Читать книгу Como viento de verano - Mauro Sebastián Martínez - Страница 6

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RUBIK

Conocí el insomnio siendo un niño. Soñaba que un rubik giraba dentro de mi cráneo armando sus colores y despertaba a los pocos movimientos con un dolor de cabeza tremendo repitiendo de manera automática el nombre: Micaela... Micaela...Micaela y luego no podía dormir, pero ahora y para siempre, eso será problema de otro.

Micaela era una amiguita con la que jugábamos en los patios y las veredas del Barrio Santa Rosa. Íbamos de mi casa a la suya, de su casa a la mía, hasta que una noche de mayo un hombre apareció y comenzó a visitar seguido su hogar. Llegaba en un automóvil elegante y brilloso, hablaba todo el tiempo por celular y nos daba dinero para comprar golosinas.

A los pocos días de la aparición de este señor, más precisamente una mañana a finales de mayo, mientras nos hamacábamos en el parque de la esquina comiendo alfajores, me confesó que ese hombre sería su padre, porque el anterior se fue a Buenos Aires, y me mostró lo único que le había regalado, un rubik. Lo llamábamos cuadritos de colores.

Ese complicado juguete nos unía, ambos lo dábamos vuelta tratando de hacer coincidir los colores, pero nunca lo logramos.

Una tarde de abril, esas donde el otoño es aun cálido, mientras jugábamos en el patio de mi casa dejamos de lado el rubik, decidiendo saltar sobre los números de la rayuela y como de costumbre su madre llegó a buscarla, pero esta vez trayendo tarjetas de invitación a su casamiento. Mi mamá le dijo -te felicito-, ella sonriendo contestó –estoy muy contenta-. Nosotros terminamos con la rayuela y continuamos nuevamente con el cuadrito de colores hasta que después de tanto hablar con mi madre, finalmente se decidió llevar a Micaela.

A la semana fuimos a esa invitación donde mamá me había peinado durante quince minutos, recuerdo que renegó bastante con los dos remolinos que aún se me hacen sobre la parte superior de la cabeza; Micaela estaba vestida con muchas flores, todo era blanco. Esta vez su madre no la dejo salir a jugar. Luego no nos veíamos seguido hasta que se mudó a otra casa, olvidando el cuadrito en mi bolsa de muñecos.

Le pregunté a mamá ¿Dónde se fue? ¿Por qué se fue? y ¿Por qué no venía a jugar?

—Ella se fue a vivir a un sitio de la ciudad que está muy alejado de donde vivimos- Respondió mamá mientras planchaba la ropa.

—¿Pero algún día me podés llevar a jugar con Micaela?- Le pregunté.

—Sí, pero no sé cuándo... Ahora andá a hacer tu tarea que estoy ocupada- Contestó mientras separaba las prendas de vestir.

Cuando mamá me explicó eso, guardé el rubik que olvidó y lo coloqué en una caja de zapatos junto a los objetos que más apreciaba.

Y ahí estaba el cuadrito de colores como Micaela lo había dejado, con sus colores desordenados y con las marcas de sus manos. No volví a tocarlo, que permaneciera en ese estado era una forma de detener el tiempo, donde lo inconcluso lograba que ella continúe jugando conmigo. Esa mañana algo sucedió; vi todo más amplio, las noches se alargaron y en los sueños recurría una escena donde el cuadro de colores reemplazaba a mi cerebro.

Yo jugaba solitario en el patio de atrás, con muñequitos y cochecitos, su ausencia hacía que me aburra, pero las fechas fueron pasando y se hicieron presentes el olor a cuaderno nuevo, borrador y lápiz.

Había una señora a la que todos le decíamos maestra o seño; y muchos chicos, que mamá mientras me acomodaba el guardapolvo, me explicaba que serían mis compañeritos. Fui creciendo con ellos, las aulas, los nuevos juegos y los docentes cerrando el recuerdo de Micaela.

Tenía amigos con los que pasaba el tiempo jugando a la pelota, a las cartas, a las escondidas o mirando dibujos animados. Micaela prácticamente había desaparecido y mis intereses eran otros. Solo quería divertirme.

El miércoles 8 de septiembre de 1998, el día en que cumplía mi noveno año, tras las visitas de unos tíos de Santa Fe, mis padres decidieron hacer un festejo pequeño en el patio de atrás. Invité a mis amigos y pasé un hermoso día con ellos. Algunos me trajeron regalos y, como caía entre semana, apenas anocheció cada uno se fue a su casa. Mientras mamá limpiaba el patio, y papá le contaba anécdotas a su hermano, yo tomé los regalos y fui a mi habitación para abrirlos. No tardé en despedazar las envolturas; descubriendo dos remeras, un par de media con un calzoncillo, un cochecito a fricción y en el de mis tíos... En aquel paquete hallé una linterna y un rubik.

Tomé el cuadritos de colores, lo miré e inmediatamente recordé a Micaela. Ese miércoles tan vívido y alegre se asentó en una noche dubitativa y nostálgica. Allí fue cuando comencé a tener sueños recurrentes donde mi cráneo giraba dolorosamente como un rubik y despertaba nombrándola a ella. Entonces, en la consecución de esas pesadillas, después de tres noches, le eché la culpa al regalo de mis tíos. Agarré el cuadro de colores, lo desordené y lo dejé sobre la mesa. Luego mamá lo coloco sin darle importancia sobre el antiguo aparador.

El doloroso sueño desapareció al menos por un par de semanas, hasta que el primer sábado de julio una compañera vino a hacer la tarea acerca de la independencia Argentina de 1816 y quiso enseñarme los movimientos para armarlo perfectamente y me negué a ese aprendizaje, pues no quería ordenar un juguete que, desordenado, me recordaba a mi amiga. No me interesaba que todos sepan o no armarlo, yo sabía que desordenado para mí estaba bien, y en ese estado lo guardé en el cajón del armario. No quería seguir viendo ese juguete que me traía constantemente a Micaela, me causaba angustia y atormentaba mis noches.

Desde entonces algo ocurrió en mí, fue como un mirar la vida. Ladrillo a ladrillo se alzaban las casas de los que serían mis vecinos, en la escuela veía a los maestros que entraban y salían del aula, las luces se extendían en los extremos del pueblo. También veía a papá que se le teñía el pelo de gris, a mi hermana maquillándose frente al espejo, a la perra ladrando y, como por arte de magia, al instante con cachorros. Poco a poco todo crecía, se ampliaba o dejaba de ser hasta que una mañana de octubre del 2001 la vi en la plaza. Lo que circulaba sobre mis sentidos sin hacer pausa esa tarde se detuvo.

Yo regresaba de la escuela, ella también parecía hacerlo y la observé vestida con un uniforme diferente a los que veía diariamente. Luego llegaron los 13, 14 y 15 años y comprendí: El que hablaba por celular era un empresario, el lugar lejano donde residía era un country, el uniforme era de una escuela privada y su indiferencia era a causa de la clase social. Pero yo creía conocerla y esto último en ella no existía. La crucé varias veces en la ciudad, la textura y calidad de su ropa eran diferentes a la mía y sea cual fuera, siempre el automóvil en que andaba era radiante. Buscaba el choque de miradas para poder hablarle o saludarla pero continuaba indiferente y nunca sucedía tal encuentro renunciando al cruce de miradas o de una posible charla.

II

Ya en mi adolescencia donde tenía mucho por descubrir, todo era revelador y existencial. El tema de la indiferencia había quedado atrás como una mala experiencia. Los amigos con su complicidad ayudaron a que la quite de mi mente y las compañeras de curso con su belleza, sumado a la responsabilidad de levantar las materias y no repetir de año, le añadieron trabajo al tiempo que usaba mi cabeza para pensar. Todo marchaba lejos de Micaela, con experiencias amorosas nuevas y un entendimiento más profundo en cuanto a relaciones humanas. Ella estaba próxima al olvido, sí, muy cerca, pero no sucedió porque tuve otro encuentro, como si fuera que las veces que decidí alejarla de mi memoria y eliminar el sentimiento que alguna vez significó, mágicamente aparecía para hacerme saber que fue importante y que podía seguir siéndolo.

Volví a hablar con ella cuatro meses después de haber cumplido los 18 años. Desde entrado a la adolescencia dormía a las dos o tres de la mañana y la luz que brotaba de mi habitación era la única señal de vigilia en la cuadra. Leía, estudiaba o simplemente me quedaba pensando hasta que me daba sueño. Mis compañeros cuando necesitaban o precisaban saber de mí, pasaban por la calle mirando a la ventana y si estaba iluminada me enviaban un mensaje para charlar, vagar o beber algo, otros se animaban a acercase y golpearla.

Una noche de septiembre mientras leía “El País que fue Será” sentí una fragancia fresca, suave perfume de rosas pensé que era mamá. Entonces, antes de que golpee la puerta para recordarme que apague la luz y duerma, le gané de antemano, dejé el libro, apagué la lámpara y me acosté. El sueño se posó rápidamente pero de manera liviana. Entre la fragosidad escuché llantos del otro lado de la ventana y me dije -Seguro es uno de mis compañeros que volvió a pelearse con su novia-.

Desperté y sin prender la luz vi por las rendijas del parasol y encontré una figura delgada, con los cabellos sobre los hombros, sentada contra el muro, con la cabeza entre las rodillas. Encendí la luz, abrí las hojas de la ventana cuidadosamente, ella lo escuchó y se acercó en silencio, la luz le iba descubriendo el rostro, ¡No podía creer quien era! y sin que la invite; entró a la habitación levantando las piernas sobre el marco. No pregunté un por qué; intercambiamos unas pocas palabras y decidí contarle la historia del rubik.

Ella se sorprendió, no podía entender lo que eso significaba para mí. Me temblaban las manos de nervios y con esos espasmos saqué el rubik de la caja de zapatos guardada en el fondo del ropero, lo apreté con los dedos y sentí que algo sucedió con el espacio. Extendí mi brazo y se lo entregué. Ella con una pequeña sonrisa, lo agarró. Para que no vuelva mamá a advertir sobre la luz y la encuentre, fui a cerciorarme de que mis padres durmieran. Después de escuchar que roncaban, regresé y la hallé en la cama terminando de armar el cuadro de colores:

Seba, sé de mi indiferencia; pero mañana nos mudamos. Los negocios de mi padrastro han tenido excelentes resultados y ganará grandes sumas de dinero. No daré mucha explicación de porqué estoy aquí solo que esta semana falló todo y tengo que partir, desde niños nos entendíamos sin hablar y sé que esa relación de infancia persiste, pero si te interesa digamos que... Quise venir a despedirme de mi primer amiguito y a disculparme por haberlo ignorado. Pero cuando entré por la ventana no me hiciste ni una pregunta y de repente, temblando me contaste esa historia del rubik. Es como si fuese que me estuvieses esperando años para hacerlo, y eso, no sé cómo explicarlo... Pero mientras lo movía coincidiendo los colores me invadió un sentimiento en el cuerpo.

Tomá, ya lo armé. Apagá la luz, y acóstate.

Esa noche en el sueño, el rubik se armó por completo y no desperté con jaqueca. Desde entonces mi sueño es pesado, llega rápido, es renovador y al despertar ya no repito el nombre Micaela, Micaela, Micaela. El llamado que la nombra proviene desde afuera.

Como viento de verano

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