firmeza—. Por eso, me voy mañana de viaje por Europa.
Se levantó y se dirigió hacia la puerta.
—¿Tu viaje incluirá Gran Bretaña?
Antonio se volvió lentamente y frunció el ceño.
—No tenía intención alguna de visitar Londres, pero supongo que tendré que hacerlo. Ha habido problemas con uno de los cargamentos que envié a Brandon en Pall Mall, hace un mes más o menos.
—¿Cuál es el problema?
—Todavía no estoy seguro —dijo Antonio—. Pero, llevo dos días tratando de localizarlo y no lo he logrado.
—Un envío tan grande como ese no se puede perder fácilmente —dijo el anciano.
—Eso es, exactamente, lo que les he dicho a esos comerciantes ingleses —dijo el sobrino—. Sé que sir Robert Brandon es un gran amigo tuyo. Pero su forma de hacer negocios es totalmente decimonónica.
—Quizás consideres a sir Robert o a mí como un par de dinosaurios. Pero si vas a Inglaterra te convendría hablar con él. Es el comerciante más inteligente que hay en este negocio.
—Lo pensaré —dijo Antonio y se volvió hacia la puerta—. Cuídate, tío. Volveré el lunes —le dedicó una sonrisa antes de marcharse.
Antonio se dirigía hacia la salida de la casa de su tío a través del largo pasillo, apenado por el estado y situación del anciano, confinado a una silla de ruedas.
No obstante, la realidad era que si su tío se hubiera retirado en el momento en que había sufrido el primer ataque al corazón, nada de aquello habría sucedido, y la situación de la empresa no sería tan catastrófica.
Por desgracia, el hombre se había negado a escuchar los consejos del médico, y había continuando dirigiendo la industria, hasta que un último ataque había podido con él.
Eso había complicado las cosas, pues Antonio se había visto incapaz de hacer una planificación de empresa a largo plazo, teniendo que enfrentarse a problemas inmediatos.
También había tenido que abandonar su lucrativa carrera como abogado fiscal en Madrid, teniendo que regresar a Jerez, su ciudad natal.
«Lo más importante en este momento es modernizar la empresa», se dijo él, mientras se dirigía hacia su deportivo, aparcado bajo la sombra de unos olivos.
Los viñedos de la familia Ramírez producían una de las mejores selecciones de vinos de Jerez, pero su tío no había oído jamás hablar de ordenadores ni de Internet. Tampoco había ningún tipo de registro, pues el anciano había querido reducir siempre al mínimo el papeleo.
La entrevista que Antonio tenía con los banqueros aquella misma tarde, tal vez le ayudaría a solventar los problemas económicos que tenía. Cuanto antes pudiera empezar a sanear el negocio, mejor.
El anciano tío miraba desde la ventana al Porsche negro de su sobrino. Cuando el coche desapareció en el horizonte, rodeado de una nube de polvo, Emilio se quedó recapacitando.
Sabía lo difícil que había sido para Antonio abandonar su carrera, sus amigos y su lujosa vivienda en Madrid, para hacerse cargo de la empresa familiar.
Emilio no tenía forma de aligerar el peso que había caído sobre la espalda de su sobrino, pero tal vez habría algo que pudiera hacer en cuanto al problema económico.
A pesar de estar confinado a aquella silla de ruedas, todavía era un perro viejo que se las sabía todas. Con una pequeña carcajada, giró la silla y se dirigió al teléfono que estaba en su escritorio.
—Por favor, querría hablar con el señor don Roberto.
Aproximadamente, al mismo tiempo, aunque a muchas millas de distancia, Georgina Brandon farfullaba furiosa entre dientes tras colgar el teléfono.
Jamás se había llevado bien con el director de la sucursal que la compañía tenía en Pall Mall, Londres. Era típico de aquel hombre con dos caras culpar a Gina y a los demás empleados de los errores que él cometía.
No tenía ni idea de por qué había deducido que aquel tremendo cargamento de jerez caro había sido enviado a la sucursal de Ipswich, en Suffolk. ¿No sería mucho más probable que la hubieran mandado a Bristol? Incluso, era posible que estuviera en Pall Mall.
Lo cierto era que la pérdida de tan importante cargamento era lo último que le preocupaba en aquel momento, pues había una noticia que realmente la atormentaba. Se trataba de la identidad del director general de las Bodegas Ramírez, quién se presentaría en breve en aquella oficina para solventar el problema del extravío de su envío.
—¿Antonio? ¿Antonio Ramírez? —había susurrado alarmada solo minutos antes.
—Sí. Seguro que sabías que había heredado la dirección de la empresa de su tío Emilio.
—No, no sabía nada —había respondido ella.
—¡Vaya, vaya! Resulta que la inteligente y despierta señorita Georgina Brandon no está al día de lo que acontece en el mundo. Debe de ser porque está confinada a aquel lugar perdido en Suffolk —le había dicho el director de Londres con una risa sarcástica.
Se había sentido demasiado mal como para dar la respuesta que se merecía y se había limitado a escuchar en silencio, mientras el jefe le contaba que su propio abuelo tampoco estaba precisamente contento con la nueva situación.
—Con Antonio Ramírez, nos vamos a ver obligados a encontrar ese envío cuanto antes. Al parecer, el tal Antonio es abogado y ya se sabe cómo son. Les encanta dar el gran golpe a grandes compañías como la de tu abuelo. Así que, será mejor que revises una a una todas las facturas que tienes o te vas a ver en problemas.
Gina respiró profundamente, tratando de asimilar la noticia de la próxima llegada de Antonio.
No le serviría de nada sentarse allí, sintiéndose completamente confusa, como si le acabaran de dar un golpe en el plexo solar. Tenía que recomponerse y tomar las riendas de la situación.
Después de todo, hacía ocho años que había visto por última vez al hombre del que se había enamorado tan desesperadamente. Tenía solo dieciocho años cuando todo aquello había ocurrido y se sabe que las adolescentes se caracterizan por enamorarse, casi siempre ciegamente, del hombre inadecuado. Además, había tenido muchos otros novios desde entonces, y, aunque ninguno había afectado con tanta fuerza a su corazón, todavía tenía mucho tiempo, antes de empezar a preocuparse por eso.
Como directora de aquella sucursal de una gran empresa bodeguera, tenía que ser capaz de enfrentarse sin problemas a aquella situación. Y, después de todo, debería haber imaginado que aquello acabaría por suceder, pues Antonio Ramírez estaba abocado a suceder a su tío en la dirección de la empresa, tal y como ella lo haría de su abuelo.
Fundada en 1791 por su antecesor, el capitán James Brandon, quien tras casarse con una rica viuda española, se había dedicado a la importación de vino y jerez de calidad, la empresa se había convertido en la más prestigiosa de su categoría. A eso se añadía el valor de los inmuebles de la familia, con grandes edificios situados en una carísima zona de Londres.
La cadena sucesiva del negocio, que había pasado desde entonces de padres a hijos, se había visto rota con la trágica muerte, en un accidente de coche, de los padres de Gina. Como nieta única, había sido criada por sus abuelos, como única heredera del negocio familiar.
Por desgracia, sus continuas súplicas para que la salud de su abuelo mejorara, parecían contar cada vez menos con la adecuada respuesta. El anciano no había llegado a superar nunca la muerte de su adorada esposa, cinco años atrás y cada vez su salud era más frágil. Gina, por su parte, temía que el día en que tuviera que hacerse cargo de la gran empresa estuviera demasiado cerca.
No obstante, su abuelo había hecho todo lo necesario para que tuviera una excelente formación en el campo de la vinicultura. Se había enorgullecido de ella cuando había comprobado que su nieta había desarrollado una buena «nariz» y un excelente «paladar» para el vino, pasando sin problema los exámenes para convertirse en maestro enólogo. Con su reciente incorporación como directora de sucursal en Ipswich, iba poco a poco ganando experiencia.
Pero de eso a dirigir la compañía había un abismo. Después de todo, tenía solo veintiséis años.
Aquello era, sin embargo, el futuro lejano, mientras tenía algo mucho más inmediato de lo que preocuparse. De modo que se pondría manos a la obra a buscar el cargamento perdido de Antonio Ramírez.
Pero la tarea resultó harto complicada, pues, después de revisar cada rincón y cada factura meticulosamente, el pedido no apareció.
Definitivamente, los vinos de jerez no habían llegado a Suffolk.
Por desgracia, el repentino anuncio del regreso de Antonio Ramírez había provocado el que sus antiguas pesadillas también regresaran, aquellas que se habían repetido continuamente durante su adolescencia, y que habían logrado que su vida fuera miserable durante mucho tiempo. Durante los últimos días, se había despertado después de sueños muy desagradables, totalmente empapada en sudor, temblando y avergonzada.
Había hecho lo imposible por tratar de sepultar aquellas imágenes de una época pasada en la que había sido demasiado joven y demasiado inocente como para comprender la dureza del mundo real. Lo que le resultaba realmente enloquecedor era el descubrir que la oscura imagen de Antonio había permanecido sepultada en su subconsciente durante todo aquel tiempo, y que había aflorado a la superficie con aquel suceso.
¡Aquello era completamente absurdo! Se suponía que había superado aquel trance años atrás. Permitirse a sí misma entrar en aquel estado era absolutamente patético, y Gina se sentía furiosa.
Aunque hablar consigo misma no le había ayudado de momento a resolver el problema, ella sabía que muy pronto dejaría de soñar y que volvería a poder vivir su vida.
Aquello era lo que se estaba diciendo el jueves por la mañana, cuando el teléfono sonó de repente.
—¡Hola, abuelo! Sí, sí, estoy bien —le aseguró al anciano—. No, lo siento pero no hay señal alguna del cargamento de España. He mirado todas las facturas, y tampoco aparece.
—Da igual. Un representante de la compañía española está aquí, e insiste en revisar de arriba abajo todo el almacén —le dijo sir Robert Brandon a su nieta.
—Va a ser una pérdida de tiempo —protestó ella—. Sé que no está aquí. No es fácil perder un cargamento de ese tamaño.
—A pesar de todo, Antonio Ramírez está aquí, sentado en mi oficina de Londres.
—¿Qué?
—Y llegará allí a última hora de la mañana o a primera de la tarde.
—Pero… Pero la oficina ya estará cerrada para entonces —dijo ella sin respiración, apretando los nudillos con fuerza—. ¿Qué sentido tiene que se venga hasta aquí cuando no va a poder mirar nada?
—¡Gina, no te comprendo! ¿Qué demonios te pasa? Confiaba en ti para que trataras a don Antonio con la máxima cortesía.
—Sí, sí, claro. Perdona —farfulló ella, sintiéndose totalmente desconcertada e incapaz de dejar de temblar, como si tuviera fiebre—. ¡Por cierto, si se va a quedar tendré que hacer una reserva en un hotel! Puedo preguntar en el Hintlesham Hall. La comida es excelente.
—Mi querida niña. ¿Qué es todo esto? —la reprendió sir Robert Brandon—. Durante generaciones hemos tenido tratos con Bodegas Ramírez. El abuelo de Antonio en un gran amigo mío y, por supuesto, su sobrino se quedará en nuestra casa familiar de Suffolk.
—¿En nuestra casa? —repitió ella, cada vez más confusa.
—Estoy seguro de que puedo confiar en ti para que te encargues de que su estancia aquí sea realmente placentera —dijo su abuelo antes de colgar.
—¡Dios santo! ¿Qué voy a hacer? —murmuró Gina, justo antes de ponerse en pie y comenzar a caminar de arriba abajo. Pero las cosas se pusieron aún más difíciles cuando recordó que le había dado el fin de semana libre al ama de llaves y a su marido, para que pudieran visitar a su hija en Gales. Miró la hora. Ya habrían salido de casa y estarían de camino.
—¡Tengo que calmarme! —se dijo a sí misma, obligándose a permanecer derecha y a respirar pausadamente, una y otra vez.
La casa familiar era grande, con muchas habitaciones, y ella sería perfectamente capaz de arreglárselas sola con Antonio.
Después de todo, ya no era una adolescente, y estaba habituada a tratar continuamente con hombres de negocios. Además, habían pasado muchos años desde aquel fortuito encuentro. Tal vez estaría casado, con un montón de hijos.
Su abuelo había dicho que no llegaría hasta la tarde. Lo que haría sería reservar una mesa en un buen restaurante y asegurarse de que la conversación se limitara única y exclusivamente a lo comercial. Así no tendría ningún problema. En cuanto Antonio comprobara que el cargamento no estaba allí, regresaría por donde había venido y para el medio día del día siguiente ya se habría librado de él.
En cualquier caso no tenía sentido que se quedara allí, en su oficina, sintiéndose enferma. Tenía que ir a casa cuanto antes y comprobar que la habitación de invitados estaba preparada para recibir a un huésped.
Mientras conducía su Mazda en dirección a su casa, comenzó a sentirse algo más relajada.
Entró en el camino, flanqueado por robles, que llevaba hasta Bradgate Manor. Siempre le había encantado aquella mansión de la época de los Tudor, que había sido la casa de campo de los Brandon desde la época victoriana. La posibilidad de poder vivir allí era lo que la había impulsado a elegir como destino Suffolk.
Una vez en el interior, comprobó que todo estaba en orden, y decidió situar a Antonio en la habitación de invitados más alejada de la suya.
Pero pronto empezó a pasear de arriba abajo de la casa, como una gata encerrada. Volvía a sentirse extraña, e incomoda y no podía quedarse quieta ni un momento.
Una y otra vez se repetía a sí misma que no había motivo para que Antonio se acordara de aquel lejano suceso de su juventud. Pero, por mucho que ella lo intentaba no lograba librarse de aquella oscura y peligrosa mirada que tenía fija en la memoria. Con su pelo de ébano, rizado y brillante, a veces peinado hacia atrás, y aquellos grandes ojos negros de espesas pestañas, Antonio había sido siempre tremendamente atractivo.
No era de extrañar que en aquella época se hubiera dejado impresionar por él, teniendo en cuenta, además que era el hermano de su mejor amiga, a cuya casa había ido a pasar una semana.
Y ella no había sido la única, pues todas las mujeres que lo rodeaban parecían afectadas por su aura varonil.
—Míralas —decía Roxana riéndose a carcajadas—. Están todas completamente locas por mi hermano. ¡Qué estúpidas!
Pues bien, ella había sido la más estúpida de todas.
Pero en aquel instante lo que hacía que se sintiera como una auténtica necia era seguir dando vueltas de arriba abajo en aquel estado de nervios, esperando a que apareciera aquel maldito hombre.
Necesitaba un poco de aire fresco y hacer ejercicio, así que se iría a dar una vuelta a caballo.
Eso la ayudaría a olvidar.
Se dio media vuelta y subió por las majestuosas escaleras de roble hacia su dormitorio.
Antonio apretó los labios, molesto al tener que pisar el freno por centésima vez.
Ya era bastante malo tener que conducir un coche ajeno por el lado contrario de la carretera, como para encima tener que enfrentarse al pesado tráfico de salida de Londres.
Teniendo en cuenta que no sabía si llegaría a encontrar su cargamento perdido y la extraña reunión que había tenido con sir Robert Brandon, empezaba a dudar de que aquel alto en el camino hubiera sido buena idea.
—Lo siento, pero parece ser que el cargamento se ha ido directamente a Ipswich, en Suffolk. Pondré a todo mi personal a buscarlo de inmediato.
Por desgracia, la idea que sir Robert tenía de lo que era «inmediato» se traducía en dos semanas de espera.
—¡Dos semanas! —había exclamado Antonio con horror—. Pero yo no tenía previsto quedarme aquí dos semanas.
—Lo suyo sería que fueras a visitar las oficinas y el enorme almacén que tenemos en Ipswich, Suffolk. No está demasiado lejos en coche.
El hombre había insistido, además, en enseñarle las instalaciones de Pall Mall, y en que comieran juntos para que le contara cosas sobre su antiguo amigo Emilio.
Antonio se había visto forzado a aceptar la invitación.
La comida en su enorme casa de Pall Mall se había alargado más de lo previsto y pronto se dio cuenta de que no llegaría a Ipswich antes de que cerraran.
Cuando ya se disponía a concluir aquel encuentro, sir Robert le contó que su nieta era la directora de la sucursal de Ipswich.
—Gina es una muchacha muy inteligente y la única pariente viva que me queda. Me parecía que dirigir una sucursal le daría la experiencia necesaria antes de tomar las riendas de todo el negocio.
Aquella pequeña pieza de información fue lo que le hizo pensar que tal vez lo de aquel viaje no había sido tan buena idea, pues no sabía cómo resultaría tener que tratar con una jovencita a la que no veía desde hacía ocho años.
La conversación siguiente sobre el estado de salud del anciano, no había hecho sino agravar aquella sensación.
Antonio comenzó a golpear ligera pero repetitivamente el volante de su coche, mientras trataba de encontrar el modo de salir de todo aquello.
Recordaba con absoluta claridad lo sucedido aquel lejano fin de semana en la Feria de Sevilla.
No había olvidado cómo se habían perdido parte de la fiesta para poder estar juntos, tampoco el terror de su rostro casi de niña mientras trataba de controlar un caballo al que, claramente, no sabía montar. Recordaba también, la sonrisa dulce y tímida de aquella encantadora adolescente, con aquel cabello largo y rubio enroscándose en su cuerpo mientras bailaban unas sevillanas.
Pero donde su memoria era más clara y concisa era con aquel último capítulo en el carruaje, con su joven rostro, iluminado mágicamente por la luz de la luna, que hacía que pareciera mayor de lo que realmente era. Su edad había sido la única excusa que había podido aludir para retroceder y poner fin al inadecuado comportamiento de aquella noche.
«Olvida todo aquello», se dijo él. Había ocurrido hacía mucho tiempo. Era muy probable que ella ya no recordara aquel desafortunado incidente.
En cualquier caso, lo que haría sería limitar la conversación a temas exclusivamente profesionales y, a primera hora del día siguiente, buscaría el cargamento extraviado y volvería a España.
Minutos después, llegaba ante las rejas de Bradgate Manor.
Una vez ante la entrada principal, detuvo el coche, bajó y se aproximó a la puerta, seguido por el sonido de sus propios pasos.
Se sorprendió al darse cuenta de que estaba abierta, a pesar de lo cual tocó al timbre varias veces, sin que nadie atendiera a su llamada. Entró en la casa, y llamó en voz alta, pero no obtuvo otra respuesta que el eco de su propia voz.
Perplejo, se dirigió hacia una gran puerta que conducía a una terraza. Salió y admiró desde allí la excelente vista de la que se disfrutaba.
De pronto, a lo lejos, vio un caballo y un jinete que galopaban hacia la casa.
Se protegió los ojos del sol con la mano y observó la escena con detenimiento. Pronto se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. El caballo parecía fuera de control y la amazona, una joven de largos cabellos rubios tenía problemas.
Sin pensárselo dos veces, Antonio corrió hacia ellos y saltó la valla de madera que separaba el jardín. Tenía que evitar que el jaco llegara hasta allí.
Antonio se situó delante de la bestia y alzó los brazos en un gesto amenazador, desconcertando al animal por completo.
El caballo se detuvo y retrocedió al ver a aquel hombre extraño. El animal se movía agitadamente y tenía la boca llena de espuma.
Antonio sujetó las riendas y el equino alzó las patas en el aire con furia. Poco a poco, logró controlarlo, pero no se tranquilizó hasta que no comenzó a susurrarle suaves palabras al oído, mientras le acariciaba el cuello.
Solo entonces tuvo la oportunidad de prestarle atención a la amazona, que respiraba con dificultad. Se retiró el pelo que le cubría la cara. Sus ojos mostraron confusión, y su rostro palideció.
—Hola, Gina —dijo él con una sonrisa. Ella no pudo decir nada, se limitó a mirarlo en silencio, como si de un fantasma se tratara—. Parece que sigues teniendo problemas con los caballos, tal y como te ocurrió en Sevilla —se rio y se dispuso a ayudarla a desmontar, mientras mantenía las riendas firmemente sujetas—. Una vez más, he tenido que venir a rescatarte, ¿no?