Читать книгу Una vida aceptable - Mavis Gallant - Страница 9
3
Оглавление«SODALEH», leía Shirey al otro lado del ventanal de Pons. Detrás del «SODALEH» había plátanos de sombra y un cielo digno de Sisley.
—Acabo de acordarme de algo —dijo Shirley—. Dios santo. Lo siento, señora Castle, pero acabo de caer. Hoy tenía que almorzar en casa de la madre de Philippe.
—Llama y diles que llegas tarde —respondió la señora Castle. E, ignorando todo lo que sus viajes ya tendrían que haberle enseñado, añadió—: Pídele a ese camarero que te traiga un teléfono.
—Ya me acuerdo. Ya sé dónde está Philippe. Ha ido a recoger a su hermana al aeropuerto a primera hora de la mañana. Venía de Nueva York. Imagino que han ido directos a casa de su madre desde el aeropuerto. Habíamos quedado en que los vería allí. Dirán que se me ha olvidado a propósito. Philippe está en casa de su madre…
—Mal sitio para un hombre —apuntó la señora Castle dando golpecitos en la mesa con su anillo para llamar a un camarero—. ¿Qué vas a tomar, Shirl?
Seguro que Philippe no quería asustarla. Si hubiera buscado detenidamente en vez de montarse una película sobre Geneviève, habría encontrado una nota. Se imaginó su letra en el bloc al lado del teléfono: «Colette ha vuelto, y con una luchadora de Hamburgo a la que conoció en el Museo de Arte Moderno. Mamá confía en que la luchadora tenga un hermano y en que esta extravagante aventura desemboque en una boda. Te esperamos para comer».
Sí, estaban esperándola para empezar con el asado de ternera del domingo y para oír las historias desdeñosas de Colette sobre las comidas, la moda y el estilo de vida que se llevaba en otra ciudad. Esperarían un rato a Shirley y luego, después de inventarse las excusas de rigor para que Philippe no se sintiera mal, empezarían con el aperitivo predilecto de Colette: huevos en gelatina. «Esto es lo último que necesita mi hígado», apuntaría Colette, untando un trocito de pan en la yema. Comerían ternera con moderación, porque en el angustiado mundo de madame Perrigny la carne causaba cáncer. Buena parte de la conversación, una vez despachada Nueva York, se centraría en los peligros de la comida, de comer en restaurantes, de comer en cualquier sitio que no fuese aquella casa; y acabarían llegando a la factura que les pasaría incluso ese almuerzo: languidez, migrañas, calambres, insomnio y remordimientos digestivos. La madre de Philippe cocinaba bien, pero solo porque era incapaz de cocinar mal: no sabía cómo se hacía. Con todo, el mero hecho de comer la inquietaba. La peristalsis era un enemigo al que nunca había conseguido someter. Sus intestinos tenían una relevancia casi histórica: aunque tomaba bismuto para calmarlos y carbón para cuidarlos, eran una nimiedad en comparación con su estómago, donde las comidas de cuatro platos se pasaban los días, indigestas, dando vueltas y vueltas como si se tratase de ropa olvidada en una secadora.
Colette se compadecía de las aflicciones de su madre; a menudo las compartía, y sumaba otra propia: un hígado inquieto. Cuando un huevo, una jícara de chocolate, una copa de vino o una galletita de más lo despertaba de golpe, el hígado de Colette se estiraba, doblaba su tamaño e intentaba abrirse paso a través de su piel. Si se llevaba las manos al costado derecho, justo debajo de las costillas, Colette conseguía devolverlo a su sitio. Sin embargo, encoger el hígado era algo muy distinto: implicaba pasarse días tumbada y no beber más que el agua en la que se habían hervido zanahorias y perejil durante dos horas, sin sal, hasta que el hígado enfurecido por fin se aplacaba. Uno de cada dos fines de semana, de hecho, Colette pasaba cuarenta y ocho horas guardando cama y bebiendo dicho caldo, y se levantaba con un hígado al que había conseguido debilitar considerablemente, pero nunca derrotar del todo.
Al poco tiempo de conocer a Philippe, Shirley invitó a su hermana y a su madre a cenar. No era consciente del nivel de compromiso que implicaba dicha invitación ni de que solo las personas sin educación recibían invitados los sábados por la noche. Pero la curiosidad llevó a las Perrigny a cruzar París aquella tarde anodina. Llegaron con veinticinco minutos de adelanto. Colette llevaba un protocolario ramo de claveles sujetos con alambre y adornados con esparraguera que fue soltando finas agujas verdes por toda la escalera. «Personajes de Goya», pensó Shirley al ver a los tres en su rellano: la mujer frágil y artrítica con ojos oscuros de gitana; Colette, tallada, adornada y bañada en oro, como un sillón antiguo; y, a su espalda, un Philippe distinto y vigilante. Quince minutos antes de su llegada —si hubieran sido puntuales—, Shirley habría hecho la cama, habría vaciado los ceniceros y habría despejado la sala de estar, privándola de su habitual y caótico desorden de bufandas, periódicos, perchas, botas de agua y flores moribundas. Iba descalza, vestida con un albornoz que sujetaba con la mano izquierda. Supo que ese encuentro era irremediable. Recordó cómo la habían mirado los padres de su primer marido y cómo se había visto reflejada en sus ojos.
—Philippe, ponles una copa, ¿vale? —dijo en inglés—. El puñetero albornoz no tiene cinturón y si quito la mano se abre.
—No beben, no te preocupes. Pero ponte algo, te lo pido por favor.
Los oyó murmurar mientras se vestía. Por el tono parecía mera cháchara. «Haz algo. Échame una mano», le pidió a ese nadie en concreto al que ella llamaba san José.
Shirley los invitó a sentarse a la mesa de la sala de estar y encendió con solemnidad varias velas, lo que les hizo pensar —ella lo supo al cabo de un tiempo— que su idea de elegancia estaba sacada de los restaurantes del Barrio Latino. Luego miraron el plato enorme que había en el centro de la mesa y dijeron lo siguiente:
La Madre: «¿Qué lleva ese plato que pueda sentarnos mal?».
La Hija: «Todo».
Escogieron selectivamente entre los cuatro tipos de arenques y la ensalada de patata aliñada con eneldo. Los vasos de aquavit se quedaron intactos delante de sus platos. Philippe se mostró amable, pero estaba perplejo: ¿qué mosca le había picado a Shirley? ¿En qué momento se le había ocurrido que su madre y su hermana disfrutarían de una extravagante cena escandinava? Ya le había hablado de ellas, y Shirley le había prestado atención, pero ¿lo había entendido? Ella notó esas preguntas desde el otro lado de la mesa, o creyó notarlas, y respondió con un «Lo siento» que parecía llevar diciendo desde siempre y que seguiría diciendo para siempre. Entretanto, las Perrigny intentaron comer un poco de cerdo con ciruelas. Dirigían la mirada hacia las pastas y al momento la apartaban. Daban mordisquitos al pan negro y fingían dar sorbos a su cerveza danesa. No estaban sorprendidas u ofendidas; estaban sencillamente angustiadas y horrorizadas por el miedo al envenenamiento.
Aquel desastroso primer encuentro no evitó el matrimonio, solo hizo prudentes a las Perrigny. Ahora, cuando iban de visita, no aceptaban nada que no fuese té chino. Inclinaban la cabeza y se cruzaban miradas que Philippe nunca veía y murmuraban opiniones que tampoco interceptaba. Para Philippe, la única consecuencia de aquella cena escandinava fue el miedo a que, después de casarse con Shirley, no pudieran invitar a comer a la gente normal: sus invitados se marcharían nerviosos y hambrientos o, aún peor, aquejados de colitis o botulismo. Entonces empezó a educarla. La enseñó a no hacer espaguetis para los invitados porque era un follón comérselos y porque parecía que no podían permitirse ir a la carnicería. La disuadió de preparar cualquier estofado con salsa de manteca, vino o algo similar porque no confiaba en que supiese cocinarlo y porque la gente podría pensar que los Perrigny disimulaban con la salsa unos cortes de carne de segunda. Cuando ocupaba su silla, presidiendo la mesa, y veía a los comensales pasarse la bandeja de ternera anémica con inocuos guisantes, decía: «Mi mujer es norteamericana, pero le he enseñado lo que es la buena cocina».
Con discreción, para que la señora Castle no la malinterpretase y se ofendiera, Shirley miró fugazmente el reloj. A esa hora, en la cocina de su suegra ya había quince platos fregados y guardados. El agua hirviendo se filtraba a través del café molido y caía a una taza de porcelana. Si Shirley se daba prisa quizá llegase a tiempo de que la perdonaran. Se imaginó allí mismo, en Pons, pidiendo un teléfono portátil. El aparato no existía, pero ella se lo imaginó sobrevolando la mesa y posándose, liviano, impoluto, como una nueva especie de extranjero, entre las dos guías de la señora Cat Castle y su bolso tapizado. Se imaginó marcando el número de su suegra, escuchando cinco o seis tonos estridentes y desistiendo. Le daban miedo los Perrigny, esa era la pura verdad. Cuando los Perrigny clavaban sus ojos marrones y escépticos en Shirley, le recordaban a aquellas personas que, hacía muchos años, en Italia, se habían quedado mirándola por llevar pantalones cortos. Shirley se fijó en el sol que bañaba París ese día. Un sol que no llegaba al comedor de madame Perrigny, siempre oscuro como el mar, pero que sí iluminaba las casas al otro lado de la plaza con una capa de amarillo grisáceo. Las ventanas de los Perrigny estaban cerradas para evitar las corrientes de aire y el ruido del tráfico; y los visillos blancos, completamente corridos, no fuese a pasar un helicóptero en vuelo rasante para fisgonear y ver qué estaban almorzando. El teléfono fantasma en la mesa de Pons se desvaneció. «He intentado llamarlos, pero no han respondido», se dijo Shirley. Era su forma de quitarse ese peso de encima: ¡alejarse de la culpa y del desastre! De pronto, una luz agradable bañó el comedor de su suegra, que se volvió tan acogedor como Pons. Shirley se imaginó el ramo de rosas que mandaría para disculparse: fresias, margaritas, primaveras y violetas blancas que un chiquillo llevaría en bicicleta hasta su destino; sería la propia madame Perrigny la que las sacaría de su envoltorio de papel crujiente y, al intentar salvar los tres imperdibles que sujetaban el papel para usarlos luego, se clavaría uno en el pulgar. La llevarían a toda prisa a comisaría; y, de ahí, al hospital, donde le pondrían la vacuna del tétanos. La excusa de Shirley estaba resuelta: podía hacer caso a la carta de su madre y quedarse con la señora Castle, «que la conocía desde siempre; desde antes de que naciera».
La pobre y peculiar señora Castle, a su edad, había emprendido un viaje por Europa con todas las incomodidades y la soledad que implicaba, para así demostrar a sus hijos, que se habían quedado en Canadá, que no los necesitaba. Se había comprado una capa y un sombrero tirolés en Salzburgo. Debajo del sombrero resplandecían unas gafas con forma de mariposa. Dejó la carta, que había escudriñado como si estuviera cifrada, se ajustó el sombrero para darle un toque informal y, después de remangarse, con su acento arrastrado de las praderas, dijo de un tirón:
—Pues me sorprende que una jovencita tan elegante y tan puesta como tú, Shirl, no conociese el salón de té Pons, la mejor pastelería de París.
—Sí lo conocía. De hecho, ya había estado, pero no sabía que era tan famoso.
—Esperemos que esté a tu altura.
Ese sarcasmo de la anciana le resultaba familiar; su voz podría haber salido perfectamente de la carta que Shirley había leído aquella mañana.
—Somos de Canadá —sentenció la señora Castle, dispuesta a dejar petrificada con la mirada a la camarera si se atrevía a negarlo—. Dile lo que quieres —le ordenó a Shirley. Entonces abrió un cuaderno y, apoyándolo en la mesa, escribió: «Pons». Acto seguido subrayó la palabra y dijo—: Una cosa hecha.
«¡Café!», gritó de repente, y siguió escribiendo: «He estado en la pastelería con Shirl el séptimo domingo después de Pascua (Pentecostés)». Levantando la mirada, preguntó a la camarera:
—No tendréis por casualidad tortitas escocesas, ¿verdad? Resulta que he estado en Escocia. —Y le dijo bruscamente a Shirley—: Tradúceselo, anda. Y no seas tímida. Nunca muestres timidez por lo que eres ni por lo que quieres.
Luego escribió: «Paredes verdes. Mimbre. Sillas rojas de felpa. Moqueta roja, estampada con plumas del Príncipe de Gales (¿o helechos?). El sol de la mañana no viene del parque, sino de la dirección contraria. Fielding no llevaba razón. Lámparas con pantallas de raso en las paredes, igual que en mi habitación. Geranios un pelín pachuchos. Mesas artísticas. Los espejos parecen de plata antigua».
—No intentes leer del revés —dijo, agitando sus excéntricas gafas—. Si te interesa lo que estoy escribiendo, me lo dices. Es para una larga historia que le voy a contar a una grabadora cuando vuelva a casa, ya ves. Voy a grabarlo todo en una cinta, reuniré a mi familia y se la pondré, así se pasarán un domingo entero escuchándola y una cosa menos. A nadie le gusta ya ver fotos y, aunque las hubiera, tendría que hablar. Lo tengo todo pensado. ¿Qué ha dicho de las tortitas escocesas? Da igual. Tomaré cualquier cosa: es mi tercer desayuno del día.
En la memoria de la viajera, los éclairs sustituyeron inmediatamente a las tortitas escocesas. Se acordó de que le habían dicho que probase los éclairs de Pons. Escogió los dos que tenían el glaseado más denso y brillante y empezó a comérselos en cuanto llegaron, mientras le explicaba a Shirley que ella siempre se había tenido que sacrificar por los demás: siempre había puesto sus deseos al final de la lista. Ahora sus hijos se habían dado cuenta y el arrepentimiento los corroía por dentro: ellos se habían casado con unas esnobs egoístas; y a Phyllis tampoco le había ido mucho mejor.
Shirley, que se bebía el café solo como si fuera veneno negro, entrevió el pánico de la vejez en su acompañante y esa necesidad de comérselo todo cuanto antes.
—Madre solo hay una en esta vida —dijo la señora Castle. Su triunfo sonaba algo apesadumbrado: ¿los hijos de la señora Castle la querrían más por ser única?—. Tu madre ha estado muy apagada todo el invierno, Shirl —continuó—. Ella dice que solo es un virus estomacal. Pero nueve de cada diez veces cualquier cosa en el estómago resulta ser cáncer. ¿A ti qué te cuenta?
—Acaba de mandarme una carta larguísima.
—Habla más alto, hija, que no te oigo cuando mastico.
—Acaba de mandarme una carta larguísima. Llegó ayer, pero no he tenido ocasión de leerla hasta hoy. Va de campanillas, toda la historia de las campanillas. No sé por qué. Dice que no entiende mi letra.
—Tu madre sabe un montón de botánica —apuntó la señora Castle.
—Le decía que creo que estoy echando a perder mi matrimonio; haciendo todo lo que no hay que hacer. Aunque yo sí entiendo su letra, no siempre sé adónde quiere llegar. Una vez me pidió que le señalara en un mapa las Grandes Rousses y que se lo enviara por correo aéreo. ¿Cómo iba a saber que eran montañas? Podrían haber sido bailarinas desnudas. Philippe lo sabía, pero se había marchado una temporada por trabajo; y, cuando volvió y me explicó que se trataba de montañas, mi madre me dijo que era demasiado tarde. ¿Demasiado tarde para qué? En otra ocasión, quería una foto del castillo y de las mazmorras de Nogent-le-Rotrou. Philippe también lo conocía, y si no, lo buscó, e incluso me consiguió la foto. Pero tardé un par de semanas en responder y mi madre al final ni siquiera nos dio las gracias. A lo mejor estaba buscando Jericó otra vez. La Jericó original, la que destruyeron; porque ella asegura que, en realidad, estaba en Europa. Pero como nunca me lo dijo, nunca supe qué quería en realidad…
—No tendrías que haberle contado esa parte del matrimonio —dijo la señora Castle—. Seguro que a Margaret no le gustó. Ella es una persona espiritual. Seguro que no le hizo ni pizca de gracia. Tu padre era un hombre muy cariñoso. Al principio intentaba cogerla de la mano y esas cosas, pero ella lo intimidaba con la mirada y le decía: «Teddy, no seas cochino». Es más partidaria de la faceta espiritual de las cosas. Teddy acabó acostumbrándose a ella. De hecho, creo que hasta acabó gustándole esa característica suya.
—No tenía ni idea de que fuese así —dijo Shirley—. Mi madre siempre ha sido muy razonable con todo, excepto con Inglaterra, y hablaba de buen grado de cualquier asunto, siempre y cuando no se tratase de algo personal.
—¿Por qué no has venido con él? —preguntó la señora Castle—. Creo recordar que os invité a los dos.
Shirley, jugando con su taza, dijo:
—Se me olvidó decírselo. —Y, antes de que le pidiese que lo repitiera, gritó—: ¡SE ME OLVIDÓ! De todas formas, no habría podido venir porque tenía que recoger a su hermana. Y yo tampoco sabía dónde estaba. Cuando he vuelto a casa esta mañana, ya se había ido. Había dejado una luz encendida, como si hubiera salido antes del amanecer, y dos pastillas para dormir para mí. Cuando discutimos, él nunca discute: se limita a escucharme y a corregir mi francés de vez en cuando, y luego me deja un par de sedantes en un platillo. Al verlos he comprendido que quería decirme que no había discusión, o que esta ya había terminado.
—¿Qué es eso de que has vuelto a casa esta mañana? ¿Qué haces por las noches? ¿Dar vueltas en autobús? Deja la taza. Si quieres más café, dilo, pero no juegues con la comida fría.
—Era muy sencillo, señora Castle… Me parecía sencillísimo, pero he armado un lío tremendo. Tengo una amiga que se llama Renata. No es italiana, a pesar del nombre. El caso es que quería abortar, así que le conseguí la dirección y fui con ella. Por cierto, no se lo diga a madre. Todo esto fue el viernes. Al día siguiente, o sea, ayer, me llamó para decirme que me necesitaba, que le contase a Philippe cualquier excusa, que le dijera que iba a una fiesta o algo por el estilo. La cuestión es que la persona implicada, el responsable, o sea…
—Te aseguro, sin miedo a equivocarme, que no quiero saber nada. Shirl, ¿qué pintabas tú ahí, para empezar?
—¿Que qué pintaba yo? Nada. Pero dijo que me necesitaba. Y es que había intentado suicidarse. No con mucho ahínco, pero en fin…, habría podido salirle bien, para su sorpresa. No podía contarle nada a Philippe porque aquí el aborto es un asunto grave. Basta con que lo sepas para buscarte la ruina. Lo último que quiero es que él averigüe que fui yo quien le dio la dirección. Nunca me ha quedado muy claro lo católico que es. Pero lo que sí que sé a ciencia cierta es que Renata le parece una pesada y que cree que desperdicio mi vida y mi tiempo con gente que no vale un comino. Pero ¿cómo se puede saber lo que vale alguien? ¿Cuál es la medida?
—Todo esto es cosa de tu madre —dijo la señora Castle—. Toda su familia era como tú. Sabe Dios que tu abuelo llevaba a casa al primer holgazán que encontraba por la calle. Siempre había algún zángano comiendo huevos fritos en la cocina de tu abuela. Y ella les leía la Palabra de Dios hasta que no quedase un parado sin cristianizar. Más vale que le cuentes algún cuento al pobre infeliz de tu marido.
—Más vale que le diga la verdad, antes de que la cosa se complique aún más.
—No tiene sentido —dijo la señora Castle, con voz tranquila—. Si empiezas con circunloquios y te enrollas, como estás haciendo conmigo, va a quedarse frito. Si quieres que te preste atención, escríbele una carta. Eso siempre conmociona a los hombres. Parece la última palabra. Así podrá llevársela, leerla tranquilamente y reflexionar. Te digo por experiencia que es eficaz, siempre y cuando no se abuse. Y que sea corta. Solo las mujeres que están locas escriben cartas largas. Cuéntale la verdad si suena realista. Si no, invéntate algo mejor. No hay ninguna necesidad de ir por la vida diciendo ridiculeces solo porque dé la casualidad de que sean verdad. Que sea verosímil, pero sobre todo sé escueta.
—Una fiesta es verosímil. Él cree que siempre estamos por ahí bebiendo y armando jaleo.
—«Estamos», ¿quiénes?
—Ah…, los americanos.
—Yo no soy americana. Y, hasta donde yo sé, tú tampoco naciste en Estados Unidos. Si vas a ponerte así, a olvidarte de tus orígenes, no quiero oír ni una palabra más. Imagino que, siendo católico, estará en contra del suicidio.
—Eso casi es lo de menos. Philippe está harto de mis amigos y de sus penurias. Cree que uno ha de guardarse sus cosas, a menos que sepa presentarlas como extraordinarias. Philippe no se parece en nada a la familia de madre. De hecho, es justo lo contrario. Prefiero decirle que estaba en una fiesta, y no cuidando de una amiga. Porque es verdad que a veces salgo sin él. Llegó un momento en el que empezamos a vivir así: yo iba a fiestas por mi cuenta porque él se quedaba trabajando hasta tarde o había salido de la ciudad por un encargo. Pero es que, aunque esté aquí, los sábados no sale. Mientras que a mí quedarme en casa un sábado por la noche me parece muy triste. Si te soy sincera, Philippe me da un poco de miedo. Y ahora me aterra tener que ir a casa de mi suegra. Cuando está con su hermana y con su madre, me paso todo el tiempo hecha un manojo de nervios. Tengo la sensación de que me están juzgando por cosas que no entiendo. Si las entendiese, a lo mejor me daría igual.
—¿Te ha puesto la mano encima alguna vez? —preguntó la señora Castle—. ¿Te ha pegado?
—¡No! No, por Dios. Él no es de esos, ni mucho menos. Si usted pudiera verlo cuando está con su hermana, comprendería lo que le digo. Desde que iban a la guardería les han inculcado que son mejores que los demás. A nosotros nunca nos dijeron nada parecido, ni una cosa ni la otra, así que no tengo nada en lo que apoyarme para entenderlo.
—Ya has mandado al garete dos matrimonios —dijo la señora Castle—. ¿Por qué siempre tienes tanta prisa por casarte? Da la impresión de que te casas deprisa y corriendo, y luego corres en la otra dirección.
—Pete murió, señora Castle.
—Murió, en efecto. Su madre sí que era americana.
—No murió por eso —respondió Shirley, viendo su reflejo en miniatura en las gafas de la mujer—. Las cosas se superan… —murmuró de pronto.
A Shirley, ese «te casas deprisa y corriendo» le parecía muy desacertado. Les había llevado semanas reunir los documentos necesarios para celebrar la boda entre un ciudadano francés y una extranjera. Recordaba, entre la docena de funcionarios impertérritos con los que tuvo que lidiar, a una mujer que se comportaba como si tuviese el poder de dar o quitar la vida a Shirley. Recordaba cómo lamió un sello, lo pegó justo en el borde inferior de una carta, lo firmó con sus iniciales, se sentó y escribió tres palabras a máquina, tomándose su tiempo, antes de mirar al otro lado del mostrador marrón que la separaba del resto de los mortales y sus solicitudes. «¿Es que no puede casarse con alguien de su país, señorita? —le preguntó—. ¿No hay hombres donde usted nació?» Era una víbora rechoncha, con un guardapolvo de nailon grasiento… Y las uñas grises. Cuando Philippe fue a ver a su padrino para preguntarle si podía hablar con alguien para adelantar la boda, aduciendo que Shirley estaba embarazada, el hombre le respondió: «Seguro que es mentira», y no hizo nada. Luego llegó la carta de advertencia de la madre de Shirley: «No olvides que se creen sagrados. Dios vela por ellos. Dios intervino en su nombre a través de Juana de Arco. He oído que en realidad era un hombre, o una lunática, o una hija bastarda del rey, pero nunca he leído ni una palabra que pusiera en entredicho la divinidad de su misión. Ese país está directamente vinculado al Todopoderoso, y los vínculos directos siempre son peligrosos. Lo que digo, querida, es: ¡PIÉNSATELO BIEN!».
Shirley y Philippe leyeron la carta juntos, se echaron unas risas y un buen día se casaron en el Ayuntamiento del VI Distrito, no en una iglesia. Al día siguiente pusieron rumbo a Berlín en el dos caballos de Philippe, que tenía un encargo en la ciudad: «Un año después del Muro: el grito silencioso». Hubo algunas complicaciones al atravesar la zona Oriental, porque Philippe tuvo que parar continuamente donde no estaba permitido para que Shirley bajase a vomitar. Él tomaba nota de todo, con la intención de incluirlo en el artículo como un toque conmovedor a la par que cómico, pero luego se dio cuenta de que no le serviría. No podía escribir sobre una luna de miel en la que la mujer llevase unas doce semanas embarazada y presentar a Shirley como una persona que se mareaba en el coche la haría parecer tediosa. Al final, decidió eliminarla directamente. El largo relato del viaje en primera persona que se publicó en Le Miroir dejaba claro que Philippe había viajado solo.
—Tenía prisa por casarme porque Philippe me parecía un regalo del cielo —dijo Shirley de repente—. Me parecía demasiado bueno para mí, que no me lo merecía. Yo tenía veinticinco años y todos los hombres que conocía o bien estaban casados o eran unos inmaduros, unos neuróticos u homosexuales.
—Eso habría sido lo más prudente —comentó la señora Castle, quizá en referencia a los últimos.
—No, señora Castle, ni mucho menos. ¿Dónde está la prudencia? Entre dos personas todo es ambiguo.
—Será todo lo ambiguo que quieras, Shirl, pero te ahorras las náuseas matutinas.
—Pues mire el príncipe Alberto —dijo Shirley—. La reina Victoria tuvo nueve hijos, y náuseas con todos y cada uno de ellos.
Como esperaba que la mujer cuestionase su afirmación o, cuando menos, le pidiese pruebas, Shirley empezó a preparar su defensa —el famoso y silenciado escándalo del barón Schwartz-Midland le valdría, para empezar—, pero la señora Castle se limitó a responder con su característico acento de las praderas:
—Tu abuela Woodstock tenía una jarra antiquísima para la leche con la imagen del príncipe Alberto. Estaba en la cocina, justo en el borde de un estante. Siempre parecía a punto de caerse. En ella guardaba el apio, el perejil. Esa jarra, que deberías tener tú, está en un museo de Búfalo. Así es como cuidamos nuestro patrimonio nacional… Por eso te he traído una cosa. Es mía, pero, conociendo a tu familia como la conozco, me da la impresión de que, si no te doy esto, nunca vas a tener nada.
Se refería a una de sus dos guías. Se la dio a Shirley por encima de la mesa mientras la abría por la guarda. Con tinta sepia, en una letra liliputiense, alguien había escrito:
Para Charlotte S. Mackie
por su quinto cumpleaños,
de Shirley Ann Horsburgh.
5 de noviembre de 1873
Debajo, en un color algo más fresco:
Para la pequeña Cathie Murray Pryor,
de su madrina
Charlotte S. Woodstock.
Regina, 2 de julio de 1892
Luego, escrito con bolígrafo y con la letra alargada de la señora Castle, se podía leer:
Para Shirley Norrington, recuerdo de nuestro encuentro en París, este libro vuelve a quien le corresponde por derecho.
Catherine M. Castle, domingo de Pentecostés de 1963
—Cuántas mujeres, ¿eh? —dijo la señora Castle—. Si hubiera esperado otra década, te habría podido dar una auténtica antigüedad: cien años. Pero no quería esperar tanto. Lo encontré el invierno pasado mientras ordenaba la casa antes de venir a Europa. Guardé un montón de cosas: todo aquello por lo que mis hijos no se ponían de acuerdo ni decidían quién iba a quedarse con qué. Lo guardé todo y punto. Que se peleen cuando me muera. Les dije que antes de mudarme a un pequeño apartamento y pasarme la vejez cuidando de… —Perdió el hilo de lo que quería decir—. El libro… Le tengo mucho apego, pero me imagino que te mereces tener algo de tu familia y, conociendo a los Woodstock como los conozco, probablemente esta sea la única herencia que vayas a recibir. No pongas esa cara de perplejidad. ¿Es que no te dicen nada estos nombres? Pues vaya, Shirl… Excepto por el mío, y considerando que se saltaron a tu madre sin querer, es tu linaje femenino. Esto sin duda demuestra que vivimos en un mundo de hombres. ¡Me apuesto lo que quieras a que te sabes todos los apellidos por parte de padre!
—Woodstock me suena, aunque no me dice nada. Pero Pryor… ¡Anda, hay una Shirley! Siempre me dijeron que me llamaron así por una criada que teníamos.
—Pryor soy yo —dijo la señora Castle—. Yo era Cat Pryor. Mackie es tu abuela, su apellido de soltera. A ti te he puesto como Norrington porque me cuesta seguirte la pista. ¿Qué has sido? ¿Higgins? ¿Perrigny? —Pronunció el segundo apellido con gran firmeza, acentuando la segunda sílaba—. Al menos, Norrington es como empezaste. En realidad, tu abuela no era mi madrina, pero se autoproclamó como tal. Yo nací, me bauticé y me confirmé como anglicana, y para las mujeres de tu familia eso equivalía a que el papa te tenía en el bolsillo. Aunque muchas se han vuelto más respetables desde entonces. Tu madre ya no cree en nada, excepto en la reencarnación. Eso es respetable. Digo que a nadie se le ocurriría atacarlo, pero que me aspen si quiero que mi alma acabe en otra persona que no sea yo. Yo, Shirl; yo ante todo. Antes no pensaba así, pero ese es el consejo que te doy. Cuando te levantes por la mañana, di para ti misma: «Por lo pronto, yo; los demás, ya veremos».
Lo que la señora Castle le había dado no era una guía de viaje, sino que podría tratarse del mismísimo texto que la abuela de Shirley leía a los parados: el precio que habían tenido que pagar los pobres para comer huevos fritos en la cocina de los Woodstock.
El pío nuestro de cada día
o
Una serie con las
PRIMERAS ENSEÑANZAS RELIGIOSAS
que la mente infantil
es capaz de asimilar
—No digo que tengas que leerlo, ¿eh? —aclaró la señora Castle con un tono ofendido—. Puedes dejarlo para después. Además, no habrá nada que no sepas.
Pero Shirley ya estaba sumergida en sus páginas:
¡Qué fácil sería hacer daño a tu pobre cuerpecito!
Si cayese en el fuego, las llamas lo abrasarían.
Si cayese agua hirviendo sobre él, lo escaldaría. Si cayese en aguas profundas, y no lo sacaran de inmediato, se ahogaría. Si un enorme cuchillo atravesara tu cuerpo, se desangraría. Si una caja enorme te cayese en la cabeza, la aplastaría. Si te cayeses por la ventana, te desnucarías. Si pasaras varios días sin comer…
—Cuando venía de Roma, coincidí con un francocanadiense en el tren —dijo la señora Castle—. Un chico simpático, de tu edad, quizá algo más joven. Mucho más joven, con toda probabilidad. Comió conmigo en el vagón restaurante. Bebimos vino blanco, decía que era alérgico al tinto, que le salía un sarpullido en el cuello. Su padre era dentista. Empezó a criticar a su propia familia y llegó un momento en el que yo ya no sabía hacia dónde mirar. Decía que eran todos muy vulgares. Yo no los conocía, qué iba a saber yo. Pero le expliqué que también había gente vulgar en Saskatchewan, y en absolutamente todas partes. Y él me respondió: «Bueno, puede que vosotros siempre fuerais vulgares. Pero nosotros nos vulgarizamos por culpa del contacto con los ingleses».
—¿Con qué ingleses? —preguntó Shirley, dejando El pío nuestro de cada día a regañadientes—. ¿Qué quería decir con eso?
La señora Castle se encogió de hombros. Empezó a recoger su cuaderno, su bolígrafo y sus guantes.
—Pero dejó que le pagase la comida —dijo.
—La mitad de los hombres que conozco son así. ¿Eso es vulgar?
—Es poco atento. Bien podrían haber sido los últimos billetes que me quedasen.
—Supongo que fue algo grosero. ¿O no? Nunca he tenido muy claro lo que significa «grosero». —Shirley intentó imaginarse el tren, la mano agarrando una copa de vino.
—Pues no lo sé —respondió la señora Castle en tono alegre—. Creo que a él le parecía sociable, sin más. Intentaba que la conversación me resultara interesante. Bueno, Shirl, no te entretengo más, que tienes mucho que leer.
—Señora Castle, me lo he pasado de maravilla. ¿Nos veremos otra vez?
—La verdad es que no hace falta, ¿no? Nos hemos visto un buen rato y ya sé qué decirle a tu madre. Hemos estado en Pons, que me moría de ganas de conocer, y esta tarde voy a Fontainebleau con un grupo de American Express. Me han gustado mucho los éclairs.
—¿Qué va a decirle a madre?
—Nada que no pudiese grabar para que lo oyeran otras personas. Que estás delgada como un alambre y que parece que conoces a mucha gente. Que, para serte franca, eres más o menos como siempre has sido. Que prefieres leer a escuchar, pero no todo en la vida son libros. ¿Sabías que naciste de nalgas? Si volvemos a vernos alguna vez, te contaré un montón de cosas que a lo mejor te interesan.
* * *
Al salir a la calle, Shirley se sintió como una extraña en París y como si la señora Castle llevase allí toda la vida. La vio dirigirse con resolución a la que sin duda sería su parada de autobús. ¿Se habían despedido? De pronto la señora Castle dio media vuelta y le dijo:
—¿Por qué tu amiga italiana…? ¿Era Gina? ¿Por qué lo hizo?
—Renata… No es italiana.
—Da igual. ¿Por qué intentó suicidarse? ¿Para ver qué hay después?
—Pues creo que se lo he contado, señora Castle. Decía que se sentía sola y que le dolía.
—Tu madre te parió sin una triste aspirina, y eso que venías de nalgas. Tu marido tiene razón. Esa muchacha es una pesada. No te juntes con ella.
La señora Castle desapareció bajo los cambiantes juegos de luces y sombras marcados por el sol y las hojas entrelazadas de los árboles. Ahora, en su lugar, había un hombre con una silla plegable en la mano. Shirley era miope y estaba acostumbrada a que la gente se desvaneciese así ante ella, por lo que habló con confianza a la luz y a la sombra.
—Por cierto, señora Castle, esta mañana he salido de casa sin dinero. No llevo nada, ni siquiera un billete de autobús. ¿Puede prestarme algo? Mañana se lo llevo a su hotel.
—Eso sería lo último que haría —respondió la voz de las praderas—. Ni podría, ni querría. Ya tienes tu libro, y tu desayuno, pero no puedo darte nada más. Además, Shirl, tu madre sería la primera en recordarte que una dama nunca necesita nada. Nunca necesita, nunca quiere y, en cualquier caso, nunca pide nada.