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ОглавлениеAmor Por Víctor Ibarra B.
Sustantivo masculino que proviene del latín amor, amoris. Sus usos más frecuentes en la literatura latina están asociados a Ovidio, Cicerón y Virgilio. Si retrocedemos hasta este, su antecedente etimológico inmediato, notamos que el amor es concebido de múltiples maneras. Quisiera detenerme en una de ellas: en su empleo como técnica. Curiosa tekhné la del Ars amatoria o la de los Remedia amoris, por ejemplo; tratados mediante los cuales el amor puede ser enseñado y desaprendido. Quisiera, Ovidio no obstante, referirme a una mención más breve y heterodoxa que, sin embargo, profundiza la idea del amor como técnica. Aquí el amor aparece, incluso, como una herramienta. Hablo de la Fedra de Séneca. La trama es bien conocida: una madrastra se enamora de su hijo putativo. Teseo, el marido y padre, está lejos y entonces Fedra lo intenta. La nodriza la previene: que Hipólito se aleja de las mujeres, que no le interesa amar (ni ser afectado por el amor ni amar para reproducirse), todavía menos si es un amor incasto como el de ella. La respuesta de Fedra y su falta de pudor nos sorprenden: “¿Es [Hipólito] salvaje? Hemos aprendido que con amor vencemos a los salvajes” (2009, 240).
Es necesario indicar sobre este pequeño preludio que la comprensión del amor como técnica en la literatura latina no obsta otros sentidos del término: el amor es entendido también como divinidad, como origen de la reproducción y, sobre todo, como afecto. Diversas definiciones del amor conviven, entonces, sin excluirse ni objetarse. Me interesa el recurso a Fedra porque en la victoria frente al salvaje se juega, como anticipación, el problema que el Derrida de Glas querrá leer en el tratamiento que Hegel hace del amor en general. Principalmente porque para Derrida el amor hegeliano tiende al establecimiento de una unidad que niega al otro tal y como el amor de Fedra vence y, por tanto, elimina al salvaje. Pero también creo que es importante contrastar esta convivencia feliz de las diversas acepciones del amor escenificada en la literatura clásica con la diversidad que Derrida le niega al texto de Hegel. Explico esto último: respecto del amor, Hegel no tendrá una posición coherente a lo largo de su filosofía. Podríamos, cuando menos, distinguir dos momentos: el temprano y el sistemático. Derrida, en cambio, planteará una continuidad tendenciosa, que no hace justicia al movimiento que se juega en el tránsito entre los textos de juventud y la filosofía acabada a propósito del amor y su papel en la pregunta por la libertad. Creo que en la omisión de este giro en la filosofía hegeliana por parte de Derrida, podemos auscultar la posición que este último ocupa en la discusión del amor y qué quiere decirnos sobre Hegel. Ergo, es necesario visitar con Derrida las distintas asociaciones que establece para explicar el amor de Hegel en una paráfrasis que, en principio, parece inocente, pero cuya movilidad y fluidez articulan una coherencia dudosa y dificultan el abordaje metódico de su despliegue en Glas. Respecto de este derrame del amor por el texto derridiano, intentaré mostrar los desplazamientos principales y, con ello, los saltos y las interpretaciones que Derrida impone al corpus hegeliano para dotarlo de sistematicidad absoluta. Para negarle, en último término, cualquier dubitación.
Así, pese a la coherencia que Derrida intenta mostrar en el tratamiento hegeliano del amor, su abordaje no puede simplificarse mediante la composición de un concepto empírico y su aplicación aleatoria a los diversos casos que ofrece Glas a la mirada del lector. Al contrario, el amor es un término que resiste cualquier reducción apriorística y que parece evolucionar progresivamente, no obstando el lugar más o menos claro que Derrida le asigna en la filosofía de Hegel. Es importante señalar además que el abordaje de los textos hegelianos sobre el amor en Glas no es cronológico ni lineal, va y viene en zigzag. Por ello, dividiré mi entrada en numerales que intentan desentrañar, por secciones, las distintas “posiciones” que ocupa el amor en el argumento general de Derrida, con vistas a recorrer con el filósofo francés la reconstrucción del problema en Hegel. Estos momentos serán los siguientes: I. La sistemática. Aquí Derrida da inicio al análisis y hace equivaler el amor a la familia, como predicado esencial de este primer momento de la eticidad del derecho. Un amor que considera textos del periodo temprano y la filosofía hegeliana del derecho, ya sistemática. II. Filosofías de la vida y del amor. En este segmento, muestro cómo Derrida distingue el amor del impulso en los textos tardíos de Hegel, y cómo retorna a los escritos juveniles para mostrar que antes del cristianismo no hay amor. Y para proponer subrepticiamente una coherencia total en la obra de Hegel. III. Reconciliación absoluta. En esta sección, abordo cómo Derrida intenta leer el argumento del amor como una reconciliación absoluta, es decir, como una totalidad que niega la alteridad en su constitución. IV. El judío no ama. En este apartado, pretendo sumariar cómo una lectura sobre el amor en Hegel debe pasar por su concepción del judío como un antes del amor. Coincidiré aquí con Derrida en que el tratamiento del judaísmo es estable al interior de la filosofía de Hegel. V. El amor y la belleza. En esta sección me enfocaré en las coincidencias entre el amor y la belleza, coincidencias que aparecen en el texto hegeliano y que, como Derrida ha sabido reconstruir, dicen relación con el problema que supone para Hegel la objetividad, que adelantan la cuestión de la imposible encarnación del amor, tema del apartado subsiguiente (VII. El amor manifiesto). VI. Fidelidad ante la ley. Aquí pretendo mostrar un movimiento curioso y poco claro en la lectura de Derrida: la proposición de una humillación infinita como contracara de la generalidad del imperativo categórico. El amor, así, nos salva de la economía de las equivalencias, pero nos somete a una culpa infinita que, a mi entender, es poco fiel al texto hegeliano. La sección siguiente, VII. El amor manifiesto, se dedica a la imposible encarnación del amor, como ya adelanté. Por último, en VIII. La trenza intento cerrar retomando la idea basal mediante la cual Derrida traza una continuidad entre el amor en el periodo temprano y el sistemático, es decir, la reconciliación que se enunció en III, eje sobre el cual articula algunas cuestiones acerca del amor relevantes para sostener su hipótesis, por ejemplo, que el amor para Hegel debe estar separado de la inclinación; solo así es capaz de constituir una ética como la que nos inculca Jesús. Concluiré oponiéndome a la tesis de Derrida a propósito de que el amor es una suerte de protodialéctica o anticipación del sistema completo, pero le concederé que la conceptualización amorosa del Hegel temprano –y con mayor razón del tardío– no considera suficiente ni trágicamente la singularidad del individuo, y que entonces nos condena al fracaso no solo porque responde de modo insuficiente a la pregunta por la libertad5 (que es el motor, este sí, de toda la filosofía hegeliana), sino porque nos impone un modelo que al privar al amor de la inclinación no supera del todo las limitaciones que trae consigo el deber kantiano –a pesar de que es un modelo que, como respuesta a la interrogación por la libertad, Hegel desecha al terminar de escribir el texto sobre el espíritu del cristianismo–.
I. La sistemática. Si nos detenemos en las primeras referencias al problema del amor, descubrimos que Derrida alude en principio a la filosofía del derecho. Estas referencias son, a la vez, referencias al “inicio”. “Comienzo [entonces] por el amor” (2015, 12), dice Derrida. ¿Qué significa, para él, comenzar en, comenzar con la filosofía de Hegel, el amor mediante? El amor aparece aquí, ya lo anticipé, bajo una determinación fundamental, la familia: “El amor es un predicado esencial del concepto de familia, es decir, de un momento esencial de la Sittlichkeit” (2015, 17). La familia, primer elemento del silogismo de la Sittlichkeit, es no solo el modo en que Derrida entra a la cuestión del amor, sino a la cuestión total en Glas. En esta equivalencia (familia, sujeto = amor, predicado) se juega la interpretación central que Derrida ofrece del texto hegeliano. Para Derrida, el amor será y habrá siempre sido ese primer momento lógico, cuyo punto crítico constituirá el gozne del tránsito de la familia, que llamaré también aquí ley de la singularidad, a la sociedad civil, inaugurada por el conflicto entre esa ley de la singularidad y la ley de la universalidad.
Pero quedémonos en el amor. Derrida se ha vuelto a la Enciclopedia. “En la familia, el amor constituye el primer momento de esta racionalidad. No hay amor, ni familia, en la naturaleza física o biológica. El lógos, la razón, la libertad son el lugar del amor” (2015, 18-19). Esta es una determinación importante. La familia ya está dentro del programa racional. En cuanto primer momento del silogismo tiene como destinación la libertad en el Estado. El amor, entonces, como predicado esencial de la familia, es necesariamente conceptual y debe dar paso a la mediación de su singularidad sentida, porque el amor es un afecto inmediato –aunque no inclinación, como veremos luego–. (Derrida ha retornado a su filosofía del Derecho). La familia, primer estadio de la eticidad, es a su vez un silogismo de tres momentos, a saber, el matrimonio, la propiedad familiar y la educación de los hijos. “Pero la unidad dialéctica de estos tres momentos, que hace que la familia sea lo que es en su arrebato, la unidad de su autodestrucción silogística, es el amor. Unidad sentida o, más bien, sintiente, unidad del sentir (…), unidad que se siente” (2015, 21). El amor se presenta así, curiosamente, como la síntesis del silogismo, aquello que liga y transita los tres momentos; síntesis que, a su vez, recoge y abole la independencia de las partes. Esta descripción tiene sin duda un aire de familia con la Aufhebung. Y en efecto para Derrida el amor será impensable “… en su concepto (el concepto del sentir-se que, a su vez, no se siente) sin tener en cuenta esa negatividad relevadora” (2015, 22). Mostrará a continuación que la familia es el momento más natural del silogismo ético, y que en su polaridad al interior de la tríada se opone al Estado de diversos modos. El amor, vinculado al deseo subjetivo, es todavía una orientación de la familia, no así en el Estado cuya ley es indiferente y universal (2015, 23).
El amor como esta unidad de la familia, como este sentimiento de sí mismo, se encarna en la figura del miembro familiar, por oposición tanto a la persona del derecho abstracto como al ciudadano de la sociedad civil (2015, 24) (las figuras respectivamente anterior y posterior al miembro). La inmediatez del afecto, que es “mi unidad con otro” como diría Hegel (seguimos en la Filosofía del derecho), implica en un primer momento el no querer ser separado, un rechazo a la autarquía (2015, 25) y, en un segundo momento, el alcanzarme en el otro, en valer lo que “a su vez esta [otra persona] alcanza en mí” (Hegel ctd. en Derrida 2015, 25). La contradicción yace en que el saber de mí es alcanzado solo a través de la renuncia al para-mí, es decir, a la autarquía. Y Derrida dejará esta contradicción dialéctica momentáneamente en suspenso para retroceder hasta los textos de juventud, para intentar convencernos de que la filosofía del amor y la vida, como él la llama, podría decirnos algo del “núcleo más ‘duro’ de la estructura familiar” (2015, 27). Esta es la bisagra mediante la cual Derrida intenta vincular de modo absoluto la filosofía temprana con la sistemática de Hegel: “Lo que en ellos [en los textos tempranos] encontramos, en efecto, se presenta a la vez como un germen y como un conjunto de rasgos invariantes del sistema” (2015, 27-28). Esta es una afirmación que puede y que no puede a la vez ser defendida. Un poco más adelante, dirá Derrida que “[l]os trabajos de juventud sobre el cristianismo –y particularmente sobre la Cena– habría que leerlos, por ejemplo, como la preformación teleológica del sistema acabado” (2015, 28). Lo veremos paso a paso. No debemos perder de vista, sin embargo, que el tratamiento hegeliano del amor que ha parafraseado Derrida hasta ahora, circunscrito a la familia, tiene siempre como objeto la demostración del Estado como la institución que garantiza la posibilidad de la libertad. Posibilidad que, para Hegel, no puede ser hecha efectiva en el medio inmediato de la familia y su amoroso miembro. Derrida ha comentado hasta ahora por ello la filosofía sistemática terminada y resuelta que incluye, recoge pero/y abole al miembro en la ciudadanía y la libertad prometida por el Estado y sus instituciones.
II. Filosofías de la vida y del amor. Para Derrida, el problema de la familia y de su predicado esencial, el amor, está ya en la forma de una semilla acunado en la filosofía hegeliana temprana, anticipando la invariancia del pensamiento de su autor. Esta afirmación quiere ser absoluta. Hegel nunca ha dudado. Derrida traza un recorrido temático, que urde una continuidad insólita y subterránea. Y nos confunde. En cuanto afirma que podríamos encontrar todo germen en la filosofía temprana, decide volcarse sobre “un texto muy tardío” cuyo nombre se reserva. Le interesa explicar la filosofía del espíritu y su inmanencia. En este marco, retorna al sentirse del miembro familiar, la unidad retentiva en sí –que anticipé en la sección anterior–, al amor. Porque el espíritu debe experimentar su libertad (este es siempre el problema en Hegel), y en esa experiencia la sensación y su relación con la materia nos devuelven al problema de la inmediatez. Y debo citar a Derrida en extenso:
Eso se produce en primer lugar en el devenirvivo, en el devenir-vida de la materia. En la vida, el espíritu que se había perdido y dispersado según la exterioridad de la materia comienza a relacionarse consigo mismo. En primer lugar, bajo la forma del sentir-se. Esta instancia del sentir-se, que predica también el amor, se da primeramente de forma inmediata, natural y exterior (el sentir) en la animalidad. El sentir humano todavía es animal. La limitación animal la siento, en cuanto espíritu, como una constricción negativa de la que procuro liberarme, como una carencia que intento colmar (…). El hombre solo pasa del sentir al concebir sofocando el impulso, cosa que, según Hegel, no podría hacer el animal (2015, 32-33).
El espíritu debe liberarse del impulso, sofocarlo, en el camino a la realización de su libertad. Podríamos pensar en principio que el amor, en cuanto afecto, debe ocupar también el lugar de lo sofocado por la idealidad. Pero, según Derrida, en la sofocación del impulso “se anuncia la familia”. Y el amor entonces no sería, pese a su singularidad y afectividad absolutas, predicado de los animales, porque en la anunciación de la familia se anuncia también el amor.
El amor así no es impulso, porque como señala Hegel “… en el impulso no hay conciencia de sí. Ahora bien, el hombre se conoce él mismo y por eso se distingue del animal” (Hegel ctd. en Derrida 2015, 33), y el amor es un saber de sí que se alcanza mediante la renuncia. Y porque el amor es el predicado esencial de la familia, primer momento del silogismo de la Sittlichkeit, es ya conceptual, ya razonable, ya humano. Ya pensado; y este es un punto importante que nos permitirá mostrar cómo y por qué Hegel sí dudó respecto del amor y de su lugar en el sistema, a saber, porque el amor temprano, del lado de la vida, pretende resistir el pensamiento, que está del lado de la ley que reflexiona. El amor de la época sistemática, en cambio, está ya en la familia como algo lógicamente dado y legalmente orientado (hacia el Estado y las instituciones).
Derrida se aleja del Hegel tardío para mostrar ahora sí el problema en los textos tempranos. La cuestión del amor aparece asociada a la familia, ya lo dije, pero no a cualquier familia, sino a la familia cristiana. Esto es cierto: el tratamiento del cristianismo y del judaísmo es bastante coherente al interior de la filosofía de Hegel, tal y como supone Derrida: “En cuanto a la familia podemos seguir una homología muy precisa entre los primeros esquemas y los del período final del sistema” (2015, 42). La pregunta que dejaremos en suspenso es si se puede decir lo mismo respecto del amor y de modo necesario.
“El paso del judaísmo al cristianismo se interpreta como advenimiento del amor, dicho de otro modo, de la familia; como relevo de la moralidad (Moralität) formal y abstracta (el kantismo es a este respecto, estructuralmente, un judaísmo)” (2015, 42). Aquí Derrida efectúa el movimiento decisivo, el movimiento que destina la filosofía de Hegel a la coherencia absoluta: “A partir de Cristo el amor sustituyó al derecho y al deber abstracto: de forma general y no solo en las relaciones entre esposos” (2015, 42).
En la Filosofía del derecho, la familia es el momento que sigue al derecho formal y abstracto. Y claro: la eticidad, la Sittlichkeit, gran apuesta del derecho hegeliano frente a su antecedente kantiano, parte con la familia que, a su vez, supera la pura abstracción del derecho formal, la Moralität. Derrida hace coincidir ese tránsito de la filosofía sistemática con el tránsito del judaísmo al cristianismo, como si en los textos tempranos el amor ya anticipase una ética distinta de la moral. Es cierto que el amor aparece abiertamente como una respuesta a y como una confrontación con la moralidad y el derecho kantianos. Pero este amor temprano es, él, la libertad. Quiere serlo en su pura singularidad, aunque fracasa. Habría que entender los textos tempranos de Hegel, a diferencia de lo que plantea Derrida, como la escenificación de un fracaso. El amor parecía capaz de fundar una libertad plena del hombre, pero la ética que se propone en el periodo sistemático aborda el amor ya con vistas al Estado, para usar las palabras de Derrida, en germen.
El amor del periodo temprano, en cambio, quiere resistir la conceptualidad. Derrida nos ha mostrado que el amor, como predicado esencial de la familia en el derecho, no puede residir fuera del concepto, en un antes de la familia, en el animal. Es ya un saber de sí y, por tanto, humano en el sentido cognitivo que Hegel le adscribe al conocer6. Y habría que conceder que el amor del periodo temprano también distingue al hombre como capaz de amar a diferencia de los animales.
III. Reconciliación absoluta. Una vez que Derrida ha hecho encajar la filosofía temprana de Hegel con sus consideraciones sistemáticas sobre el derecho, esto es, una vez que le ha dado al amor la posición inicial del silogismo en la eticidad y, entonces, ha hecho de él una suerte de punto de partida, un germen del Estado, el momento de un proceso abiertamente conceptual y reflexivo –ya no verdaderamente singular–, procede a mostrar cómo ese movimiento al que da inicio el amor es, de última, una reconciliación absoluta. Y es que, en la medida que ya brindó un cierto aire de familia, una vinculación sutil entre el amor –esto es, su operación como gozne entre el derecho abstracto y la familia, gozne, también, del silogismo que constituye a la familia misma como momento de la Sittlichkeit– y la Aufhebung7, es imposible volver, escapar de la filosofía sistemática8.
Derrida se refiere aquí a la oposición que en El espíritu del cristianismo se hace entre amor y deber, por un lado, entre amor y derecho, por el otro (2015, 42). El amor se opone al deber de fidelidad pero también al derecho a la separación. El amor, dirá Hegel, nos invita a renunciar al derecho. Y esta precisa formulación, la renuncia al derecho, es la clave que usará Derrida para convencernos de que el amor nos condena a la inmanencia, a la anulación de toda diferencia y a la negación de la alteridad. No lo hace de inmediato, sino de a poco:
El ser que ama se reconcilia a pesar de la injuria, sin tener en cuenta el derecho, ni al juez ni a aquel que juzga el derecho (nicht vom Richter ihr Recht zumessen), sin consideración ni miramiento para con el derecho (ohne alle Rücksicht auf Recht). Una nota manuscrita añade: “El amor exige incluso la Aufhebung del derecho que ha nacido de una separación (Trennung), de una lesión (Beleidigung); (el amor) exige la reconciliación (Versöhnung)” (Derrida 2015, 43).
En principio, la paráfrasis es fiel al texto hegeliano. El amor, porque se opone al régimen de la ley, exige la reunión de aquello que la ley ha separado y, frente al crimen, formado como culpa y castigo. Solo esta ignorancia de la forma imperativa de la ley que separa permite escapar de la heteronomía a la que nos somete el derecho kantiano según el joven Hegel. Pero Derrida se obstina en hacer equivaler este abandono del derecho con el tránsito entre el derecho abstracto y el comienzo de la eticidad en la filosofía del derecho9. Y, de nuevo, a esto hay que decirle que sí y que no. El tránsito del derecho abstracto a la familia no supone una destrucción del ámbito abstracto del derecho. Aunque seamos miembros de la familia, seguimos compareciendo como personas ante el derecho. La eticidad no arrasa con el derecho abstracto, el amor del joven Hegel sí quiere arrasar con la ley, ignorar del todo su forma. Esa es una diferencia que no puede ser desoída.
La explicación que dará Derrida para el abordaje hegeliano de la fidelidad y de la renuncia al derecho mediante “la espontaneidad del amor” (2015, 43), y ya no a través del deber o del derecho, es precisamente la coincidencia entre deseo y posesión, “en la autonomía de un deseo que ya no desea lo que no puede tener o que solo desea lo que puede tener, que desea lo que tiene” (Derrida 2015, 44). Según Derrida, Hegel haría coincidir el amor y el deseo, y entonces, porque no se desea sino lo que se tiene, no hay modo de escapar de la inmanencia que la lógica del amor impone en los miembros familiares10.
A continuación, Derrida intenta explicar que, en el amor hegeliano, la prohibición que la ley trae consigo no desaparece. Al contrario, se internaría en el movimiento del amor. Curiosa acusación porque emula la crítica eminente que Hegel levanta contra Kant en los textos del periodo temprano, a saber, que el imperativo categórico no constituye verdaderamente la autonomía, sino que más bien consiste en la versión interior de la escisión entre un dominador y un dominado, esto es, de la heteronomía que para Hegel se muestra de modo tan patente en la actitud judía. Esa acusación, que Hegel levanta contra la ley kantiana, tiene entonces una versión de contrapartida: el amor de Hegel habría hecho interna la prohibición de la ley porque la superación del derecho ocurre en el marco de una economía de la Aufhebung. Y entonces la hipótesis de Derrida se sostiene siempre y cuando el amor del periodo temprano sea, en efecto e in nuce, el amor del sistema:
La interiorización de la prohibición, la interiorización de la ley objetiva (derecho y deber) por el amor, la asimilación que digiere la deuda objetiva y el intercambio abstracto, la devoración del límite es, por tanto, el efecto económico de la Aufhebung. Económico: al estar subjetivada, la prohibición es de algún modo levantada; soy más libre, pues ya no estoy sometido a ninguna interdicción exterior. Económico: mi satisfacción está, al menos en conciencia, regulada según mi deseo; hago lo que deseo, soy fiel porque lo deseo y nada más.
¿Pero acaso la economía no haría sino interiorizar una prohibición, domesticarla en el ser cabe sí de la libertad? (Derrida 2015, 44).
Y entonces la hipótesis de Derrida acerca de un amor económico, que ha integrado la prohibición a su desarrollo inmanente, a estas alturas del libro, puede ser admitida siempre y cuando admitamos, a su vez, que el amor temprano y el amor sistemático son el mismo. El amor temprano, si miramos directamente la fuente hegeliana, realiza el contenido de la ley, su materia, esto es, su lado subjetivo. El hombre atiende así a su contingencia, a su condición individual. La ley es, en cambio, por definición vacía y general. Nada sabe del individual, porque rige para todos. Se instancia en los individuos sin perder su generalidad. Los contornos singulares no le interesan, se constituye de notas comunes. Decir entonces que la ley se cumple solo por su contenido equivale a decir que se desoye su forma objetiva, su forma de ley, que se cumple entonces no como ley, no como generalidad, no como ley introyectada, no como imperativo categórico. Hegel ha roto ya con Kant en el tránsito del texto sobre la positividad de la religión cristiana a El espíritu. Quiere librarse abiertamente del carácter general de la ley en el periodo temprano, no así en la filosofía sistemática, donde hasta cierto punto la requiere.
Este amor que, a ojos de Derrida, anula en su reconciliación toda diferencia, toda distancia entre las partes, inaugura la posibilidad de la familia cristiana como contracara, como paso adelante del sistema hegeliano frente a la relación filial judía, pues “… con el cristianismo la familia especulativa se encenta, comienza a venir a sí misma, al amor y al verdadero matrimonio que constituye a la familia como familia. El primer momento de la Sittlichkeit sería inaugurado por Cristo” (Derrida 2015, 45). Así, la relación con Dios se vuelve, según Hegel, paternal.
IV. El judío no ama11. Esta consideración de Dios como padre amoroso la piensa Hegel, y en esto no puedo sino estar de acuerdo con Derrida, como oposición a lo que según su criterio caracteriza la relación entre el judío y su dios:
Al sustituir por el amor el dominio, las relaciones judías de violencia y esclavitud, Jesús fundó la familia. La familia se constituyó a través de él: “A la idea que los judíos se hacían de Dios como su amo (Herrs) y soberano señor (Gebieter), Jesús opuso la relación de
Dios con los hombres como la de un padre con sus hijos”. Esta es “la antítesis exacta” que le da a la familia su fundamento infinito (Derrida 2015, 45).
La familia cristiana se eleva sobre un fundamento infinito toda vez que, forjada en el amor, tiene lugar sobre un soporte no creacionista, a diferencia de la venida a la existencia del judío. El judío es, según Hegel, creado por un dios que se aleja y que lo abandona en su finitud; por eso en la estética hegeliana lo sublime aparece con la marca del judío. Para Hegel, el arte de lo sublime coincide con la escritura judía. Él la llama indistintamente poesía judía, Salmos, poesía sacra. En la palabra sagrada, la criatura (es decir, la pura palabra, pero pura no respecto de su idealidad, sino de su materialidad) se declara impotente frente a su sentido creador, esto es, “vacía del sentido”. El sentido creador ha dado la vida y se ha replegado sobre sí, diremos, “allá lejos”. La palabra judía, por lo tanto, tiende a un sentido que no puede ni nominar ni representar mediante el signo. El arte de la sublimidad precede al signo mismo, pertenece al ámbito –de pertenecer a alguno– del símbolo, toda vez que en este último la relación entre el sentido y la figura está todavía imbricada, es decir, no es del todo arbitraria. Por ello, “lo sublime” se caracteriza para Hegel por una impotencia de la criatura para figurar el sentido. El cristiano, en cambio, surge en el logos, no fuera de él. Dios no se aleja porque, en rigor, no crea nada fuera de su infinitud, el hombre es en su seno12, en su amor. “Había –por tanto– una familia judía privada de amor; ella misma había roto con una familia más primitiva y natural” (Derrida 2015, 46). El judío no amaría en la intimidad de sus relaciones filiales, mantendría su diferencia frente a la individualidad que se le enfrenta.
A partir de esta premisa, para Hegel el judío dominará la naturaleza (Derrida 2015, 47) que se le aparece hostil –cuestión que supone ya la ruptura con los lazos que podrían caracterizar un estado amoroso originario13– mediante la creación de un dios propio y de su conversión en el esclavo favorito. De Abraham dirá Hegel, entonces, parafraseado por Derrida, que “[c]onstruido, criado bajo esta relación de esclavitud, ‘no podía amar nada’; solo temer y hacer temer” (2015, 51). No amaba ni siquiera a su hijo. “Su hijo era su único amor (einzige Liebe), el único género de inmortalidad que conoció. Su inquietud solo se apaciguó cuando empezó a asegurarse de que podía superar ese amor y matar a su hijo ‘con sus propias manos’ ” (2015, 51). Abraham no podía amar nada porque se había sometido a una relación de heteronomía con su dios. “Su corazón estaba escindido de todo (sein von allem sich absonderndes Gemüt) – ‘corazón circunciso’ ”. Por consiguiente, en su decisión de efectuar el sacrificio, “Abraham se convierte en el Gunst, en Günstling, el único favorito de Dios; y este favor es hereditario. Abraham reconstruye una familia –que se ha hecho más fuerte– y una nación infinitamente privilegiada, elevada por encima de las demás, separada de ellas” (2015, 53).
Y entonces el judío tendría un corazón de piedra porque no ama, no insufla vida (2015, 57). Y por consiguiente no hay familia, porque la familia es el lugar del sentimiento, de la Empfindung (2015, 57-58) y también del amor.
V. El amor y la belleza. De algún modo, para Hegel la incapacidad de amar es, al mismo tiempo, una incapacidad para la belleza14. Y que el judaísmo se opone a la belleza, como un estadio previo, si se quiere, es fácilmente comprobable en sus Lecciones sobre la estética. Las reflexiones sobre el judaísmo se enmarcan en la investigación del símbolo, en el sublime hegeliano que es caracterizado en efecto como pre-arte, como estado preparatorio o más bien superado que el arte verdadero reemplaza con la armonía15 entre idea y figura en la estatuaria griega, sublimidad que ya he adelantado en el acápite previo.
“El cristianismo habrá llevado a cabo justamente este relevo del ídolo y de la representación sensible en lo infinito del amor y de la belleza” (Derrida 2015, 59). Y claro, el sublime hegeliano, momento de tratamiento del judaísmo, no es todavía belleza. No es todavía el amor. En el caso estético, la belleza promete la unión de lo sensible y de lo insensible, de lo finito y de lo infinito –porque no habría otra cosa que el infinito–, promesa que el judío no puede hacer. Lo que falta es, como dice Derrida, “el esquema intermedio de una encarnación” (2015, 58). Lo que pareciera sugerirse es que el amor, como prefiguración bella, puede llegar a ser ese esquema intermedio. El problema es que esa encarnación, y en esto coincido con Derrida, se resiste a perdurar en el tiempo y en el mundo, y no consigue objetivar un amor inmaterial. El amor no podrá constituir esquema.
Las lágrimas se adelantarán al amor para hacerle lugar –lo harán venir a nosotros– y caerán desde los ojos de María Magdalena como testimonio de la única escena bella en la historia de Jesús, como ha notado Derrida (2015, 72) en la lectura de Hegel. Escena bella y también amorosa. El problema que vincula el amor y la belleza es precisamente la cuestión de la figura, de la fragilidad, antes bien, del material que encarna esa figura. ¿Cómo pueden las lágrimas manifestar una objetividad del amor? ¿Cómo no leer en la afirmación de Hegel ya una renuncia a la encarnación, la falibilidad del material? Como bien muestra Derrida, el perdón de Jesús para María Magdalena se justifica, en boca de Hegel, por el amor. Ella es perdonada porque ha amado demasiado. El amor se derrama en sus lágrimas, ella misma derrama su perdón.
Jesús la perdona. Porque ha amado mucho, desde luego. Pero sobre todo, dice Hegel, porque ha hecho por Jesús algo “bello”: “Es el único momento, en la historia de Jesús, que induce al nombre de belleza”.
¿A qué belleza ha sido sensible Jesús? A la del desbordamiento del amor, ciertamente, a la de los besos, a la de las lágrimas de ternura, pero sobre todo –démosle crédito a Hegel en esto– a ese aceite perfumado, a ese óleo con el que ella untó sus pies. Es como si por anticipado cuidase de su cadáver adorándolo, apretándolo suavemente entre sus manos, aliviándolo con una santa pomada, envolviéndolo con vendas en el momento en que comienza a ponerse rígido (2015, 73-74).
Hay aquí una equivalencia más o menos explícita entre amor y belleza. Esta equivalencia no puede, sin embargo, ser total. La armonía del amor en el caso de la belleza cristiana se alcanzará con la resurrección de Cristo, resurrección que la condenará a la vez, porque le pesará al amor la individualidad sensible de Jesús. Dirá Hegel explícitamente que “de este modo a la imagen del resucitado, de la unificación hecha ser, se le añade un suplemento plenamente objetivo, individual, que debe adjuntarse al amor, pero debe quedar fijado en el entendimiento como individual, como opuesto: una realidad que al divinizado le cuelga de los pies como plomo, que tira de él hacia el suelo, mientras que el dios debería cernirse en el medio entre lo infinito, ilimitado del cielo y la tierra, el conjunto de meras limitaciones” (2014a, 454), y entonces sus características son distintas de la belleza griega, cuya armonía, que se basa en el dios figurado en la estatua, fracasa porque el ideal de lo bello deja de encontrar acomodo en la diversidad sensible, y así por otras razones, opuestas a las del fracaso de la belleza cristiana; dicho en simple, de un lado, la divinidad es arrastrada a la tierra por la objetividad de la figura de Jesús, del otro, es levantada hacia el cielo, repelida por la pluralidad, por la incapacidad de la figura del material de ser una y de preservarse una (se desgasta, se diverge, etcétera).
Y María Magdalena, con la falibilidad de sus lágrimas, es perdonada porque ha amado mucho. Derrida no profundiza verdaderamente cómo el exceso de amor desencadena un perdón sin condiciones. Es decir, parece no haber notado que ese amor – el mismo que tan esforzadamente critica– condenado, a sus ojos, a la reconciliación absoluta, a la negación de toda alteridad, a la fundamentación lógica del Estado, despierta, en su exceso –que no es otra cosa que la inestabilidad de su belleza–, la consideración del otro y la fragilidad del que ama.
VI. Fidelidad ante la ley. A partir de aquí, y luego de un paréntesis estético que no explicita del todo su vinculación con las reflexiones sobre la reconciliación, pero que se deja entrever en la cuestión de la concordia entre la idea y la figura, entre lo general y lo particular en la obra bella, Derrida retoma sus críticas al amor hegeliano y parece querer proponernos esta vez que la reconciliación implícita y articuladora del amor nos condena a una suerte de humillación infinita; que el reemplazo de la ley kantiana que ha intentado Hegel mediante el pléroma del amor –esto es, la realización del lado únicamente subjetivo de la ley, de su contenido– nos obliga a una suerte de culpa.
Recuperando el análisis que Hegel hace de Jesús, Derrida parafrasea uno de los enunciados más importantes del filósofo alemán, es decir, que la trasgresión del mandamiento objetivo se hace “… en nombre del hombre, de la subjetividad y del corazón” (2015, 68). Derrida reconoce que no se trata de la moralidad kantiana, en el sentido de oponer un deber a la objetividad o a la positividad del mandamiento escrito. La trasgresión de Jesús se presenta, en principio, como una afrenta a la heteronomía de la ley. Pero como ya a estas alturas del libro Derrida ha dejado en claro su posición, vale decir, que el amor prefigura el ser de la Aufhebung, procede rápidamente a afirmar que la supresión del marco legal implica, a la vez, su cumplimiento absoluto (2015, 69).
Jesús no predica la disolución (Auflösung) de la ley, sino, por el contrario, el cumplimiento de lo que les falta (Ausfüllung des Mangelhaften der Gesetze). Al elevarse por encima de la fría universalidad formal, el amor vivo describe pues el gran movimiento silogístico de la Filosofía del derecho: la moralidad objetiva (Sittlichkeit), tercer momento que comienza con la familia, y dentro de ella con el amor, surge en el relevo del derecho abstracto y de la moralidad subjetiva formal (2015, 69).
Ya mostré en III. por qué me parece necesario tomar la hipótesis derridiana “con pinzas”, esto es, suponer que el amor en los textos tempranos cumple exactamente el mismo papel que en la filosofía sistemática. No volveré entonces sobre ello. Me interesa recorrer el argumento hasta llegar a la humillación. En el camino, Derrida comenta la proposición hegeliana sobre el pléroma del amor, el cumplimiento del contenido de la ley, de su singularidad, en abierta ignorancia de la forma imperativa. Según el autor de Glas, es precisamente este pléroma el que cristaliza la reconciliación absoluta y anula todas las diferencias. Sobre el Sermón de la Montaña:
Lo que en verdad ocurre es que la “reconciliación” que constituye el motivo central viene a superar todas las oposiciones estereotipadas por el judaísmo. Según la lógica del judaísmo, la reconciliación parece impensable: es “otro genio”, “otro mundo”, en el que los opuestos ya no se oponen (…). Jesús se opone a la oposición formal y, por tanto, indeterminada, indiferente. Por consiguiente, opone un “bien” (das Oder) a otro: la oposición entre la virtud y el vicio, por ejemplo, ha sido opuesta a la oposición entre los derechos o los deberes y la naturaleza. “En el amor toda idea de deber está descartada (wegfällt)”. Al mismo tiempo la oposición antigua se cumple, se colma, se desborda por un principio más rico. Pléroma (πλήρωμα) habrá sido el nombre de este cumplimiento desbordante de la síntesis.
La significación conceptual y viva de la vida como amor: eso es el pléroma (2015, 69-70).
Un poco más adelante, para explicar cómo el amor y su operación pleromática son capaces de ignorar la forma imperativa de la ley, Derrida se refiere al desequilibrio que el pléroma ejerce sobre “el principio de equivalencia” (2015, 70), un principio que regula cierta forma de justicia, que es la justicia heroica del ojo por ojo, diente por diente, pero que no es aquello que Derrida entiende verdaderamente por justicia. En este caso, parece concederle a este principio el reconocimiento de que está en juego “desde el momento en que aparece una desigualdad” (2015, 70). Pero esta lógica heroica que se convierte indefectiblemente para la filosofía moderna en la lógica del derecho, aunque bajo formas racionalizadas como el tribunal, la pena y el castigo, es en efecto aquella que Derrida denuncia en sus propias consideraciones sobre la justicia16. En El gusto del secreto dirá constantemente que la justicia es débil, frente al derecho que es lo fuerte, que la justicia es lo otro de la coerción del derecho, su imposibilidad. Si el amor desestabiliza ese mismo principio que ha fundamentado la coerción del derecho, la justicia de los héroes que ha sido reemplazada por el derecho del tribunal, es decir, que también se constituye como lo otro de la ley, como lo que la amenaza precisamente porque cumple su justicia en la singularidad del caso, ¿qué profunda contrariedad obstina a Derrida frente a un pensamiento que ha tomado parte, al menos por un instante, por la alteridad frente a la ley? La renuncia al derecho es, precisamente, eso, exceptuarnos de la violencia heterónoma de la ley. Poner sobre la balanza nuestra felicidad, en el sentido más kantiano de la felicidad17, es decir, lo otro del deber, que constituye la naturaleza más íntima de la ley.
Y aquí llega por fin la exégesis derridiana que condena el pensamiento del amor a la humillación infinita. A partir de la referencia que hace Hegel para caracterizar su pléroma – explicación, por lo demás, oscura– al “‘que la mano izquierda ignore lo que hace la derecha’ (Lass die linke Hand nicht wissen, was die rechte tut)” (2015, 71), Derrida dejará caer en cascada tres acusaciones progresivas que nos llevan hasta su interpretación del pléroma: 1) la realización del pléroma, es decir, del amor, de la excepción hegeliana frente a la ley kantiana, produce el engaño o la simulación de una buena conciencia que totaliza; 2) esta conciencia, para distinguirse del fariseo y del hombre virtuoso, se constituye como conciencia culposa, y 3), por lo tanto, el pléroma nos condena a golpearnos permanentemente el pecho. Derrida se toma cuatro planas de la columna de Hegel para hacer esto (2015, 69-72). Al respecto, y antes de detenerme en 3), quiero agregar que en el tránsito de 1) a 2) –si uno le concediera a Derrida su crítica y sus interpretaciones del texto hegeliano– hay un remanente kantiano, que es la advertencia que nos hace en varios lugares de su filosofía práctica acerca del contentamiento de sí. Por eso habría que escapar de la consideración del hombre virtuoso que se contenta en su acto y se pavonea. Sin embargo, el desplazamiento del motivo de la humillación kantiana a la filosofía juvenil hegeliana carece, a mi gusto, de soporte textual suficiente18. La cita a Hegel permite precisamente esto, dar cuenta de ciertas continuidades de la filosofía kantiana que, pese a la renuncia frente al deber, todavía refieren al querer y a la máxima que origina nuestra actividad como cuestiones que deben ser consideradas al momento de evaluar nuestro proceder (¿se amó o no?). El salto a la humillación es sin lugar a dudas debatible:
… lo que constituye la especificidad cristiana de esta interpretación no es solamente la promesa de un relevo que vendrá a compensar la disimetría, no es solamente la espera de una reconciliación infinita que apaciguará de nuevo la desigualdad. La causa está en que la ruptura de la equivalencia toma aquí, en este momento determinado, la forma de una conciencia esencialmente culpable, imputable y auto-imputadora, auto-amputadora de forma tajante en todo momento. A la buena conciencia del fariseo satisfecho por el deber cumplido, que retiene con una mano lo que da con la otra, opone Hegel la mirada del publicano que se da golpes de pecho (2015, 71).
Derrida cita únicamente la condena a la hipocresía, no el arrepentimiento del publicano. Y prosigue luego de citar la referencia hegeliana a Mateo 19, 20: “Darse golpes de pecho, romper mediante la culpabilidad toda economía de equivalencia, dividir la buena conciencia que se reapropia el todo: a este pléroma, a esta revolución en el círculo de la economía restringida, a esta humillación sin contrapartida, va a responder una disimetría por el otro lado” (2015, 72). Y no puedo sino extrañarme mientras reviso la fuente, los diversos fragmentos que articulan este cuerpo de textos agrupados en “Zur Christlichen Religion” en la edición crítica.
Cierto es que, a partir de aquí, en Glas comienza lentamente una reflexión interrumpida sobre la concepción hegeliana del perdón19. Esta es quizá la disimetría que responde al pléroma. Pero antes de pasar a ella, quisiera referirme a algunas cuestiones que hasta ahora han quedado planteadas a partir del texto derridiano. Primero, me parece excesivo –y lo he manifestado ya– suponer que el amor temprano constituye una proto-Aufhebung. La indiferencia ante la forma de la ley, la nulidad de su condición imperativa, no se deja leer tan fácilmente como un analogon de lo que la teoría se ha obstinado en llamar método especulativo. No hay una integración del aspecto formal de la ley en el gesto del amor, hay un desoír del imperativo. Si el amor pudiera encajarse tan fácilmente en la arquitectura del idealismo especulativo hegeliano, no habría sufrido modificaciones la concepción ni de la vida ni del amor ni de la libertad en la filosofía hegeliana posterior.
En el periodo temprano, lo que molesta a Hegel de la ley moral es su condición imperativa, universal, la constricción que implica, la reflexión que atentaría contra la vida, no el carácter individual que supone su ejercicio. En la filosofía del derecho, en cambio, la superación de la moralidad kantiana es necesaria sobre todo debido al carácter individual al que se ve restringida la concepción de la moral, es decir, a la ausencia de Sittlichkeit en el pensamiento kantiano. El amor, entonces, aparece en el joven Hegel como una respuesta, nietzscheana avant la lettre, si se quiere, al vacío de la ley, y pone el acento en la singularidad del viviente20. En la filosofía del derecho, en cambio, la moralidad objetiva tiene como propósito transitar desde el estado familiar que supone el amor, su individualidad, a la comunidad que ofrece el Estado mediado por la sociedad civil. Derrida nos obliga a concluir – negándonos la tercera parte de su propio silogismo– que el amor hegeliano nunca tendió verdaderamente a la singularidad del hombre como alternativa al imperativo de la ley. Y una lectura de esa naturaleza es, cuando menos, injusta.
VII. El amor manifiesto. Es innegable que Hegel tiene un problema con la encarnación del amor, es decir, con su conversión en un objeto del mundo. Ya adelanté en el apartado sobre la belleza que hay una vinculación inevitable entre el amor y lo bello, toda vez que están condenados a perder su figura, a que el material no resista la “dignidad” de la forma. Esta incapacidad del amor para constituirse en objeto lo pone, al mismo tiempo, antes de la religión, es decir, no compone un objeto de culto. Esta incapacidad de constituir objeto acusa su incompletud, cuestión que Derrida comenta sobre Hegel largamente. Un fragmento de entre muchos: “Lo religioso restablece en sus derechos una objetividad que el amor había dejado en suspenso. La fuerza del amor que había logrado relevar la oposición (sujeto/objeto, por ejemplo) se limita a sí misma, se encierra de nuevo, sobre todo si el amor es feliz, en una suerte de subjetividad natural. Lo religioso causa en ella la efracción de un objeto infinito. / Todo esto se consuma y se consume, pasa por la boca. Es necesario un largo rodeo” (2015, 75). La ley, como el juicio, separa. Conocido es el fragmento de Hölderlin “Urteil und Sein”, en el que se describe también bella y brevemente cómo la intuición sensible, a diferencia de la intuición intelectual, nos condena a la separación cognitiva del juicio entre sujeto y objeto, es decir, a la conciencia intencional. La ley escinde y replica este dualismo en dimensiones ontológicas y prácticas. El amor, al suspender la dimensión formal de la legalidad, disuelve las fronteras entre el sujeto y el objeto. Esta disolución no podrá ser definitiva y será esta la evaluación última de Hegel al respecto, aunque en la comunidad de Jesús este tipo de amor, celoso y exclusivo, haya tenido lugar. Derrida retomará por la vía de esta disolución del dualismo la negación del otro que quiere mostrar en el amor de Hegel:
La oposición entre los contrarios (universalidad/ particularidad, objetividad/subjetividad, todo/parte, etc.) se resuelve en el amor.
El amor no tiene otro: ama a tu prójimo como a ti mismo no implica que debas amarlo tanto como a ti. Amarse a sí mismo es “una palabra carente de sentido” (ein Wort ohne Sinn). Ámalo más bien como a uno (als einen) que es tú o “que tú es (der du ist)”. La diferencia entre ambos enunciados es difícil de fijar. Si amarse a sí mismo no tuviera ningún sentido, ¿qué querrá decir amar al otro como a uno que tú es, o que es tú? Solo cabe amarlo como a otro, pero en el amor ya no hay alteridad sino solo Vereinigung. Es el valor de prójimo (Nächsten) el que desbarata aquí esta oposición del Yo al Tú como otro.
Si el amor no tiene otro, es infinito. Amar es necesariamente amar a Dios. Solo a Dios se puede amar. Amar a Dios es sentirse en el todo de la vida “sin límite en lo infinito” (schrankenlos im Unendlichen).
El amor, hogar sensible de la familia, es infinito o no es (2015, 75-76).
Acá reaparece una cuestión que se ha mostrado más arriba: el amor como pura reconciliación, negación de la alteridad. Es importante subrayar esto, porque constituye una de las tesis más fuertes de Derrida. Una tesis que es difícil de contestar, hay que decirlo, toda vez que Hegel presupone una noción de destino que es inmanente al sujeto y que condiciona tanto el amor como el perdón. El perdón temprano es una especie de perdón de sí – lo adelanté con María Magdalena, su amor la ha perdonado–. Y así Derrida quiere clausurar la lectura del amor haciendo de él también un amor solo de sí. Pero en el amor de Hegel, quiéralo Derrida o no, hay un enfrentamiento ético con el otro individuo, una hendidura en el corazón de la ley, que es su vacío.
Este amor, porque ignora la forma imperativa, cumple el aspecto subjetivo de la ley, y entonces aquello que no es legal de la ley. Porque la cumple incumpliéndola la excede, desdibuja los límites que la hacen ley, que fundamentan el juicio. El amor del joven Hegel disuelve los límites entre el sujeto que legisla y el objeto legalizado. Y por consiguiente no puede haber adoración religiosa de ningún tipo. No puede haber objeto de aquello que haciéndose presente reúne la escisión propia del juicio (2015, 76-77) en la cena de los apóstoles, escisión que arriba se ha adelantado con la referencia a Hölderlin. Este es claramente un resabio romántico que el Hegel maduro no conservará en su filosofía sistemática.
El amor, como aquello que desfigura la ley, no puede tomar forma definitiva. Su objetividad puede solo ser parcial y con vistas a la consumición inmediata, al retorno de la cosa a su estado de nocosa, ergo de espíritu, de interioridad21.
… este objeto no es un objeto como cualquier otro. Esta cosa misma no se da “en persona” como cualquier otra. Por un lado, el sentimiento se vuelve objetivo; pero, por otro lado, el pan, el vino y el reparto no son “puramente objetivos”. Hay en ellos algo más de lo que se ve. Se trata de una “operación mística” que solo desde dentro puede comprenderse. Desde fuera solo se ve pan y vino. De igual modo que, cuando dos amigos se separan y parten un anillo del que cada uno guarda un fragmento, un tercero que no participa en la alianza solo ve dos trozos de metal sin poder simbólico. El anillo no se rehace (2015, 79).
A partir de aquí, para Derrida el problema del amor con la exterioridad dirá relación con este exceso, este “algo más / dieses Mehr” que escapa de la lógica de las equivalencias (“el mismo modo que no puede envolver ni pensar el amor”, 79) pero que, sin embargo, la rompe mediante la ignorancia de la desigualdad, de la diferencia:
Lo igual desaparece, pero este fin de lo igual no se razona como la subsistencia de lo desigual. Los heterogéneos quedan, ciertamente, pero anudados, atados, envueltos entre sí de la forma más íntima. “Die Heterogenen sind aufs innigste verknüpft”. Por consiguiente, la acción de verbinden no significa simplemente el surgimiento de una objetividad por medio de la operación de la santa cópula; anula también la oposición de las cosas diversas, borra lo discontinuo de toda objetividad (Derrida 2015, 80).
La consumición del amor será vista entonces como una idealización inevitable (2015, 81). Este “semiobjeto” que encarna el amor, el espíritu, lo divino que no alcanza a ser religioso porque no sobrevive como objeto, retorna a sí en la consumición y su condición objetual se desdibuja22. Y nuevamente Derrida pondrá a la base de este acto deglutorio aquello que le parece está en operación en el pensamiento de Hegel ya desde sus primeros momentos, la Aufhebung (2015, 81 y siguientes), como un acto que intenta negar la materialidad que se comprende solo mediante la comparación con el acto de la lectura23. Pero no solo el pan y la letra deben ser superados, según Derrida. La religión incluso, en la lógica de la Aufhebung, tendría que dar paso a la filosofía.
La (es)Cena cumple, es cierto, una consumición y una consumación de amor que la plástica griega no puede alcanzar: de nuevo una escisión, en el griego, entre la materia pétrea y la interioridad del amor. Pero también la consumición y la consumación cristiana se dividirán. Una nueva escisión las decepcionará respecto de sí mismas para apelar a otro relevo: Aufhebung en el seno del cristianismo, de la religión absoluta relevada en la filosofía, que habrá sido la verdad de aquella (2015, 82-83).
Con sumo cuidado, Derrida trenzará el argumento de tal manera que esta lógica –alógica– del amor temprano parecerá el germen de todos los relevos, como anticipación originaria de la dialéctica especulativa completa. Aquí, el amor preludiaría no solo la arquitectura argumentativa de la estética, sino también la de Fenomenología y la de la Filosofía de la religión.
Pienso que un enfrentamiento directo con el texto de Hegel puede organizar estas coincidencias entre el Hegel temprano y el Hegel sistemático en un horizonte común que no lo condena necesariamente a un pensamiento sin dudas ni diferencias. Me parece que es indudable que la cuestión a la base de los textos sobre el cristianismo es la pregunta por la libertad del hombre, que ha sido restringida a la moralidad kantiana, con la cual el hombre se relaciona de manera formal, solución esta insuficiente para el Hegel (ya sea temprano o tardío). Es claro que el amor de Jesús se esboza como una alternativa a la generalidad de la ley y a la heteronomía que inocula –según Hegel mismo– en el hombre esta relación con el imperativo. Y el diagnóstico de Hegel será que, en efecto, el amor porque no sobrevive, porque no constituye objeto, pero también porque es meramente subjetivo, no comparece ante la libertad como una solución promisoria. Eso, a mi entender, es muy distinto a suponer que Hegel ya ha pensado y puesto en obra aquello que a Derrida le parece tan propio y permanente de su obra, la Aufhebung.
El pensamiento de Hegel sí cambia. La comunidad del amor es una comunidad destinada a la dislocación. Una comunidad que no sobrevive la muerte de Jesús. Si Hegel piensa en este momento una forma de enfrentarse a la reflexividad estática de Kant, se dará cuenta de que la figura de Jesús no es suficiente. Su amor, la vida que Jesús hace consciente en su amor (porque recordemos que el amor, aunque inmediato, aunque sentimiento, es en este momento de la filosofía hegeliana ya una forma de saber, eso lo ha reconocido también Derrida), no es ya una alternativa posible para el mundo moderno. No amamos como amó Jesús. No somos la comunidad que fue la comunidad apostólica en su punto cúlmine, la última cena. Somos separados y reflexivos. Hegel logrará superar la separación kantiana mediante la dialéctica, y en ese momento el amor no será más que un punto de partida, en su inmediatez, porque el movimiento de la dialéctica despreciará lo inmediato (si admitimos con ello las críticas de Kierkegaard). Esta superación es el derecho en su estadio maduro, no el amor temprano. Y esta superación tiene lugar porque Hegel no es sordo, en ningún punto, al carácter irrenunciable de la reflexividad y a que su posición al respecto ha cambiado. Así lo declarará en su carta a Schelling de 1800:
Con admiración y alegría he presenciado tu grandiosa trayectoria pública. Sin duda me dispensas de hablarte humildemente de ello o de tratar de mostrarte mis logros. Hablo en presente, pues espero reencontrarnos como amigos. Mi formación científica comenzó por necesidades humanas de carácter secundario; así tuve que ir siendo empujado hacia la Ciencia, y el ideal juvenil debió tomar la forma de la reflexión, convirtiéndose en sistema. Ahora, mientras aún me afano en ello, me pregunto cómo encontrar la vuelta para intervenir en la vida de los hombres (2014a, 489, el énfasis es mío).
Ahora bien, es innegable que la filosofía hegeliana toda evidencia complicaciones para objetivar el ideal, espíritu o forma. Y eso sí será coherente entre el periodo temprano y el tardío. Las dificultades que encuentra Hegel en la manifestación del amor son evidentes. El amor, que podría ser “equivalente” a espíritu en este punto, no puede hacerse intuitivo sino al costo de su aniquilación, de su separación. Porque si se manifiesta no tiene otra alternativa que adoptar la forma del mandato (cuestión que indefectiblemente ocurre en el Sermón de la Montaña). El problema es que Hegel quiere pensar un amor sin dominación, un amor como absoluta ilimitación entre el hombre y lo divino: “Solo el amor quiebra el poder de lo objetivo, sólo él derriba ese ámbito entero; el límite de una virtud siempre seguía sentando en su exterior algo objetivo; tanto mayor era la insuperable diversidad de lo objetivo sentada por la pluralidad de las virtudes; solo el amor es sin límites, lo que él no ha unido carece de objetividad para él, o no ha reparado en ello o solo es virtual, no lo tiene delante” (Derrida 2015, 419). ¿Cómo pensar el infinito? ¿Cómo darle forma al amor?24
Esta desconfianza frente a la objetividad nos devolverá a la reflexión sobre la belleza, a la coincidencia que –no es posible negar su efectividad– detecta Derrida entre el Hegel temprano y el sistemático a propósito de la incapacidad, antes bien, de la falibilidad de la encarnación de la figura por condena del material (2015, 81-84)25.
VIII. La trenza. Ya a estas alturas del argumento, Derrida ha presentado casi todas sus críticas al pensamiento del amor hegeliano. El amor es ya el sistema en ciernes, y entonces lógico. Porque lógico, no sería capaz de resistir el pensamiento dialéctico (esta sería mi exégesis de su hipótesis), sería, antes bien, la dialecticidad en la forma de una semilla ya infinita, absoluta, sin pliegues. La matriz es casi aristotélica. De aquí en más, Derrida desplegará como una trenza sus distintas subhipótesis, entramándolas, anudándolas para hacer del pensamiento de Hegel una unidad sin afuera, sin apertura ni relieves. Esta trenza tendrá como eje articulador el motivo de la reconciliación absoluta que abordé en III., pero que regresa para aplanar todo accidente que haya quedado levantado a lo largo de la reconstrucción derridiana, más fiel incluso que Hegel al movimiento especulativo.
Y así, el cristianismo es reconciliación desde su escena fundacional, la comunión: “La unión, la comunión, la reconciliación forman una sola cosa con el Sein” (Derrida 2015, 105). Sein es Aufhebung. Esta reconciliación del amor cristiano quiere ser presentada como analogía de una de las figuras del saber absoluto de la Fenomenología, la “madre efectiva”26. Sin embargo, permaneciendo en la comunidad de Jesús, Hegel nos recuerda que Jesús parte y porque parte el proyecto del amor fracasa. Es todavía demasiado unilateral. Para Derrida, en el fondo, Jesús no amó tampoco, abandonó sus relaciones con el mundo tal y como lo hizo Abraham (2015, 105). El punto que Derrida no considera aquí es que, en su análisis de Jesús, para Hegel lo relevante es que la partida del hijo de dios tiene como objeto distinguirse del amor, esto es, no encarnarlo o darle figura, pues en tal caso corre el riesgo de replicar la estructura autoritaria que denunciaba entre los judíos y en Kant, es decir, convertirse en la figura positiva del amor y aniquilarlo. No obstante, como el mismo Hegel diagnosticó, el cristianismo deviene positividad, se equivoca, olvida el amor tal y como el judaísmo. Pero distingue aquí a Jesús; lo diferencia tanto del judaísmo como del cristianismo, giro que se opera en el tránsito entre el conjunto de fragmentos conocido como “Die Positivität der christlichen Religión” y aquel de El espíritu del cristianismo.
Aunque Derrida vincula este amor sintiente con el final de la Fenomenología, su estrategia más certera es siempre entroncar con el derecho; tiende así a leer la noción de matrimonio de los textos tempranos como la misma figura que se despliega al comienzo de la sociedad civil. Para Derrida, el matrimonio es una castración del goce: “A este secreto del goce que se sacrifica, que se inmola a sí mismo, es decir, en el altar del goce, para no destruir(se) a sí mismo y al otro, al uno en el otro, al uno por y para el otro –no-goce e im-potencia esenciales–, es a lo que Hegel llama el amor. Ambos sexos pasan el uno al otro, son el uno para y en el otro, lo cual constituye el ideal, la idealidad del ideal. / Esta idealidad tiene su ‘medio’ en el matrimonio” (2015, 141-142). El matrimonio aseguraría la preservación del amor y a la vez haría posible que el deseo se libre del goce. Derrida lo retoma como un modo de encajar, de nuevo, el pensamiento del Hegel temprano en el horizonte sistemático.
No entraré, por cuestiones de extensión, en el detalle sobre el abordaje derridiano del matrimonio. Acá se entabla una discusión importante sobre el contrato, la lucha por el reconocimiento y el papel que ocupa el matrimonio en el silogismo ético (2015, 141-142), así como sobre las diferencias con respecto a Kant y la consideración o la anulación de la diferencia sexual (2015, 159) en el matrimonio. Son particularmente interesantes las reflexiones sobre el deseo y la herida, que se vinculan con el amor (2015, 156, 160)27, pero no directamente relacionadas con la persecución que he querido exponer acá, vale decir, la lectura continua que establece Derrida entre el joven y el viejo Hegel28. Lo que le importa es demostrar cierta unidad del amor, esto es, que no es tu amor ni mi amor, como si el infinito pudiera dividirse, sino nuestro amor (2015, 179-180). El amor, para ser infinito, necesita esta reunión, esta reconciliación única que logra constituir el basamento de la familia cristiana, modelo para el primer estadio de la eticidad del derecho.
En este sentido, los problemas que Derrida ha detectado en Hegel a propósito de la objetividad vinculan indefectiblemente el amor y su imposible encarnación al rechazo de la positividad de la ley, que es también condena del signo y de la palabra escrita. La “pura formalidad” es ciertamente el vicio que obliga a Hegel a sostener una pugna de modo tan temprano con la escritura, que nos remite –sí, lo sabemos– al histórico problema de la palabra como muerte29 frente al aliento que insufla vida y que dona la forma –en principio el signo supera el significante como un puro momento, es decir, no lo reconoce como una resistencia–. Esta sería la misma lógica en el caso del matrimonio, en el cual lo relevante no está del lado de la firma de quienes han contraído el matrimonio, no en el formalismo, sino en el sentimiento que los anima, el amor.
El signo lingüístico, elemento de espiritualización sublimante, releva precisamente la formalidad sensible de la operación. En él el significante se encuentra elevado y cumplido. Si se confundiera el matrimonio con la “formalidad externa” de la constatación, no se comprendería nada de su espiritualidad viva. Nos quedaríamos en el afuera sensible que, como siempre, forma sistema con el formalismo. Atenerse a la formalidad de la firma es creer que el matrimonio (o el divorcio) dependen de ella; es negar la ética del amor y volver a la sexualidad animal. Ahora bien, ¿en qué consiste la ética del amor que no se satisface con ninguna prescripción burguesa o civil (bürgerliche Gebot)? (2015, 220).
Así, la ética del amor condenaría toda manifestación externa30 y, a la vez, las inclinaciones más bajas. Elevaría la materia hasta la forma de la estatua a la reunión con lo divino sobre la base de un principio que, en realidad, no puede, no ha podido tener más expresión que las lágrimas de María Magdalena. Su belleza es, como toda belleza para Hegel, perecedera.
***
Una ética del amor que se ha construido mirando el ejemplo de Jesús parece prevenirnos de los equívocos que la Dido virgiliana cometió en Cartago una vez llegado Eneas. Porque no respetó el pudor, porque se dejó llevar por la inclinación y el deseo infinitamente singulares despertados por el troyano, erró como los héroes y tuvo que morir en un tiempo que no era el suyo. Tuvo que propiciarla porque amó sin la reconciliación que, según Derrida, nos promete Hegel, sin las restricciones externas del contrato; aunque Hegel –el temprano– no manda el contrato, sí aconseja la liberación respecto de la heteronomía de las inclinaciones. Una ética del amor debiera, tal y como Derrida la lee en Hegel, preservar nuestro amor. Y entonces no cabe un amor como el de Dido. El modelo de esta ética temprana es, sin lugar a dudas, el de Penélope que espera presta en el telar y el de Odiseo que retorna de su viaje, sin referencia a sus amoríos con Circe. Ellos se reconcilian al modo antiguo, es decir, a través de una suerte de anagnórisis por señales (el reconocimiento de nuestra cama, i.e., de nuestro amor), y los veinte años que han pasado desaparecen de pronto, desaparición que los reúne y los reconcilia.
Aunque a lo largo de este capítulo he intentado sugerir que el amor, tal y como lo concibe Hegel antes de 1800, es muy distinto de lo que la teoría se empecinará en llamar dialéctica más tarde (es decir, justamente lo contrario de lo que ha hecho Derrida), es innegable que la lectura atenta y tendenciosa del filósofo francés ha mostrado grietas en el argumento de Hegel: el amor de Jesús no es el amor nuestro. Una ética del amor tan desapasionada, aunque intenta salvaguardar nuestra singularidad frente a la ley, se olvida igualmente de la inclinación, tal y como lo ha hecho Kant.
Sin embargo, un pensador tan trágico como Hegel, que estudió en profundidad a Sófocles y que leyó bien a los romanos, intuyó que el amor nuestro se parece menos al pudor de Lucrecia que a la falibilidad de Dido, menos a Penélope y mucho más a Fedra, presa de sus inclinaciones; reconoció, al terminar de escribir sobre el destino del cristianismo, que nuestra libertad no era posible en el marco de una ética del amor como la de Jesús y que la separación a la que nos somete el juicio no puede retroceder a la unidad de un estado prerreflexivo. Y así, negarle la posibilidad de haber cambiado, de haber tenido que abandonar su fe en la unión mística que el amor prometió al encarnarse en el pan, es negarle a la vez todo crecimiento, todo decurso, toda distinción. Y es condenarlo, también, a la ingenuidad de una reconciliación todavía frágil o – como lo diría más o menos él a propósito del espíritu en el pan– a una promesa que quiso hacernos del infinito y que, no obstante, se deshizo en la boca, todavía entre los dedos.
Bibliografía
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5 Hegel fue consciente de esta insuficiencia y la consignó al terminar de escribir el grupo de fragmentos conocido como El espíritu del cristianismo y su destino.
6 Véase Vieweg 2011.
7 Esto se abordará más adelante.
8 “El ser es Aufhebung. La Aufhebung es el ser: no como un estado determinado o como la totalidad determinable del ente, sino como la esencia ‘activa’, productiva del ser. No puede, pues, convertirse en el objeto de ninguna pregunta determinada. Se nos reenvía a ella sin cesar, pero este reenvío no reenvía a nada determinable. Imposible, por ejemplo –pero el ejemplo también se releva–, comprender el advenimiento de la verdadera familia (amor y monogamia), de la familia cristiana, sin tener en cuenta la Aufhebung del derecho abstracto” (Derrida 2015, 43).
9 “El esquema de la Filosofía del derecho ya está aquí: el amor como relevo del derecho y de la moralidad abstracta, es decir, de una escisión entre la objetividad y la subjetividad” (Derrida 2015, 43). “ ‘La moralidad (Moralität) releva (hebt auf) la dominación (Beherrschung) en los círculos de aquello que ha alcanzado la conciencia; el amor releva los límites del círculo de la moralidad; pero el amor mismo es todavía una naturaleza incompleta’. Anticipación de la Filosofía del derecho: el amor (unidad sentida de la familia) releva la moralidad subjetiva que había relevado a su vez el derecho abstracto o la dominación; pero el amor (la familia) es todavía naturaleza, primer momento de una Sittlichkeit incompleta, y, por consiguiente, deberá ser relevado a su vez” (Derrida 2015, 75).
10 Sin embargo, me cuesta comprender por qué a Derrida esta formulación específica, la renuncia al derecho, le parece tan escandalosa. Me pregunto si de veras no nota el aire de familia entre aquella y su propia afirmación del perdón como perdón de lo imperdonable, y entonces como perdón sin condiciones que hace posible lo imposible –para decirlo con las palabras de Ismene al comienzo de Antígona– y que rompe así cierta cadena causal como la que supondría la suspensión del reclamo de un derecho.
11 Esta subsección será particularmente breve y sumaria, por dos razones. La primera de ellas, porque ya hay en este volumen un capítulo dedicado exclusivamente al problema del judaísmo en Glas. Y la segunda, porque la caracterización que del judaísmo hace Derrida, es decir, la lectura que ofrece Derrida del judaísmo en Hegel, es bastante fiel a la fuente. Al mismo tiempo, el tratamiento del judaísmo es muy estable a lo largo de la filosofía hegeliana, no sufre mayores variaciones. En el caso del judaísmo sí se aplicaría de modo indudable la premisa general de Glas a propósito de la invariancia de los temas entre la filosofía temprana y la filosofía sistemática de Hegel, si es que se soporta una distinción tal. Mi intención en este capítulo ha sido, y sigue siendo, mostrar que en el caso del amor es imposible concluir lo mismo.
12 Esta es una cuestión bien común a las filosofías de la época. De acuerdo con Fichte, por ejemplo, en efecto el dios cristiano concibe a su creatura en el seno de su existir junto con el logos, no en un afuera, cuestión que sería imposible –y de preferencia este relato en boca de san Juan–. Véase las lecciones intermedias en Fichte 2012.
13 “… Abraham rompió die Bande, los lazos de la convivencia, pero sin la menor afección, sin el menor afecto, encentando así su historia y engendrando la del pueblo judío” (Derrida 2015, 49).
14 “El judío no ama la belleza; basta con decir, a secas, que no ama” (Derrida 2015, 50).
15 La idea no se reconcilia con la figura como podría decir uno, extendiendo la analogía sobre la que quiere hacer hincapié Derrida. Por eso prefiero, en lugar de reconciliación, referirme a este encuentro en el arte bello como armonía, porque esta reunión fracasará en último término –tanto como la reconciliación–. Hay una inevitable tensión en esa reunión que se hace insostenible, como “[l]a palabra harmonia, en griego, [que] describe el modo de sujetar las cuerdas para tensarlas” (Quignard 2012, 111).
16 Sobre el problema del tránsito entre estas dos justicias, me he referido ya en Ibarra B. 2016.
17 Obviamente esta concesión será parcial. Como veremos más adelante, y como se ha enunciado antes ya, el amor no es la inclinación misma, y entonces no es la alteridad, por decirlo de algún modo, radical del deber.
18 Derrida ha abordado esta cuestión con más detalle en, por ejemplo, “Ante la ley”, en el marco de su análisis del relato kafkiano. El motivo de la humillación y su clara vinculación con las condiciones formalizantes de la moral kantiana quedan claramente expuestas a propósito del relato de Kafka, que pone a la singularidad enfrentada a la generalidad de una ley que nunca se le presenta y que, sin embargo y paradójicamente, está hecha solo para él, como señala Kafka. El salto entre este motivo eminentemente kantiano y la propuesta del joven Hegel me sigue siendo oscura. Véase de todas formas Derrida 1992.
19 Hegel intenta pensar la reconciliación en el marco de la justicia punitiva. En este intento, será muy relevante para él problematizar la noción de castigo, y distinguir de la ley, frente a ella, al destino, entendido aquí no como un poder ajeno, sino antes bien como un producto de la actividad misma del hombre. El destino, a diferencia de la ley, podría ser reconciliado precisamente en su condición humana, en su calidad de producto de la actividad del hombre. La ley, en cambio, no podría reconciliarse. A propósito de ella solo podemos acudir a la gracia, como algo externo. La gracia como una cuestión que escapa de la capacidad del hombre y que por lo tanto Hegel parece despreciar. Sería interesante detenerse aquí en la distinción y contraposición entre gracia y destino reconciliado, pero por cuestiones de extensión es imposible. Sobre la vecindad entre esta idea de destino opuesto a la ley moral como pasible de reconciliación y la idea nietzscheana de ley inmanente, véase el artículo de Siemens 2015.
20 Véase Siemens 2015.
21 “La aparición del ligamento, de la cópula (pareja) y del par, produce un objeto que excede a la interioridad del sentimiento. Esta declaración judicativa más el hecho de repartir (Austeilung), de dividir el pan y el vino para consumirlos juntos, expulsa el sentimiento fuera de sí mismo y lo vuelve ‘en parte objetivo’ (zum Teil objektiv)” (2015, 78).
22 Tal y como “[l]a letra y la palabra desaparecen en el momento en que son escuchadas en el interior y, en primer lugar, simplemente captadas, comprendidas” (2015, 81).
23 “El retorno a la subjetividad en el acto de consumición lo define Hegel mediante una comparación. La comparación con la lectura debe definir aquí aquello mismo que escapa –nos ha dicho un poco más arriba– a la estructura comparativa. La necesidad de la comparación provoca quizá la recaída incesante de lo que debería escapar a ella, pero esta fatalidad es relevada a su vez: la comparación recibe su posibilidad de una analogía espiritual que tira siempre hacia arriba” (2015, 82).
24 “Consumado y consumido sin resto, el objeto místico vuelve a ser subjetivo, mas, por eso mismo, ya no es objeto de adoración religiosa. Una vez dentro, el pan y el vino están sin duda subjetivados, pero de inmediato vuelven a ser pan y vino, alimento digerido, naturalizado de nuevo; pierden su cualidad divina. También la perderían, es verdad, al no ser digeridos. Su divinidad se mantiene, muy precaria, entre la deglución y el vómito; ni es sólida ni es líquida; ni está fuera ni está dentro” (Derrida 2015, 83-84). Habría que retrotraer al mismo Derrida a sus reflexiones sobre las lágrimas de María Magdalena que, líquidas y bellas, son manifestación del amor de aquella que ha amado tanto y que, por consiguiente, alcanza el perdón de los pecados.
25 “En el momento en que la cosa vuelve a ser cosa por ser consumada y consumida –la cosa es esencialmente consumada y consumida, el proceso de consumación y consumición la constituye como cosa antes que encentarla como tal– podemos compararla de nuevo con la estatuaria griega del amor, en el momento en que la piedra vuelve a ser polvo. Hegel recoge entonces las referencias a las estatuas de Apolo y Venus. Mientras tienen una forma, podemos olvidar su materia quebradiza, la ‘piedra frágil’ (zerbrechlichen Stein); con ella nos remitimos entonces al elemento inmoral, estamos penetrados de amor. Pero si la estatua tumba en ruinas y decimos todavía ‘este es Apolo’, ‘esta es Venus’, el polvo que tengo ante mí y la imagen divina en mí ya no pueden juntarse. El valor del polvo residía en la forma. Al desaparecer la forma, el polvo disperso vuelve a ser la cosa principal. El pensamiento mediante, adorante, no puede dirigirse a ella, solamente a través de ella, al recuerdo de sí. Lo mismo sucede con el pan místico. Una vez comido, aunque en este caso la destrucción sea interior, se traga con él la posibilidad de una adoración propiamente religiosa. De ahí el duelo, el sentimiento de pérdida, de pesar (Bedauern), de escisión (Scheidung), que se apodera de los jóvenes amigos de Cristo cuando lo divino se ha fundido en sus bocas. Todavía los cristianos de hoy lo siguen experimentando. La pérdida inminente de Cristo, la cuasipresencia de su cadáver resultan sensibles precisamente al término de la comida, ‘después del goce de la cena’ (nach dem Genuss des Abendmahls).
Lo religioso no se acomoda a este sentimiento de impotencia y de división después del goce. Después de una operación religiosa ‘auténtica’, el alma debe estar sosegada, es decir, debe continuar gozando. La Cena todavía no es la religión. Sus restos –es decir, un cadáver– deben ser relevados” (2015, 84).
26 “Dejemos planteada la analogía, unas líneas antes de El saber absoluto: ‘Así como (so wie) el hombre divino singular [einzelne está subrayado: es Jesús, el individuo histórico] tiene un padre que existe en sí (ansichseienden Vater) y solo una madre efectiva (wirkliche Mutter), así también (so) el hombre divino universal, la comunidad (die Gemeinde), tiene por padre su propia operación (ihr eigenes Tun) y su propio saber (Wissen); y por madre, empero, el amor eterno que solamente siente (die sie nur fühlt), pero que no contempla en su conciencia como objeto efectivo inmediato’” (109). Esta conexión con PhG hace del sentimiento del amor una cualidad “privativa” de la madre; específicamente de la madre de la comunidad, el amor eterno que solamente siente. Amor que, por supuesto, no puede ser objeto efectivo inmediato de la conciencia del saber. ¿Puede haber inmediatez entre la conciencia y su objeto? ¿No nos queda claro que la inmediatez no es tal ya desde la sinnliche Gewissheit? Esta remisión al sentimiento, a la madre y a su papel ad portas del saber absoluto volverá mucho más adelante (254-255), con una larga cita a Hegel.
27 En varios momentos el amor volverá así referido a propósito del matrimonio como su medio, a propósito del libre consentimiento y entonces de la independencia frente a la inclinación subjetiva del deseo y de la voluntad de los padres (2015, 216), a propósito del amor en los matrimonios arreglados como un agregado que aparece, que surge en el seno del matrimonio (2015, 216), a propósito de la dificultad de que lo conceptual surja a partir de la singularidad (2015, 217).
28 He omitido en la composición de este capítulo las referencias al amor en la correspondencia de Hegel que Derrida discute en Glas, puesto que habían obligado a una exégesis que no tengo espacio de abarcar.
29 Véase Platón 1986 y Derrida 1997.
30 Habría que establecer las relaciones ya discutidas entre el pensamiento de Hegel y la influencia del mundo romano, en este caso, Virgilio y su concepción del pudor en Dido, para la consideración de la virtud femenina y la ética de un amor que entronca desde Grecia (y la figura de Penélope) con el cuidado de la casa y la inhibición del impulso. “En el pudor. La verdad (del matrimonio) es el pudor. No tiene nada de fortuito que este sea nombrado aquí. Lo espiritual se produce bajo el velo que impide aparecer desnudo. El pudor (Scham), la castidad (Keushheit o Zucht), verdad del sexo, encuentra su destinación en el matrimonio. Para ser más precisos: el pudor, que es todavía natural, se cumple espiritualmente en el vínculo conyugal. ‘Semejante opinión (Meinung) [formac12_9a, contractuac12_9a, naturac12_9a] que tiene la pretensión de ofrecer el concepto más elevado de la libertad, de la interioridad y del cumplimiento del amor, niega [o deniega: leugnet] más bien lo ético (Sittliche) del amor, la inhibición superior y el rebajamiento del simple impulso natural, los cuales ya están contenidos de forma natural en el pudor y son elevados a la castidad y a la decencia por la conciencia espiritual más determinada’” (220-221).