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II

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UN CICLÓN EN UN CORAZÓN

UN VIVO ASOMBRO SE HABÍA PINTADO EN EL ROSTRO de Luc de Certeuil al ver de pronto a Charles Christiani en la cubierta del Boyardville. De inmediato había tomado el cuidado de darle a su sorpresa una expresión de alegría superlativa, que quizás no mostraba en el primer momento. Charles lo vio muy bien, y no le dio ni frío ni calor. Conocía al personaje y lo tomaba por lo que era. De su actitud dedujo que Rita, al telegrafiar desde la isla de Aix, se había abstenido de anunciar la llegada de su inopinado compañero; abstención muy natural, puesto que Charles le había confiado su deseo de no molestar, y por lo tanto de no prevenir, a nadie.

Los tres viajeros, entre el resto del pasaje del barco, pusieron pie en el suelo de Oléron.

—¡Y bien! —exclamó el tío de la señora Le Tourneur riendo—. ¡Qué aventureras!

Geneviève respondió con su voz más aguda y sus entonaciones más sinuosas:

—Tío, le presento al señor Charles Christiani, el historiador, que ha compartido nuestras penas.

Luc de Certeuil todavía no había notado que, en medio de la muchedumbre, Charles y las dos mujeres formaban un grupo.

—¡Cómo! —exclamó con estupefacción—. ¡Se conocían! ¡Vaya, vaya!

Y mostraba un asombro prodigioso, mientras que ambas partes intercambiaban apretones de mano, inclinaciones y amabilidades.

Rita, silenciosa, sonreía sin alegría.

—¿Entraremos los cinco en su coche? —preguntó el tío a Luc de Certeuil—. De haberlo sabido, traía el mío…

—No se preocupe —respondió distraído el sportsman, que todavía no salía de su asombro—. Mi cacharro ha visto peores. Estaremos un poco apretados, atrás, y eso es todo. Usted suba adelante, señor, a mi lado.

Había tomado familiarmente el brazo de Charles y le dijo, mientras todos se dirigían a los coches:

—¡Pero qué buena sorpresa, Christiani! ¡Qué buena idea! ¡No podría haberme dado más placer! Entonces, si comprendo bien, usted también perdió el barco en la isla de Aix… ¡Es para morir de risa…!

A Charles no le gustó mucho la mueca que acompañó la observación de Luc. Rita marchaba a un costado; quiso interrogar el rostro de la joven, pero solo encontró una máscara con la sonrisa impenetrable. Por lo demás, en esta aventura, la opinión de Luc de Certeuil le era, en el fondo, por completo indiferente.

—Espero que haya traído su raqueta. ¿Dónde está su equipaje?

Sin este recordatorio lo habría olvidado. Fue mandado a buscar. Mientras tanto, Charles explicó que no haría más que un paso rápido por Saint-Trojan, cuatro o cinco días como máximo.

—¡Bah! ¡Ya veremos! —afirmó Luc de Certeuil, que había recuperado toda su desenvoltura—. ¡Nunca hay que jurar nada!

De hecho, el viajero ya estaba pensando en prolongar su estada. Después de todo, era libre. Nada lo reclamaba de modo imperativo en París. Estaba esta historia del castillo de Silaz y la promesa que le había hecho a su madre de ir a la Saboya en una semana… Al pensar en su madre, le vino una sonrisa. Cuando supiera por qué su hijo no mantenía su palabra, la señora Christiani sería la madre más feliz del mundo.

Pero había una pregunta que le quemaba los labios. Habría querido encontrarse un momento a solas con Luc para formularla. Pero comprendió que necesitaría todavía un poco de paciencia. Habían llegado junto al auto, y Luc procedía a hacer los arreglos destinados a permitir, en ese elegante vehículo, el ingreso de cinco criaturas humanas y varios sacos y maletas.

En primera instancia, el problema parecía insoluble. El auto, pintado de escarlata, era de los de tipo “sport” que tanto les agradan a nuestros jóvenes. Es decir que se alargaba a ras de tierra y que el espacio para sus ocupantes era el mínimo posible.

—Muy chic, su auto —dijo Charles.

—Cien billetes —dejó caer el otro con negligencia.

“Vamos —pensó Charles—, nunca se podrá hacer de este aristócrata un caballero. Y además, me gustaría saber de dónde sacó esos ‘cien billetes’”.

Mientras tanto se hacía delgado, pues Geneviève y Rita, apartándose, le dejaban entre ellas un espacio tan estrecho como deseable. Luc, al volante, se volvió y se aseguró, con ojo burlón, que estaban listos. Al mismo tiempo la ametralladora del escape libre, tan caro a los deportistas, empezó a petardear. Y la partida se ejecutó como un fogoso potro al que su cowboy le suelta la rienda y de un salto se arroja hacia adelante.

Dos curvas, a la entrada y a la salida de un puente. En pocos segundos, corrían a lo largo de un malecón, a más de cien kilómetros por hora. Y pronto hubo que ir más lento, pues la ruta describía muchas curvas a través de una llanura sin encanto, entrecortada de fosas de agua.

“Todo se arregla mejor de lo que esperaba —se decía Charles—. Suponía que nos separaríamos de inmediato y… es lo contrario”.

Sentía, apretada contra él por lo exiguo del asiento, esa forma infinitamente preciosa hacia la cual, ahora, como hacia un imán inconcebible, convergían todas sus “líneas de fuerza”. El corazón le latía al contacto de un ser que le parecía elegido entre todos los seres, así como entre las cosas hay cosas supremamente raras, delicadas, ricas y puras: cosas de oro, de encajes, de diamantes. Y por primera vez Charles comprendía las viejas palabras: “ídolo”, “diosa”, “divinidad”; perdían para él todo el ridículo, y debía reconocer que esas viejas palabras decían con una adorable exactitud lo que querían decir.

¿Tendría jamás, para esa pequeña hada, suficientes atenciones, prevenciones, cuidados? ¿Con qué brazos santificados la cargaría, en las horas de fatiga, a través de los pasos de la vida? ¿Con qué piadosas caricias deberían armarse sus manos para tocarla?…

El automóvil atravesó aldeas blancas con techos rosa viejo y postigos de colores vivos. Luc anunció sucesivamente: “Les Allards, Dolus”. Tomaron por una ruta recta, que corría entre una doble hilera de árboles. La calzada se embellecía. Los bosques se hacían más densos. Salían de uno para bordear otro, a través de una sucesión de casitas limpias como ropa blanca en un ropero. Al cabo de un cuarto de hora, el pequeño auto rojo roncando corría por un camino recto al borde de un bosque. Su velocidad superó los ciento veinticinco. Volvieron a ver el mar, a la izquierda, más allá de un prado. Al fin, Rita dijo:

—Saint-Trojan.

El hotel se alzaba frente a la playa. Para llegar a él habían atravesado de una parte a otra el pueblo y bajado por una larga avenida entre pinos. Luc detuvo el auto a la altura de un pasaje entre dos cercos vivos. Al fondo: un decorado de rosedales, con jugadores de tenis que corrían de un lado al otro, pegándole a pelotas invisibles.

—Más cerca —imploró Geneviève—, que tenemos que bajar el equipaje.

—Sus deseos son órdenes —dijo Luc.

Y avanzó hasta quedar frente a la puerta.

El vestíbulo y las salas estaban vacíos.

—Todo el mundo está afuera —dijo el tío.

Rita y la señora Le Tourneur se habían apurado a entrar. Luc de Certeuil llevó a Charles a la recepción y pidió para él un buen cuarto con vista al mar.

—Hágame el favor de acompañarme —dijo Charles—. Quiero hacerle una pregunta.

—¡Con mucho gusto! —dijo el otro, intrigado.

Subieron juntos.

El cuarto era amplio. Por la ventana abierta se divisaba el canal de Couraux, el comienzo del estrecho de Maumusson y, a la distancia, poniendo un marco al paisaje, la costa del continente, con el torreón del fuerte Chapus en el centro. Contra el cielo inmenso y ya ensombrecido, las gaviotas, a grandes aletazos, se entrecruzaban. Se oían los gritos de los niños en la playa.

Cuando la puerta se cerró tras la partida de la mucama:

—Mi querido Certeuil —dijo Charles Christiani—, mi modo de obrar puede parecerle un tanto extraño. Perdóneme… Está viendo frente a usted a un hombre muy conmovido. Sucede que esta joven, la señorita Rita… me ha causado una profunda impresión.

Luc, sin decir nada, lo contemplaba con un aire tan indescifrable que Charles se interrumpió un instante y, a su vez, miró con curiosidad los ojos que lo miraban.

—¿Qué sucede? —preguntó, un tanto desconcertado.

—Nada. Lo escucho con el mayor interés.

—¿Nada, de verdad? Habría creído…

—Es decir, en fin… Tendrá que acostumbrarse a la idea, mi querido amigo, de que yo no seré el único en experimentar cierta sorpresa…

—¡Vaya! —dijo Charles con alegría—. Porque no bailo, porque no voy a reuniones sociales, porque soy un explorador de archivos y de bibliotecas, ¿creerán que he hecho votos de celibato perpetuo y me tomarán por un monje?

Luc de Certeuil parpadeó precipitadamente, para manifestar su incomprensión.

—Tendrá que perdonarme —dijo—. No lo sigo. Algo se me escapa. Para no decir: varias cosas…

—¿Cuáles?

—En primer lugar… En fin, mi amigo, ¿realmente me corresponde a mí decirlo? ¡Vamos! Me pone en un aprieto.

—Perdón, perdón —dijo Charles, que se turbaba y ahora hablaba con otro tono de voz—. No creo haber soñado. ¿No es encantadora? ¿Deliciosa? ¿Irreprochable?

—¡Vaya si lo es! —confirmó Luc sin abandonar su mueca irónica.

—Supongo que no habrá nada que decir sobre sus padres. ¿Gente de bien, no?

—¡De acuerdo!

—De su lado, entonces, no hay una sombra. Entonces… ¿sería acaso de mi lado que…? Pero no veo nada, por ahí.

—Un segundo, mi amigo. Yo creía conocerlo, y aun en este momento, tengo la convicción, en efecto, de que lo conozco muy bien. Pero es evidente que nos debatimos en un enredo. No es posible que usted, justamente usted, hable como acaba de hacerlo. En esas condiciones… ¡Oh! No querría pensar que se hayan burlado de usted, que lo hayan engañado, para divertirse… Y sin embargo, por inverosímil que sea, no descubro otra explicación…

—¡Cómo! —se indignó Charles.

—¡No hay otra! Es preciso, muy querido amigo, que le hayan dado un nombre falso.

—¡No me dieron ningún nombre! Y es eso justamente lo que quería preguntarle: ¿quién es ella?

Un silencio.

—¿Quién es?

Charles crispaba las manos en los hombros de Luc, cuyos labios cerrados sonreían con una expresión de incomodidad.

—Marguerite Ortofieri —dijo al fin—. Rita, para sus amigos.

Espantosamente pálido, Charles se apartó de él.

Se había hecho el silencio. De pie frente a la ventana, abrumado por la revelación, el desdichado miraba, sin ver, las gaviotas que volaban. Repitió, escandiendo las sílabas:

—¡Marguerite Ortofieri!

Y se sentó lentamente, la frente en las manos.

Pasaron largos instantes sobre su postración.

Luc de Certeuil reflexionaba profundamente. Con el entrecejo fruncido y el ojo en movimiento, examinaba ya al hombre hundido en sus pensamientos, ya, él también, las aves, el cielo, el mar, la costa lejana, gran cuadro luminoso que atraía sus miradas.

Su actitud indicaba un trabajo interior muy intenso, hecho de vacilaciones, de incertidumbres y de ignorancia. Después sus rasgos se apaciguaron, se acercó a Charles y con dulzura fraternal le puso una mano en el hombro.

—¡Vamos! —dijo con benevolencia.

Charles parecía salir de un sueño profundo; mostró el rostro:

—Le pido perdón —dijo—. Soy un imbécil. O al menos un atolondrado sin excusas.

—Excusas es lo que nunca nos faltan. Es cierto que si la señorita Ortofieri se hubiera presentado, como debía haberlo hecho… En una palabra: lo engañó. Quizás no con maldad. Pero de todos modos fue un engaño. En esta situación, ocultarle su nombre era casi como darle un nombre falso. Es lamentable.

—Se equivoca —dijo Charles—. Me pongo en su lugar y pienso que yo habría actuado precisamente como ella. Al encontrarse de pronto frente a un hombre correcto que no ha cometido ninguna falta, ante ella, más que llamarse Christiani, cuando ella es Ortofieri, prefirió, por cortesía, por delicadeza, no rechazarlo brutalmente, arrojándole a la cara ese nombre de Ortofieri, que habría sido como cerrarme la puerta de un golpe.

—Sea —aceptó Luc—. Pero hace un momento, viéndolo tan entusiasmado, tuve la clara impresión de que ella no se había limitado a esa… cortesía.

—¿Qué quiere decir?

—Trato de hacerle entender que no es usted el único responsable de la situación. Sea justo con usted mismo. Una admiración, cuando no es alentada, no se desarrolla tan rápido y con tanta fuerza. Sabiendo quién es usted, sabiendo que esta intriga de baile de disfraz no tendría futuro, la señorita Ortofieri es culpable de haber llevado la cortesía hasta los umbrales de la amabilidad. Era llevar el juego a la temeridad.

—La señorita Ortofieri no hizo nada por alentar mi simpatía —declaró Charles en tono seco—. Se mostró tal cual es, nada más: bonita y natural, inteligente y buena.

—¡Está bien! ¡No se enoje! No tenía ninguna intención de atacar.

—Eso espero —dijo Charles.

Y hundía en las profundidades más inaccesibles de su memoria la verdad resplandeciente y dolorosa, el secreto inolvidable que Rita, Geneviève y él serían los únicos en conocer. Pues ahora sabía, ¡ay!, por qué ese nombre —ese nombre corso como el suyo— no le había sido revelado; por qué, sobre todo, la joven había aprovechado la ocasión de pasar con él todo un día —un día magníficamente robado al destino, valientemente arrancado al viejo odio de sus familias—, un día que sería el primero y el último de sus amores. Y de esas veinticuatro horas de ensueño, mecidas por las olas y acariciadas por las suaves brisas de una isla feliz, volvía a vivir desesperadamente cada minuto, desde el momento en que había visto en manos de Rita el pequeño libro que no podía leer sino a escondidas de sus padres y que no tenía el derecho de poseer —hasta el momento supremo del apretón de manos tan casto, cuando sus dedos se habían fundido, detrás de la baranda del Boyardville. Ahí se había terminado el idilio sin futuro posible. Un Christiani y una Ortofieri no podían amarse.

—¡Olvidemos! —dijo Charles con resolución.

—Viniendo de usted, me habría sorprendido lo contrario. Pero le confieso, me pregunté, por un instante, si el amor no transformaría algunas cosas…

—Le permití ver mis sentimientos, y no renegaré de ellos. Pero puede estar seguro de que mañana los habré olvidado, como le ruego que usted los olvide desde este mismo momento.

Luc de Certeuil se inclinó. Una sombra de incredulidad flotaba en su mirada.

—Cuente conmigo —dijo—. Está hecho. Y lo admiro, mi querido amigo. No carece de grandeza, ni de nobleza, esta altiva fidelidad a los rencores de la raza…

—Soy corso, y me someto a las leyes de mi familia.

—¿Personalmente, nunca tuvo motivo de quejas de un Ortofieri?

—Jamás. He oído hablar del jefe de familia actual, el banquero. Pero no lo he conocido… ¡Oh! Si estuviera solo en el mundo, quizás me olvidaría de un odio ancestral del que solo he aceptado la sucesión. Pero está mi familia; uno no se conduce del mismo modo por sí y por los otros. Y además, a la cabeza de mi familia, está mi madre… Ella es más corsa que todos mis compatriotas reunidos; solo piense que bautizó a mi hermana “Colomba”. ¡Está todo dicho! He tenido varios antepasados originales de provincias diversas; una fue champenoise, otra normanda, otra saboyana. Mi madre, nacida Bernardi, vio la luz en Bastia. Es irreductible en el capítulo de las aversiones. Al casarse con mi padre y volverse una Christiani, desposó todas las querellas hereditarias de la familia… Y sé que, así nosotros estuviéramos dispuestos a hacer la paz, el banquero Ortofieri, por su parte, se negaría.

—¿Se trata de algo muy grave entonces? Hay mucha gente que sabe de la hostilidad de los Christiani y los Ortofieri, pero son muy pocos los que pueden mencionar las razones. He oído hablar de un crimen que se remontaría al siglo pasado…

—Sí, es eso —dijo Charles deshaciendo el nudo de la corbata y desabotonando, con mano nerviosa, el cuello de la camisa—. El asesinato de mi tatarabuelo César Christiani, el marino, a manos de Fabius Ortofieri, un ancestro de la señorita Rita…

—Temo importunarlo; parece un tanto cansado. ¿Quiere que lo deje descansar?

—No. Al contrario. Prefiero hablar. Es algo que me ocupa, y me alivia. Y le estoy agradecido de proporcionarme la ocasión, Certeuil.

”Allá en la Córcega, desde el siglo XVI, las dos familias habían pasado por toda clase de disentimientos, por historias de bosques, de ganado, de límites. No obstante, hasta la muerte de César Christiani nunca se había llegado al crimen.

”Observe, al pasar, que Fabius Ortofieri siempre negó su culpabilidad y nunca hubo contra él más que presunciones. Nunca pruebas irrefutables.

—¿Sucedió en las guerrillas?

—Nada de eso. El asesinato fue cometido en París, el 28 de julio de 1835, pronto harán cien años. Fabius Ortofieri fue detenido al día siguiente, siempre en París, y murió en la cárcel, antes del juicio, de muerte natural. Se preveía su condena. Todos los indicios lo señalaban, y la convicción de los Christiani no ha variado. Era culpable.

—Permítame: entiendo que los Christiani hayan guardado rencor a los Ortofieri. Más difícil es comprender por qué los Ortofieri no quieren a los Christiani. Que los parientes de un asesino se pongan a detestar a los parientes de su víctima, me parece inverosímil, a primera vista.

—Ya entenderá. En primer lugar había entre los dos clanes, como se lo he dicho, una vieja historia de disputas, de procesos, de riñas y malos tratos; dos siglos de enemistad, sin contar las eras precedentes, de las que no quedaron documentos. A causa de eso, sin duda, la opinión de los Ortofieri sobre el crimen de 1835, si varió según los individuos, siempre siguió siendo desfavorable, odiosamente desfavorable, a los Christiani.

—¿Por qué?

—Porque algunos Ortofieri, convencidos de la inocencia de Fabius, no les perdonaron a los míos haberlo acusado de un crimen que, según ellos, no había cometido. Y porque otros Ortofieri, persuadidos al contrario de la culpabilidad de Fabius, sostenían que un hombre tan justo y tan calmo no había podido matar a un hombre sino para vengarse de un crimen mayor aún. ¿Qué crimen? Misterio. Fabius, decían, no había querido revelarlo, sea por magnanimidad, por elegancia moral, o bien porque, al revelarlo, habría presentado una prueba abrumadora contra sí mismo y se habría condenado por la muerte de César.

—Es un caso curioso, psicológicamente.

—¡Bah! Era un modo, para estos últimos, de conciliar dos sentimientos contradictorios: el deseo de seguir detestándonos y la necesidad más honorable de confesar que el Procurador del Rey tenía razón y que Fabius era el asesino de César. Sé que aun hoy día el banquero Ortofieri está convencido de que su ancestro se vengó del mío por un ultraje infame: cosa que no se sostiene cuando se ha estudiado en profundidad el carácter de César Christiani. La rectitud misma. Y una inteligencia notable. Pensaba en él ayer mismo, en la isla de Aix. Napoleón lo quería mucho…

Esta evocación de la isla de Aix volvió a traer nubes a la frente de Charles Christiani. Hizo un enérgico esfuerzo por superarlo.

“¡Olvidemos! ¡Olvidemos!”, se decía interiormente, en una suerte de frenesí.

Y volvió a hablar, para aturdirse, para que Luc de Certeuil quedara persuadido de su indiferencia y que nada revelara esta herida en el alma, que comprimía con todas sus fuerzas espirituales. Sin embargo, detrás de esta fachada de valor, en las bambalinas de su ser, se desarrollaban pensamientos sordos; entre otros este, muy prosaico, que crecía: partir lo antes posible, llegar rápido a esa costa francesa que se distinguía a lo lejos, y allí a una estación de ferrocarril; estar en París al día siguiente por la mañana. Pero sabía que no podía ejecutar ese deseo a voluntad; su huida estaba subordinada al horario del barco, horario que recordaba haber consultado cuando creía en un retorno tan feliz…

Otro pensamiento también, pero más vago, crecía en él mientras hablaba. Un pensamiento interrogativo. Luc de Certeuil, al tiempo que lo escuchaba con un innegable interés, parecía preocupado, en el secreto de sus propios pensamientos. ¿Por qué?

Luc adivinó sin duda, por alguna vacilación de Charles, el temor que tenía este de ser inoportuno; pues cada vez que el historiador amagaba detenerse, él lo volvía a poner en marcha mediante una pregunta. Y resultaba de todo eso que Luc de Certeuil se volvía para Charles Christiani algo más que una relación mundana: un confidente ocasional.

—O sea que —proseguía Charles— César es el gran hombre de mi familia.

”Había nacido el 15 de agosto de 1769, a la misma hora en que, muy cerca, la señora Bonaparte daba a luz a su segundo hijo. Así, el pequeño César, de nombre imperial, se volvió el camarada de juegos infantiles del pequeño Napoleón, cuyo nombre todavía no significaba nada. Pues bien, la amistad del futuro emperador nunca se desmintió. Hizo de mi antepasado un capitán corsario cuya reputación brilló cerca de la gloria de Surcouf. Lo enriqueció y lo recibió en las Tullerías cada vez que el viejo lobo de mar volvía a Francia. Napoleón se complacía en recordarle el tiempo de Ajaccio y burlarse de su acento colorido, tanto más cuanto él se jactaba de haberlo perdido, lo que no era del todo exacto.

”Por desgracia, sobrevino Waterloo. La Restauración no fue propicia a César Christiani. Fiel a su dios Napoleón, conoció la desgracia. Luis XVIII y Carlos X pretendieron ignorarlo en la masa de bonapartistas impenitentes.

”Se retiró en 1816. Córcega no lo tentaba. Creo que después de una vida de combates y abordajes, quería descansar, lejos de las querellas, de las vendettas y de los Ortofieri. Es por eso que lo vemos habitar una pequeña propiedad en la Saboya que le había aportado la esposa en dote y que era la cuna de su familia. Se había casado con Hélène de Silaz en 1791. Ella había muerto cuando él se instaló en esta propiedad, a la edad de cuarenta y siete años, con un hijo, Horace, mi bisabuelo, y una hija, Lucile, de la que queda una descendiente hoy muy anciana.

”¿Por qué, trece años más tarde, vino a vivir a París, al 53 del boulevard du Temple? ¿Por qué abandonó, sin esperanza de retorno, su retiro en Silaz? Sus papeles, sus Memorias, que yo he examinado, carecen de precisión sobre este punto. Puede suponerse simplemente que estaba cansado del campo y de la soledad, como les sucede a muchos hombres al pasar los sesenta años. Quizás también (pero es una hipótesis más gratuita aún) seguía detestando el régimen y se apuraba a volver a la capital, secretamente advertido de la caída inminente de los Borbones.

”Fue ahí, en el boulevard du Temple, donde fue asesinado, de una bala de pistola, por Ortofieri, que penetró en su casa mientras que, por la ventana, César miraba al rey Louis-Philippe pasar revista a las guardias nacionales, el 28 de julio de 1835. Tenía sesenta y seis años.

—¿La revista del 28 de julio de 1835? —dijo Luc de Certeuil—. No soy muy fuerte en historia, pero creo recordar algo a propósito de esa fecha. ¿Qué era? Espere un poco…

—El atentado de Fieschi contra el Rey —dijo Charles—, las bombas que causaron tantas víctimas entre la multitud. Fieschi tiró sobre Louis-Philippe y su comitiva, por medio de una máquina de su invención. La había colocado en la ventana de su pequeño departamento, en el 50 del boulevard du Temple, casi enfrente de la casa de César. Incluso se pensó que la explosión de las bombas, análoga a un fuego de pelotón, había ocultado el tiro de pistola que mató a César, ya que nadie recordaba una detonación en el interior del inmueble con el número 53.

—¡Una coincidencia extraordinaria!

—Sé de otras —observó Charles con triste ironía—. La vida, Certeuil, la vida más banal está sembrada de coincidencias extraordinarias. Solo que no siempre las distinguimos…

—Según lo que me dice del tiro de pistola, ¿César Christiani estaba solo en el momento del asesinato?

—Solo. Con sus animales.

—¿Qué animales? ¡Todo esto es apasionante!

—Había traído de sus viajes animales curiosos, sobre todo pájaros y monos. Sus retratos lo representan siempre con un loro en el hombro y a veces un mono tití en el otro, o un chimpancé prendido de su chaleco.

—Y… ¿hay seguridad de que fue “un hombre” el que lo mató? —arriesgó Luc de Certeuil riendo.

—No podría haber más seguridad.

—¡Tanto como se puede estar seguro de algo en este mundo!

Charles quedó pensativo un momento, y siguió:

—Los testimonios contra Ortofieri no dejan en realidad ninguna duda sobre su culpabilidad. El policía encargado del servicio en esa parte del boulevard lo vio rondar en los alrededores y penetrar en la casa de César unos minutos antes de la hora presunta del asesinato.

—¿Es decir?

—El momento en que, enfrente, explotaba la bomba de Fieschi, puesto que hubo presunción de simultaneidad, de sincronismo, como se dice hoy. Por lo demás, el cadáver de César, cuando se lo descubrió, unas horas más tarde, confirmó, en opinión de los expertos, esta presunción. La muerte debía de remontarse al mediodía.

—¡Veo que usted conoce maravillosamente todo el asunto!

—Es mi oficio de historiador y es mi deber de tataranieto. He estudiado largamente el atentado de Fieschi. Y en el Palacio de Justicia he seguido minuciosamente, foja por foja, todo el proceso Ortofieri, y me tomé el trabajo de completarlo, para mí mismo, con lo que nos queda en la familia de los papeles de César, su correspondencia, sus Memorias, etc.

—¿Menciona a Ortofieri ahí?

—De vez en cuando. Él había conservado, en Córcega, bienes, tierras, granjas. De lo que surgían disputas con los eternos vecinos y eternos enemigos, y controversias de las que encontré huellas un poco por todos lados, no solo en nuestros archivos familiares sino en los tribunales y notarios.

”Es evidente que César desconfiaba de Fabius, del mismo modo que Fabius, seguramente, desconfiaba de César. La guerrilla, para ellos, era una guerrilla judicial. Y era además, de manera más peligrosa, el París de hace cien años, con sus calles estrechas, sus pasadizos oscuros, el París de las barricadas y las emboscadas, el París de Los misterios de París, que aparecería siete años después.

—¿O sea que Fabius también se había domiciliado en la capital?

—En la calle Saint-Honoré. Se dedicaba a las finanzas. Fue el origen de la prosperidad de la familia. Se dice que el actual banquero tiene una situación muy sólida.

—Así dicen.

A partir de ahí, la ensoñación fue más fuerte que la conversación. Charles encendió maquinalmente un cigarrillo que Luc le ofrecía y se acodó en el marco de la ventana. Retrocedió un poco, casi de inmediato, para evitar la mirada de los bañistas que al pasar levantaban la vista hacia su aparición. Y trató de interesarse lo más posible en las cabriolas de nadadores y nadadoras que cabalgaban unas tontas monturas de goma inflada. Esos infantilismos le provocaban compasión, dado el duelo en su corazón; y, desviando la atención de estos juegos, distinguió, en el vidrio del batiente de la ventana abierto que daba al interior, la imagen de Luc de Certeuil hundido en sus reflexiones, tan arduas que parecían más bien perplejidades.

No dijo nada pero vigiló con curiosidad, de reojo, la actitud del joven. Lo veía de perfil, sentado, inclinado hacia adelante, los codos en los muslos, la cabeza baja, las manos juntas, dedo contra dedo, y estos dedos tamborileaban. Veía el perfil chato, el rostro sin cesar animado de una audacia ventajosa que se imponía. Y no quedó muy favorablemente impresionado.

¿En qué diablos podía estar pensando con tanto ahínco Certeuil?

—¿Perdón? —dijo Charles—. Ah, creí que quería decir algo.

—Es cierto, lo tenía en la punta de la lengua, pero… no sé si debo.

—Adelante, por favor.

—Sí, puede ser lo mejor. Los dos somos personas leales, ¿no? Usted se irá, supongo…

—Exactamente en media hora.

—Es posible que no volvamos a vernos en varias semanas. De aquí a entonces, alguien podría contarle… lo que prefiero decididamente decirle yo mismo.

—Suena muy solemne. Hable, mi querido Certeuil.

—Si le cuentan que, aquí en Saint-Trojan, y luego en otra parte, me he mostrado muy asiduo con la señorita Ortofieri, hágame el favor de recordar que yo fui el primero en decírselo.

Resistiendo al golpe brutal, Charles debió tomar el control de todos sus nervios para mantenerse impasible.

—Perdón —dijo—, ¿me está anunciando un noviazgo?

—Casi.

—Mis felicitaciones.

Tendió la mano. Luc de Certeuil se la apretó enérgicamente.

—Ahora lo dejo —declaró Luc con voz vacilante—. Lo veré en el barco, en el embarque.

—Sí… Es preferible…

Luc, por su franqueza —o por su cinismo—, acababa de crear una situación intolerablemente falsa. Abrumado, Charles, una vez solo, tuvo trabajo en recuperar la calma. Una luz distinta iluminaba las cosas.

En primer lugar, se felicitaba por haber moderado sus confidencias, ya demasiado indiscretas. ¿No habría dejado escapar nada de la ternura que Rita le había testimoniado? No, nada. ¡Qué suerte! Ah, pero no era culpa de Luc. ¡Dios! ¡El hombre había hecho lo imposible por saber más! Su impulso de sinceridad se había producido tarde… En fin, había cedido, y se le podía guardar rencor… hasta estar mejor informado.

De todos modos, ¡qué importaba Luc de Certeuil! Lo que dominaba todo, lo que borraba todo en un deslumbramiento, era la inefable revelación que acababa de hacerle a Charles suponiendo hacerle otra. Era la alegría que le había causado, creyendo causarle solo pena. Una triste alegría, es cierto, puesto que nada cambiaba en las necesidades ineluctables. Pero una inmensa alegría de todos modos; pues, en la vida de Rita, Charles no había sido solo el que gusta porque aparece, primero y único, aureolado de misterio y de aventura, fruto prohibido del amor, sino el que se ama, y más que eso, el que se prefiere, y verdaderamente: el elegido.

¡Ah! ¡Ese día hermoso! Más locamente hermoso de lo que había parecido. ¡Y la huella brillante que dejaba tras de sí!

Casi asustado de sentir vivir en él, con tanta fuerza vibrante, un recuerdo que no podía acompañar con ninguna esperanza, Charles se sorprendió haciendo un gesto cortante y pronunciando muy alto:

—¡Hay que olvidar! ¡Hay que olvidar!

Hubo un discreto golpe en la puerta.

Un tanto confundido al pensar que la mucama podía haber oído sus palabras, sabiendo que se encontraba solo, Charles se ruborizó por anticipado.

—¡Entre!… ¡Entre! —repitió, pues no se presentaba nadie.

Se dirigió a la puerta, con la intención de abrir.

Un sobre celeste asomaba por debajo de la puerta, con uno de los ángulos todavía debajo de esta.

Lo tomó y leyó su nombre, trazado en una escritura elegante, firme, femenina.

Afuera, en el pasillo, ni un alma.

En el reverso del sobre, unas iniciales: M.O.

He aquí la carta:

Usted lo sabe todo, ahora, ya que sabe quién soy. ¿Pero sabe qué soy?

Es eso lo que quiero decirle aquí. O más bien, quiero confirmárselo. Pues no lo insultaré dudando de su juicio, es decir de su estima. Estoy segura de que ni siquiera durante un minuto usted sospechó que Marguerite Ortofieri era lo que no era. Estoy segura de que en su espíritu no se me dirigió ninguna acusación, ni contra mí ni contra mis sentimientos o mi carácter. Al comenzar esta carta quería aportarle la confirmación de sus pensamientos, como un testimonio que le era debido —y también, quizás, con la esperanza inconfesada de afirmarlos y reforzarlos. Al escribir esta carta me doy cuenta de que no sería digna de usted ni de mí si contuviera nada que se pareciera a un descargo, o incluso a una declaración. No puede ser sino un agradecimiento.

No le diré entonces: Crea que en todo esto fui la más sincera de las mujeres.

Le agradezco, simplemente, que lo crea, y le ruego que me perdone si alguna de las frases precedentes ha podido engañarlo sobre mis intenciones.

Sucede que a mis intenciones no las percibo con total claridad. ¿Es necesario decírselo? Sucede que el estado de mi conciencia es totalmente nuevo para mí y que me cuesta algún trabajo reencontrarme. Sucede, en fin, que nunca antes me había sentado a escribir una carta como esta, una carta cuyo nombre no oso pronunciar. Una carta, señor, que tengo tanta pena y al mismo tiempo tanta alegría de enviarle.

Pero no es para hablarle de mi pena y de mi pobre alegría que he tomado la pluma. Y me reprocho dejarme arrastrar a llenar cuatro grandes páginas (pues las llenaré, estoy segura) en lugar de poner solamente la palabra “Gracias”.

Gracias por tener la certeza de que fui, durante un día, tan feliz como se puede serlo con una felicidad pasajera.

Gracias por ese día.

Gracias por conservar un recuerdo sin mancha y fiel.

Gracias por ser lo que usted es, y con eso quiero decir, junto a muchas otras cosas, quiero decir, señor: caballeresco, francés al viejo estilo, devoto, como lo soy yo misma, de toda clase de ideas que ya no están de moda, pero que, imagino, son eternas.

Gracias por poner en el escalón más alto del deber el de sacrificarlo todo, hasta el amor, a la religión de la raza, al culto de la familia. Pues, sin que nadie me lo haya dicho, juraría que usted partirá sin volver a verme. ¿Y cómo reprocharle los sentimientos que le dictan esa partida, puesto que son los que más aprecio en lo que usted es?

Gracias, entonces, por irse lejos de mí, que daría todo un mundo por vivir cerca de usted, pero que no se lo diría si no supiera que es imposible.

Gracias por su amor y por su odio.

Gracias por ser un Christiani, como yo soy una

Ortofieri

La firma era “Ortofieri”, sin más. “Ortofieri”, orgullosamente. Se habría dicho que todo el linaje de los Ortofieri firmaba esa carta tierna y cruel, en la sola pequeña mano de su única descendiente. Y, en efecto, se sentía que todo el alma de las generaciones había inspirado esa valiente confirmación, tan digna y tan conmovedora a la vez.

Charles sostenía la carta azul en la luz límpida del crepúsculo. No distinguía de ella más que una palabra, que la resumía toda y resumía no menos esta trágica situación, la palabra “imposible”.

Y Charles creía oír la abominable palabra repetida por todos los Christiani y todos los Ortofieri que se habían sucedido desde el 2 de julio de 1835, incluido el viejo César con su acento meridional, el viejo Fabius levantando la pistola… hasta su madre, a la que le parecía ver alzarse frente a él, amarillenta y autoritaria, alisando con un dedo colérico su cabello negro como el ala del cuervo, y gritándole, como los otros, como Horace Christiani, como Napoleón Christiani, Eugène y Achille, los dos hermanos, y Adrien, su padre, muerto en el campo del honor:

—¡Imposible! ¡Imposible! ¡Imposible!

Como si todos los corsos hubieran olvidado que, después de Luis XV, Córcega era francesa.

El señor de la luz

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