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III

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EN FAMILIA

EL TREN QUE TRANSPORTABA A CHARLES CHRISTIANI llegó a la estación de Montparnasse a las nueve de la mañana. Tenía mucho retraso y llevaba más pasajeros de pie que sentados. Todo el mundo volvía de las vacaciones.

Charles, pese a sus más sinceros esfuerzos, no podía alejar sus pensamientos de los hechos tan precipitados que acababan de sucederle. No se cansaba de volver a ellos, de analizarlos y de volver a sentir su sabor, delicioso aunque amargo. Había llegado a explicarse mejor ciertos detalles de la estada en la isla de Aix y del cruce marítimo que esa estada había interrumpido de modo tan memorable. La gran confusión en la que había puesto, al presentarse, a la señora Le Tourneur y a Rita, se le aparecía ahora bien motivada, y con motivos considerables. Y comprendía la inquietud perpleja de la pobre Geneviève, al ver a su amiga lanzarse a una aventura con un Christiani. Comprendía también el baño de mar rechazado por Rita, por todas las oscuras razones de la previsión, de la bondad y del pudor, a fin de no dejarle a Charles un recuerdo demasiado vivo de la mujer que no volvería a ver y de la que había percibido por instinto la raza y el ritmo, que eran su propia raza y el ritmo propio de su sangre corsa.

En estos recuerdos se atontaba, se hipnotizaba, incapaz de sacar de ellos otra cosa que una suerte de voluptuosidad confusa y desoladora. La llegada a París le produjo un efecto casi fúnebre. Todo le parecía cambiado, sin que pudiera decir cómo. No se habría sentido más extraño al regreso de un largo viaje a través de países lejanos y exóticos. Era como si su memoria, en cierto modo, se hubiera deformado, o que París hubiera sufrido misteriosamente modificaciones imposibles de precisar, en sus proporciones, en el color del tiempo, en sus tonalidades, en no sé qué otros aspectos que habría sido vano intentar definir. Lo veía todo más pequeño, más pobre, más oscuro. En el rumor de las calles había un elemento silencioso, un valor sordo que le imponía a su alma un peso de ansiedad cuya causa por lo demás ignoraba completamente. Estaba desconsolado y no reaccionaba a nada.

Tomó un taxi, le dio al chofer la dirección de la rue de Tournon, pero a medio camino lo pensó mejor y se hizo llevar al Quai Malaquais, a casa de su futuro cuñado, Bertrand Valois. Antes de verse frente a su madre le parecía conveniente charlar con un amigo a toda prueba, hombre de sentido común, de buen corazón, dueño de una perpetua alegría y que seguramente le “remontaría la moral”. No se confesaba a sí mismo que tenía necesidad de contar, necesidad de revivir los hechos hablándolos. Y no se daba cuenta de que al ir al Quai Malaquais cedía también al impulso que a todos nos lleva, cuando “las cosas no van bien”, hacia los seres afortunados, a los que todo les sale bien y en quienes la suerte toma el aspecto de un poder contagioso. Cerca de estos favoritos de la fortuna, tenemos la ilusión de estar inmunizados contra la desgracia y renovar, ahí, nuestra provisión de confianza, de fuerza y de capacidad.

Bertrand Valois, autor de comedias, no podía representar mejor la dicha. Sus piezas tenían enorme éxito; todo el mundo lo quería y se alegraba de su éxito. Por lo demás, estaba dotado de un físico abierto y sonriente que legitimaba muchas simpatías. No era que fuese apuesto, en sentido estricto; felizmente para él; pues la belleza de un hombre es una desventaja frente a muchos de sus congéneres. Pero su alegre bonhomía le ganaba los votos de los hombres, y su alegría espiritual le aseguraba todos los votos femeninos; pues Dios sabe cuánto les gusta reír a nuestras hermanas.

¿Por qué no decir que Bertrand Valois había necesitado todo el prestigio de su renombre, todas las promesas de un futuro radiante, para vencer a la rígida señora Christiani y obtener de ella la mano de Colomba? A él mismo no se le podía reprochar nada, salvo haber nacido de padres muy modestos; pero su padre no era más que un pupilo de la Asistencia Pública, un niño encontrado, y la señora Christiani, orgullosa de sus ancestros y su genealogía, había vacilado largos meses antes de dar su hija a este muchacho que solo había recibido, por toda herencia de los siglos pasados, un viejo anillo y un viejo bastón.

Eran los únicos objetos que se descubrieron, una mañana del año 1872, junto al recién nacido que lloraba en un rincón de la Galería de Valois, en el Palais-Royal. De ahí el nombre de “Valois” que llevaba Bertrand, como lo había llevado su padre, quien debía este nombre especialmente sonoro al azar del lugar de su abandono y al capricho de la Asistencia. Capricho imprudente, pues “Valois” es un nombre histórico, con el que era peligroso adornar a este bebé desconocido, que más tarde podía deshonrar, en la medida de su destino, el recuerdo de los Luis XII, Francisco I y Enrique III, de quienes era muy dudoso que descendiera.

El anillo, en efecto —este anillo de oro esmaltado de negro y provisto de un pobre pequeño brillante, este anillo que Colomba había deseado llevar el día de su boda—, no indicaba un origen real, sino apenas burgués. Y el bastón —un grueso bastón de junco coronado de un pomo de plata adornado con delgadas guirnaldas— señalaba en la misma dirección que el anillo. Estos dos testimonios, ambos en el estilo de época Luis XVI, constituían, a decir verdad, los únicos antecedentes familiares de Bertrand Valois, y debíamos anotar esta circunstancia para hacer comprender el modo en que Charles Christiani abordó al joven dramaturgo.

Lo encontró en su estudio, trabajando en una comedia. El sitio estaba arreglado para el placer de la vista y la comodidad del trabajo. Una gran ventana daba al Sena y al Louvre. En cuanto a Bertrand, ya cuidadosamente afeitado, los cabellos cobrizos bien peinados sobre el cráneo más redondo que se pueda encontrar, había ceñido a su fina talla el cinturón de una robe de chambre tan elegante que la habría envidiado un Don Juan del cine.

Al ver a Charles se dirigió hacia él con los brazos abiertos. Y el visitante se sintió mejor de solo ver ese rostro acogedor en el que asomaba la nariz del genio cómico, una nariz de malicia, con los agujeros visibles, las alas que merecían verdaderamente el nombre de alas, la nariz al viento, célebre, con la que el señor de Choiseul olía las brisas de Versalles, la nariz de los grandes actores, que no miente jamás sobre una vocación de teatro. Un poco grande, sin duda. Un poco demasiado respingona, de acuerdo. Pero, en definitiva, una gran nariz, agradable, generosa, artista y feliz, la nariz que uno adora ver entre dos ojos bien claros.

—¡Eh! ¡Ya has vuelto! —dijo Bertrand—. Yo creía… ¿Pero de dónde sales? ¿Dormiste en el asilo?

—En el tren.

—¿Qué pasa? —preguntó el otro arqueando las cejas.

—Pasa que tú no sabes qué suerte tienes.

—¿De qué suerte hablas? Sí, algo tengo.

—La suerte de no tener antepasados —pronunció Charles.

—¡Insólito!

—¡Ah, mi amigo, cuando pienso que tú, un hombre inteligente, un hombre de talento, echas de menos eso: ancestros!

—Es cierto —reconoció Bertrand—. Tengo ese defecto inexcusable.

—Sí, sí, lo sé. No te vi melancólico más que una sola vez: hablábamos del pasado, de los antepasados… Pues bien, hoy, mi viejo, yo daría mucho por no tener antepasados.

—Al menos conocidos —observó Bertrand—. Pues, desde Adán, no se ha encontrado el modo de no tenerlos, según el orden natural. Pero dime, ¿qué es lo que te han hecho, tus antepasados?

—Hablo de César y de todos los que lo siguieron.

—¿Es decir?

—Romeo y Julieta. Los Capuletos y los Montescos. ¿Te dice algo?

—Perfectamente. Encontraste a Julieta, y eres Romeo. Y Julieta lleva por apellido Ortofieri.

—Exacto. Julieta se llama Marguerite Ortofieri. Es la hija del banquero y la tataranieta del asesino de César Christiani.

—Los corsos vienen marchando —dijo Bertrand—. Perdona el chiste. ¿Y qué harás?

—Borrar. Olvidar.

—¿No le caíste simpático?

—¡Sí! Muy simpático, estoy seguro.

—Entonces, olvídate de las querellas de los muertos.

Charles lo miró con aire sorprendido.

—¿Eres tú el que dice eso, Bertrand? Reflexiona. Ponte en mi lugar. Te he oído decir, y con mucha frecuencia, que en el fondo de ti mismo estabas convencido de ser el vástago de una vieja gran familia…

—Oh —lo interrumpió Bertrand con una semisonrisa—. ¡Bromas! A veces, sabes, se sienten cosas, mil cosas que se agitan en la sombra del cerebro: nostalgias, inclinaciones, deseos, impulsos, especies de intuiciones, falsas certezas… Uno toma todo eso en serio, como mensajes del linaje, voces del atavismo. Pero…

—Sé sincero.

—Y bien, lo confieso. Tendría tanto placer en descender de gente importante, que he terminado por creer que es así, y que un día, como en los melodramas, se encontrarán los papeles, en un estuche, papeles que me darán un nombre y un título. ¡El Duque de no sé qué! ¡El Marqués de no sé cuánto!

Estalló en risas.

—Ríe, sí —dijo Charles sacudiendo la cabeza—, pero escucha: figúrate un instante, tú que eres leal, tú que no bromeas con el honor, a pesar de tu cara de chico bueno lleno de indulgencia, tú que te comportas como si te hubieras comprometido a no desmentir una aristocracia de muchos pergaminos, figúrate que tienes realmente detrás de ti decenas de generaciones obstinadas en el honor y la tradición, en prejuicios tan estúpidos como soberbios. ¡Figúrate que tienes en tus manos el estandarte de tu raza!

—Diablos —reconoció Bertrand—. Es verdad…

—Piensa que no puedo traicionar a los míos…

—¡Oh! Estoy seguro de que Colomba no te lo reprocharía.

—¿Y mi madre?

—¡Ah, bueno! Eso es otra cosa.

—Y además la señorita Ortofieri comparte rigurosamente mi opinión.

—Entonces, en efecto, no veo salida…

—No vine a que me ayudes a encontrar una salida, sino a que me ayudes a olvidar.

—Es una verdadera pena —dijo Bertrand— que ningún Christiani haya pensado en vengar al viejo César. Hace un siglo, una buena vendetta, una limpieza… Hoy serían amigos.

—Nuestras dos familias han evolucionado, desde entonces, en un mundo en que los rencores no se manifiestan a puñaladas o tiros. Y quizás más vale así; no se termina nunca con las vendettas; toda venganza pide otra.

—¡Y la sangre de César pide venganza! —declamó Bertrand.

—Pese a lo cual los Ortofieri nos guardan rencor, como si fuera su Fabius el asesinado por su víctima.

—Ah, realmente no es fácil entenderse con ustedes. Cuando pienso que mis hijos serán medio corsos… ¡Qué defensores tendré en ellos!

—¡Quién sabe! —observó Charles—. Quizás tú eres más corso que yo.

—¿Con una nariz como esta? ¿Una nariz… a la Choiseul?

—Nariz de aristócrata —dijo su amigo sonriendo con afecto.

—Me han dicho que mi bastón proviene sin lugar a dudas de una tienda parisina, lo que no prueba absolutamente nada en cuanto al lugar de origen de mi abuelo…

Descolgó el objeto, que pendía de una pared.

—Ah, si las cosas pudieran hablar —dijo Charles.

—Al ritmo que avanza la ciencia, todo es posible. Por lo demás, este bastón ya ha hablado, aunque poco. He aquí cómo. Es alto, a la moda de su tiempo; pero, guardando todas las proporciones, ha debido pertenecer a alguien de mi estatura. El cordón es antiguo, contemporáneo del resto; la empuñadura es de las dimensiones de una mano como la mía. Ha sido muy usado; mira la plata del pomo, que parece un pequeño gorro militar sin visera; está pulido por el roce de la palma, y las guirnaldas decorativas muy gastadas; sin embargo, la puntera de hierro en que termina la otra extremidad no está muy marcada por el contacto con el suelo. De lo que deduciríamos que el propietario de este bastón debía de llevarlo la mayor parte del tiempo bajo el brazo; y en efecto, en el tercio superior del junco, notamos que el barniz está opacado, a fuerza de sufrir el contacto del brazo y el torso, mientras la mano derecha acariciaba el pomo.

—¡Bravo, Sherlock Holmes! ¿Y has quitado ese pomo para ver si por casualidad no había algo escondido abajo?

—Ya mi padre había realizado esa operación. No había nada. Y por más que siga interrogando al bastón de mi abuelo, no me dirá nada más.

”Pero dime, ¿en qué puedo servirte? Volvamos a tu asunto.

—Ya me has servido mucho, dejándome confiarte mis tristezas. No le diré nada a mi madre. ¿De qué serviría?

—¿No podrías cambiar de aire? Sigue siendo el mejor tratamiento contra las depresiones.

—Justamente. Tengo la intención de partir, esta misma tarde, a Silaz. Claude me reclama allá. Unos días de calma y soledad me harán bien.

—Desconfía de la soledad.

—¡Bah! Llevaré mis papeles; y Los Cuatro Sargentos de La Rochelle me harán compañía. Escribiré un capítulo de mi nuevo libro.

—¡Brr! ¡Historias de conspiraciones y cadalso! Te convendría más escribir un vodevil.

—No tengo tema —respondió Charles en el mismo tono risueño, estrechándole la mano.

Cuando hubo partido, una sonrisa fina se dibujó en la boca carnosa y los ojos vivaces de Bertrand, y arrugó su nariz tan expresiva.

“¡No tengo tema! —se dijo—. ¡Vaya si lo tiene! Pero unos ven ‘tragedia’ donde otros vemos ‘comedia’. Y siempre será así, mientras haya hombres o algo que se les parezca”.

—Llegas justo a tiempo, Charles, estaba a punto de telegrafiarte que volvieras o tomaras el tren de La Rochelle a Ginebra.

La señora Christiani estaba sentada a su escritorio, frente a cartas abiertas y libros de contabilidad doméstica. Su duro perfil se recortaba sobre el fondo soleado de los grandes árboles que amarilleaban, y del presbiterio de la iglesia de Saint-Sulpice.

De modo que no sospechaba siquiera que su hijo hubiera estado en Oléron. Preguntó:

—¿Renunciaste a ese rodeo que querías hacer? Te apruebo. Tu Luc de Certeuil no me gusta, como ya sabes. Pero recibí esto de Claude.

Le tendió una carta, sosteniéndola con la punta de sus dedos morenos, muy cuidados.

Charles se apresuró a tomar la hoja de papel cuadriculado, sin responder, pero pensando que su madre acababa de dictarle involuntariamente el mejor camino a seguir, que era este: para todo el mundo, para él mismo, llegaba directamente de La Rochelle. La víspera aun estaba compulsando los más polvorientos documentos de la biblioteca, guiado en su investigación por el erudito señor Palanque. Nunca había pisado la cubierta del Boyardville. La isla de Aix, la isla de Oléron, seguían siéndole desconocidas. Y Rita, Rita…

Una emoción que le hacía muy mal detuvo la marcha de estos pensamientos. Leía, mientras tanto, la carta del viejo Claude, de la que respetaremos, si no la ortografía, al menos el estilo:

Señora:

La señora tendrá a bien perdonarnos, a la Péronne y a su servidor, por mandarle una carta tan seguida a la anterior que tuve el honor de enviarle a la señora, este domingo hará ocho días.

La presente es para hacerle conocer que la situación aquí ya no se soporta. Las cosas son para hacerle poner de punta los cabellos, y es solo por nuestra devoción a usted Señora, a la señorita y al joven señor Charles que hemos seguido en el castillo hasta ahora. Que la Señora me crea. Decirle lo que pasa, ¡oh, no!, yo no soy más que un pobre paisano, y le repito: se burlarían de mí. Pero esto no puede durar. El señor Charles seguramente tendrá la bondad de venir a hacernos de inmediato una breve visita. De otro modo, que la Señora me perdone, pero nos marcharemos, no bien pasada la cosecha, yo a Virieu, la Péronne a Aignoz, y nos quedaremos allí hasta que en el castillo se hayan terminado estas espantosas fantasmagorías.

Le ruego a la Señora que reciba mis saludos respetuosos, así como la señorita y el señor Charles. Y que Péronne envía también sus respetos.

Claude Cornarel

—Es preciso que vayas inmediatamente, Charles. Me pregunto qué puede estar pasando. Tú te ocuparás.

“Tú te ocuparás”, “ocúpate de eso”, eran las palabras que usaba la señora Christiani para todo lo que se relacionara con Silaz. Ella no había ido al lugar, desde su boda, más que tres o cuatro veces. No le gustaban las montañas que, decía, la abrumaban, la oprimían. La vieja morada le parecía odiosamente triste. Colomba apenas si la conocía; pero Charles iba de vez en cuando, para “ocuparse de eso”. Y no lo hacía a disgusto. En la infancia había pasado en Silaz, con su padre, breves períodos. Más tarde, cuando su vocación de historiador comenzaba a perfilarse, había vuelto para estudiar y clasificar la cantidad de papeles de la familia que había allí, en especial las Memorias y la correspondencia del corsario César Christiani. Enamorado del pasado en todas sus formas, respiraba con delicia los olores antiguos del edificio, que no se abría desde hacía mucho tiempo, salvo para ventilarlo o cuando se presentaba Charles, por pocos días, para decidir un arrendamiento, visitar las instalaciones, ver la viña y estrechar algunas manos callosas en el caserío de la vecindad.

En cuanto a la señora Christiani, no contenta con huir de Silaz, le había tomado aversión, como se la tomaba a ciertas personas que sin embargo no le habían causado ningún daño. No era una mujer mala, pero, como decían los criados, “se hacía ideas”. Es así como, por ejemplo, no quería volver a ver, desde hacía muchísimo tiempo, a la muy anciana prima Drouet, última representante de los Christiani de la otra rama. La había eliminado de sus relaciones. Charles y Colomba nunca habían visto a esta pariente, y cuando le preguntaban por ella a su madre, ella les respondía invariablemente que la prima Drouet se había “portado mal con Mélanie”, y no quería volver a oír hablar de ella. Mélanie —otra prima, pero de la rama Bernardi— no recordaba nada que le hubiera hecho de malo la señora Drouet. Pero la señora Christiani, por su parte, no lo olvidaba. Oh, no habría podido precisar; ya no sabía de qué se trataba; pero una cosa era segura: la primera Drouet se había portado mal con Mélanie, y eso no lo podía perdonar.

De ahí puede deducirse la enemistad que les dedicaba la señora Christiani a los Ortofieri. Cuando hablaba de Silaz, sus pupilas de azabache reflejaban la parte hostil y acrimoniosa de su alma, y todos los rencores que alimentaba encendían su mirada con breves fulgores. Charles suponía que a propósito de Silaz su madre maldecía, entre otros, a la prima Drouet y a los Ortofieri. Y los ojos negros de su madre lo llenaban de un desaliento que se sorprendió de experimentar, porque ya creía haber eliminado toda esperanza.

—Me gustaría ir en auto —dijo—. ¿Puedo llevar el cabriolet?

—Por cierto.

—Por el Bordeaux-Ginebra —agregó—, habría tenido un viaje muy largo en tren, y les confieso que no me tentaba.

—Además —decretó la señora Christiani—, en Silaz no habrías podido prescindir del auto. ¡En ese páramo!

—Pero las dejo a ustedes sin vehículo, y eso…

—No tiene ninguna importancia. Bertrand nos prestará el suyo; estará encantado de hacerlo, y además los coches de alquiler son tan buenos como los nuestros.

—Te lo agradezco —dijo Charles.

Besó a su madre en la frente, justo en el nacimiento de la raya que dividía su peinado en dos bandeaux aplastados y lustrosos. La señora Christiani, a su vez, resopló contra la mejilla de su hijo; era su modo personal de besar; sus labios delgados no participaban jamás de un beso, y era evidente a simple vista que no habían sido hechos para eso.

Colomba se unió a ellos en el almuerzo. Era la sonrisa de la casa. Y a su vez todo le sonreía: su juventud, su belleza, su compromiso matrimonial, su novio… Hasta la señora Christiani, que en su favor levantaba un ángulo de su boca y sonreía de un solo lado, sin poder hacer más.

En presencia de su hermana Charles se esforzó más aún que antes por disimular su melancolía. Bromeó no sin ingenio sobre los terrores de Claude, se manifestó persuadido como siempre de que las supersticiones, ayudadas por algún mistificador, eran culpables de todo el problema. Habló mucho, con alegría, sin tomarse nada en serio, tanto que al levantarse de la mesa, cuando vio a Colomba acercársele y llevarlo aparte, se preguntó qué pedido le haría, aprovechando las felices disposiciones que acababa de mostrar.

Pero lo que ella le dijo, en voz baja, fue otra cosa:

—¿Tienes algún problema?

Charles sintió una conmoción, perdió pie, se ruborizó y palideció para volver a ruborizarse. Pero ella seguía:

—¿Quieres que le pida permiso a mamá para ir contigo a Silaz?

—¿Y Bertrand? No, no, quédate con él. Quédate en París. ¡Cuando se ama, no debe haber separaciones…! Por otro lado, unos días de soledad…

—¿De quién se trata? —preguntó ella entre dientes, vigilando de reojo a la señora Christiani.

—¡Nadie! Era alguien, ahora no es nadie.

—¡Colomba! Ven a servir el café.

—¡Adiós! —dijo Charles con brusquedad—. Voy a hacer mis preparativos.

Cuando las dos mujeres quedaron solas:

—¿No te parece que le sucede algo? —dijo la señora Christiani.

—¡Por dios, mamá, cómo se te ocurre…!

—¡Como si no hubieras notado nada, pequeña embustera! Solo que yo no tengo necesidad de preguntarle para saberlo. Está enamorado, hija, está enamorado, y las cosas no van bien. ¡Una historia de amor! Ahí estamos. Era de esperar, al fin de cuentas. ¡Bah! Es un Christiani, todo se arreglará y tendremos otra boda… ¡Y me veré obligada a invitar dos veces, por falta de una, a esa prima Drouet! ¡Que se portó mal con Mélanie!

La joven, divertida, no quedó por ello menos pensativa, dando vueltas en el dedo al pequeño anillo de esmalte negro que le había dado Bertrand.

Al cabo de un momento:

—Es triste —dijo—, ser desdichado por amar.

—Cuando se ama a quien corresponde, querida, es imposible ser desdichado mucho tiempo. Y estoy segura de que mi Charles comparte ese punto de vista. Si ama, es porque ha elegido bien.

—¿Y qué es elegir bien?

—Elegir a una mujer digna de él. Y libre. Como ves, estoy tranquila. Todo se arreglará.

—Por supuesto —dijo Colomba.

El señor de la luz

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