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v podríamos llamarlo corrupción

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Dos semanas después de ganar las elecciones, Trump concedió una entrevista de cuarenta y cinco minutos a editores, reporteros y columnistas de The New York Times.60 Todavía visiblemente conmocionados, los periodistas parecían tener dificultades a la hora de equilibrar la expresión de respeto por el cargo de presidente –y por el hombre que lo ostentaría a partir de ahora– con el contenido de las preguntas que tenían que plantearle. Varios de ellos lo pasaron especialmente mal intentando ir al grano en sus preguntas, como avergonzados de tener que formularlas.

El corresponsal de la Casa Blanca Michael D. Shear finalmente consiguió preguntar por “cómo mezcla usted sus intereses empresariales en el mundo y la presidencia. En varias ocasiones, en los diez días… dos semanas que lleva como presidente electo, se ha reunido con sus socios indios…”.

“Sí”, respondió Trump.

Shear continuó: “Ha hablado acerca del efecto de los parques eólicos en su campo de golf [durante una reunión con el político británico Nigel Farage]. Hay personas, expertas en derecho y en ética, que afirman que todo eso es completamente inapropiado…”. ¿Qué hará el nuevo presidente para separar su presidencia de su actividad empresarial?, venía a ser la pregunta.

“La ley está completamente de mi lado –le respondió Trump–. El presidente no puede tener un conflicto de intereses”.

Trump afirmó que “en teoría puedo ser presidente y seguir dirigiendo mis negocios al 100%, firmar cheques para mi empresa…, puedo llevar perfectamente mis negocios y también llevar perfectamente el país”. Divagó. Insinuó que, si tenía que establecer un límite firme entre la presidencia y sus negocios, tendría que dejar de ver a sus hijos mayores, todos ellos involucrados en el imperio empresarial Trump. “Nunca vería a mi hija Ivanka”.

Un participante no identificado –probablemente un periodista de The Times– comentó: “Eso quiere decir que tiene que hacer a Ivanka presidenta adjunta, ya sabe”. Según la transcripción, todo el mundo se rio en ese momento.

No pasó mucho tiempo antes de que Ivanka ocupara una oficina en el Ala Este de la Casa Blanca –tradicionalmente el feudo de la primera dama–,61 y al cabo de pocos meses se mudó al Ala Oeste,62 donde se hace la política. Acompañó a su padre a una reunión con el primer ministro japonés Shinzō Abe,63 después a otra con la canciller alemana Angela Merkel64 y posteriormente ocupó el lugar de su padre en una reunión de líderes del G-20 en Hamburgo.65 Como Ivanka no recibía un sueldo, su padre afirmaba que las reglas éticas habituales no se aplicaban en este caso. La Oficina de Ética del Gobierno no fue de la misma opinión, pero esto no cambió nada.66

En enero, una semana antes de la investidura, Trump convocó una conferencia de prensa para anunciar que cedía la administración –pero no la propiedad– de The Trump Organization a sus hijos Don y Eric.67 Incluso si esto fuera cierto, seguiría sin resolver los conflictos de interés, ya que Trump seguiría obteniendo beneficios de las empresas que llevan su nombre –en realidad, su nombre es su empresa–. Pero es que además probablemente tampoco era cierto. Trump hizo el anuncio desde un atril cubierto de pilas de carpetas, pero no permitió a los periodistas examinar ninguno de los documentos que contenían, si es que contenían alguno.

En julio de 2017, un día antes de que se cumplieran seis meses desde su investidura, el jefe de la Oficina de Ética del Gobierno, Walter Shaub, dimitió conteniendo su indignación a duras penas. En una entrevista con la MSNBC, dijo que el programa de ética de la Casa Blanca de Trump era “una muy seria decepción”.68 La Administración afirmaba haber negociado acuerdos éticos con el personal, pero había dejado a la Oficina fuera del proceso. “Hemos recibido muy poca información acerca de lo que hacen las personas en la Casa Blanca para ganarse la vida día a día”, afirmó. La institución que Shaub encabezaba desde 2013 se veía indefensa ante un presidente que actuaba de mala fe. El cumplimiento de las reglas éticas era opcional porque Trump decía que era opcional. Y después optó por no cumplirlas.

No es que el presidente y su familia estuvieran precisamente ocultando sus fuentes de ingresos; simplemente se negaban a rendir cuentas por ellas. En febrero de 2017, cuando los grandes almacenes Nordstrom dejaron de vender la línea de calzado de Ivanka,69 quizá en respuesta al boicot que había hecho bajar sus ventas, el presidente tuiteó: “Mi hija Ivanka ha sido tratada muy injustamente por @Nordstrom… Terrible”.70 Al día siguiente, Kellyanne Conway, asesora de alto nivel del presidente, habló con Fox News desde la sala de prensa de la Casa Blanca para promocionar los productos de la primera hija. “Comprad las cosas de Ivanka, es lo que yo os diría –dijo–. Voy a hacer publicidad gratuita: id y compradlas ahora mismo, todos. Se pueden encontrar online”.71 Esta Administración creía firmemente que la nueva posición de poder de Ivanka tenía que fomentar sus beneficios, del mismo modo que la presidencia debería ayudar a todos los miembros de la familia a ganar dinero. Esta misma asunción se hizo explícita en la demanda que los abogados de Melania Trump presentaron en febrero de 2017 contra el tabloide británico Daily Mail, alegando un perjuicio económico a la primera dama: “La demandante tenía la oportunidad única que solo se presenta una vez en la vida, como persona extremadamente famosa y conocida, así como exmodelo profesional, portavoz de una marca y mujer de negocios de éxito, de lanzar una marca comercial en varias categorías de productos, cada una de las cuales podría haber generado relaciones empresariales multimillonarias a lo largo del periodo de varios años en el que la demandante es una de las mujeres más fotografiadas del mundo”. Melania obtuvo una indemnización, una de las más altas que han asignado nunca los tribunales británicos (la cantidad exacta nunca se reveló).72

En cuanto a la línea de calzado de Ivanka, cualquier beneficio que la primera hija estuviera obteniendo de ella no era más que una gota en el océano de ingresos que percibían ella y su marido, Jared Kushner. A finales de marzo, la Oficina de Ética del Gobierno publicó documentos que mostraban que la pareja seguía siendo beneficiaria de un imperio empresarial valorado en setecientos cuarenta millones de dólares.73 Este imperio incluía inversiones y empresas en el sector inmobiliario, entre ellas el Trump International Hotel en Washington DC. El hotel, que llegó a la capital tan solo meses antes que su homónimo, hacía negocios en sinergia con la presidencia. El Comité Nacional Republicano celebró allí su fiesta de Navidad.74 Los lobistas del Gobierno saudí reservaban bloques enteros de habitaciones, y pagaron alrededor de quinientas noches de hotel en los meses que siguieron a las elecciones.75 En 2017 el hotel generó más de cuarenta millones de dólares de beneficio, mientras que The Trump Organization en su totalidad generó quinientos millones. En julio de 2019, cuando Trump tuvo la conversación telefónica que acabaría desencadenando la investigación de destitución, parecía que cualquiera que hablase por teléfono con Trump tenía que mencionar que era un buen cliente de sus hoteles. Zelenski afirmó que en su última visita a Nueva York (antes de ser presidente) se había hospedado en el Trump Hotel de esa ciudad.76

El gabinete de Trump, el más rico de la historia, generaba más acusaciones de conflicto de intereses de las que un ejército de periodistas podría seguir, o más de las que ningún público podría asimilar, y esto es crucial.77 DeVos era inversora, entre otras, de una empresa de cobro de deudas y gestora de colegios concertados.78 El secretario de Comercio, Wilbur Ross, inversor en empresas de gas y acero, ayudó a formular una política de aranceles para estas industrias antes de vender algunas de –aunque no todas– sus inversiones.79 Mick Mulvaney recibió donaciones de decenas de miles de dólares para la campaña de manos de prestamistas y después trabajó como jefe interino de la Oficina de Protección Financiera del Consumidor, donde propuso relajar la regulación de la industria del préstamo.80 En mayo de 2017, mientras Tillerson estaba en Arabia Saudí,81 el país firmó un contrato importante con la que había sido su empresa, ExxonMobil.82 Ese mismo mes, Kushner en persona negoció un acuerdo entre el Gobierno saudí y la empresa aeroespacial y de defensa Lockheed Martin.83 Ser parte de la Administración también conllevaba ventajas más directas: Pruitt,84 el secretario de Interior Ryan Zinke,85 Mnuchin,86 el secretario de Salud y Servicios Humanos Tom Price y el secretario del Departamento de Asuntos de los Veteranos David Shulkin fueron acusados de gastar millones de dólares del contribuyente en viajes. Ben Carson trató de encargar un juego de comedor de treinta y un mil dólares para su oficina de Washington (el límite de gasto en concepto de decoración era de cinco mil dólares).87

Corrupción no es la palabra adecuada para hablar de la Administración Trump. Es un término que implica engaño, asume que el funcionario público entiende que no debería beneficiarse de la confianza pública, pero lo hace igualmente de forma artera. Lo contrario de corrupción en el discurso político es transparencia –de hecho la organización mundial que lucha contra la corrupción se llama Transparency International–. Trump, su familia y sus funcionarios no son arteros: parecen actuar de acuerdo con la creencia de que el poder político debería generar enriquecimiento personal y, en esto, aunque no en cuanto a los detalles de sus componendas, son transparentes.

Cuando llegó el coronavirus, la Administración Trump siguió la lógica de la competencia y el beneficio. Varios funcionarios trataron de convencer a una empresa alemana que trabajaba en una vacuna potencial de que la vendiera en primer lugar –y quizá exclusivamente– a EEUU.88 En lugar de coordinar la producción y distribución de respiradores, el Gobierno federal creó un sistema mediante el cual los estados pujaban unos contra otros y también contra el propio Gobierno federal.89 Trump le otorgó a Jared Kushner la autoridad para organizar una respuesta del sector privado ante la pandemia, en paralelo al esfuerzo del Gobierno, o incluso en conflicto con este.90 En otras palabras, Trump hizo una serie de cosas que resultarían impensables en un líder político, un hombre al que se ha confiado el bienestar de millones de personas, pero su Administración hace sus propios cálculos y ni siquiera los hace en secreto.

El trumpismo se alimenta de las debilidades y oportunidades que presenta el sistema de gobierno estadounidense, que nunca ha separado el dinero del poder político. En los dos decenios que precedieron a la elección de Trump, el papel del dinero en la política fue adquiriendo cada vez mayor relevancia. Las elecciones están hoy determinadas por el dinero; a diferencia de otras muchas democracias, donde las campañas electorales duran entre varias semanas y varios meses, son financiadas por ayudas del Gobierno o están sujetas a límites de gasto muy estrictos, en EEUU las campañas existen gracias a las contribuciones del sector privado. La maquinaria de los partidos nacionales y estatales refuerza este sistema al determinar el acceso a los debates públicos en función de la cantidad recaudada por el candidato. El acceso a los medios de comunicación, es decir, el acceso a los votantes, también cuesta dinero; mientras que en muchas democracias los medios están obligados a dar tiempo de antena a los candidatos, en EEUU el medio principal para dirigirse a los votantes es la publicidad de pago. Nadie en la política tradicional parecía pensar que fuese negativo ese matrimonio entre dinero y política. Los antiguos cargos electos trabajaban después como lobistas. Resultaba normal crear (o eliminar) leyes mediante contribuciones a la campaña y lobbies. El poder engendraba más dinero y el dinero engendraba más poder. Podríamos llamar oligarquía al sistema que precedió y permitió el ascenso de Trump, y no nos equivocaríamos.

Cuando Trump afirmó que el presidente no podía tener un conflicto de intereses, por una vez no estaba mintiendo. El tema no había sido estudiado en casi cuarenta años, desde que el Departamento de Justicia y el Congreso codificaran la percepción de que los poderes de la presidencia eran tan extensos que resultaba imposible idear un conjunto de reglas que evitasen todo conflicto de intereses: el presidente simplemente tenía que actuar de buena fe. Lyndon Johnson, Jimmy Carter, Ronald Reagan, los dos George Bush y Bill Clinton, todos ellos habían confiado sus activos a fideicomisos “ciegos” de manera voluntaria. Obama no lo hizo porque no tenía inversiones empresariales directas. Trump no lo hizo porque no pensaba que debiera hacerlo. Se podría decir que Trump había entendido la esencia del sistema, la transformación de dinero en poder y de poder en dinero, pero que hasta su llegada funcionaba de manera cortés, con buen gusto y por acuerdo de grupo. O se podría decir que Trump es al mismo tiempo el emperador desnudo y el niño que dice que el emperador está desnudo, arrancando la capa ilusoria de decoro que cubría el sistema, obligando a todo el mundo a contemplar su naturaleza obscena. A diferencia del emperador del cuento, no obstante, Trump no siente ninguna vergüenza, y por lo tanto no cambia al verse expuesto. Más bien fue el sistema el que cambió cuando a la política se le arrebató la aspiración moral.

La lección de los Estados poscomunistas puede ayudarnos a reflexionar acerca de la dificultad de describir la corrupción –o como quiera llamarse– de la Administración de Trump. Los países del bloque soviético, con sus sistemas monopartidistas y economías planificadas, favorecieron una relación simbiótica entre el poder y la riqueza (aunque esta no se midiese en dinero). De hecho, la única forma de acumular riqueza era formar parte de la jerarquía del partido –solo en lo más alto de la pirámide de este era posible alcanzar una riqueza fabulosa–. Estos sistemas sirvieron de cimientos para los Estados mafiosos de Hungría y Rusia, donde el partido se vio sustituido por un clan político centrado en un protector que distribuye el dinero y la riqueza. Los analistas occidentales usan la palabra corrupción para describir estos sistemas, pero resulta engañosa: aquí corrupción no describe a burócratas que piden sobornos por pequeñas tareas en la administración pública (aunque esto también sucede); más bien describe cómo los que están en el poder usan los instrumentos de gobierno para amasar riqueza, y también emplean su riqueza para perpetuarse en el poder. Esta corrupción es intrínseca al sistema, que no puede existir sin corrupción porque la corrupción es su combustible, su pegamento social y su herramienta de control. Cualquiera que entre en él se vuelve cómplice de la corrupción, lo cual implica que todos están de una manera u otra fuera de la ley, y por lo tanto en situación punible. Las autocracias adoran desprestigiar a sus oponentes acusándolos de corrupción, meterlos en la cárcel e incluso ejecutarlos como sucede en China.

Trump heredó un sistema y una cultura políticos muy diferentes. En EEUU acercarse al poder político definitivamente no es la única manera de hacerse rico. Pero el poder político sí se traduce en riqueza y viceversa, y este es el rasgo del sistema más relevante para Trump y el trumpismo. El desdén de Trump por las expectativas de dignidad, sumado a su negación de las evidentes ventajas personales que obtenía, asemejan notablemente el Gobierno estadounidense a los Estados mafiosos. Al igual que esas autocracias, el trumpismo desprestigia a todo el mundo: a sus afines porque se vuelven cómplices de la corrupción, y a sus enemigos porque los acusa de ser corruptos.

Lo cierto es que lo que llevó a la investigación de destitución fue el intento de Trump de desprestigiar, mediante una acusación de corrupción, al antiguo vicepresidente Joe Biden, a quien temía como potencial oponente demócrata en las elecciones de 2020. De hecho, fue el matrimonio estadounidense entre dinero y poder político lo que permitió este movimiento cuando Hunter, hijo de Biden, fue contratado como consultor extremadamente bien pagado en una compañía energética ucraniana. Quizá fue Trump quien intuyó el potencial de la corrupción usada como arma, o tal vez fuera una idea de los socios soviéticos emigrados de su abogado Rudy Giuliani. Fuera como fuese, Trump hacía uso pleno de la espada de la corrupción: usaba el poder de su cargo para sus propios fines políticos, mientras lanzaba acusaciones de corrupción de la forma en que lo hace un autócrata. Cuando los republicanos defendieron sus acciones, afirmando que le preocupaba la corrupción en Ucrania, se volvieron cómplices de su tentativa autocrática y el Gobierno estadounidense se corrompió, en la acepción de la palabra que denota una transformación que impide cualquier reconocimiento.

Sobrevivir a la autocracia

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