Читать книгу El viajero de los tiempos - Maryta Berenguer - Страница 8

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4. El tornado

A lo lejos una columna de polvo parecía llegar hasta el cielo.

—¡Un tornado! –grité mientras Max, muerto de miedo, se enrollaba entre mis piernas y Mancha movía el sulky con sus temblores.

Debido al viento las hierbas altas se enredaban en el alambrado y en los postes de la luz mientras la polvareda hacía imposible ver el campo de los Larsson situado a pocos metros de donde yo estaba.

Por un momento me imaginé a Ingrid sonriendo burlonamente al verme tan asustado.

Recordé las advertencias de mi abuelo al salir y su cara de preocupación, mientras el tornado se iba acercando a una velocidad cada vez mayor. Entonces cerré los ojos y me tiré en el fondo del sulky esperando lo peor. Pasaron los minutos y nada sucedió.

Estábamos exactamente en el mismo lugar en medio del camino y no volando por el aire como me imaginé que nos iba a pasar. Desde el fondo del sulky, Max me miraba con una expresión de desconcierto. Parecía preguntarme qué había pasado. Si hubiera entendido le hubiera dicho que la columna de tierra había cambiado el rumbo en una curva de noventa grados y se dirigía como un torbellino hacia el Monte del Indio.

De pronto se hizo el silencio.

El Monte del Indio, a lo lejos, se veía más oscuro que otras veces.

Durante un tiempo que quizá fueron segundos pero a mí me parecieron horas, el clima se fue aquietando, y el polvo y la tierra desaparecieron. Estaba desconcertado. Parado en medio del camino.

—¡Fuaa! ¿Podrá ser un OVNI? –me pregunté en voz alta.

Max, levantando la cabeza y mirándome, gruñó su desconsuelo.

Entonces por un momento, me imaginé en el papel de un comandante de una flota intergaláctica, desbaratando una invasión de seres extraterrestres cuya misión era atacar Bahía Blanca, rodeado por una nube de periodistas de diarios, radio y televisión que preguntaban cómo había hecho para salir triunfante de tan terrible amenaza. La imaginé a Ingrid, deslumbrada por la trascendencia y valentía de mi actitud, tratando de acercarse a los codazos entre un enjambre de admiradoras gritando: “déjenme pasar que soy la novia”.

Los ladridos de Max me volvieron a la realidad. Mancha había comenzado a trotar hacia el lugar en que se había dirigido el tornado. Una tranquera daba acceso al camino que llevaba al Monte del Indio. Me bajé para abrir la tranquera y junto conmigo también saltó Max, moviendo la cola con alegría.


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