Читать книгу Magia en el mar  - Maureen Child - Страница 6

Capítulo Dos

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Que Mia estuviera a bordo de ese barco había afectado a su concentración. Durante una hora habló con el capitán, estudió las condiciones meteorológicas con la oficial de la navegación y tuvo una reunión con el jefe de seguridad.

Durante ese tiempo oyó a sus empleados aunque no los escuchó con la atención habitual. ¿Cómo iba a hacerlo cuando su cabeza no dejaba de pensar en su exmujer?

¿Por qué tenía que estar tan guapa y oler tan bien? Ese delicioso y sutil aroma a verano que había intentado olvidar seguía pegado a ella. ¿Sería su crema hidratante? ¿El champú? En realidad nunca se había parado a investigarlo porque no le había importado su origen, simplemente lo había disfrutado.

Y ahora volvía a invadirlo.

Volvía a perseguirlo.

–Y todo es culpa de Michael –murmuró.

De pie en la cubierta privada de su suite, sacó el móvil, dijo: «Llamar a Michael» y esperó impaciente a que su hermano contestara.

–¡Hola, Sam! ¿Cómo va todo?

–Sabes perfectamente cómo va todo –contestó con brusquedad.

Michael se rio.

–Ah… Así que ya has visto a Mia.

–Sí, la he visto. Y a su gemela. Y, al parecer, el resto de la familia también está a bordo. ¿En qué narices estabas pensando? –agarró con fuerza la barandilla. Quería sentir el viento contra su rostro esperando que eso lo calmara–. No me puedo creer que hayas hecho esto. Soy tu hermano. ¿Qué pasa con la lealtad?

–¿Por qué no iba a haberlo hecho? Me gusta Mia. Y me gustaba quién eras cuando estabas con ella.

–¿Qué significa eso?

Su hermano suspiró.

–Significa que era buena para ti. Por entonces te reías más.

–Sí, y todo fue genial hasta que dejó de serlo.

Tal como había sospechado, lo suyo con Mia no había durado. Pero aun sabiendo que probablemente la relación terminaría mal, se había casado porque no había logrado imaginarse la vida sin ella. Se había arriesgado a fracasar y había fracasado. Y ahora además de no tener a Mia, los recuerdos lo asfixiaban durante las largas y vacías noches.

–Estamos divorciados, Michael. Ha terminado. Que hayas organizado esto no ayuda en nada.

–Ayuda a Mia. Además, si ha terminado, ¿por qué te está agobiando tanto?

«Buena pregunta».

–Mira, no sé para qué tiene que verte, pero cuando me pidió el favor, por supuesto que hice lo que pude.

Por supuesto que Michael se había ofrecido a ayudar. Así era él.

Parte de la furia que lo invadía se esfumó mientras pensaba en lo distintos que eran su hermano pequeño y él. Cuando sus padres se divorciaron, Michael se marchó a Florida con su madre y Sam se quedó en California con su padre.

Aunque los habían separado, se habían esforzado por mantenerse unidos incluso a pesar de que solo se veían cuando les correspondían las visitas establecidas por el juez. Su padre había sido un hombre severo con normas estrictas que habían marcado el modo en que Sam vivía su vida y su madre había sido una mujer bondadosa incapaz de vivir con ese hombre tan duro.

Por eso Sam había crecido pensando que el matrimonio era una trampa y que nunca duraba; después de todo, su padre se había casado cuatro veces. Como padre no había mostrado mucho interés por él y apenas se había percatado de su existencia. Michael, por el contrario, había visto el otro lado de las cosas, con una madre que con el paso del tiempo se había vuelto a casar y lo había hecho con un hombre que lo quería como si fuera su propio hijo.

Ahora Sam estaba divorciado y Michael comprometido, y sinceramente esperaba que su hermano pequeño tuviera mejor suerte que él en el terreno matrimonial.

–¿Por qué no disfrutas de la situación?

Sam se quedó mudo un breve momento.

–¿Que disfrute de tener a mi ex y a su familia, que por cierto me odia, viajando conmigo durante las dos próximas semanas? Eso es imposible.

Michael se rio.

–¿Es que te dan miedo los Harper?

–No.

Sí.

En su momento no había sabido cómo tratar con una familia en la que se defendían los unos a los otros, en la que se escuchaban y se preocupaban por los demás. Y aún seguía sin saber cómo hacerlo.

Su hermano lo conocía demasiado bien. Una vez se habían hecho mayores, se habían preocupado de sacar tiempo para estar juntos, de construir la relación que podrían haber perdido por el modo en que los habían criado. Y cuando su padre murió y heredaron el negocio, habían diseñado una solución práctica y factible para los dos.

Michael se encargaba de los cruceros de la Costa Este y Sam, de la Costa Oeste. Juntos tomaban las decisiones importantes y confiaban el uno en el otro y en que ambos siempre harían lo mejor para el negocio.

–De acuerdo, admito que tener a su familia ahí puede resultar algo problemático.

–Sí, podría decirse que sí.

–Bueno, pues ignora a la familia y disfruta de Mia.

¡Cómo le encantaría disfrutar de Mia! Su instinto le pedía a gritos que fuera a buscarla, la metiera en su cama y no la dejara salir jamás, pero ir por ese camino no era beneficioso para ninguno de los dos. Durante su breve matrimonio había quedado claro que Mia quería más de lo que él podía darle. En definitiva, no estaban destinados a estar juntos y los dos se habían dado cuenta de ello en menos de un año. ¿Por qué remover las ascuas solo para volver a quemarse?

–Por Dios, Sam –continuó Michael–. Hace meses que no la ves.

Era bien consciente de ello.

–Sí, bueno, pronto vendrá a decirme por qué está en el crucero.

Y estaba deseando oírlo. ¿Había planeado que coincidiera con su aniversario o había sido solo una casualidad, tal como había dicho? De cualquier modo, su aniversario no era una celebración, sino más bien un recordatorio de los errores cometidos.

Jamás debería haberse casado con Mia y lo sabía. Pero lo había hecho de todos modos y al hacerlo le había causado mucho dolor. No había sido su intención, pero al parecer había sido inevitable. Tal vez por eso estaba ahí. Para dejarle claro que estaba preparada para seguir adelante con su vida.

¿Pero por qué iba a querer decirle eso?

Y aun en el supuesto de que Mia quisiera que lo supiera, ¿por qué iba a reservar un crucero simplemente para decírselo?

Mirando hacia un océano al que no le importaba qué estaba sintiendo o pensando, oyó la voz de Michael como en la distancia.

–Es genial. Habla con ella de lo que sea que quiera hablar y después sigue hablando.

–¿Y qué digo?

–¿Eres mi hermano mayor y no sabes cómo hablar con una mujer con la que has estado casado? –Michael respiró hondo y suspiró–. A lo mejor podrías decirle que la echas de menos.

–¿Y de qué me iba a servir eso? Me dejó ella, ¿lo recuerdas?

Él sí lo recordaba muy bien y no quería reavivar ese recuerdo.

–Sí, lo recuerdo. ¿Y alguna vez le preguntaste por qué?

–La razón no importa. Se marchó y yo seguí con mi vida. Punto.

–Pero habla con ella de todos modos. A lo mejor os sorprendéis el uno al otro.

–No me gustan las sorpresas.

–¿En serio somos hermanos?

Sam sonrió ante el comentario de su hermano.

–Es algo que me sobrepasa. No le encuentro explicación.

–Yo tampoco –respondió Mike riéndose–. Buena suerte en el crucero. Espero que Mia te vuelva loco.

–Gracias.

–No hay de qué. Ah, y ¡feliz Navidad, Sam!

–No tiene gracia.

–Sí que la tiene, sí –respondió Mike aún riéndose mientras colgaba.

Y Sam se quedó a solas con el viento, el mar… y el sonido de los villancicos que subía desde la cubierta inferior. Perfecto.

Los cruceros Buchanan eran mucho más pequeños que los megabarcos fletados por la mayoría de las compañías.

En lugar de miles de personas abarrotando un barco que en ocasiones ofrecía camarotes muy pequeños, en un crucero Buchanan solo había doscientos pasajeros en total y cada camarote era una suite que impedía que te sintieras como si las paredes se te echaran encima.

Para Mia también significaba sentir el movimiento del océano más que en los barcos más grandes. A algunos eso les daría igual, pero a ella le encantaba y lo había descubierto durante el primer crucero que había hecho. Cuando había conocido a Sam y toda su vida había cambiado.

Un año atrás se había enamorado y había sentido que el crucero era algo casi mágico. Ahora la magia había desaparecido, pero ella volvía a navegar en un barco con el hombre que había creído que sería su futuro. Había sido una tonta al pensar que el amor a primera vista era real y que los dos juntos podrían hacer cualquier cosa.

No había tardado mucho en darse cuenta de que ella era la única implicada en esa relación. Estaba en una casa preciosa con un hombre reacio a hacer lo que fuera por salvar su matrimonio.

–Señora Buchanan.

Mia levantó la mirada y sonrió al ver pasar a un miembro de la tripulación que conocía de otros cruceros.

–Es un placer tenerla a bordo.

–Gracias, Brandon –respondió sin molestarse en corregir el «señora Buchanan» porque hasta que Sam firmara esos papeles, seguía siendo la señora Buchanan.

El hombre prosiguió con su tarea y ella lo vio alejarse mientras se preguntaba a cuántos empleados conocería de su época con Sam. Por otro lado, sabía que incluso aunque Brandon fuera el único rostro familiar, cuando la travesía de catorce días a Hawái terminara, el Noches de Fantasía sería como una pequeña aldea insular donde todo el mundo se conocía.

–Eso tiene su lado bueno y su lado malo –murmuró mientras avanzaba por la cubierta hacia la escalera más cercana.

Sin duda, la gente hablaría de Sam y de ella, al igual que habían hablado un año antes en aquel primer crucero.

Sacudiendo la cabeza se obligó a dejar de pensar en él e intentar disfrutar del barco y del infinito océano; del viento en su rostro y su cabello, y de las risas y voces de los niños.

La Navidad envolvía cada rincón del elegante barco y sabía que eso tenía que estar enfureciendo a Sam. No le gustaba nada esa época del año y a regañadientes había accedido no solo a que celebraran una boda con temática navideña, sino también a que ella pusiera un árbol de Navidad en su piso.

Desde que era niño, la Navidad había sido para él un ejercicio de soledad.

Ahora que lo pensaba, Mia se preguntaba si el hecho de que no le gustara la Navidad era en parte la razón por la que su matrimonio no había funcionado. Y aunque tal vez no hubiera sido la razón, sin duda sí debía de haber sido una señal de lo que pasaría. A ella le encantaban la Navidad y la esperanza, la alegría y el amor que simbolizaba, mientras que Sam tendía más al lado oscuro.

Bueno, en realidad tampoco podía decirse que fuera una especie de ser maléfico, aunque sí que era un hombre cínico y predispuesto a ver siempre lo malo antes que lo bueno, lo cual resultaba extraño, ya que era un empresario magistral, y ¿no hacía falta ser optimista para dirigir una empresa de éxito?

De todos modos, era inútil intentar descubrir qué sentía o pensaba ese hombre, porque no permitía a nadie acercarse lo suficiente como para poder llegar a conocerlo bien.

–Ya has pasado meses intentando comprenderlo, Mia –se dijo–. Ahora es demasiado tarde, así que ríndete.

Respiró hondo y decidió desprenderse de esos pensamientos enrevesados. Aunque la razón por la que estaba haciendo el crucero no era muy agradable, no había motivos para no disfrutar de lo que la rodeaba.

Había maceteros con flores de Pascua anclados a la cubierta, guirnaldas de pino recorriendo las barandillas y los cojines de las sillas y tumbonas eran blancos y rojos. Sonrió para sí al pensar que todo el barco parecía una esfera de nieve, con los adornos navideños y la gente feliz atrapados dentro del cristal esperando a que una mano gigantesca la agitara.

Habría sido perfecto del todo si no tuviera que decirle a su exmarido que no eran tan ex como creían. Pero ya que estaba en ese barco para dejar el tema solucionado, lo mejor que podía hacer era ponerse manos a la obra.

Tenía planes para enero y debía ocuparse de este problema para poder llevarlos a cabo. Quería un futuro y solo lo conseguiría si ella misma se lo construía.

Se detuvo para contemplar el mar. Mientras oía las olas golpeando la quilla, inhaló el frío y salado aire y sonrió a pesar de la inquietud que la invadía.

Su familia estaba arriba en el atrio, y seguro que bien arrimados a la mesa de galletas y chocolate caliente. Sabía que Charlie y Chris, los hijos de Maya, ya tenían planeado explorar la sala de la nieve. Esa actividad con nieve artificial sería muy popular, sobre todo habiendo niños californianos que no tenían muchas oportunidades de jugar a lanzar bolas de nieve.

Siguió avanzando y subió por las escaleras porque desde el ascensor no se podía ver el océano.

Aunque, por mucho que se dijera que quería contemplar las vistas, la realidad era que estaba buscando modos de entretenerse para prolongar el momento todo lo posible. La idea de volver a ver a Sam la inquietaba. La desequilibraba. Siempre la había hecho sentirse así y, al parecer, nada había cambiado.

Una vez ya en la cubierta superior, fue hacia la suite del propietario. Sabía perfectamente dónde se encontraba porque se ubicaba exactamente en el mismo lugar en cada barco Buchanan. Cuanto más se acercaba a esa amplia puerta cerrada, más vueltas le daba el estómago y más se le aceleraba el corazón.

–Mierda.

Había sacado a Sam de su vida hacía meses. Su matrimonio había acabado. Así que, ¿por qué narices solo pensar en él la afectaba tanto?

–Porque, al parecer, tengo una vena masoquista –murmuró, y llamó a la puerta.

Cuando Sam abrió, se miraron directamente a los ojos. Suspiró. Sam era el único hombre que la había mirado así; que la había mirado como si nada más importara en ese momento. El único hombre que podía hacer que le temblaran las rodillas solo con una mirada. El único hombre que le hacía querer meterse en su cama y no salir de ella jamás.

«Y esa es precisamente la razón por la que estás metida en este lío», le susurró su mente.

Un año atrás había seguido a su corazón… y a sus hormonas, y se había casado con el hombre de sus sueños, pero al final había acabado viendo esos sueños desmoronarse y convertirse en polvo.

Con ese pensamiento en la cabeza, dijo:

–Hola, Sam.

Entró en la suite y miró alrededor. Era imposible no admirar aquello. Las vistas y el muro de cristal eran impresionantes y le recordaban a las del piso de la playa.

Eran sobrecogedoras, al igual que el resto del camarote.

Se giró para mirarlo y, manteniendo unos metros de distancia, añadió:

–Sam, tenemos un problema.

–No creo que tú y yo tengamos nada ya.

Se cruzó de brazos sobre su musculoso torso y agachó la cabeza para mirarla. Era una técnica que solía usar, esa mirada de profesor a alumno estúpido. Pero por mucho que hubiera podido emplearla con todos los demás, con ella jamás había funcionado.

–Te equivocas –contestó Mia con brusquedad.

Sam enarcó una ceja.

–Bueno, ahí va. ¿Sabes cómo firmamos los papeles del divorcio?

–Lo recuerdo.

–¿Recuerdas que los enviamos mediante un mensajero por envío rápido?

–¿Qué tal si vamos directos al grano? –bajó los brazos–. ¿A qué viene todo esto, Mia?

–Bueno, al parecer no estamos tan divorciados como creíamos.

A Sam se le cortocircuitó el cerebro.

Lo que Mia estaba diciendo era absurdo. Ridículo. Por supuesto que estaban divorciados.

Aunque ¿y si no lo estaban…? De pronto algo parecido a la esperanza se iluminó en su interior, pero lo aplacó en un instante. ¡No! Estaban divorciados. Lo suyo estaba acabado.

–¿Cómo es posible? –sacudió la cabeza y levantó una mano–. No. Da igual. No es posible.

–Al parecer sí –Mia se metió las manos en los bolsillos de sus pantalones blancos y volvió a sacarlas.

Cuando movió la mano izquierda, él se fijó en que no llevaba los anillos de boda y compromiso y eso le provocó una punzada de… no sabía qué. Se preguntó qué habría hecho con la alianza de oro y diamantes y el anillo de compromiso a juego que le había regalado, pero se dijo que eso no era asunto suyo.

Además, lo que tenía que hacer era escucharla y dejar de fijarse en cómo se movían sus manos y en cómo esa camisa de seda verde esmeralda hacía que sus ojos parecieran más verdes de lo habitual. Llevaba su melena pelirroja y ondulada suelta cayéndole sobre los hombros y rozándole el cuello. Tuvo que controlarse para no alargar la mano y acariciarla.

–Pues resulta que el mensajero que tenía que haber entregado nuestros papeles del divorcio en el juzgado…

–¿Qué?

–No lo hizo –Mia se encogió de hombros–. Sufrió un infarto al corazón en el trabajo y cuando fueron a vaciar su apartamento, encontraron montañas de documentos que no habían sido enviados. Supongo que el pobre tendría síndrome de Diógenes o algo así y acumulaba la mayoría de los paquetes que tenía que enviar.

Sam no se lo podía creer.

–Al parecer encontraron incluso ¡muñecas Repollo de hace cuarenta años! –sacudió la cabeza y suspiró–. Pobres niñas que nunca llegaron a recibir las muñecas que querían.

–¿En serio te preocupan esas niñas que ahora tendrán cincuenta años?

–Pues sí. Están contactando con los afectados y yo me enteré la semana pasada.

–¿La semana pasada? ¿Y por qué no me han informado a mí?

–Probablemente porque era mi nombre el que aparecía en el remitente del sobre que enviamos por correo urgente.

Sam dio unas largas zancadas que lo alejaron más aún de ella y después se giró para mirarla. Para mirar a su esposa. No ex.

–Así que seguimos casados.

–Sé cómo te sientes. Yo tampoco me lo podía creer. Bueno, entonces ya entiendes que hay un problema.

–Sí, lo entiendo, sí –dijo avanzando hacia ella lentamente–. Lo que no entiendo es a qué viene tanta urgencia y por qué Michael tuvo que anular varias reservas para haceros hueco a tu familia y a ti. ¿Por qué era tan importante subir a este barco para decirme algo que podrías haber solucionado desde casa con una maldita llamada de teléfono?

–No era algo que quería tratar por teléfono y la semana pasada estabas en Alemania. Este crucero era la primera oportunidad que tenía de hablar contigo en persona.

–Vale, entendido.

Admitía que últimamente no había estado muy accesible. Desde que Mia y él se habían separado, se había mantenido más ocupado que antes, lo cual ya era complicado. Había intentado viajar, trabajar y alejarse de casa todo lo posible porque por su piso aún resonaban recuerdos en los que prefería no pensar.

Mia lo miró fijamente mientras metía una mano en su bolso y sacaba un sobre.

–Mi abogado ha redactado la documentación otra vez. Es igual que la anterior. Lo único que tienes que hacer es firmar los papeles y, cuando lleguemos a casa, yo misma los entregaré en el juzgado.

Él miró el sobre, pero no hizo intención de agarrarlo. Seguían casados. No sabía qué pensar o sentir al respecto. Michael había tenido razón al decir que la había echado de menos. La había echado de menos más de lo que se había esperado, más de lo que había querido admitir. Y ahora ella había vuelto y lo sucedido no haría más que prolongar el dolor del fracaso.

–¿Por qué no sirven los primeros documentos? ¿Por qué redactar unos nuevos?

–No lo sé. Mi abogado pensó que era mejor así y la verdad es que después de lo que ha pasado tampoco me apetecía hacer muchas preguntas. Lo único que quiero es que esto termine ya.

Al mirar esos ojos color verde bosque, Sam sintió un golpe de calor y de pesar. Siempre la desearía. Durante los últimos meses había intentado olvidarla, pero incluso recorriendo el mundo, el recuerdo de Mia lo había perseguido. Y ahora ahí estaba, frente a él, y debía contenerse para no abrazarla. ¡Seguían casados! Y tenían por delante un crucero de catorce días. ¿Por qué no pasaban juntos ese tiempo a modo de despedida por todo lo alto? Mia quería los papeles del divorcio firmados, así que tal vez podían llegar a un acuerdo, pensó de pronto. Todo dependía de lo importante que ese divorcio fuera para ella.

–Pareces muy ansiosa por tenerlos firmados.

–Sam, terminamos hace meses. Este es el último paso, uno que creíamos que ya habíamos dado. ¿Por qué razón no iba a querer que termine todo de una vez?

–Por ninguna –murmuró preguntándose si era mala idea plantearle el trato. Por supuesto que lo era, pero eso no significaba que no fuera a proponerlo. Tenía que admitir que le molestaba verla tan impaciente por apartarse de él. Aún recordaba aquella época en la que lo único que habían querido era estar juntos. ¡Él aún quería eso! Y por el calor que veía en los ojos de Mia, sabía que ella sentía lo mismo.

Seguían casados.

Estaba ahí, con su esposa, y de pronto el divorcio le parecía algo muy lejano. Al acercarse y verla contener el aliento, supo que ella estaba sintiendo lo mismo. Tenía los ojos brillantes y los labios separados mientras respiraba entrecortadamente.

–¿Qué estás haciendo?

–Saludando a mi esposa –respondió Sam con media sonrisa.

Ella le plantó una mano en el pecho con brusquedad.

–Que sigamos casados es solo un tecnicismo.

–Siempre me han gustado los tecnicismos.

Sobre todo ese.

Ni aun sabiendo que su matrimonio estaba acabado, había logrado librarse del deseo que palpitaba en su interior, pero el dolor que había estado arrastrando todo ese tiempo ahora estaba cesando porque la tenía a su lado. Porque su aroma lo estaba envolviendo. Y solo con mirarla a los ojos veía que ella sentía lo mismo.

–Sam, ¿por qué hacer esto más complicado de lo que ya es?

Él posó las manos sobre sus hombros y el calor del cuerpo de Mia se filtró en el suyo. Agachó la cabeza y se detuvo cuando sus bocas estaban a escasos centímetros. Estaba esperando a que ella lo aceptara, a que le avisara de que estaba sintiendo y pensando lo mismo.

–Podría ser un gran error –añadió Mia sacudiendo la cabeza.

–Probablemente.

Pasaron unos segundos y él siguió esperando. Al final, ella dejó caer el bolso al suelo, le rodeó la cara con las manos y dijo:

–¿Qué importa un error más?

–¡Esa es la actitud!

La besó, la llevó contra sí, la envolvió en sus brazos y la abrazó con fuerza.

Magia en el mar 

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