Читать книгу El secreto de Julia - Maurizio Campisi - Страница 3
Prólogo
(domingo)
ОглавлениеLa Negra siempre le había gustado. Debía ser su olor, su perfume particular de vainilla o el ardor que ponía haciendo el amor con precisión, no sabía. Navarra recurría a ella siempre que se sentía cansado, vacío o simplemente confundido; era una especie de elixir que le devolvía la vida y el vigor. Desde hacía meses iba a buscarla con frecuencia, más que a las otras mujeres, llegando al punto que le recibía en su propia casa y en las horas más insospechadas, sobre todo de noche. Navarra no era hombre de preámbulos. La llamaba al móvil y en pocos minutos aparecía en su puerta, curvado, taciturno, incapaz de decir una palabra, ni siquiera de saludar.
La Negra le hacía entrar en casa no sin antes haber echado una ojeada fuera. Vivía en un recoveco de un patio habitado por familias y no quería que la gente murmurase. A Navarra, al contrario, esas precauciones no le interesaban. Pasaba de la entrada a la alcoba incluso antes de que ella le preguntase cómo estaba o si quería un café. Solo quería tenerla encima, aferrarse a sus grandes senos de ámbar y olvidarse de todo lo demás.
También aquella noche, con los niños durmiendo en la otra habitación, Navarra se había lanzado sobre la cama sin tan siquiera quitarse la ropa. Ella se le había pegado encima y ahora le besaba con pasión, como si hubiese sido el único hombre de su vida al que se había entregado. La Negra era así y a Navarra le gustaba también por eso. Era su pasaporte para el mar de la tranquilidad al final de jornadas que se complicaban con el paso de las horas, en un crescendo frenético.
Había sido un domingo ingrato. Se había despertado malhumorado, con la cabeza llena de presagios infaustos. Había intentado alejarlos recorriendo al ritual del desayuno allá donde Paulina de la soda Beto y después en el pinolillo de Neco, pero no había tenido el tiempo de sentarse cuando llegó Morera, su asistente.
«Un muerto», anunció, con el tono triste de quien parecía querer excusarse.
Navarra alzó los brazos, en señal de rendición.
Lento, como si la cuestión no le interesase, había conducido por las calles de una Managua insólitamente desierta y, siguiendo las indicaciones de Morera, había llegado a un solar seco, poblado por basura, en la carretera que llevaba a Ciudad Sandino. Allí, en un rincón, bajo un árbol solitario, había el cadáver de un hombre; estaba extendido sobre su dorso y tenía un brazo cortado en dos. Navarra podía ver también una herida profunda en la sien sobre la cual banqueteaban decenas de moscas. Treinta metros más allá, cuatro o cinco buitres picoteaban el polvo nerviosos, a la espera de poder unirse al ágape.
«Machete», le dijo uno de los agentes que hacían guardia en la escena del delito, indicándole la brecha sobre la frente.
Un sargento se le había acercado. «Pleito de borrachos», exclamó. «No pasa un sábado, señor comisionado, sin un ajuste de cuentas. Venga.»
Lo guio hacia la patrulla, donde estaba sentado en el asiento posterior un hombre esposado y cabeza gacha. Apestaba de sudor y aguardiente, de desesperación y derrota.
«Ya ha confesado. Bebieron juntos toda la noche, después empezaron a pelear por cuestión de dinero. El que tenía un machete lo usó.»
«Sí, y el otro intentó defenderse instintivamente, el brazo ante la cara. Siempre es lo mismo.»
Intentó eliminar la imagen de la sien martirizada y de las moscas que zumbaban en torno al cadáver. Abrió los ojos y respiró profundamente. La mirada en el techo y la nariz en los cabellos de La Negra para capturar el perfume de vainilla y las gotas de sudor que su piel había empezado a segregar. Apretó la mujer más fuerte contra él. Estaba cansado.
Hacía calor en la habitación. La única luz procedía de una lámpara que La Negra tenía en el suelo, cerca de la cama: aquella iluminación improvisada creaba inesperados juegos de sombras que daban a la habitación, mísera en realidad, la dimensión improbable de una alcoba destinada a satisfacer cualquier exigencia de los dos amantes.
Navarra habría podido abandonarse a ese reclamo, pero le trajeron a la realidad los olores de la cocina, del arroz dejado a hervir y de las cebollas peladas, que se sobreponían a una traza de detergente de pésima calidad, acre y punzante. Eran pequeñas cosas, detalles que le decían cómo había sido la jornada de la mujer, ocupada en preparar la comida, lavar paños y cuidar de los hijos. Intentó no pensar en su jornada y por un momento consiguió olvidarlo todo, hacerse transportar a un territorio neutral donde casi se podía alcanzar la perfección. Quería a La Negra solo para él y solo por lo que la había esperado todo el día: desnuda y disponible.
El móvil empezó a sonar. Sonó por un minuto, vibrando como un insecto enloquecido que zumbaba en la mesilla de noche. Navarra dejó que se desahogase. El calor se estaba haciendo insoportable, no obstante el ventilador. La Negra ya estaba sudada y excitada. Quizá se quedase a tomar un café, después. Necesitaba una pausa, justo el tiempo de tomar aliento. Hablarían de pequeñas cosas sin importancia, de la escuela de los niños, probablemente, y de las riñas con los vecinos de la casa de enfrente, gente sin educación y sin vergüenza.
El móvil, en vez, volvió a sonar. Navarra no quería darse por enterado, pero la mujer empezó a resoplar, contrariada por aquella intrusión molesta de su intimidad.
«Anda, contesta», soltó al final, alejándole de sí.
La Negra se tiró la sábana sobre el cuerpo desnudo y empezó a mesarse los cabellos con una mano, nerviosamente.
A Navarra no le quedó otra opción que responder.
«¿Qué pasa?», gritó.
Escuchó a Morera, su asistente, que con voz aburrida y marcada por el sueño le explicaba que había un muerto, otro, y que le estaban esperando.
«¿No pueden llamar a Lamolina?», preguntó irritado.
«Lamolina está de permiso.»
Resopló. Lamolina siempre estaba de permiso: para algo servía ser el nieto del presidente del tribunal electoral. Le habría tocado a él, nada nuevo. Ninguna prisa, se lo tomaría con calma. Cortó la comunicación y volvió a La Negra, reclamando atención. Le puso una mano en el cabello y la besó en el cuello, en el intento de calmarla.
Obtuvo un seco rechazo.
«Dentro de cinco minutos te llaman de nuevo.»
«Déjales que llamen», protestó, intentando acercarla a sí.
«Ve, que es mejor, me despiertas a los niños.»
Navarra suspiró. Sabía por experiencia que era mejor dejarlo pasar. La Negra era propensa a los escándalos. Recogió sus cosas y salió de la casa igual que entró, sin saludar.
En la calle estaba más oscuro que de costumbre. Observó la línea de farolas y vio que había una encendida de cada cinco. El racionamiento ya había empezado y la gente ni se daba cuenta: estaba acostumbrada. Había aparcado el Jeep Cherokee del 88 gris metalizado, a dos manzanas de distancia. No le desagradaba caminar en la noche, cada tanto llegaba del lago un golpe de aire que refrescaba. Durante el día, las temperaturas podían alcanzar hasta los treinta y cinco grados, ese poco de viento era más que bienvenido. El Cherokee se puso en marcha en el segundo intento. Miró la hora: las dos de la mañana. Debía estar durmiendo, pero le habían llamado de nuevo. No obstante los turnos, nadie parecía querer encargarse de los delitos de la noche: todos sabían que Navarra era un noctámbulo y que no habría dicho que no. Necesitó menos de diez minutos para llegar al parque, una explanada amplia de polvo y matojos dejado sin cuidados, a aquella hora, inmerso en una oscuridad casi total en la que florecían dos sirenas de la policía. Se dejó guiar por las luces de las patrulleras, poniendo atención en evitar los baches, hasta que vio la cara redonda de Morera aparecer en la oscuridad, iluminada por los faros de los automóviles.
Aparcó con las ruedas anteriores sobre la acera.
«¿Qué tenemos?», preguntó apenas bajó del Jeep.
Morera se encogió de hombros. «Mujer, de unos treinta, heridas de arma de fuego a la altura del tórax.»
El cadáver estaba cubierto por una sábana. Un par de policías parloteaban apoyados en el coche patrulla, completamente desinteresados de la escena del delito. Navarra escuchó un par de comentarios sobre el partido de béisbol del día anterior. Los Bóer habían ganado de nuevo y el campeonato aquel año estaba decidido. Se prometió dejar de apostar a los Orientales, no ganaban nunca. Cuando vieron al comisionado apenas lo saludaron, ocupados por completo como estaban en su discusión. Navarra les llamó la atención. No tenía intención de ser él quien descubriese el cadáver.
«Déjame ver», dijo al más alto en grado.
El comisionado se quedó en pie observando lo que había quedado de la chica. Parecía que la hubiesen acribillado con una ráfaga, con certeza un AK-47. El tronco casi estaba roto en dos y no era una cosa bella de ver. La cara, en la palidez mortal y con un rictus de extremo dolor, aún conseguía dar muestra de la belleza de la víctima.
«No tiene joyas. El bolso ha sido hallado pocos metros más allá: no está la billetera, ni hay un documento de identidad.»
Navarra miró instintivamente a su alrededor en busca de pistas y se guiaba por las luces de las patrulleras.
Morera lo interrumpió.
«Ni siquiera hay casquillos.»
«¿Qué quiere decir?», preguntó sorprendido.
«Que la mataron en otro sitio, aquí solo la trajeron.»
Navarra emitió solo un «mmm» de fastidio. La escena, en efecto, estaba demasiado limpia. En el empedrado no había trazas de sangre ni de materia.
Observó de cerca las heridas de la víctima.
«Tienes razón, es como si la hubiesen dejado aquí. No hay duda de que se ha usado un AK-47», murmuró.
Se quedó a mirar a la chica. Vestido de marca, cabellos cortados de reciente, uñas bien cuidadas, el bolso de una conocida casa de moda: detalles que hacían pensar en una persona de extracción social elevada. Se agachó para observar un detalle que había llamado su atención, un pequeño tatuaje en la muñeca que representaba una pareja de dados. Torció la boca: algo no cuadraba en aquella marca en la piel. La chica no tenía otros tatuajes visibles, pero en cualquier caso le habría preguntado después al forense que se hubiese encargado de la autopsia.
Navarra se quedó todavía una decena de minutos observando la escena. Era su manera de trabajar: quería fotografiarla en la memoria, respirarla. El lugar donde había sido depositado el cadáver estaba ligeramente apartado y daba a un espacio herboso como de desechos. Detrás, a una decena de metros, una pared solitaria era lo que quedaba de una casa probablemente derruida con el último terremoto. ¿De dónde salía esa chica? Asesinada en otro lugar y abandonada allí, como un saco de basura. Secuestrada y robada, quizá. ¿Un ajuste de cuentas? Demasiado pronto para lanzar hipótesis.
Navarra buscaba indicaciones, sondeaba el cadáver iluminado apenas por las farolas de la plaza, como si pudiese hablarle, darle detalles. La primera impresión es la que cuenta, decía frecuentemente, y aquel cuerpo casi cortado en dos no prometía nada bueno. Después estaba la cuestión del tatuaje que despertaba su curiosidad.
«Morera, ponte a la obra y hazme llegar los datos de esta chica.»
«¿Ahora?»
«Ahora ve a dormir, mañana por la mañana.»
No tenía ya nada que hacer allí y aquel cuerpo, ya cubierto con una sábana, le ponía triste. Se dirigió de nuevo a Morera.
«Haz tú el informe. Yo ya he visto lo que tenía que ver.»
Saludó distraídamente al asistente, recordándole que lo esperaba en la Comandancia –como llamaban pomposamente a la comisaría central– el día después y entró en el carro.
De improviso le vino gana de churros: era su manera de cancelar las imágenes de muerte y volver a la vida. Los churros siempre eran una buena ocasión para reconciliarse con un mundo que, de otro modo, corría el riesgo de fagocitarlo con su crueldad.
Entró en Luisito con la boca hecha agua. Saludó a Luis Calvo, que estaba detrás del mostrador con una gran caja de cacao entre las manos, y con los dedos le hizo señas de dos. La Maruja le sirvió en menos de dos minutos: dos churros y un chocolate caliente.
«Estos me salvan la jornada», dijo Navarra recordando amargamente la cita echada a perder con La Negra. Azúcar en lugar de sexo.
La Maruja sonrió. Tenía demasiado maquillaje en los ojos y la peluca de rizos rubios le caía sobre los hombros como la pantalla de una lámpara, creando un fuerte contraste con la tez oscura y las profundas arrugas de la cara que traicionaban la avanzada edad.
«¿Cuántos muertos hoy?», preguntó.
Navarra no se esforzó en mentir. «Una chica…»
«Qué lástima», comentó, como si estuviese hablando de un par de huevos quemados y no de una vida humana rota. Suspiró fingiendo interés y desapareció de nuevo en la cocina.
«… y un borracho», añadió Navarra, recordando el hombre despedazado con un machete. También de muertos somos diferentes.
El comisionado mordió el primer churro mirando alrededor. Había pocos clientes, taxistas más que nada, que apostaban al resultado del mundial de boxeo programado para pocos días después. Eran ruidosos y alborotadores a propósito, como si quisiesen que sus palabras las escuchasen todos los presentes. Uno en particular, un tipo bajo y regordete, se inflamaba a cada palabra de sus compañeros y le tomaban el pelo por esa prerrogativa suya.
Se le acercó Luisito.
«Entonces, comisionado, ¿cómo están los churros hoy?»
«Como siempre: esponjosos y azucarados.»
Hacía años que se hacían la misma pregunta y se daban la misma respuesta. Era el prólogo a la charla de diez minutos que se concedían un par de veces por semana. Navarra se prestaba a aquel juego porque Luisito nunca le hacía una pregunta sobre su trabajo: nada de muertos asesinados, nada de secuestros, nada de violaciones o ajustes de cuentas. Era el momento de reposar. Hablaban de mujeres, del gobierno ladrón, de coches deportivos y también de cotilleos de poca monta, del Bóer que seguía ganando y del presunto retiro de Ricardo Mayorga. A Navarra le parecía, así, que la vida fuese normal. Era el tiempo de dejar que el azúcar cuidase de su cuerpo antes de irse a casa, a cerrar los ojos y quizá dormir. Una brisa en las asperezas de la jornada, donde el béisbol, el boxeo y las bellas mujeres eran la normalidad. Solo así, en la ola de aquellas conversaciones ligeras, el comisionado podía volver a la anhelada categoría de los hombres normales.