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El primer día
(lunes)

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Le despertó la luz del sol que entraba por la ventana abierta. Se había dormido en la cama desecha aún de la noche precedente apenas superó el umbral de la casa, agotado, justo después de desnudarse y quedarse en calzoncillos. Había dormido profundamente, sin sueños y sin despertares repentinos.

Miró el despertador. Resopló al constatar que no habían pasado ni tan solo cinco horas desde que entró. Podía estar cansado y todo lo demás, pero jamás consiguió dormir más allá de las ocho de la mañana: después de esa hora el sol daba duro y el apartamento se transformaba en un horno donde empezaba a sudar y a sentir que se sofocaba. Por un momento pensó en la bella casa de Los Cedros, que había compartido con Lourdes y al desayuno que Mercedes le servía en la cama. Otros tiempos, otras historias. Ahora vivía en el apartamento de Barrio La Trinidad: no era feo, cierto, pero a malas penas, digno. Un apartamento de soltero, que habría sido la felicidad de casi todos sus coetáneos que resistían en matrimonios que apenas soportaban. Un lugar donde estar a sus anchas, llevar mujeres y emborracharse. Se emborrachaba, sí, pero mujeres las traía en raras ocasiones. Prefería visitar a domicilio, La Negra, algún prostíbulo, o bien pagar una habitación de motel: no quería mujeres en su casa. Entraba solo doña Yahaira, una cincuentona gorda e indolente que iba a limpiar la casa un par de veces por semana y con la cual hablaba lo menos posible.

Fue al baño y se miró en el espejo. La cara, marcada por arrugas, mostraba los cuarenta y cinco años que llevaba a cuestas. Patas de gallina, ojeras, algún pelo blanco: vamos cuesta abajo y sin frenos, pensó. El vientre, al menos eso, parecía resistir, a pesar del ritmo de bebedor compulsivo que había cogido con los años.

Se dio una ducha rápida, se roció de Halston, vistió una guayabera color crema, tejanos negros y bajó a la calle. A las nueve en punto entró en la soda Beto. Paulina, la propietaria, en cuanto lo vio le puso delante el plato de gallo pinto con café negro humeante.

«Con los huevos revueltos, como le gusta.»

«¿Los periódicos?», preguntó Navarra.

«¡Tabooo!», gritó Paulina. «Trae los periódicos al comisionado.»

Octavio, llamado Tabo, era el hijo de Paulina. Nueve años, mocoso perenne, vendía flores en el cruce de la soda y ayudaba en la cocina. Hablaba poquísimo, más que otra cosa se hacía entender a gestos. Paulina insistía en que el hijo era medio bobo, pero según Navarra el chico era más listo que todos ellos juntos. Con la historia de no entender y no hablar, Navarra lo había visto meterse en el bolsillo el doble de lo que daba a la madre con la venta de flores. Con seguridad no lo hacía por maldad: con ese dinero se compraba pequeñas cosas –helados o la cajeta, el dulce de leche condensada– que mamá le negaba.

El niño le entregó los periódicos y se quedó esperando, como si esperase una propina. Navarra lo miró serio mientras negaba con la cabeza. Tabo sacó la lengua, mimó un gesto obsceno y volvió a sus ocupaciones.

El comisionado no le hizo caso. Ojeó los periódicos mientras se llevaba el arroz con frijoles a la boca. Insatisfecho por el sabor, añadió una porción generosa de natilla, mientras a un lado del plato vertió algo de salsa de chile picante, lo mezcló todo y esta vez el pinto le pareció más que aceptable. Se dedicó entonces a la lectura, con la idea de encontrar una referencia a lo ocurrido durante la noche, pero en los periódicos no había salido nada sobre el homicidio de la chica. Ni siquiera en el más amarillista, una hoja que parecía más un tratado de antropología criminal que un cotidiano, aparecía escrito algo. Ciertamente por la hora en que se produjo el hecho no había dado tiempo a publicar la noticia. Mejor así, cuanto más lejos estaban los periodistas mejor.

Navarra terminó el pinto y se sintió satisfecho. De buen humor, llamó a Tabo. El niño se le acercó, desconfiado. El comisionado lo miró de arriba abajo.

«¿Sabes que soy un policía?»

Tabo asintió con la cabeza.

«Te puedo llevar preso si continúas cogiéndole dinero a tu madre.»

El niño tenía una expresión sorprendida.

«Pero sé que te comportarás bien, ¿verdad?» Navarra le dio un billete de cien córdobas, escogió una orquídea solitaria y le entregó la dirección de La Negra. «De eso cógete la propina», le gritó girándose antes de volver al automóvil.


La Comandancia era una serie de edificios de diferentes pisos, que se repartían en ordenada sucesión en un área polvorienta, sobre la cual resaltaban unos enjutos árboles solitarios que proyectaban una sombra deslucida sobre los carros parqueados de los policías. Se entraba a través de un portón fuertemente custodiado, donde unos agentes de guardia controlaban documentos y papeleos de quienes debían entrar a resolver alguna diligencia.

En las afueras las hileras de pedigüeños llegaban hasta la calle, vocingleras y fastidiosas, seguidas en su recorrido por un séquito de vendedores ambulantes y embaucadores de todo tipo. Centenares de tráficos ilícitos se desarrollaban en las narices de la policía, con frecuencia con la colusión de los mismos funcionarios que se metían en el bolsillo algunos pesos por desbloquear un trámite. Los córdobas pasaban de mano en mano en los pasillos de la Comandancia o en sus inmediaciones, alimentando la economía informal que era el motor del país.

Navarra tenía un despacho pequeño en el segundo piso, donde todo funcionaba con ordenadores obsoletos donados por gobiernos extranjeros. En la Comandancia la revolución tecnológica aún tardaría en llegar y miles de folios llenaban hasta estallar cartapacios archivados por doquier, de los sótanos a los pasillos. Los funcionarios menos afortunados debían confiar aún en las máquinas de escribir. Él, para evitar aquel desorden, se había comprado un año antes una portátil que llevaba siempre consigo y que protegía como un tesoro.

El aire sabía a moho, a humedad antigua y mientras Navarra no mantuviese abiertas las ventanas no conseguía librarse de aquel olor. El comisionado intentaba pasar en el despacho el menor tiempo posible, prefiriendo, para estudiar los fascículos y recibir visitas la soda de Neco que se erigía en las proximidades de la Comandancia. Comía con frecuencia allí y se había hecho hacer una llave del baño: no del destinado a los clientes, maloliente y nauseabundo, sino del que usaba el amigo, más cómodo y limpio, con la última edición de los periódicos y de la revista Puromotor a disposición. Antes de entrar en el Palacio, pasó a saludar a Neco y lo encontró en discusión con dos proveedores. Con gestos le hizo saber que había pasado a comer: le había venido gana de salpicón y la mujer de Neco era la única persona en el mundo que conociese capaz de prepararlo según las reglas. De ternera, naturalmente, bien desmenuzada de manera que el vinagre y el chile penetrasen cada molécula de todos los trocitos de carne. La filosofía del salpicón tenía su razón de ser en aquella mañana que hacía presagiar una larga jornada de calor y humedad. El vinagre, que humedecía el plato, de la cebolla a las patatas, de la carne al apio, tenía la virtud de romper la supremacía de la alta temperatura, que se insinuaba en el cuerpo y lo debilitaba en la constante búsqueda de líquido. El salpicón se imponía a la humedad y al sudor acompañado de una –¡una sola!– lata de cerveza, que no podía ser más que una Toña de exportación.

Saludó y atravesó la calle aprovechando un semáforo rojo para los automóviles. Los pasillos de la Comandancia mostraban el caos de siempre. Navarra se abrió paso entre vendedores ambulantes y las filas de personas que venían a hacer denuncias. Era un recorrido obligatorio que le forzaba a zigzaguear por el pasillo y a librarse de los que, reconociéndolo, se le pegaban fastidiosos para pedirle un favor.

Una vez en el segundo piso alcanzó su despacho, donde le esperaba Morera.

«¿Y bien?», preguntó con impaciencia.

Morera tenía la cara de quien había dormido poco y reposado menos aún. Probablemente había tenido que esperar la llegada del fiscal y asistir al procedimiento de retirada del cadáver. Navarra se abstuvo de hacer comentarios sobre el tema: solo quería saber las novedades. El asistente saludó y le entregó una hoja mecanoscrita que Navarra tomó primero distraídamente y leyó después con atención.

«¿Julia Terrubares?»

Morera asintió.

Navarra intentó no dar a ver la sorpresa ante la noticia.

«¿Has advertido a la familia?»

«Sí. Más bien solo al padre, porque como usted sabrá la señora…»

«Conocemos la historia de la señora», cortó Navarra.

Amelia Terrubares, mujer de don Álvaro Terrubares, y entre las mujeres más influyentes de la alta sociedad local, se había quitado la vida un par de años antes. El caso se hizo pasar como un accidente doméstico en los periódicos por orden directa del Presidente de la República, pero la policía conocía perfectamente la realidad. Ahora se añadía una nueva desgracia a la historia de la potente familia, propietaria de plantaciones de café, de enormes extensiones de caña de las que se obtenía casi todo el azúcar nacional. Apenas leyó el nombre de la víctima, Navarra había sentido que no habría sido un caso fácil. Don Álvaro era una persona influyente, el último de una familia que había dado al país ministros, generales y obispos y no se habría quedado tranquilo, con las manos en el regazo, confiando en los tiempos de la justicia ordinaria.

Navarra dio por descontado que no habría probado el salpicón.

«¿Testigos?»

Morera, absorto en la lectura de una deposición, no respondió.

«¡Morera!», gritó Navarra. «¿Testigos? ¿Alguien vio un auto depositar el cadáver en la Merced?»

El asistente dio un salto, sacudido por la repentina reclamación.

«No. No. Nadie ha visto nada.»

«¿Has preguntado por ahí? Había casas ahí cerca.»

«Nada.»

«¿Noticias de autopsia?»

«Dentro de dos días, quizá tres, podremos tener los resultados preliminares. El doctor Merino tiene cadáveres hasta en los pasillos.»

«Sí, y él irá a emborracharse al bar», respondió cáustico Navarra. «Avísame si hay novedades.»

Navarra salió malhumorado, avergonzándose por haber expresado una opinión como aquella sobre el forense.


Corrientes nunca había entendido cómo la gente había podido abandonar la revolución. A él los acuerdos de paz y todo aquel proceso de las elecciones enseguida le pareció un engaño. Habían ganado, más claro el agua: ¿qué necesidad había de pactar con ellos? Durante cincuenta años habían tenido que soportar los engaños de un tirano y sus secuaces. Lo habían bajado del pedestal a patadas, habían combatido, disparado, matado, liberado el país. Durante diez años todo había ido bien, después dijeron que se había terminado, que había habido elecciones y que habían ganado los de antes. Corrientes no podía creerlo.

¿Y los muertos? ¿Qué pasaba con todos lo que habían dado la vida? ¿Era esa manera de respetarles? Esa paz era una mentira, estaba seguro desde el primer momento.

El tiempo le había dado la razón. Nada había cambiado. Las personas soportaban los mismos abusos de siempre, solo que ahora la fórmula era más sutil. Democracia y libertad eran productos que se vendían bien y que la gente compraba como en el mercado, convencida de que los destellos de los centros comerciales y las musiquitas de los jingles de televisión fuesen su expresión práctica. La democracia es una mentira.

Sin embargo la revolución es una cosa seria. La revolución es la historia de una vida, es el pensamiento joven, es la herencia que se deja a las generaciones futuras. Corrientes nunca quiso hacer compromisos sobre esto. Nunca se tiró para atrás y nunca puso en duda la validez del teorema. Había basado su existencia en la rigidez y la ortodoxia de una ideología. Había combatido, se había puesto al servicio de la gente, de la misma pobre gente que, como él, pedía justicia, y en su nombre había sido herido, había caído y se había vuelto a levantar. Después, cuando la victoria fue un hecho constatado, todo cambió de improviso. Los líderes habían pactado, habían desarmado a los soldados, les habían agradecido sus servicios y les habían dicho que la revolución había terminado. Era necesario construir un país nuevo y para hacerlo era menester hacer alianzas, tratar, incluso con quien hasta el último día era el enemigo. Corrientes no había entendido aquel cambio de casaca: la revolución no termina jamás, la revolución es un estado de ánimo, el enemigo no se convierte en tu amigo de la noche a la mañana. Era lógico que ahora se sintiese traicionado por los jefes, pero el sentimiento de desilusión era superado por otro más profundo y veraz, el que le imponía continuar la lucha. Aquella paz no era paz. Era un producto fabricado y vendido para uso y consumo de los ingenuos. Era solo un paréntesis, él lo sabía bien. La revolución continuaba y una revolución, para sostenerse, necesita acción, una misión y un plan.


El doctor Merino bebía por aburrimiento. Con los muertos no podía hablar y transcurría la mayor parte del día con ellos. Diseccionaba al menos tres o cuatro por la mañana y otro par por la tarde. Había para todos los gustos: ahogados, atropellados, víctimas de infarto; pero los asesinados eran los que llegaban con mayor frecuencia a su mesa. Los abría con pericia y determinación, sin sentir emoción alguna, usando las tijeras de disección o el bisturí como cualquier otro funcionario del Estado habría usado papel y lápiz. Era un burócrata que cumplía con las formalidades. Seccionar un cadáver y redactar un informe, dar sustancia legal a lo que ya era evidente, era su trabajo. Ya se sentía un empleado administrativo más que un forense: corta, cose, redacta el informe. Entre una autopsia y otra se sentaba en las mesas que el propietario del bar, junto al Instituto de Medicina Legal, tenía dispuestas en la acera. Un guayabo frondoso daba sombra y a menudo, en el tiempo en que florecía, deliciaba a los clientes con el perfume fresco e intenso de sus frutos.

Navarra lo encontró allí, mientras bebía de las características botellitas de ron de un cuarto de litro, la pacha.

«Hoy el sol es fuerte», dijo sentándose.

Merino era un cincuentón, delgado, con los bigotes y el pelo que se teñía regularmente cada fin de semana de negro azabache, con lo cual intentaba esquivar el inevitable paso de los años. Tenía ojeras de quien duerme poco y, sobre todo, de quien no tiene nada que pedir. Había conocido días mejores cuando, durante un tiempo, dirigió la Clínica militar, antes de ser depuesto del encargo por una historia poco clara de sobornos y favores a las personas equivocadas. Tras el escándalo había tenido la fortuna de encontrar aquel puesto de médico forense y ahora no pedía nada más.

«Nada mejor que una pachita para recuperar las fuerzas», respondió. Llamó al camarero. «Un gintónic para el comisionado», pidió, conociendo los gustos de Navarra.

«Sin limón.»

«¿A qué se debe la visita?»

Navarra se colocó mejor en la silla, buscando la sombra del guayabo.

«Debes tener un cadáver, una chica, que han traído esta mañana temprano.»

«Aún no he controlado. Tengo una fila que llega al pasillo.»

«Ya, imagino qué desastre.»

«Las celdas frigoríficas no son suficientes. La oferta es superior a la demanda, ¿qué quieres que haga? Cuando vuelva a nacer me hago empresario de pompas fúnebres, el único trabajo que en verdad renta en este país… después del de político, naturalmente.»

Navarra se esforzó en sonreír.

«La chica, Merino: quería pedirte solo que la pases delante de los demás.»

«Eeeh, un favor. Me estaba preguntando justamente cómo es que te estabas incomodando por mí. Se te ve tan poco por estos lugares.»

Llegó el camarero con el gintónic. Navarra bebió la mitad solo con el primer trago y pidió enseguida otro.

«Necesito cerrar deprisa el caso. La chica ha sido asesinada con una ráfaga de AK-47. Necesitaría al menos los análisis preliminares.»

«Ya sabes la causa: ¿a qué la prisa?»

«Julia Terrubares.»

Merino silbó, en señal de sorpresa.

«¿Es ella?»

Navarra asintió.

«La hija de don Álvaro… ¿no había muerto su madre hace un par de años?»

«Sí. El problema es que la chica fue asesinada en otro lugar y después depositada en el parque. Quisiera saber más.»

«Feo, feo. No quisiera estar en tu lugar. La abro en cuanto vuelva dentro y te firmo la declaración.»

«Y yo te soy grato.»

«Nada nuevo.»

«Hay otra cosa.»

Merino se quedó con el vaso por el aire, a la espera.

«La chica tiene un tatuaje, una pareja de dados a la altura de la muñeca izquierda.»

«La cosa se hace aún más intrigante.»

«Si es lo que pienso yo, hay de por medio una pandilla, ¿me entiendes?, por el tipo de arma usada y por el tatuaje.»

«La perdición, ¿verdad?»

«Exacto. Solo las pandillas usan este tipo de tatuajes, de quien se juega la vida todos los días. Las cuentas no me salen. ¿Qué hace una chica de clase como Julia Terrubares con una pandilla?»

«Te toca a ti dar una respuesta.»

Se quedaron por un buen rato en silencio. No era necesario hablar. Había sol y estaban al fresco, sorbiendo el licor anegado en hielo, mientras observaban a los paseantes. Era la hora que precedía a la comida, que llevaba consigo cierta languidez debida a la temperatura en aumento. Navarra y Merino se conocían de hacía años, acomunados por la amistad que había ligado a sus padres. Solo la diferencia de edad no había permitido que se frecuentasen más de chicos, una laguna que habían colmado ya adultos.

«Se me han quemado los motores de dos celdas frigoríficas. Naturalmente no viene nadie a repararlas», dijo al final Merino. «Y los cadáveres hieden, en la administración dicen que no hay presupuesto para un técnico o para los recambios. Me dicen solo que haga deprisa, justo lo necesario: seccionar, verificar y cerrar.»

«Te mando un tipo que sabe de refrigeración. Me debe un favor.»

Merino alzó la pachita. Navarra hizo lo mismo con el vaso del gintónic.

«Para esto están los amigos, ¿no?»

Acabaron de beber, entonces Merino se levantó. Navarra hizo gesto de pagar, pero el doctor le paró.

«No es necesario. Aquí me conocen.»

«¿Cuándo me mandas el certificado?»

«Por la tarde. No sé para qué puede ayudarte, generalmente con los análisis preliminares se hace poca cosa.»

«Cualquier pista puede ayudar»

Estaba a punto de irse cuando Merino le llamó:

«¡Rodrigo! No te olvides: el técnico.»

Navarra asintió y se encaminó hacia el Jeep aparcado en la acera.


No tardó en encontrarse embotellado en el tráfico: era lo peor, bajo el sol. Asomándose podía ver algunos centenares de metros más adelante. El auto tenía el aire acondicionado roto y así se quedó con las ventanas abiertas, la radio encendida en las noticias cotidianas, boqueando y bostezando.

Escuchó al locutor anunciar la muerte de Julia Terrubares en un asalto nocturno y naturalmente pensó de nuevo en los eventos de la noche. No creía la hipótesis de que la chica pudiese ser miembro de una pandilla, pero tampoco podía excluir otras pistas, como el secuestro, el robo o incluso la venganza del crimen contra Julia o contra su familia. Más adelante lo habría comprobado. Por el momento había algunos detalles que no cuadraban.

El locutor daba la noticia de manera sobria, con seguridad aleccionado por una llamada de los abogados de los Terrubares, acostumbrados a domesticar a los periodistas. Y no solo a estos. También a los policías, pensó. Quizá debía esperar presiones, quizá Vargas lo habría llamado a capítulo para reprocharle con su voz tronante: «Te lo encomiendo, Navarra: tráeme a los culpables en el menor tiempo posible». O quizá, quién sabe, Terrubares se habría tomado la justicia por su mano y así le habrían ahorrado tiempo y fatiga.

Me encomiendo. El comisario Vargas se encomendaba siempre. A la estatua de la Virgen de Guadalupe, antes de nada, que tenía bien en vista en su pequeño altar a sus espaldas en el despacho de la Comandancia; después, en orden, a la Divina Providencia, a San Judas Tadeo y solo en último lugar a sus colaboradores, que consideraba inútiles e ineficaces para desenvolverse y concluir una investigación. La administración de justicia, en definitiva, era una cosa de santos y vírgenes, no para policías.

Cuando hubo vuelto al Palacio, la primera cosa que le dijo Morera fue justamente esa: Vargas lo estaba esperando. Ahora que lo tenía delante, recordó de repente cuánto detestaba a aquel hombre. Había llegado a ser jefe de la Comandancia sin realizar jamás una investigación, gracias a una tupida red de parentescos y conocidos que lo había promovido de secretario de la sección técnica del ayuntamiento a comandante de la escuadra de investigación. Los dos eran coetáneos y habían ido al mismo instituto. Navarra conocía la mediocridad e indolencia de Vargas desde su adolescencia, un hombre que se mostraba fuerte con los débiles y remisivo y condescendiente con los fuertes, un instrumento en las manos del poder, las que decidían la suerte del país.

«Por esto estamos como estamos», solía comentar Navarra cada vez que llegaban al despacho las instrucciones con las directivas de Vargas, con las decisiones y las indicaciones más disparatadas.

Vargas, alindado y perfumado, jugaba con una carpeta sobre su escritorio y de reojo miraba a Navarra, la última persona a la cual habría querido asignar la investigación de la muerte de Julia Terrubares. Conocía las cualidades y los defectos del comisionado y sabía que, entre sus investigadores, era el más preparado para resolver el caso. Y era justo esto lo que le asustaba, porque durante la investigación habría debido secundar los caprichos de don Álvaro Terrubares y Navarra se habría revelado un obstáculo, impregnado como estaba de aquella idea visionaria de la justicia, para nada conforme a la realidad de las cosas.

«Escucha, Navarra», empezó diciendo. Se tuteaban sin llamarse jamás por el nombre, a pesar de conocerse de hacía tanto tiempo.

«El caso Terrubares. Ya sabes que es necesario ir con pies de plomo.»

«Nada nuevo.»

«He hablado esta mañana con don Álvaro para darle el pésame y ofrecerle un trabajo de profesionales en la investigación. Ha pedido la máxima celeridad en la investigación y, sobre todo, la máxima discreción. O sea, los menos detalles posibles a la prensa y una línea directa con la familia Terrubares.»

«Sí, he oído la radio. Prácticamente no han dicho nada.»

«Exacto, adelante así. Por otro lado, hay poco que investigar: la chica murió a causa de un robo.»

«¿Qué dices?»

«De otro modo, ¿por qué la habrían asesinado?»

«Hay más hipótesis, ¿no? El secuestro, por ejemplo, algún lado oscuro de su vida privada.»

«Navarra, en el lugar del delito estaba el bolso del cual se habían llevado todo: dinero, joyas, tarjetas de crédito, incluso los pañuelos de papel. No se ha encontrado nada. Hazme caso: los que cogieron a Julia le robaron y la mataron para evitar ser reconocidos.»

«Bravo, Vargas: caso resuelto.»

El comisario en jefe continuaba jugando con las hojas de la carpeta. Detrás de él, la Virgen de Guadalupe daba al despacho del comisario el aura de una oficina parroquial.

«¿Has cambiado las flores?», preguntó Navarra.

«¿Qué?»

«Las flores», repitió indicando la estatua. «Parecen mustias.»

Vargas nunca conseguía entender el sarcasmo del comisionado. Lo tomaba todo seriamente. «Luego me ocupo y de todas formas las flores aún están frescas. Navarra: nos jugamos la reputación en esta investigación.»

Navarra suprimió una sonrisa. La Comandancia no tenía ninguna reputación que proteger y lo mismo él que Vargas lo sabían muy bien. Habría sido necesaria una buena limpieza para dar credibilidad a aquel lugar.

«¿Nunca pensaste que podrían estar implicadas las pandillas? La chica se llevó una ráfaga de AK-47, un arma que es una tarjeta de visita.»

«Sí, lo he pensado, pero no me interesa. Don Álvaro está convencido de que su hija se había mezclado con malas compañías y no quiere que se dé demasiada publicidad al caso. Por otro lado, soportó una tragedia hace poco y debemos comprender la voluntad de este hombre.»

Hizo una pausa, como buscando el hilo de un discurso que por un momento había perdido. «No me cabe aún en la cabeza que las pandillas hayan llegado a este país. Si fuese por mi les prendería fuego a esos barrios. O quizá es necesario cerrar las fronteras. Hace pocos años no sabíamos ni siquiera qué era una pandilla. Los delincuentes los conocíamos a todos por nombre y apellidos…»

El comisionado comprendió que Vargas estaba a punto de soltar uno de sus frecuentes, monótonos, panegíricos y cortó por lo sano.

«¿Hemos terminado?», interrumpió.

«Todavía no. Nuestra línea es la misma que la de Terrubares: cerrar la investigación en el menor tiempo posible. Don Álvaro me ha dado a entender que antes o después esperaba este desenlace.»

«¿Droga?»

«Lo podemos imaginar, pero en realidad esta parte no debe interesarnos, no nos mezclamos en la vida privada de la gente. Sobre todo de gente como los Terrubares. Haz el modo de encontrar un culpable más o menos, firma un informe y así nos olvidamos de esta historia.»

Navarra resopló:

«Un culpable o se encuentra o no se encuentra. No existe un culpable más o menos.»

«Sabes a lo que me refiero. Coge un pandillero y hazle confesar. Planea algo, la fantasía no te faltó nunca.»

«¿Algo más?»

«Sí. Tenme informado de cualquier novedad. Si no puedes tú, mándame a Morera, tu asistente. Por otro lado, no deberías tardar más de un par de días para cerrar el trámite.»

Navarra asintió y salió del despacho de Vargas. Intentó mantener la calma, pero le quemaba el laxismo y la subordinación del jefe. Intentó convencerse, en cualquier caso estaba claro por qué Vargas ocupaba aquella posición, mientras los que eran como él estaban en la calle corriendo peligros.

El estómago protestaba, pero descartó la idea del salpicón que tanto le había atraído desde que se había levantado. No existían ya las condiciones necesarias para sentarse en Neco y saborear aquella delicia en un día como aquel. Las cosas, desde que había salido de casa esa mañana, habían cambiado.


La ciudad nunca le había gustado. Demasiado desorden, demasiado tráfico para su gusto. Corrientes prefería el campo, donde había nacido y crecido, o los bosques, donde durante la guerra había vivido por años. En la ciudad se sentía desorientado, fuera de lugar, e intentaba venir y quedarse lo menos posible. Había tomado estancia en el centro, en una pensión que parecía ser un receptáculo de la peor humanidad. Le pareció la mejor opción porque, en el fondo, quería resultar invisible y allí era facilísimo.

La habitación, embutida entre dos pasillos internos, no tenía ventana. Disponía solo de una cama y una silla sobre la que apoyar las cosas; dos perchas de plástico pendían de un mango de escoba apoyado horizontalmente de pared a pared, sobre la puerta. El baño común quedaba en el fondo del pasillo.

Corrientes se estiró en la cama y se quedó adormilado por casi una hora, a pesar del calor que le oprimía en aquel espacio cerrado y viciado. Escuchaba las voces que penetraban por las delgadas paredes de cartón y que le traían ecos de discusiones entre una prostituta y su cliente. Corrientes pensaba en lugares y personas que ya no existían. No conseguía liberarse de las caras de la gente que había matado y las de los compañeros muertos. Al menos le hacían compañía. Bebió largos tragos de la pacha de aguardiente económico que había comprado en la licorería, dejando que le quemasen la garganta. Estaba estirado en la cama y, cuando no cerraba los ojos, observaba el techo. Entre el calor de aquel agujero y el licor sudaba copiosamente. Sacó del bolsillo de los pantalones un ejemplar del Nuevo Testamento que llevaba siempre consigo y lo abrió en la Epístola a los Romanos. Leyó atenta y lentamente, teniendo el dedo sobre la línea mientras intentaba compenetrarse con el sentido de las palabras: «… castigará con ira y violencia a los rebeldes, aquellos que no se someten a la verdad y obedecen a la injusticia, tribulación y angustia para todo hombre que obra el mal».

Desde hacía tiempo, más que en los lemas revolucionarios que le habían inculcado de joven, encontraba consuelo en aquella parte de la Biblia. Por alguna razón que no alcanzaba a explicarse le resultaba más comprensible y sincera. Se la hizo conocer una pareja de misionarios extranjeros que había abierto una casa de oración en el poblado donde él y sus compañeros solían ir a procurarse provisiones. Los dos –debían ser marido y mujer– le parecían los seres más pacíficos de la tierra. Habían llegado a aquella región donde aún se combatía y se habían propuesto llevar la palabra de Dios. Los habitantes del poblado les acogieron de inmediato; después también sus compañeros, al principio desconfiados, se acercaron a lo que llamaban enfáticamente el Templo. Corrientes siempre había imaginado que un templo debía ser un edificio enorme, de mármol y piedra dura, estatuas y grandes candelabros. Al contrario, la pareja recibía a los fieles en una cabaña de troncos pulidos a duras penas, donde ni tan siquiera había sillas. De imágenes de santos ni la sombra.

Al inicio había sido reticente en seguir a sus compañeros, pero al final le convencieron. Eran un grupo de desesperados, obligados a la fuga, desbandados, en busca de una respuesta –¿qué hacer de ellos mismos?– tras la firma de los tratados el ejército los buscaba y Corrientes había pensado que por último habría podido encomendarse a un dios. La pareja de misionarios lo había acogido sin preguntas, lo invitaba a las reuniones y le explicaba un mensaje simple y directo. Fue gracias a ellos que Corrientes aprendió a leer y escribir con más desenvoltura y a creer que, en el fondo, en el mundo había quedado alguna persona buena. Con los suyos abandonó gradualmente el bosque para instalarse definitivamente en el poblado. Con fortuna y plegarias ni el ejército ni la justicia llegaron jamás a pedirles una rendición o a reclamar justicia. Corrientes volvió a hacer de peón, a destripar la tierra dura y a esperar la cosecha. Se rompía la espalda bajo el sol o bajo los aguaceros tropicales, mientras meditaba las implicaciones de aquella rendición. No había acabado, no para él. Pensaba que los hombres debían responder de sus acciones. A cada error correspondía un culpable y él había empezado a hacer pagar a quien lo había abandonado y traicionado primero: «Castigar a los rebeldes», recitaba el texto.

El Nuevo Testamento se convirtió en el único libro que había leído en su vida. Todos los días leía un fragmento, obteniendo confianza, inspiración y guía. Aquel día no era una excepción: con la pacha en una mano y el libro en la otra, permaneció en aquella posición durante toda la tarde, esperando el atardecer antes de salir a la calle.


Había comido un ceviche velozmente en una soda que había encontrado en su camino. No había sido excepcional y ahora estaba de mal humor. Odiaba no encontrar el tiempo para comer de manera decente, pero había recibido la llamada de Morera que le pedía volver a la Comandancia lo antes posible. Al menos, se dijo, aquella era la mejor manera de conservar la línea. Con sus cuarenta y cinco años y la casi completa ausencia de ejercicio, Navarra a malas penas mantenía el físico enjuto que siempre le había distinguido y tenía miedo de terminar como ciertos colegas de su edad, que eran ya fenómenos de circo, redondos, flácidos y con una serie de enfermedades cardiovasculares destinadas a volverse crónicas. No quería terminar como Rondón, que había caído al suelo durante una reunión fulminado por un infarto, o de Alpízar, que no pasaba por la puerta.

Mientras conducía en el tráfico se limpió los dientes con los dedos. Definitivamente le daba igual la decencia. En el semáforo una señora de tiros largos en un Nissan Pathfinder nuevo nuevo lo observaba con expresión de fastidio, él se llevó la mano a la frente para saludarla. Conozco las de ese tipo, se dijo Navarra. Estuve casado con una durante ocho años.

La señora dirigió la mirada hacia otro lugar.

Todo pasa, acabó por pensar.

De vuelta a la Comandancia, sin embargo, fue a lavarse los dientes incluso antes de buscar a Morera. A veces, no soportando el calor incipiente, se refrescaba cambiándose la camisa. Tenía una colección de guayaberas diseminada por el despacho y el apartamento, para tener siempre una muda lista y bien planchada por Yahaira: una camisa planchada –el algodón fresco sobre la piel– daba siempre una sensación placentera en medio de una jornada húmeda. Aquel día, sin embargo, no se cambió de camisa. Se lavó los dientes, sumergió la cara en agua y pensó que bastaba. Tenía curiosidad por saber qué noticias le daría el asistente. Se fiaba de Morera, lo tenía a su lado desde hacía cinco años y, gracias a su temperamento constante y meticuloso, conseguía poner orden en el frenético desarrollo de sus jornadas. Redactaba informes, archivaba, le hacía las veces de secretario y de camarero. Era un chico que no pasaba de veintiséis, redondo y pacífico, que Navarra casi había adoptado desde que entró en la Comandancia. Estaba disponible a cualquier hora, siempre listo para cualquier solicitud. No parecía particularmente despierto, pero suplía esta carencia con la meticulosidad de los gestos, la repetición de las acciones. Navarra, si bien odiase a los burócratas, apreciaba aquellas cualidades de funcionario aplicado de Morera, que le agilizaba el trabajo y le evitaba perder tiempo precioso con los legajos y la redacción de informes para sus superiores.

Lo encontró en el despacho, curvo y silencioso, mientras escribía en limpio la copia de una denuncia.

«Comisionado, hay una novedad», dijo, poniéndose en pie de un salto.

«Espero que sea buena.»

«Debemos ir a Barrio Dimitrov.»

«¿A Barrio Dimitrov? ¿Qué vamos a hacer, desencadenar una guerra entre bandas?»

«No, aparentemente está todo tranquilo. Una especie de tregua.»

«¿Y por qué vamos?»

«Han matado a La Nacha y quieren que nos llevemos el cadáver.»

Navarra silbó por la sorpresa.

«¿A qué se debe tanta ceremonia?»

«Justo por eso hay que ir allá.»

Navarra suspiró. Fue a su despacho, abrió el cajón del escritorio donde conservaba sus dos pistolas, controló la Glock, puso la cartuchera bajo la axila y aseguró el arma: a Barrio Dimitrov no podían presentarse desarmados.


El Dimitrov era uno de los barrios que se erigían en la zona norte de la capital. Por lo general eran barracas amontonadas sin una lógica en la planicie seca. Si había un pedazo de terreno libre, se plantaban cuatro maderas y se construía un refugio, que poco a poco tomaba la forma de un lugar habitable; no era una casa, pero al menos servía para dormir, cocinar algo y protegerse de los elementos. La apariencia de una vida normal para centenares de familias que no sabían adonde ir.

Con el tiempo toda la superficie había sido ocupada, tanto que ahora las barracas parecían querer devorarse las unas a las otras, construidas sobre perímetros irregulares por cuyo centro pasa una calle apenas trazada, de asfalto erosionado por las lluvias y con la basura a cielo abierto como contrafuerte de las paredes. Tejados de metal y muros improvisados tenían en pie a aquellas construcciones durante el verano, que después se deshacían y acababan literalmente en trozos con la llegada del invierno tropical. Barrio Dimitrov había sido señalado en el programa urbanístico del gobierno como «zona de alto riesgo», un eufemismo para quien, como Navarra, conocía la realidad de aquel lugar. Para entrar era necesario pedir el permiso a las bandas, o bien, entrar a la fuerza con decenas de patrullas y disparando más rápido que el resto. Todos los días se registraban agresiones y homicidios que la mayor parte de las veces ni siquiera eran investigados, tan evidentes eran los culpables. Las bandas se mataban, disparándose aunque solo fuese por haberse asomado por los alrededores, una praxis esta, ya que el rito de iniciación consistía justamente en dar prueba de valentía entrando en el territorio del rival y dispararle. Idioteces, según Navarra, pero una cuestión de increíble seriedad para aquellos chicos, cuyo mundo giraba en torno a los asuntos del barrio, al orgullo y al sentido de pertenencia a la banda.

Por eso se preguntaba por qué ahora casi se les invitaba a venir a recoger a La Nacha, o mejor, lo que quedaba. No eran invitaciones que se recibiesen todos los días.

La Nacha era uno de los jefes de la Barra de Arriba, una de las bandas más peligrosas y potentes que infestaban la periferia de la ciudad. Navarra lo había visto un par de veces en la Comandancia, esposado. Había intentado hablarle, en un interrogatorio consternado de improperios, insultos y desprecio recíproco. Al final, lo habían soltado. El comisionado, tras haber recibido su dosis de amenazas, lo mandó a la mierda, como hacía siempre con los delincuentes de aquella ralea.

«¿Te acuerdas de La Nacha?», preguntó a Morera.

El asistente permaneció en silencio por algunos segundos mientras manejaba. Habían tomando el auto de servicio porque Navarra jamás habría puesto en peligro el Jeep Cherokee del 88 para ir a Barrio Dimitrov. Morera manejaba un Nissan Sentra azul, anónimo, y con los amortiguadores destrozados, el único carro que había disponible en el aparcamiento de la Comandancia. Observaba la carretera, tenso y preocupado, como si esperase una emboscada de un momento a otro.

«Tenía una calavera tatuada en la frente», respondió finalmente.

«Bien. ¿Qué más?»

«Era un loco.»

“¿Por qué?»

«Porque solo un loco va por ahí con una calavera tatuada en la frente.»

Navarra se limitó a asentir. Miraba fuera de la ventanilla la carretera que embocaba a una periferia devastada. No eran solo las casas, era todo el abandono que observaba alrededor, era un grupo de niños que jugaba en las aguas negras de una cloaca y eran dos mujeres sentadas en tierra que se intercambiaban la piedra, el crack que fumaban con ostentación, en medio de la gente, lo que le deprimía. Se sintió invadido por una profunda tristeza porque, en el fondo, lo que veía era el espejo de su derrota y de su degeneración. Habían intentado cambiar las cosas, pero aquel era el resultado. Ya casi no pensaba en la guerra. Había conseguido, como casi todos, sofocar los recuerdos. Y, sin embargo, cuando se encontraba en situaciones como aquella, sentía claro el peso de los errores.

«¿Sabes cuál es el problema de los jóvenes?» Morera se limitó a escuchar, ya sabía que Navarra estaba hablando para sí mismo. «El idealismo. Ponlo en política, en religión o en la criminalidad, como estos desgraciados, pero al final es solo idealismo. Incluso con el dinero: haces dinero solo por idealismo.» Se quedó callado por unos segundos, como repensando en lo que había dicho. «¿Sabes en vez qué es necesario en la vida? Pragmatismo. Pragmatismo, concreción. Es decir, pocas tonterías.»

Morera no decía nada. Sabía por experiencia que cuando el comisionado se dejaba ir de aquel modo solo era necesario escuchar.

«A los chicos le puedes contar cualquier cosa. Por improbable que sea, van y se la tragan. Mira a estos, por ejemplo, creen poder dominar el mundo con las pistolas y la violencia. Se aferran al control de un barrio como si fuese la cosa más importante y no saben que al final es siempre la misma historia: estar en una banda, servir a un partido, soñar la revolución… todo va bien.» El auto se detuvo en la entrada de una bocacalle. Había ya tres patrullas y los agentes de la Unidad Especial con los pasamontañas puestos observaban preocupados los tejados. Agarraban nerviosos los M16 y estaban listos para cualquier cosa.

Un polizonte se le acercó y le indicó un punto al final del callejón. Navarra vio el cadáver, cuyo rostro estaba cubierto por una camiseta blanca ensangrentada. Estaba a pecho descubierto, contaba con un par de agujeros grandes que parecían un detalle más de los cientos de tatuajes que le cubrían el cuerpo. La sangre se había deslizado en un reguero que servía para el desagüe de las aguas de lluvia y había fluido formando un charco cerca de un poste de la luz.

¿Por qué les entregaban este cadáver?, se preguntó Navarra mientras se acercaba.

Empezó a observar la escena. El cuerpo de La Nacha yacía apoyado en un escalón que llevaba a la entrada de una casa. Estaba supino, con los brazos abiertos y, como había notado ya a su llegada, con el tórax descubierto. No era una novedad, los pandilleros a menudo no vestían camisetas para mostrar la complejidad de sus tatuajes, un verdadero diario de sus vidas. Delitos, amores, odios y crímenes se anotaban escrupulosamente sobre el cuerpo y se convertían, así, en la narración de una existencia atribulada que era también una advertencia para los enemigos. Las calaveras tatuadas eran como las estrellas para los generales.

“Apuesto a que nadie de la casa ha visto ni oído nada.»

Uno de los agentes confirmó:

«No hay nadie y si lo hay no abre, seguro.»

Navarra se rascó la cabeza.

«Hay un detalle», dijo el agente.

«¿Cuál?»

El policía quitó la camiseta que cubría la cabeza del cadáver. Morera dio un salto atrás, visiblemente alterado, mientras Navarra dejó escapar un profundo suspiro: La Nacha tenía las cuencas vacías. Quien lo había matado antes le había sacado los ojos.

«Supongo que se los han dado a comer», comentó Navarra observando la hinchazón en la boca. «¿Tienes un lápiz?»

Morera se acercó y le entregó al comisionado un bolígrafo, Navarra se arrodilló y con este presionó en la boca del muerto, levantándole el labio superior. Vio apenas la característica forma del globo ocular, entonces cerró, tiró el bolígrafo al desagüe.

«Como pensaba. La opinión para comprobar a fondo, de todos modos, se la dejamos sin problemas a Merino», dijo.

Hizo ademán al agente que cubriese el rostro martirizado.

Morera se había apartado, intentando no mirar. No sabía cómo su jefe podía afrontar aquellas situaciones. Tenía un estómago de hierro, cosa que a él le faltaba por completo. Era en aquellos casos que se preguntaba si jamás sería un buen policía. Un policía capaz de no vomitar y mantener el control.

El comisionado estaba delante de él y le hablaba.

«Por tanto ahí tenemos una señal clara: este tipo ha traicionado a la Barra de Arriba.»

Morera asintió apenas, intentando mantener una distancia adecuada con el cadáver.

«Le han hecho tragar los ojos. ¿Sabes lo que quiere decir?»

Morera negó con la cabeza.

“Que no era digno de mirar a la cara a los compañeros. Un traidor, en definitiva. ¿Quién nos ha llamado aquí? Me has dicho que se trataba de una especie de tregua.»

Morera asintió.

«Ha sido una llamada anónima.»

«¿Una llamada? ¿Eso es todo? Podría haber sido una emboscada, podrían habernos disparado de un momento a otro.»

No terminó de decir la frase cuando sintió que lo tironeaban. Un niño lo había cogido por el borde de la guayabera y parecía no querer soltarse. Navarra lo observó sorprendido, pero en vez de sacárselo de encima se arrodilló y lo miró en los ojos.

«Tienes que decirme algo, ¿verdad?»

El mocoso tendría unos seis o siete años. Hizo señal de sí e indicó el camino.

«Quédense aquí», dijo Navarra a los otros.

Se adentró con el niño en un dédalo de callejones y pasajes estrechos que parecían llevar al corazón del Barrio Dimitrov, que ahora retrepaba tortuoso sobre una leve colina como si se hubiese tratado de una ciudadela. Las barracas se apretaban entre sí creando diferentes bloques, como contrafuertes que se alzasen en defensa de una imaginaria fortificación central. Navarra notó la ausencia de peatones, a pesar de la hora no había gente en la calle y las casas parecían abandonadas. El ambiente era irreal y parecía cargado de presagios funestos. No obstante, Navarra siguió al niño, cogidos de la mano, y sintió dentro de sí que el ansia desaparecía, paso a paso, gracias a aquel contacto tierno e inocente. Sin hablar, caminaron por largos minutos, subiendo por las calles polvorientas del barrio hasta alcanzar un espacio herboso que un día debió haber sido un campo de fútbol. A un lado un arco había resistido al abandono y al vandalismo, no así la construcción, de la cual quedaban en pie solo un par de paredes. Navarra vio en aquellos restos las señales de un incendio. Fue allí que el niño lo dejó y el comisionado se quedó solo, bajo el cielo nítido de las cuatro de la tarde, esperando que sucediese algo, con la humedad empapándole la camisa y un deseo condenado de algo fuerte para beber.

No debió esperar mucho. Por detrás de las últimas casas que circundaban el solar salieron los pandilleros. Avanzaban lentos, sin mostrar prisa, ondeando el cuerpo y los brazos como si fuesen un grupo de monos. Navarra contó al menos diez, casi todos con los jeans rotos y pecho descubierto, mostrando tatuajes y pectorales. Se mantuvo en su posición, observando cómo se le acercaban, intentando disimular la preocupación y asumiendo una actitud voluntariamente desinteresada y, en el fondo, de desafío. A cinco metros de él, el grupo se paró, dejando avanzar al que debía ser el jefe, un individuo de unos veinticinco años con el cráneo rapado cubierto por un tatuaje que simulaba una telaraña con una viuda negra en el centro.

«Hombre, podríamos matarte», inició el joven. «Y solo porque eres un polizonte.»

Navarra permaneció imperturbable. Alguien en el grupo sonrió.

El individuo se le acercó posteriormente, hasta estar a un palmo de él. Eran igual de altos y se miraban a los ojos. El pandillero tenía las pupilas enrojecidas y su aliento apestaba de aguardiente barato. Con un gesto repentino, extrajo un cuchillo y lo apuntó a la garganta de Navarra. El comisionado apretó las mandíbulas. Habría querido reaccionar. Sabía perfectamente cómo reducir a aquel idiota a la impotencia, metiéndole aquel mismo cuchillo derecho entre los ojos, y a pesar de ello se obligó a permanecer tranquilo. Habría echado todo a perder. Debía saber si de veras se trataba de una tregua y a qué se debía.

«¿Tienes miedo?»

Habría querido decirle que solo los idiotas no tienen miedo, pero estaba seguro de que aquel muchacho no habría entendido las implicaciones de un razonamiento como aquel. Navarra esperó de corazón que aquel estúpido terminase enseguida de hacer el matón para impresionar a los amigos y fuese al grano.

«Me has hecho venir aquí: ¿qué quieres?»

El pandillero lo miró desconcertado. Esperaba otra reacción: temor, perplejidad o una nota de deferencia. Apretó más fuerte el cuchillo en la vena de Navarra en un último intento de demostrar superioridad, después con una carcajada nerviosa lo apartó, pero manteniendo bien a la vista el arma.

«Yo soy el Tuzo. He tomado el lugar de La Nacha.»

«He visto a su compañero allá abajo. Quiero saber por qué nos has llamado.»

«La Nacha ha traicionado. Ha usado los símbolos del grupo para sus intereses personales. Lo hemos ajusticiado como se hace con los traidores.»

Un grito de aprobación acompañó a la declaración del Tuzo.

«No veo cómo nos puede interesar», objetó Navarra.

«La mujer que has encontrado en el parque.»

El comisionado se puso atento.

«¿Qué tienen en común?»

«Le pagaron. La Nacha aceptó dinero para matar a aquella mujer y para usar los símbolos de nuestro grupo. Para nosotros es una afrenta. Ustedes pueden hacer lo que les dé la gana, matar a quien quieran, proteger a los potentes, dárselas de amos, pero no nos metan en su mierda. No nos prestamos a estos juegos: nosotros somos puros y quien traiciona paga.»

Navarra esta vez respiró profundo.

«Llévenselo. Para nosotros está infectado, un apestado. No puede estar aquí, en este barrio. Ni siquiera la familia lo quiere, no tendrá ni sepultura ni respeto por nuestra parte.» Escupió en el suelo. Detrás, otros miembros de la banda exhibieron aprobación por las palabras del Tuzo. «En lo referente a la información, considérala un regalo, polizonte, una señal de buena voluntad por parte del nuevo jefe. Un pequeño favor, por si un día volvemos a encontrarnos.»

Bravo, pensó Navarra. No es una mala idea cubrirse la espalda.

El pandillero hizo un gesto y sus compañeros extrajeron las pistolas: otra demostración de fuerza y poder. «Esto es todo», dijo. «Supongo que no necesitarás al niño para encontrar el camino.»

El grupo permaneció observándolo, lanzándole gritos e insultos, mientras Navarra tomaba el camino de vuelta. Hizo el camino hacia atrás pensando en cómo el caso se estaba complicando. Ni estaba sorprendido. Había demasiados puntos oscuros. No sabía aún casi nada de Julia Terrubares, pero le había parecido improbable que aquella chica se hubiese metido en problemas con una banda. Ahora, haciendo caso de cuanto le acababa de ser revelado, lo ocurrido era un delito por encargo. La chica, por alguna razón, debía haber sido primero secuestrada y luego asesinada. El único símbolo al que podía referirse el Tuzo, además de la AK-47, era el del par de dados, el tatuaje observado en la muñeca izquierda de Julia Terrubares. Un tatuaje hecho para despistar la investigación, probablemente, por La Nacha. ¿Pero en nombre de quien había actuado el criminal?

Volvió al lugar del delito. Había llegado el permiso del juez y los camilleros del Instituto de Medicina Legal se estaban llevando el cadáver. Morera, al ver al comisionado, suspiró aliviado.

«Estábamos a punto de enviar agentes.»

«No es necesario. Solo querían que nos llevásemos a La Nacha porque lo consideran impuro.»

«¿Por qué razón?»

«Luego te lo explico.»

Hicieron el viaje de vuelta en silencio. Las calles se habían llenado de autos. La gente volvía a casa del trabajo y las paradas del autobús estaban llenas de personas, mientras en los cruces los vendedores se habían multiplicado. Navarra cerró la ventanilla y puso el aire acondicionado. Incluso así los ambulantes golpeaban los cristales o la carrocería, ofreciendo prácticamente de todo, de chicles a cargadores para móviles, de agua de coco a empanadas hechas en casa. En aquella hora, en la que el sol iniciaba su veloz e inevitable descenso hacia la oscuridad del lago, Navarra se sentía siempre invadido por un sopor fugaz y frágil, que le indicaba el final de la fase más movida de la jornada. Era una línea delgada, casi imperceptible, que seguía el ritmo natural del movimiento de la tierra. Aquella hora, cercana a las seis de la tarde, marcaba el paso a una parte frívola y ligera, la de los bares, de los aperitivos, de la cena y de las aventuras nocturnas a las que, a pesar del cansancio y el peso de los acontecimientos del día, jamás había renunciado. Managua se volvía al fin una ciudad vivible.

Llegaron a la Comandancia cuando el sol ya se había ocultado. La oscuridad descendió en el breve lapso de diez minutos y ahora los peatones se daban prisa en alcanzar las paradas de autobús y sus casas. Navarra no entró siquiera. Saludó velozmente a Morera que le pedía indicaciones si redactar o no el informe y se subió al Jeep Cherokee con destino al Real.

En el auto, apenas pensó sobre el caso. El rostro martirizado de La Nacha pronto empezó a confundirse con las formas de los carros que se sucedían en el tráfico. Aún lo conseguía y debía ser así, no había otra salida. Observar, pero no mirar, ese era el secreto que le permitía no dejarse tragar por toda aquella locura. No es que tuviese el estómago hecho a aquello o que no sintiese nada. No era de acero, y cada vez que veía un cadáver debía ignorar el susto y la impresión: al susto, porque no podía acostumbrarse a la perversión que corroía al ser humano y la impresión porque no podía detenerse, preso de las emociones, en aquellos cuerpos destrozados por la violencia.

Había visto la cara de Morera, un cachorro aterrado. Todavía tenía mucho que aprender y, sobre todo, aún mucho que ver. En cierto sentido, lo compadecía.

Dejó que la tensión acumulada por la tarde desapareciese. Escuchó las opiniones de un célebre programa vespertino en el canal de la Primerísima y luego pasó a buscar música. Encontró a Rocío Dúrcal que juraba amor eterno a un hombre fatal («… e inolvidable, antes o después estaré contigo y nos amaremos para siempre») y pensó que aquella canción se adaptaba bien a su humor. El amor era algo tan indefinido e inalcanzable que iba bien solo para las canciones: duraban tres minutos y después ya no se pensaba más. Bobadas, en definitiva.

Aparcó delante del Real mientras canturreaba las últimas estrofas. En cuanto entró en el local ordenó al camarero un gintónic doble, la única cosa que en aquel momento pudiese hacer la paz con el mundo. Aunque se mostrase desapegado e intolerante, en realidad nunca se había acostumbrado a aquel trabajo, donde cada día tenía que vérselas con la muerte.

Navarra pensaba que nadie merecía acabar asesinado, ni siquiera un desgraciado como La Nacha. No deseaba a nadie terminar de aquel modo, ni siquiera a los que había odiado o que le habían hecho daño. En cambio, le había tocado ver inocentes, mujeres, niños, viejos muertos en las maneras más atroces. La única salvación para mantenerse a flote era cerrar la jornada en la Zebra o en el Real o en el Long Beach, locales donde podía hundirse en un sofá a beber y picotear los bocadillos sin estar obligado a confrontarse con muertos asesinados. En la semioscuridad, entre las notas de la música salsa de los amplificadores, navegaba en el mar de la tranquilidad, a dos metros sobre el nivel de los otros clientes.

Aquella noche había elegido el Real porque tenía la secreta esperanza de encontrar a la chica morena con la que había charlado justo una semana antes. Navarra tenía debilidad por las mulatas de cabellos crespos y pasadas de peso. Si no tenían anchas caderas y un seno abundante, ni las miraba. Era así desde niño, cuando se le caían los mocos en el regazo de la tata Donata Cantimplor, una mujer que su padre había traído del Caribe, de seno pleno y fuerte olor a musgo de mar. La cercanía de Donata fue una marca que le entró en el cerebro y que nunca consiguió cancelar, caracterizando para siempre sus preferencias en cuestión de mujeres. Sonrió para sí: quizá por eso no había funcionado con Lourdes, que era rubia y de piel blanca como la leche.

La morena de la semana anterior salió de la nada. Él la invitó a beber un coctel –recordaba bien que había optado por un mojito–, después bailaron una lánguida bachata. La muchacha se le pegó, rio a un chiste malo que hizo sobre el perfume que llevaba y luego, terminada la música, desapareció sin un mensaje, un saludo o un número de teléfono. Una especie de Cenicienta tropical con la orden de volver a casa antes de medianoche. Había solicitado información al camarero sin obtener ayuda alguna. También ahora, cuando entró en el local, preguntó al barman si la misteriosa mulata había vuelto, pero la respuesta había sido negativa. Desconfiado, miró alrededor, pero su breve y extemporánea inspección dio la razón al barman. Lástima, se dijo, porque bailando aquella bachata había reconocido en la mulata la marca de las mujeres sensuales y apasionadas.

Navarra era un óptimo bailarín. Aprendió de chico, instigado por el padre que lo obligó a tomar lecciones. «En este país si no se sabe bailar uno se convierte en un marginado social», le dijo, y le impuso una institutriz, una chica un poco más grande que él, Teresita, pero que le sacaba cinco centímetros y muchos puntos de descaro. Teresita tenía la piel que olía a mango y Navarra, atraído por aquel perfume de fruta fresca, ya no se separó. Aprendió, uno tras otro, salsa, merengue, bachata y también un poco de bossa nova. El comisionado entonces tenía trece años y Teresita apenas dieciséis, pero desde las primeras lecciones fue verdadera y auténtica pasión. Navarra seguía el instinto y este le decía que en aquellos movimientos había algo que iba más allá del baile por sí mismo. Obedecía a las instrucciones de la muchacha y permanecía encantado por las sinuosidades de aquel cuerpo femenino que dibujaba líneas invisibles entre la tierra y el cielo. Estaba hipnotizado por los movimientos de Teresita. Al principio torpe y reluctante, Navarra aprendió a sostener a la chica en los momentos más enérgicos de la danza y a dejar que su abrazo se fundiese en un único elemento con la música. Le rozaba la piel y se sentía arrollado por el cuerpo de Teresita, sin saber aún qué era lo que le confundía. Lo supo una tarde caliente y sinuosa, en la soledad de la casa vacía, con la luz del día que iba extinguiéndose, cuando la chica se descubrió los pechos y bailó para él. Para Navarra fue como una revelación. Teresita le enseñó la sensualidad, el mensaje intrínseco contenido en los movimientos del cuerpo, el arte de aquel cortejo especial que del baile desemboca en el erotismo y la pasión. Desde aquel momento bailaron menos y se amaron más. El padre se dio cuenta pronto del cambio que habían sufrido las lecciones de baile. Dejó pasar un tiempo prudente y después anunció que consideraba terminado su aprendizaje: se había convertido en un auténtico bailarín.

No vio nunca más a Teresita, pero desde entonces Navarra se volcó en el baile con un compromiso único, que le hacía caer en trance apenas aferraba una mujer por la cintura para transportarla con sus expertos pasos. No era un amante de la música, pero sentía correr en la sangre la llamada incesante del ritmo, que lo atraía a las pistas en la búsqueda continua de una compañera con la cual compartir aquel sentimiento común. Si luego aquellos pasos de baile lo llevaban directo a una cama, aún mejor.

Terminó deprisa el gintónic. El Real estaba aún en el happy hour y Navarra aprovechó para repetir. Miró alrededor. No había mucha gente. Vio un par de parejas que se hundían en los sofás, mientras otros clientes conversaban entre sí en el mostrador en torno al barman. Alzaban la voz para superar el volumen de la música, pero aún así no conseguía entender el asunto de la conversación. Si el tema hubiese sido de su interés probablemente se habría sumado a la conversación, pero tal y como estaban las cosas temía solo parecer un curioso. Se hizo traer cuatro conchas a la parmesana y solo cuando ingirió los frutos del mar empezó a sentirse mejor. La entrada le abrió el apetito. Llamó al camarero y pagó la cuenta, dejándole una propina abundante para que le avisase en el caso en que la misteriosa mulata hiciese aparición.

Con el Jeep se dirigió a La Cueva del Lobo. Aquí encontró a Igor, el propietario del restaurante, ocupado en una discusión con uno de los camareros. El ruso no tenía un carácter fácil. Había sido una especie de soldado mercenario moderno y llegó al país durante la guerra que siguió a la revolución. En teoría debía ser un asesor, pero en la práctica enseñó las tácticas de guerrilla a pelotones enteros de soldados improvisados, jóvenes e inexpertos, que veían en él una especie de Rambo soviético materializado en la luz del este para guiarlos hacia la victoria. Para algunos había sido un héroe, para otros una pesadilla. Igor, sin embargo, solía presentarse como un idealista cuya tarea era la de esparcir la semilla de la revolución sobre la tierra. Una vez firmados los acuerdos de paz, la lánguida tibieza de los trópicos debilitó toda voluntad guerrera e ideológica, hasta inducirle a retrasar la vuelta a la patria. Debía quedarse poco tiempo, y por el contrario ya iban para quince años que dirigía aquel restaurante que conseguía salir adelante solo gracias a las habilidades culinarias de Dantón Maduro, el cocinero antillano. Igor se movía entre las mesas como un animal enjaulado y encontraba motivos para pelearse con todos, quizá porque no se había acostumbrado aún a aquella vida sedentaria hecha de cuentas y clientes que servir. Solo con Navarra no había peleado jamás. Los dos solían sentarse aparte, en la terraza, y perderse en densas conversaciones, regadas con abundantes dosis de sus bebidas preferidas, vodka para el ruso, gintónic para el comisionado.

Cuando Igor vio a Navarra liquidó sumariamente al camarero.

«Rodriguito, estaba pensando que te habías olvidado de tu amigo ruso», inició, con un español de marcado acento extranjero.

Navarra sonrió y lo abrazó.

«Necesito algo sólido que masticar».

En la Cueva se comía casi exclusivamente carne. El ruso había empezado años atrás su actividad con un menú internacional que no le había traído fortuna. Cercano al fracaso, encontró a Dantón Maduro, apenas desembarcado de Aruba. Ciento diez kilos, reservado y sombrío, maduro, cambió la fortuna de La Cueva gracias a las recetas de las islas, que acompañaba con generosas dosis de zumo de coco o de ananás y un número infinito de otros frutos tropicales. La carne adquirió de este modo sabores hasta entonces desconocidos en una ciudad acostumbrada a las privaciones de diez años de guerra. Para algunos, La Cueva había contribuido al proceso de paz y a la democracia, reclamando en su local ritos y sabores que se habían perdido entre dictaduras y revoluciones. Fue el periodo de mayor fulgor del local, después con el tiempo el restaurante perdió clientela –la competencia crecía aguerrida– y solo entonces Navarra, que buscaba privacidad y calidad, pasó a ser un cliente asiduo. Conversando con el alborotado propietario, había encontrado muchas cosas en común, empezando por los lugares y las personas que habían conocido y frecuentado durante la guerra a la Contra. Así se convirtieron en amigos y para ambos, reservados y de pocas palabras, fue decididamente una novedad.

El comisionado, aquella noche, tenía hambre. Los bocadillos del Real, en vez de mitigar el apetito, le habían abierto el estómago. Ordenó un filete poco hecho, con las patatas hervidas ahogadas en natilla.

«Y tráeme un tinto», añadió, esperando el chileno de siempre que se servía en La Cueva.

Igor se sentó en la mesa de la terraza con él.

«¿Un aperitivo?», preguntó.

«Naturalmente.»

El gintónic no tardó en llegar.

«¿Cansado?»

«No más que de costumbre.»

Navarra observó a Igor. El ruso había engordado con los años. La inactividad y el ocio lo habían redondeado en forma exagerada. Era un hombre de casi un metro noventa que había superado hacía tiempo su peso. Incluso la respiración era afanosa y los carrillos mostraban capilares rotos que indicaban altos niveles de triglicéridos y colesterol.

«Igor, me parece que eres tú quien necesita reposo. Y ejercicio: ¿Has engordado aún?»

El ruso se defendió.

«Mentira. Puedo seguir así hasta el infinito. La única cosa que necesito es mi gasolina especial», respondió, indicando la botella de Smirnoff. «¿Qué te ocupa?», preguntó a Navarra.

«Un caso nuevo. Han asesinado a la hija de un terrateniente.»

Igor hizo una mueca.

«No sé cómo soportas esta mierda.»

«No es más que trabajo, Igor. Cuando tienes un trabajo lo haces, no te preguntas muchas cosas.»

«No lo sé, Rodriguito. Tú lo pones muy fácil y yo, que te conozco, sé que no piensas así.»

Navarra sonrió. El ruso era el único que lo llamaba con aquel diminutivo, valiéndose probablemente de los quince centímetros con los cuales lo superaba.

«Cuando éramos jóvenes era diferente, ¿no? Estábamos convencidos de poder cambiarlo todo, hicimos una revolución por eso. ¿Has pensado alguna vez cuántos han tenido la fortuna y la desgracia de vivir una revolución? Una ocasión única, y a pesar de todo, las cosas no fueron como pensábamos, ¿no?» El ruso hizo una mueca, fortalecido por su mismo discurso.

«Mira, Igorcito, yo no pienso más en ello. Esta es la realidad.»

«Nadie piensa en ello, este es el problema.»

El camarero llegó con el filete. La natilla rebosaba la patatas humeantes y Navarra sintió la saliva inundarle la boca.

«A veces pienso en cómo hemos cambiado», insistió el ruso. «No lo digo solo por ti. Hablo también por mí.»

«No le des demasiado peso. De jóvenes pensábamos que se pudiesen combatir la injusticia y abatir las tiranías. Éramos presuntuosos y no entendíamos nada. Pon además que el tirano –aquel tirano– lo eliminamos de veras, ¿y quién podía detenernos? Han sido necesarias duchas frías, pero ahora hemos comprendido que las revoluciones se hacen siempre en nombre de algún otro, más potente y astuto, que luego de liberador se transforma en un nuevo tirano: ¿simple, no? Si has estudiado un poco de historia, te darás cuenta de que siempre fue así». Navarra terminó su discurso con una expresión bufa que hizo sonreír a Igor.

«La historia la conozco. Si quieres te recito la de nuestro glorioso partido comunista…»

El comisionado lo interrumpió:

«No me ocupo más de política. Hago un trabajo que me lo impide. ¿Comes algo?», preguntó al ruso. Cogió los cubiertos como bayonetas, estaba listo para morder el primer bocado.

«No. Te acompaño aún un poco con la Smirnoff.» Después retomó: «¿Y qué haces si no tienes más ideales en que creer?»

«Pienso en la muerte», respondió Navarra.

Igor estalló en una carcajada.

«¿Qué quieres decir?»

«Digo que es mejor morir jóvenes, cuando todavía no tienes nada qué recriminarte. De viejos es peor, porque pasas el tiempo pensando en tus errores y en todo lo que has hecho mal.”

Transcurrieron el resto de la noche conversando. Igor exponía a Navarra los problemas con el personal y el resultado de una pelea con un cliente.

«Los perderás a todos», le dijo el comisionado. «Los clientes se vician, tú en vez les pegas.»

«Mientras Dantón esté en la cocina, será difícil que se vayan.»

Se quedaron a conversar hasta medianoche. Mientras tanto, Navarra terminó la botella de tinto chileno, dejándose mecer por el vientecillo que provenía del lago. Igor se alejó del vodka, pero aún encontró el tiempo para gritar algunos improperios a uno de los camareros que había dejado caer un plato al suelo. Navarra le impidió levantarse y hacer una escena. Luego, poco propenso a la idea de irse, pero pensando en lo que le esperaba al día siguiente, se levantó y saludó al amigo. Arrancó el carro y permaneció quieto por un buen minuto antes de partir. Estaba pensando, no lograba concentrarse, como si no consiguiese enfocar el cerebro.

«Debo beber menos», se dijo, aun sabiendo que ese no era su principal problema. Dirigió el carro hacia el centro, dio una ojeada fuera de un par de locales hasta que contempló la posibilidad de pasar por La Negra. Giró alrededor de la colina de Tiscapa y frenó por los semáforos en sucesión. Miró a la altura: aquel lugar siempre le acongojaba un poco, por las implicaciones de la historia, de lo que habría podido ser y no había sido. El perfil negro de Sandino, que se recortaba en el horizonte a la luz de la luna, parecía un gigante listo para bajar a la ciudad.

Estaba entrando en un territorio de arenas movedizas de la mente y se esforzó en pensar en el inminente encuentro con La Negra. Al contrario, cuando estaba acercándose a la casa de la amante, cambió de idea y dirigió el auto hacia el barrio exclusivo de Los Cedros.

Aminoró la velocidad cuando embocó la calleja en subida que llevaba hacia la cima de la colina. El desorden urbanístico de los barrios del centro se había transformado en un barrio de calles limpias y ordenadas, con pulcras avenidas que servían para entrar en lujosas casas. En cada esquina, una garita blanca y azul delataba la presencia de los guardias de seguridad, que ya habían tomado nota del número de su matrícula. Al comisionado no le importaba. Avanzaba a treinta kilómetros por hora hacia una meta que conocía bien. La casa que buscaba se entreveía apenas entre el denso follaje del seto de la valla. Detuvo el carro sin apagar el motor. La casa estaba inmersa en el silencio y no se veían luces encendidas. Navarra buscó, sin fortuna, entrever una señal de vida, quizá tan solo una sombra. Estaba a punto de ponerse en marcha cuando vio acercarse en el espejo retrovisor el auto de vigilancia. En vez de importunarlo, los agentes pasaron derecho haciendo un gesto de saludo.

Deben estar acostumbrados a verme aquí, pensó el comisionado.

Dio un último vistazo a la casa donde había vivido por ocho años y cogió el camino del retorno.

El secreto de Julia

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