Читать книгу Magia en el mar  - Maureen Child - Страница 5

Capítulo Uno

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Sam Buchanan odiaba la Navidad.

Siempre la había odiado, pero este año tenía más motivos que nunca para desear hacer desaparecer del calendario la temporada navideña.

–Venga, vete a hacer un crucero navideño –murmuró furioso–. Muy buena idea.

Había sabido que sería duro, pero él no era de los que se desentendían de sus obligaciones. Tenía un negocio del que ocuparse y no permitiría que sus asuntos personales se interpusieran.

Pero eso no significaba que tuviera que agradarle.

Desde su suite privada del Noches de Fantasía, uno de los barcos de Cruceros Fantasía, miró hacia la curvada proa con su cubierta color azul cielo y el mar extendiéndose tras ella. Miró en esa dirección porque no quería mirar hacia el muelle.

El puerto de San Pedro, California, estaba abarrotado de pasajeros emocionados por partir hacia Hawái y lo que menos le apetecía era ver a gente feliz y de celebración. Una vez el crucero zarpara, podría encerrarse en su suite y salir únicamente para controlar a sus empleados.

Hacía cuatro viajes al año en distintos barcos de la línea Buchanan porque siempre había pensado que experimentar los cruceros en persona era el mejor modo de estar al corriente de lo que necesitaban tanto sus clientes como sus empleados y de asegurarse de que el trabajo de esos empleados satisfacía sus expectativas.

Con una taza de café entre las manos miraba fijamente el océano. Una vez estuvieran en mar abierto, iría a ver al capitán del barco y después daría una vuelta por los restaurantes.

Pero no le apetecía lo más mínimo.

Sus cruceros eran exclusivos para adultos, aunque en Navidad se permitían niños a bordo para que las familias pudieran disfrutar en sus barcos más pequeños e íntimos.

Así que durante ese crucero no solo tendría que enfrentarse a kilómetros de guirnaldas navideñas, árboles iluminados y villancicos, sino que también tendría que aguantar a docenas de niños. Y aun así, eso sería mejor que estar en su casa, donde la ausencia de Navidad lo atormentaría más todavía.

–¿Diga? –preguntó cuando le sonó el teléfono.

–Señor Buchanan, el capitán dice que zarpamos en una hora.

–Bien. Gracias –colgó y escuchó el silencio de su suite. Ahí habría mucho silencio durante las próximas dos semanas. Y era algo que deseaba y temía a la vez.

Un año atrás las cosas habían sido distintas. Había conocido a una mujer en otro crucero y dos meses después habían celebrado una boda navideña y habían hecho este mismo crucero en su luna de miel. Sí, por Mia había sido capaz incluso de darle una oportunidad a la Navidad.

Ahora ese matrimonio y ella habían quedado atrás, pero la Navidad había vuelto como para torturarlo.

Dejó la taza de café sobre la barra del minibar, se metió las manos en los bolsillos y contempló su precioso camarote. Eran ciento diez metros cuadrados de lujo con suelos de teca que resplandecían bajo la luz del sol y una pared de vidrio unidireccional que le ofrecía unas vistas incomparables del océano y de la amplia terraza privada que se extendía a lo largo de la suite.

Además tenía dos dormitorios y tres cuartos de baño. El dormitorio principal y el baño adjunto tenían también paredes de vidrio unidireccional. Él podía ver lo que había fuera, pero nadie podía ver lo que había dentro.

Y a pesar del entorno en el que se encontraba, Sam se sentía… al límite. Salió a la terraza y al mirar abajo, hacia la cubierta de proa casi vacía, se fijó en una mujer con el pelo largo, ondulado y pelirrojo y sintió un fuerte golpe en el pecho.

–No es ella. ¿Por qué iba a estar aquí?

Aun así, no era capaz de desviar la mirada. La mujer llevaba unos pantalones blancos y una camisa verde de manga larga. El cabello se le alzaba y sacudía con el viento. Entonces se puso de perfil y Sam vio que estaba embarazada. La decepción y el alivio se entremezclaron en su interior hasta que la pelirroja se detuvo y miró arriba.

¿Mia?

Le dio un vuelco el corazón y cerró los puños con fuerza sobre la fría y blanca baranda.

¿Estaba embarazada? ¿Por qué no le había dicho nada? ¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Y por qué no se quitaba las gafas de sol para dejarle ver esos ojos verdes que lo habían embrujado durante meses?

Sin embargo, no le concedió ese deseo. Al contrario; sacudió la cabeza claramente disgustada y echó a andar, desapareciendo de su vista en un instante.

Mia. Embarazada. Y ahí.

Sam necesitaba respuestas. Salió corriendo de la habitación y bajó a la cubierta principal, donde aún había pasajeros embarcando. El sobrecargo estaba ahí, junto con dos miembros del equipo de animación, para dar la bienvenida a los viajeros al Noches de Fantasía.

–Señor Wilson –dijo, y el sobrecargo se giró.

–Señor Buchanan. ¿Puedo ayudarle en algo?

–Sí. ¿Se ha registrado una mujer llamada Mia…? –estuvo a punto de decir «Buchanan», pero entonces recordó que su exmujer usaría su apellido de soltera–. ¿Mia Harper?

Rápidamente, el hombre comprobó la lista de pasajeros.

–Sí, señor. Así es. Hace media hora. Ha…

Así que sí era Mia. Y una Mia embarazadísima.

–¿En qué suite está?

Sabía que tenía una suite porque todos los camarotes del Noches de Fantasía eran suites. Algunas estaban decoradas y equipadas con más lujos que otras, pero todas eran espaciosas y acogedoras.

–En la Poseidón, señor. Dos cubiertas más abajo en la zona de babor y…

–Gracias. Es todo lo que necesito –Sam se abrió paso entre la multitud que ya abarrotaba el atrio, la zona de bienvenida principal de cualquier barco.

En el Noches de Fantasía el atrio eran dos pisos de escaleras de cristal y madera, ahora cubiertas por guirnaldas de pino. En el centro había un árbol de Navidad gigantesco con miles de lucecitas de colores y adornos que los pasajeros podían comprar en la tienda de regalos. En un extremo había un coro cantando villancicos y, rodeando todo el espacio, kilómetros de más guirnaldas de pino.

Del techo colgaban cientos de tiras de brillantes luces blancas que simulaban una nevada, y a lo largo de una pared había mesas abarrotadas de galletitas navideñas y chocolate caliente.

Sam apenas se fijó en todo eso y tampoco se entretuvo esperando el ascensor, sino que fue hacia la escalera más cercana y subió los escalones de dos en dos. Se conocía cada barco de la flota como la palma de su mano, así que no necesitó consultar los mapas que había en las paredes para saber adónde dirigirse.

La suite Poseidón era una de las más grandes. ¿Por qué Mia se habría molestado en reservar una de dos dormitorios? Y si estaba embarazada, ¿por qué no había ido a hablar con él directamente meses atrás? No tenía respuestas a todas las preguntas que se le pasaban por la cabeza, pero se prometió que resolvería ese misterio cuanto antes.

Las animadas conversaciones y las carcajadas de los niños y sus padres lo persiguieron por el primer vestíbulo de la zona de babor. Los pasillos de los Cruceros Fantasía eran más anchos de lo habitual y especialmente luminosos, con suelos de teca y placas en cada puerta representando el nombre del camarote en cuestión. Por ejemplo, la puerta de la suite de Mia tenía una imagen de Poseidón subido a una ballena y sujetando su tridente como preparado para atacar a un enemigo. Preguntándose si sería un presagio de lo que iba a suceder, llamó a la puerta y un instante después esta se abrió.

Cabello largo y pelirrojo. Ojos verdes. Camisa verde. Pantalones blancos. Tripa de embarazada.

Pero no era Mia.

Era Maya, su gemela.

¿Estaba sintiendo alivio, decepción o las dos cosas? Se la quedó mirando, pero no se le ocurrió nada qué decir.

Maya, en cambio, lo miró y dijo con brusquedad:

–Feliz aniversario, capullo.

Casi al instante Mia apareció detrás de su gemela.

–Maya. Para ya.

Su hermana la miró.

–¿En serio? ¿Vas a defenderlo?

–¿Defenderme de qué? –preguntó Sam.

–¿De qué? –repitió Maya fulminándolo con la mirada antes de dirigirse a su hermana–. ¿En serio? ¿Incluso ahora quieres que me haga la simpática?

Mia tiró del brazo de su hermana.

–Te quiero, pero lárgate.

–Muy bien –respondió Maya levantando las manos. Miró a Sam una última vez y añadió–: Pero no me iré lejos…

–¿Pero qué…? –murmuró Sam mirándola con recelo mientras la mujer se alejaba.

Ese no era el modo en que Mia había querido manejar la situación, aunque en realidad nada de lo relacionado con ese viaje estaba saliendo como había querido. Por ejemplo, no había tenido pensado llevarse a toda su familia con ella, pero ya no había nada que pudiera hacer al respecto excepto, tal vez, mantener a Maya lejos de Sam.

–Ya, no puede decirse que sea tu mayor fan –admitió Mia antes de salir al pasillo. Cerró la puerta, se apoyó en ella y miró al hombre de sus sueños.

O, mejor dicho, al exhombre de sus sueños.

Era alto. Siempre le había gustado eso de él. Es más, había sido una de las primeras cosas en las que se había fijado cuando se conocieron. Ella medía un metro setenta y cinco, así que había sido genial conocer a un hombre que midiera más de metro noventa. Aquella noche llevaba unos tacones de casi ocho centímetros y aun así había tenido que levantar la mirada para poder mirarlo directamente a los ojos.

Y eran unos ojos fantásticos, por cierto. Azules, muy muy claros, que pasaban del hielo al fuego en un instante. Tenía el cabello demasiado largo para tratarse del pelo del director de una empresa tan importante, pero era tupido y de un negro brillante y hubo un tiempo en el que le había encantado enredar los dedos en él. E incluso después de todo lo que había pasado, sus dedos aún anhelaban hacerlo.

Llevaba traje, por supuesto. Sam no tenía un estilo de vestir «relajado». Él lucía sus elegantes trajes sastre como si hubiera nacido para ellos. Y debajo de ese traje azul oscuro de raya diplomática sabía que habría un cuerpo que parecía esculpido por los ángeles.

El corazón le daba brincos y no era de extrañar. Lo había conocido y se había casado con él en cuestión de dos meses, y aunque el matrimonio había durado técnicamente solo nueve, sabía que podría tardar años en olvidar a Sam Buchanan.

–¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó él.

Mia frunció el ceño.

–Vaya, qué agradable bienvenida, Sam. Gracias. Yo también me alegro de verte.

–¿Qué pasa, Mia? ¿Por qué está mi exesposa en este crucero?

Era más «esposa» que «ex», pensó Mia, aunque de eso ya hablarían más adelante.

–Porque necesitaba verte a solas el tiempo suficiente para hablar.

Él se pasó una mano por su precioso pelo.

–¿En serio? ¿Es que no podías haber levantado el teléfono simplemente?

–¡Por favor! ¿Crees que no lo he intentado? Tu asistente no hacía más que darme largas diciéndome que estabas en una reunión o en el jet de la empresa volando hacia Katmandú…

–¿Katmandú?

–O algún sitio exótico muy lejano y, al parecer, fuera del alcance de mi teléfono.

Sam se metió las manos en los bolsillos.

–¿Así que vas a hacer un crucero de quince días?

Mia se encogió de hombros.

–En su momento me pareció una buena idea.

–Con Maya.

–Y con su familia.

Sam miró hacia el pasillo y después hacia la puerta cerrada, como esperándose que Joe y los niños salieran de su escondite.

–Es una broma.

–¿Por qué iba a bromear?

La puerta se abrió y ahí estaba Maya, mirándolo.

–¿Por qué no iba a traerse a su familia como apoyo para enfrentarse a ti? –preguntó Maya.

–¿Apoyo? –Sam se sacó las manos de los bolsillos, se cruzó de brazos y miró al reflejo exacto de Mia–. ¿Por qué narices iba a necesitar apoyo?

–¡Como si no lo supieras! –contestó Maya con brusquedad–. Y te voy a dar otra noticia: mamá y papá también están aquí y no están muy contentos.

Sam miró a Mia.

–¿Tus padres están aquí?

Ella levantó las manos con gesto de impotencia. No había invitado a su familia a acompañarla al viaje, simplemente había cometido el error de contarle a su gemela lo que tenía planeado y Maya había hecho el resto. Su familia estaba cerrando filas para protegerla y evitar que volvieran a hacerle daño.

–¿También están aquí Merry y su familia? ¿Primos? ¿Amigos?

–Merry no se fiaba de lo que pudiera hacer al verte –respondió Maya.

Gracias a Dios que Merry, su hermana mayor, hubiera decidido quedarse en casa con su familia porque de lo contrario las cosas se habrían puesto mucho más feas. Resultaba reconfortante ver que al menos un miembro de su familia era sensato.

–Maya –dijo Mia con un suspiro–, no estás ayudando. Cierra la puerta.

–Vale, pero estaré escuchando de todos modos –advirtió y cerró la puerta con tanta fuerza que el sonido resonó por el pasillo.

–Merry se ha quedado en casa para ocuparse de la panadería. La Navidad es nuestra época de más trabajo.

–Sí, lo recuerdo.

–Siempre estamos muy ocupados estos días –continuó como si él no hubiera dicho nada–. Mi madre y mi padre irán hasta Hawái, pero luego volarán a casa desde allí para ayudar a Merry.

–No lo entiendo.

–¿Qué parte?

–No entiendo nada –Sam la agarró del brazo y la apartó de la puerta porque sabía que Maya estaba escuchando todo lo que decían–. Sigo sin saber por qué estás aquí y por qué pensaste que necesitas un ejército para hablar conmigo.

–No es un ejército. Solo es gente que me quiere.

Se soltó el brazo porque el calor que le estaba produciendo su mano resultaba toda una distracción. ¿Cómo iba a centrarse en lo que había ido a hacer allí cuando él era capaz de disolverle el cerebro con tanta facilidad?

Y esa era precisamente la razón por la que su familia la había acompañado.

–Tenemos que hablar.

–Sí, eso ya me lo había imaginado –respondió él mirando hacia la puerta aún cerrada.

Estar tan cerca de Sam estaba despertando todo su interior y sabía que iba a necesitar a su familia como parapeto porque su impulso natural era acercarse a él, rodearlo por el cuello y acercarle la cara para que le diera uno de esos besos que había estado anhelando los últimos meses… e intentando olvidar.

Pero eso no solucionaría nada. Seguirían siendo dos personas vinculadas solo por un papel. Nunca habían estado casados del modo en que lo estaban sus padres. Los Harper eran una unidad, un equipo en el mejor sentido de la palabra.

Sam y ella, por el contrario, habían compartido una cama pero poco más. Él siempre estaba trabajando y cuando no estaba en el trabajo, estaba o encerrado en su despacho repasando documentos y haciendo llamadas o de viaje para reunirse con clientes y constructores de barcos y… con cualquiera menos con ella.

La pasión aún bullía entre los dos, pero Mia había aprendido por las malas que una vida no podía edificarse sobre el deseo. Necesitaba un marido con quien poder hablar y reír, y eso ellos apenas lo habían hecho. Quería un hombre que no estuviera oprimido por sus propias normas internas y Sam no sabía ser flexible. No sabía ceder.

Ella lo había intentado. Había luchado por su matrimonio, pero se había rendido al darse cuenta de que era la única que lo estaba haciendo.

Si Sam se hubiera mostrado dispuesto a trabajar en su matrimonio, aún seguirían juntos.

–Vale, pues hablemos –dijo él mirando aún hacia la puerta con recelo como si esperara que Maya fuera a aparecer en cualquier momento–. Pero no aquí donde Maya pueda oír todo lo que decimos… –se quedó pensativo y añadió–: Por cierto, ya de paso, tengo que reunirme con parte de la tripulación y comprobar unas cosas…

Ella suspiró.

–¡Cómo no!

–Sabes que hago estos cruceros para reunir la información que necesito sobre cómo están funcionando nuestros barcos.

–Sí, lo recuerdo –y recordaba los cruceros que habían hecho juntos después de casarse, uno a las Bahamas y otro a Panamá. Y en ambos solo había visto a su marido por la noche, en la cama. Viajar con Sam, un adicto al trabajo demasiado ocupado, había sido como viajar sola–. Por eso estamos aquí. Sabía que vendrías.

Él se rio.

–¿Aun sabiendo que odio los cruceros navideños?

–Sí, porque eso te ayuda a evitar tener que estar en casa pasando unas «no Navidades».

Sam odiaba la Navidad.

Durante la celebración de su boda se había visto rodeado de hojas de acebo, flores de Pascua y guirnaldas de pino, y después había accedido a que Mia pusiera en casa un árbol, luces y una guirnalda, pero de no haber sido por ella, en su casa no se habría celebrado la Navidad.

Por el contrario, la familia de Mia comenzaba la temporada navideña el día después de Acción de Gracias. Ponían las luces y villancicos, compraban y envolvían los regalos, y sus sobrinos escribían a Santa Claus.

Había intentado que le contara por qué odiaba tanto esas fiestas, pero como era de esperar, Sam no le había dicho nada. ¿Y cómo podía llegar hasta un hombre si cada vez que traspasaba sus muros él los construía más altos?

Por todo ello había sabido que Sam haría el crucero para evitar estar en una casa carente de alegría navideña. No le había visto mucho sentido hasta que se había dado cuenta de que, aunque para él la decoración navideña no significara nada, una casa desprovista de esos adornos le haría recordar que era distinto a la mayoría de la gente; que había elegido vivir en un mundo gris mientras los demás estaban de celebración.

–Estos cruceros se reservan con meses de antelación. ¿Cómo has conseguido suites para toda la familia?

–Mike se ha ocupado.

–¿Mike? ¿Mi propio hermano?

–Me estaba ayudando, no traicionándote. Espero que ahora no la pagues con él.

–¿Qué crees que le haría? –le preguntó indignado.

–¿Quién sabe? ¿Volar hasta Florida y arrojarlo al océano? ¿Pasarlo por la quilla? ¿Encerrarlo en una mazmorra? ¿Encadenarlo a un muro?

Él abrió los ojos de par en par y soltó una carcajada.

–Vivo en un ático, ¿lo recuerdas? Y por desgracia no viene equipado con una mazmorra.

Sí, claro que recordaba el ático: espectacular y con unas vistas increíbles del océano al otro lado de una pared de cristal. Aunque también recordaba haber pasado demasiado tiempo sola en ese lujoso y espacioso lugar porque su marido había preferido sumergirse en el trabajo.

Ese recuerdo la ayudó a no flaquear.

–Bueno, entonces arreglado. No le des la lata a Mike por esto.

–Ni tampoco le daré la paga de Navidad –murmuró Sam.

–Es tu socio, no tu empleado. Se lo vas a hacer pasar mal de todos modos, ¿verdad?

–Estaba de broma.

–¿Sí?

–Prácticamente. ¿Sabes? Olvídate de Mike –la miró fijamente a los ojos y le preguntó–: ¿Por qué estás aquí, Mia? ¿Y por qué te has traído a tu familia?

Necesitaba el apoyo de su familia porque, sinceramente, no se fiaba de lo que pudiera hacer estando a solas con Sam. Solo con mirar su cara y su cuerpo se le nublaba la mente. Tenía que ser fuerte y no estaba segura de poder serlo sin ayuda. Pero eso a él no se lo diría.

–Querían hacer un crucero y yo tenía que venir a hablar contigo, así que hemos decidido venir todos juntos.

–Sí, claro, qué feliz coincidencia. ¿Y para qué tenías que verme?

–Esa va a ser una conversación más larga.

–¿Incluye el motivo por el que has elegido nuestro aniversario para tenderme una emboscada en mi propio barco?

Si en ese momento hubiera tenido delante a su gemela, le habría dado un puntapié.

Que Maya le hubiera deseado a Sam un feliz aniversario no había sido muy apropiado. Le encantaba que su familia fuera tan protectora con ella y que estuvieran tan furiosos con Sam, pero era su vida y tenía que manejarla a su modo.

Por cierto, ¿Sam había mencionado lo de su aniversario únicamente porque Maya acababa de recordárselo? De pronto la enfureció pensar que hubiera podido olvidarlo. ¿Tan fácil de olvidar era su breve matrimonio? Desde luego, ella no había olvidado nada del tiempo que habían pasado juntos.

Solo recordar aquellas noches en sus brazos hacía que se le acelerara el corazón y le ardiera la sangre. ¡Qué duro era estar tan cerca de él y no acercarse para besarlo! O para acariciarle la mejilla o apartarle el pelo de la frente.

Contuvo un suspiro.

Todo habría sido mucho más sencillo de sobrellevar si no fuera tan guapo.

Desde el momento en que se conocieron en uno de sus cruceros, se había sentido atraída por él. Había sido como una atracción eléctrica y, al parecer, eso no había cambiado. Esos ojos azules claros aún la miraban como si fuera la única mujer del mundo, su boca aún le provocaba ganas de mordisquearle el labio inferior y el recuerdo de esos brazos fuertes y musculosos rodeándola… ¡Ay! ¡Le encantaría volver a sentir todo eso aun sabiendo que sería un error enorme!

–¿Estás bien?

La pregunta de Sam despertó a su cerebro de una maravillosa fantasía.

–Sí, estoy bien. No elegí a propósito la fecha de nuestro aniversario, surgió así, sin más. Y, como te he dicho, tenemos que hablar y no creo que este pasillo sea el lugar más apropiado para hacerlo.

–Tienes razón –Sam miró hacia la puerta cerrada tras la que, sin duda, estaría acechando Maya–. Pero tampoco pienso hacerlo con tu hermana delante.

Mia se rio.

–No. No es un buen plan. Iré a buscarte cuando me asegure de que mis padres están instalados y ayude a Maya con los niños…

–De acuerdo. Una vez estemos en mar abierto, dame una hora y después ve a mi suite.

Lo vio irse y se le secó la boca. Odiaba que su instinto le pidiera seguirlo y abalanzarse sobre él. Lo había estado haciendo muy bien hasta ahora y ya solo soñaba con él unas tres o cuatro veces a la semana, pero volver a verlo y pasar las dos próximas semanas juntos en el mismo barco iba a reavivar las fantasías y el deseo.

Y no había ningún modo de evitarlo.

Magia en el mar 

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