Читать книгу Siete Planetas - Massimo Longo - Страница 6
ОглавлениеCapítulo segundo
Sobre sus cabezas colgaba una espada de piedra
—Preparémonos, no creo que nos reciban con flores —exclamó Oalif, el más ocurrente del grupo.
Este estaba formado por miembros de los cuatro planetas que se oponían al dominio de Carimea y habían sido seleccionados por su historial y sus capacidades psicofísicas. Juntos formaban un equipo capaz de afrontar cualquier misión, ya sea desde un punto de vista físico como estratégico. Su tarea consistía en defender la paz, no solo militarmente, sino también mediante acciones de inteligencia y coordinación entre los distintos pueblos.
El Consejo de la Coalición de los Cuatro Planetas les había concedido el título de tetramir en virtud del cual los distintos gobiernos les reconocían una cierta autoridad y otras atribuciones extraordinarias hasta la consecución de su objetivo.
La pequeña nave comercial cruzó los grandes anillos grises de Bonobo y se dirigió al mar del Silencio.
Este tipo de naves, diseñadas para transportar carga, tenían forma de paralelepípedo con un frontal biselado para darle un mínimo de aerodinámica y unas pequeñas alas plegables solo necesarias para salir de la atmósfera. Tenían un enorme portón trasero que se abría como una flor, en tres secciones, y servía para cargar y descargar las mercancías. Lentas y aparatosas, podían aterrizar y despegar perpendicularmente al suelo sin necesidad de espacio para maniobrar, como, por el contrario, ocurría con todas las demás naves.
—Identifíquense —sonó a través de la radio la voz metálica de los centinelas del planeta.
—Somos comerciantes, señor —respondió Oalif.
—Lo vemos, pero ¿quién está a bordo y qué transportan? ¿Traen la licencia?
—Séptimo de Oria, señor.
—¡Número de licencia! —insistió el centinela.
—34876.
—No aparece en nuestra lista. Cambien de rumbo inmediatamente, no tienen permiso para aterrizar en esa zona.
—La señal es débil, señor, no le oigo. Número de licencia 34876 —repitió Oalif fingiendo no oír.
—¡Permiso para aterrizar en la zona denegado!
—No hay recepción, señor —insistió el bonobiano y, seguidamente, se dirigió a sus compañeros de tripulación—: ¡Estamos dentro, muchachos! ¡Estamos atravesando la niebla del mar del Silencio!
Oalif, piloto experimentado y gran conocedor de su planeta natal, era bonobiano, pero no se ajustaba a los cánones de sencillez y mansedumbre que normalmente se atribuyen a esta raza. La tribu a la que pertenecía nunca se había doblegado ante los anic y por ello había pagado un alto precio. Durante la última gran guerra, tras perder el control del planeta, se vieron obligados a exiliarse y, acogidos por los planetas de la Coalición, intentaban organizar la rebelión interna para reconquistar el planeta.
El cuerpo de Oalif estaba cubierto de pelo negro, que dejaba entrever una piel blanca. El contorno de sus ojos verdes y de sus pómulos estaba desprovisto de pelo, tenía una espesa barba terminada en punta, que le llegaba al pecho, y el pelo, largo, recogido en una cola en la nuca.
Oalif era perfecto para esta misión, pero desgraciadamente tendría que permanecer a bordo para no atraer miradas indiscretas. De hecho, se encontraba en busca y captura, su aspecto era ampliamente conocido y no podían saber con quién o con qué se encontraría el grupo.
La pequeña nave aterrizó en un claro verde y soleado, atravesado por un gran río de aguas poco profundas y transparentes que permitían ver el fondo compuesto por una gran variedad de piedras de vivos colores, como si de un cuadro impresionista se tratara.
—La mejor manera de ocultar algo es a la vista de todos. Oalif, en cuanto bajemos activa los paneles de mimetización y, gracias, has estado magnífico —le felicitó Ulica, la euménide.
—Este lugar es increíble. La niebla que lo rodea, una vez dentro, se desvanece y los rayos de KIC 8462852 calientan como en pleno verano —señaló Zaira, la oriana, justo a la salida de la nave.
—Vamos. Tenemos poco tiempo para encontrar un refugio antes de que anochezca. Mastigo no nos dará mucho tiempo para encontrar el monasterio —ordenó Xam, el cuarto miembro del grupo, originario del Sexto Planeta.
—Caminemos a lo largo del río —sugirió Zaira—, el bosque que lo rodea nos cubrirá mientras calculamos la mejor ruta.
Se adentraron en la vegetación. Xam y Zaira encabezaban la marcha mientras Ulica calculaba la dirección más adecuada para llegar a una aldea bonobiana donde contaban con refrescarse y conseguir información sobre el monasterio de Nativ, su objetivo.
Xam, guerrero del Sexto Planeta, humano, se había distinguido por su valor y humanidad durante las últimas guerras.
Era un joven alto, con un físico escultural, con la piel clara y el pelo, rizado y corto, tan negro como sus ojos y con unos labios carnosos ocultos bajo una espesa y rizada barba. En su ajustado pantalón corto llevaba un cinturón multiusos de alta tecnología diseñado por su pueblo para hacer frente a situaciones de defensa o de supervivencia. El resto de su cuerpo estaba cubierto por un gel utilizado por los sistianos para mantener una temperatura corporal estable en cualquier condición meteorológica.
Zaira, de su misma edad, era originaria de Oria, el planeta con la atmósfera reducida, su cuerpo estaba cubierto por una coraza natural de color marrón empezando por la frente y extendiéndose a lo largo de toda la espalda hasta la cola. Este era el rasgo distintivo de su raza. Una corta y espesa cabellera blanca cubría el resto de su cuerpo a excepción del rostro, de rasgos humanos, en el que destacaban sus hermosos ojos de color gris verdoso. De la frente, a ambos lados de la coraza, le nacían dos larguísimos mechones de pelo blanco que se ataba detrás de la cabeza y que terminaban en una trenza que le llegaba a los hombros.
Ulica, la más joven del grupo, científica y matemática de alto nivel, era originaria de Euménide. Estilizada y elegante, su cuerpo estaba cubierto por un velo natural, de color aguamarina, transparente como las alas de una mariposa.
Cuando abría los brazos, desplegaba unas auténticas alas que le permitían planear. Unas finas lenguas de seda, enroscadas en el dorso de ambas manos, como si de un adorno se tratara, se estiraban a voluntad a modo de lazo o látigo.
La búsqueda se prolongó más de lo previsto debido a un mal funcionamiento del detector de posición causado por los habituales efectos extraños que el mar del Silencio solía causar en los aparatos electrónicos. Este incidente los hizo alejarse del río, apartándolos del camino y provocando un retraso de varios días en su planificación.
Finalmente, se dieron cuenta del problema y regresaron sobre sus pasos para continuar caminando a lo largo del río hasta que descubrieron un claro. Sus ojos divisaron una serie de pequeñas cabañas dispuestas en círculo con una especie de asador en el centro que utilizaban para cocinar la caza en comunidad. Las paredes estaban hechas de gigantescos troncos de bambú atados entre sí y revestidos de barro y hierba. Los techos, de hojas de palma entrelazadas, tenían un agujero en el centro con una cubierta cónica en la parte superior que hacía las veces de chimenea.
Para su sorpresa, se dieron cuenta de que el pueblo se encontraba más cerca del lugar donde habían aterrizado de lo que imaginaban.
Sus habitantes, al ver a los forasteros, corrieron a refugiarse metiéndose en sus casas; parecían bolas de billar golpeadas por la bola blanca al inicio de una partida.
Se encontraban frente a una de las pocas tribus bonobianas que no se había doblegado a la voluntad de los anic, refugiándose en aquel lugar inaccesible.
No habían pasado inadvertidos a la vigilancia de los centinelas; apenas pasados unos momentos, aparecieron ante ellos guerreros armados con lanzas.
—Hemos venido en son de paz —se apresuró a decir Xam.
—Nosotros también queremos la paz —dijo el más corpulento de los guerreros, probablemente el líder—, ¡por eso os exigimos que os marchéis!
—No buscamos problemas, necesitamos vuestra ayuda. Oalif nos ha hablado de vuestro valor.
—Oalif nos abandonó hace muchos años. ¿Qué habéis venido a hacer?
—Buscamos el monasterio de Nativ.
—¿Por qué?
—Estamos aquí en una misión de paz que afecta a todos los pueblos.
—Muchos invocan la paz, pero finalmente solo traen la guerra.
—Pero nosotros, como puedes ver, no somos anic. Soy Xam, uno de los tetramir, puede que hayas oído hablar de nosotros...
—¿Xam, del Sexto Planeta?
Xam asintió.
—Id a buscar al sabio —ordenó el guerrero corpulento.
Xam no se esperaba ver salir de una de las cabañas a un compañero de tantas batallas. Lo llamó por su nombre:
—¡Xeri! Así que aquí es donde te habías metido. Pensé que te habían hecho desaparecer.
—¿Xam? ¿Qué haces aquí, amigo mío? Solo mi alma de combatiente ha muerto; he visto caer a demasiados amigos jóvenes.
—Me alegro de verte —exclamó Xam abrazando a su viejo amigo.
—Yo también, pero ¿qué te trae por aquí? ¿Dónde está Oalif?
—Si hubiera sabido que estabas aquí, no habríamos podido mantenerlo en la nave. Buscamos el monasterio de Nativ.
—Entonces, no os hará falta ir mucho más lejos, solo tenéis que alzar la vista; se encuentra en la isla flotante.
El tetramir miró al cielo y vio que, justo por encima de sus cabezas, colgaba una enorme espada de piedra con árboles en la parte superior que ocultaban la vista del interior de la isla.
—¿Cómo podemos alcanzarla?
—No está tan cerca como parece, no te equivoques. Hasta el momento nadie ha sido capaz de llegar a ella. Muchos lo han intentado sin éxito —continuó Xeri—. La distancia que te separa de la isla siempre es la misma, no importa cómo intentes llegar a ella, es como si estuviera en otra dimensión. Mira a tu alrededor, no proyecta ninguna sombra en el suelo.
Antes de que pudieran volver la mirada hacia su amigo, un siseo les llamó la atención. Vieron a Xeri caer al suelo, Xam se apresuró a ayudarlo, pero se dio cuenta de que era demasiado tarde.
—¡Todo el mundo a cubierto! —gritó.
—¡A las armas! —gritó el guerrero líder.
De nuevo, las bolas de billar se dispersaron, pero esta vez las troneras se encontraban en la maleza de la selva.
Se desató una batalla. Los soldados de Mastigo habían llegado más rápido de lo previsto. Algunos de los niños de la aldea se habían quedado petrificados por el miedo en el centro del pueblo.
—Tenemos que hacer algo —dijo Xam, pero aún no había terminado la frase cuando la oriana ya se había abalanzado sobre ellos para protegerlos con su coraza.
Xam cubrió sus movimientos abriendo fuego, mientras que Ulica, después de trepar rápidamente a un árbol gracias a sus sedosas extensiones, se deslizó silenciosamente sobre los soldados de Mastigo ocultos entre la vegetación, como un halcón sobre su presa, y los abatió.
Una vez que hubo cesado el ataque, las mujeres se apresuraron a recuperar a sus niños de entre los brazos de Zaira, quien yacía herida en el suelo. Xam y Ulica corrieron hacia ella.
La plaza estaba vacía. Un fuerte viento se levantó, como un pequeño remolino dirigiéndose hacia el centro del pueblo sin destruir nada por el camino. Zaira, Xam y Ulica sintieron que sus movimientos se volvían más rígidos y, como si estuvieran inmovilizados por una especie magia, no consiguieron escapar de él. Dieron vueltas durante varios segundos antes de ser depositados sobre el borde de un saliente de la isla flotante.
Por un momento, Ulica se sintió suspendida en el vacío. La cabeza aún le daba vueltas como cuando, de niña, jugaba con sus amigos a dar vueltas cogidos de las manos hasta no poder más, pero se recuperó y empezó a buscar a sus compañeros de viaje.
Xam ya había encontrado a Zaira, que había perdido el conocimiento, y estaba junto a ella de rodillas. Sus ojos oscuros estaban llenos de tristeza. Xam siempre había sentido una debilidad por aquella oriana.
Ulica se acercó a ellos y, tan eficiente como siempre, comenzó a revisar a Zaira intentando saber qué hacer. Le tomó el pulso y dijo:
—Ritmo cardíaco lento pero normal, su cuerpo está tratando de minimizar el esfuerzo para recuperarse.
La giró lentamente para ver dónde la habían herido y le bajó la cremallera del vestido, que llevaba atado a la nuca, dejando la espalda al descubierto para permitir que pudiera revolverse si fuera necesario, y le rodeaba las caderas hasta medio muslo.
—Tiene una herida en el flanco derecho de la espalda. Afortunadamente es solo superficial; su armadura la ha protegido.
No había perdido mucha sangre. El láser había cauterizado parte de la herida, que no era muy profunda.
—No parece haber tocado ningún órgano vital, de lo contrario ya estaría muerta —continuó Ulica.
Xam la miraba con asombro; aquel hombre indomable que afrontaba las batallas sin un ápice de miedo o piedad por sus enemigos, acostumbrado a moverse en campos de batalla donde el horror de la guerra y la sangre eran algo habitual, no era capaz de decir palabra.
Asintió con la cabeza.
—Tenemos que encontrar un lugar para tratar la herida —sugirió Ulica.
Xam levantó en brazos a Zaira y se dirigió hacia lo que parecía un templo en la cima de una colina verde.
Tenerla tan cerca, junto con su olor, le trajeron recuerdos de cuando, siendo niños, Zaira lo rescató del cañón de los Cristales de Oria durante una de las pocas veces que había salido de la academia, la única familia que había conocido.
Durante las vacaciones, casi todos los amigos del curso volvían con sus familias. No todos los chicos tenían tanta suerte: algunos eran huérfanos (como Xam), otros se quedaban porque sus familias estaban demasiado ocupadas con sus propias ambiciones laborales y otros pertenecían a familias en las que la carga de trabajo realmente no les permitía volver. Se organizaban campamentos de verano para todos ellos y, a menudo, el destino era Oria.
Ese planeta poseía una atmósfera enrarecida debido a su pequeño tamaño, lo que comportaba, además, una baja fuerza gravitatoria. Todos los que no eran orianos tenían que llevar un pequeño compensador de aire para conseguir suficiente oxígeno, sin el cual se habrían sentido como si estuvieran en la cima de una montaña de más de ocho mil metros.
La estancia en el campamento de verano de Oria solía estar repleta de actividades, pero, al final de la jornada, Xam solía merodear por el campus, en cuyas inmediaciones se encontraba la granja del padre de Zaira. Fue allí donde se conocieron.
Fue durante aquel verano que su amistad se hizo más fuerte. Como a todos los adolescentes, les encantaba meterse en líos más o menos grandes. Ese verano, Zaira le contó sobre un lugar, que a ella le parecía estar encantado, sin revelarle toda la verdad. Mantuvo una parte en secreto para no arruinar la sorpresa y, sobre todo, le ocultó que era un lugar prohibido por los adultos debido a su peligrosidad.
Fue así como consiguió arrastrar a su amigo a esa aventura en el desierto. Le pidió a Xam que se pusiera las botas más pesadas que tuviera y le pidió que no trajera ningún amigo; quería que aquel lugar continuara siendo secreto.
Caminaron durante mucho tiempo. Xam no conseguía entender por qué, precisamente en ese día de calor tan abrasador, le había hecho ponerse esas malditas botas.
Zaira nunca había sido muy habladora, así que caminaron un buen rato en silencio hasta que Xam, cansado, le preguntó:
—¿Falta mucho?
—No seas aguafiestas, ya casi hemos llegado —respondió Zaira.
—Espero que valga la pena
—Ya lo verás. Solo nos falta llegar a la cima de esa colina.
—Entonces, ¡veamos quién llega primero! —gritó Xam echándose a correr.
Zaira corrió tras él tratando de detenerlo, pero Xam, emocionado por la carrera, no la escuchó.
Finalmente, consiguió placarlo en la cima del saliente.
Xam, tumbado boca abajo en el suelo, asombrado, se volvió hacia ella:
—¿Por qué te me has echado encima?
—¿Es que no has visto nada? —dijo Zaira señalando con el dedo—. ¿Quieres caerte ahí dentro?
—¡Vaya!, tenías razón, ¡es increíble!
Ante los ojos de Xam se abría un paisaje fantástico; un enorme cañón se extendía frente a ellos.
No era muy ancho, pero no se podía ver el fondo. Las paredes tenían unas difusas tonalidades horizontales brillantes y, cerca de la parte superior, el color era claro y dorado como la arena. Cuanto más se perdía la mirada hacia las profundidades, más se difuminaba el tono hacia al rojo granate. El cañón estaba dividido en dos zonas: una, más alejada de ellos, repleta de cúmulos de cristal de amatista que reflejaban el color de la roca y la otra, llena de grandes flores con forma de cáliz en las que podían acomodarse perfectamente dos personas. Los cálices se movían incesantemente, como si de un fuelle tratara, para permitir a la planta tomar el máximo oxígeno posible, resultando en una especie de baile coreografiado.
Xam, que observaba aquel espectáculo con asombro, sintió como si su cuerpo fuera más ligero que de costumbre. Notó, además, como todas esas correrías le habían dado hambre.
—Bueno, este parece un buen lugar para tomar un aperitivo. Espero que hayas traído alguna que otra delicia en tu mochila.
—Siempre pensando en comer —sonrió Zaira mientras sacaba una cuerda de su mochila, se sentaba en el suelo, se quitaba las botas y las ataba a unos arbustos, tras lo cual se acercó al cañón.
Xam no se dio cuenta de lo que pretendía su amiga.
Ni siquiera había tenido tiempo de preguntárselo, cuando vio a Zaira lanzarse al vacío. El terror le asaltó y corrió al borde del precipicio para averiguar qué había sido de ella.
Se asomó al saliente y vio a Zaira riendo y revoloteando.
En ese instante le hubiera gustado matarla por el miedo que le había causado, pero, al mismo, tiempo se sentía aliviado y feliz de verla.
Zaira se acercó rápidamente al borde del acantilado y aterrizó cerca de Xam.
—¡Menudo susto me has dado! Pensé que te habías espachurrado contra las rocas. ¡Podrías haberme avisado! —dijo ligeramente enfadado.
—Si te lo hubiera dicho, me hubiera perdido tu cara. ¡Deberías haberte visto! —rio divertida.
—¡Qué valiente! —respondió Xam irónicamente, sintiendo que le acababan de tomar el pelo.
—Lo siento, no quería asustarte —añadió Zaira, entendiendo que, tal vez, había ido demasiado lejos.
—No importa, ¿qué haces con esos botes de aire comprimido en la mano? —preguntó Xam sonriendo, pensando en que, en realidad, no era capaz de enfadarse con ella.
Eran botes de aire comunes, muy utilizados en Oria para limpiar la arena que se acumulaba en los radiadores de los vehículos.
—Sirven para conseguir el impulso final necesario para volver a entrar. El aire comprimido me ayuda a acelerar y a superar el pequeño aumento de la atracción gravitatoria cerca de la cornisa.
—¿Cómo consigues volar?
—¡Magia!
—¡Venga! No digas tonterías.
—La verdad es que, en este punto del cañón, la suma de una atracción gravitatoria tan baja y las corrientes ascendentes creadas por las flores gigantes es lo que permite volar. Vamos, quítate las botas y sígueme.
—¡Estás loca! —exclamó, aunque sabía que no podría resistirse a volar con ella.
—Es importante mantenerse alejado de la zona de los cristales. No tendrás miedo, ¿verdad? —se burló tratando de herir el orgullo de su amigo.
Xam se sentó en el suelo, se quitó las botas y las ató junto a las de Zaira. En ese momento, se dio cuenta de que estaban flotando. Sin ellas se sentía aún más ligero y apenas podía mantener los pies en el suelo.
—Métete esto en los bolsillos —dijo la oriana entregándole dos botes que había sacado de la mochila—. Será la primera vez que volemos juntos.
Se acercaron al límite del acantilado cogidos de la mano y, sin dudarlo, como solo unos niños son capaces de hacer, se lanzaron.
Volaron juntos durante un tiempo, hasta que Xam se familiarizó con la técnica de vuelo. Fue en ese momento cuando Zaira le mostró otra sorpresa.
Arrastró a Xam junto a una de las flores, que acabó por aspirarlos. Cayeron sobre una suave alfombra de estambres perfumados. Las flores, de color azul intenso en el exterior, eran amarillas o rosa claro en el interior con enormes estambres anaranjados. Xam ni siquiera tuvo tiempo de sorprenderse cuando ambos volvieron a ser delicadamente expulsados de la flor. Los dos amigos comenzaron a reírse a carcajadas.
Zaira intentó explicar, entre risas, que del interior de la flor emanaba una esencia euforizante.
Xam se sintía ya preparado para volar solo y soltó la mano de Zaira que había mantenido fuertemente sujeta hasta ese momento.
Estaba divirtiéndose como nunca antes y no paraba de entrar y salir de las flores.
Zaira trató de acercarse a él, se había olvidado de decirle que no debía excederse, pues el fluido euforizante podía hacerle perder el contacto con la realidad.
No tardó mucho en ocurrir, Xam había perdido el control y se acercaba peligrosamente a la zona prohibida.
Zaira decidió que debía intervenir antes de que fuera demasiado tarde; las aristas de los cristales de la pared podrían matarlo. Sin embargo, Xam se movía a la misma velocidad que ella, por lo que le resultaba imposible alcanzarlo, así pues, sacó los botes de los bolsillos y los utilizó para acelerar. Finalmente, alcanzó a su amigo, que reía sin ser consciente del peligro, pocos instantes antes de que se estrellara contra la pared y lo apartó.
Lo llevó de vuelta a la zona de las flores y no volvió a soltarlo hasta el final del vuelo. En cuanto estuvieron en la corriente ascendente adecuada, le tomó sus frascos de aire comprimido y, sosteniéndolo entre sus brazos, lo llevó de vuelta a la seguridad del borde del cañón.
Se dieron cuenta de que habían puesto en rriesgo sus vidas, pero no podían dejar de reír. Se tumbaron en el suelo, el uno junto al otro, y esperaron, henchidos de felicidad, a que se les pasara el efecto de aquel fluido estimulante antes de volver a casa.