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Vicente Dalmases

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I

¡Reparten los teatros!10

Entró Julián, agitadísimo.

–¿Qué?

–Entre la U.G.T. y la C.N.T.11

Todos los que no estaban de pie se levantaron.

–¿Y nosotros?

–Tenemos que ir a hablar con ellos en seguida.

Julián Jover –alto, espigado, con el pelo crespo y la voz aguda, largos brazos, largas piernas, desgalichado–12 se movía en todos sentidos, pura aspa y ascua.13

–¡El Ruzafa!

–¡El Apolo!

–¡El Principal!

–¡El Eslava!

–Aunque sea el Serrano.14

Ya se veían actuando como profesionales.

Santiago Peñafiel –fuerte, más bien alto, luciente, moreno, alegre y con largas pestañas, su único orgullo; que por lo demás, lo mismo hacía de barba que de comparsa, de traspunte o de carpintero– daba saltitos:

–¿Te das cuenta? ¡El Retablo15 en un teatro de veras, en un escenario de verdad!

Asunción Meliá –rubia, delgada, con enormes ojos azules de mujer mayor, perdidos en una cara de adolescente, los labios finos y apenas rosados– se abrazaba alborozada a Josefina Camargo16 –de cara irregular, picada de viruelas, la boca hija de un mandoble–, primera actriz del grupo. Fea con ganas, con voz que removía las entrañas, razón de su éxito con los muchachos, y del desconcierto de las mozas que se hacían cruces. (–¿Qué le ven?).

–Vámonos al Sindicato.

–¿Todos?

–No. Todos no: una delegación.

–¿Quién va?

Luis Sanchís –la frente abombada, anteojos, voz de ultratumba, cantante inficionado de zarzuela, rimbombante, gracioso en su chocarrería y mala educación, estudiante de derecho– decide:

–Que vayan Julián y Josefina.

–¿Dos sólo? No son bastantes. Cinco por lo menos.

–No nos darán nada.

–Ya habló quien tenía que hablar.

Era Manuel Rivelles –alto como un palo de telégrafo, por lo que le solían llamar el «Farol» (y a Luis Sanchís, su inseparable, el «Farolero»), tímido, pesimista, humilde, mal cómico, pero ¡con tanta afición! Con la espina clavada de que la gente se reía con sólo verlo aparecer en escena. Estudia historia y padece –casi siempre– enfermedades vergonzosas. Sin suerte, pero tesonero.

Diez más forman entre todos «El Retablo», teatro universitario. Los dirige Santiago Peñafiel, que no es estudiante, no por falta de ganas, sino de medios: encargado de un almacén de maderas del camino del Grao, mantiene su casa: madre y dos hermanillos; tiene, además, pujos literarios, colaborador de algunas revistas de «Joven Poesía». Conocido –él dice amigo– de Federico García Lorca y Alejandro Casona. Desde luego, es el único del grupo que ha visto actuar a «La Barraca» y al teatro de las Misiones Pedagógicas.17

Están reunidos en casa de Jover –de Jover y sus hermanos, que son cuatro, tres varones y una hembra, aunque de esta última no se habla, que salió pinta–.18 La casa es vieja, de las de chocolate en mancerina.19 Llena de viejitos y viejitas por todos los rincones, muy amables, muy finos, retraídos y admiradores de sus sobrinos, a los que recogieron al morir sus padres. José, Julio, Julián –amargados con lo de Julieta, ida con un comicastro–. Los tres del «Retablo»: José, un papalote con pápulas20 para quien los sellos son el summum y razón de ser. Acaba la carrera este año, sin que nadie se entere, ni él, por supuesto. Heredará el bufete del tío con quien trabaja. Hace versos, sin decírselo a nadie. Es parado, y todos lo tienen por tonto: no hace nada para desengañarlos, tal vez porque no se da cuenta, o porque, quién sabe, lo cree también. Le gusta pasear por la huerta y cortar flores. Luego se las queda mirando horas y horas, oliéndolas:

–¿De dónde les vendrá el olor?

Las deshoja. Los tíos y las tías lo adoran, todos solteros.

Pajarilla era la niña. Vive en Madrid y todos piensan en ella. Guapa de veras y con un genio atroz. Fundó «El Retablo» y fue su gran figura. Quería hacer teatro de veras; la caterva de tíos se opuso. Ella saltó por encima. En el fondo todos esperan que llegue a gran cómica. Por el momento no se sabe mucho de su vida.

La rebelión militar ha derrumbado todas las puertas: ya no son estudiantes, sino actores. Fueron anteayer a ver al gobernador: se han puesto al servicio del pueblo. Duermen menos. Les dieron vales para conseguir madera, telas, pinceles, colores. Les han prometido un camión. Pensaban ir por los pueblos, haciendo sus sainetes, pero ahora entró Julián y se les encandila la imaginación: ¡«El Retablo» era un teatro de Valencia! ¡Qué revolución!

–Habrá que montar obras más importantes.

–Lo primero es conseguir un teatro.

–No nos lo darán.

–Nos haremos con él.

–Quizá sería mejor ir al Eslava y quedarnos con él, así por las buenas; luego hablaremos con los del Sindicato.

Se oponen los timoratos.

Luis Sanchís: –Vámonos, abajo tengo el coche.

Su padre es de Izquierda Republicana y no se lo han requisado. Entra Vicente Dalmases.

–Me he retrasado porque tuvimos una reunión.

Le dice Santiago Peñafiel, burlón:

–Sí, ¿y qué tienes que decir?

Vicente Dalmases pertenece a las Juventudes Comunistas.

–Reparten los teatros

–Ya lo sé. ¿Qué pensáis hacer?

Es delgado, vivo, rápido, nervioso, de nariz larga, e inteligente. Pero cerrado a la ironía. Le molestan las burlas. Serio, lo toma todo como él es. Estudia comercio, sin ganas, pero con el ahínco que pone en todo.

–¿Qué te parece, vamos primero a por el teatro y luego a hablar con los Sindicatos del Espectáculo, o al revés?

–Podemos hacer las dos cosas a la vez.

La aprobación es general e inmediata. Los Jover, Rivelles y Asunción irán al Eslava. Peñafiel, Josefina –porque conviene que vaya una mujer–, Sanchís y Dalmases, a entenderse con el Comité Ejecutivo de Espectáculos Públicos U.G.T.-C.N.T.

El comité está reunido en sesión permanente. Son doce. Preside un acomodador. Le dicen «el Fallero». Viejo socialista. Pero las miradas, directas o solapadas, van hacia Slovak, un mozancóna de cabeza rapada que nadie sabe de dónde ha salido. Lo han traído los de la C.N.T. Dicen que lo mandan de Barcelona. Habla Santiago Vilches, un actor de zarzuela, masón y republicano: habla siempre, lo dejan. Siempre engolado, como con corsé. Dicen que duerme con una mano en el pecho, desde que representó al Greco, hace años.

–Camaradas, nuestro país vive en estos momentos el proceso revolucionario más hondo que registra la historia del progreso humano…

Ambrosio Villegas mira una mosca que corre por la pared. ¿Cuándo echará a volar? Está ahí en representación de los autores. Lo han aceptado a regañadientes. Los trabajadores del teatro no creen tener que contar con los escritores. Todavía los músicos…

–Se derrumba un sistema, y sobre las ruinas del pasado tenemos la obligación de estructurar la vida económica de nuestro país recogiendo el anhelo de la clase trabajadora…

La mosca vuela. El teatro en manos de sus trabajadores. Villegas no se hace ilusiones: se hablará de sueldos.

–… Y estableciendo unas normas justas y equitativas para la convivencia humana.

Claro –piensa Villegas–, tenía que surgir la palabra humano. ¿Qué quieren todos estos que están alrededor de esta mesa? El Fallero dice lo que piensa; quiere mandar; pero no directamente, tiene alma de cacique. A Rigoberto Salvá, tramoyista, no le importa nada de nada, como no sea dormir. Luis, el apuntador, tiene sus «puntas y collar de poeta», querrá estrenar y estrenará. ¿Y el checo o yugoslavo ese? ¿De dónde ha salido? Él se ha opuesto, más que nadie, a que formara yo parte del comité.

Villegas había hablado antes con él, mientras comían un tentempié. ¿Sabe más de lo que aparenta? Así de buenas a primeras parece muy bruto y fía mucho de su pistola, muy brillante y muy visible. Siempre vuelve a lo mismo:

–Hay que hacer la revolución…

No dice cómo. ¿Quitar los teatros a sus dueños? Ya está. ¿Socializar la industria? En eso estamos. Pero ¿y después? ¿Vamos de verdad a hacer un teatro decente?

–Nadie tiene derecho a desertar de su puesto –dice ahora el Fallero–, necesitamos la colaboración de todos. Estando todos los trabajadores del espectáculo enmarcados en las sindicales U.G.T. y C.N.T. no sería mucho esperar de vosotros aquella disciplina sindical a que estamos obligados…

Villegas tiene su carnet, nuevecito, de «Oficios Varios» que ha conseguido en la U.G.T. Hubo sus más o menos al tratar el asunto en la Sociedad de Autores. Algunos se resistían, con bastantes buenas razones, a afiliarse a un sindicato. Prevaleció la opinión de que nada se perdía, y era útil para con las patrullas. Que cada cual se afiliara al sindicato que más le gustara.

–… Y la solidaridad que debe existir entre todos los trabajadores. (La solidaridad. Sí. Aquí está la palabra: solidaridad, o solidariedad, como se debiera decir. ¿No se dice contrariedad o arbitrariedad? ¡Qué más da! Su continua manía purista… ¿De qué le había servido?).21

Archivero del museo de San Carlos, sí, archivero, mueble arrinconado al que se consultaba impersonalmente de muy tarde en tarde. Villegas vivía solo, dando clases. Había publicado un libro de versos de quien nadie se acordaba, y estrenado unas comedias, al paso de algunas compañías de segundo orden, hacía muchos años. Tenía cuarenta y cinco, aparentando diez años más.

Solidaridad o solidariedad es una palabra relativamente nueva –pensaba– y hasta cierto punto es posible que el sentimiento que refleja también lo sea. ¿Adhesión a una obra común? Los latinos decían in solidum: solidariamente. Pero no se refieren a esa emoción que surge de la masa. Villegas se recuerda22 del mitin de Mestalla.23 El sentimiento conjunto, regado, machimbrado24 de cien mil personas. Lloró al oír hablar a Azaña. No era la oratoria: era el deseo de aquella masa, su ilusión idealmente solidificada, la seguridad de un mundo mejor a la vuelta de unas semanas, por carisma. La ayuda, la comunión, la composición indivisa del aire que respiraba; sentirse parte de un todo conocido y amado. Intervenir, comunicar, interesarse mancomunadamente. Sí, era eso: de mancomún. Mejor que solidaridad, que sonaba a catalán.

–Hay que hacer la revolución –decía Slovak, por quinta vez.

Villegas, impacientado, levantó la mano pidiendo la palabra. No tenía idea de lo que iba a decir.

–Tiene la palabra el compañero Villegas.

–Señores…

–Aquí no hay señores, todos somos camaradas –interrumpió Slovak.

–Bueno, no tiene importancia.

–Sí, la tiene.

–Como ustedes quieran.

–Aquí todos nos hablamos de tú.

–Como vosotros queráis. Sólo quería hacer notar que… si la revolución va a consistir en socializar los teatros no será una verdadera revolución teatral.

Hizo una pausa y se oyó la mosca que fue a posarse en el cráneo rapado de Slovak, que la espantó impaciente.

–No. Lo que hay que socializar es «el» teatro.

Villegas se calló, quedó una interrogación en la mirada de todos.

–Nada más.

–Mire compañero –dijo el Fallero–, aixòb25 estará muy bien: pero no le veo la punta.

–Como que no la tiene –recalcó Llorens, un actor de la C.N.T.

Intervino Slovak:

–No, sí la tiene. Es una gracia de intelectual partidario de Azaña.

Dijo Azaña, con el mismo desprecio que si hubiese dicho Sanjurjo.

–Creo que don Manuel Azaña sigue siendo Presidente de la República.

–Y tú le dedicaste una serie de artículos, acerca de Rivera y de Ribalta.

Todos se miraron extrañados. No les sorprendía ignorarlo, sino que lo supiera aquel hombre.

–¿Tiene algo de malo?

–No, nada. Pero como yo decía: los intelectuales de tu tipo no tienen nada que hacer aquí. No creas que no te entiendo. El compañero Villegas quiere que se representen sus comedias.

Villegas no era hombre de arrestos, y ya había dado de sí cuanto podía. Prefirió callar, se sentía molesto. Más que nada por el acento extranjero de aquel tipo.

El Fallero puso a discusión el salario de las mujeres de limpieza, y las del wáter con jabón y toalla por su cuenta. En ese momento, por las buenas, entraron en el cuarto –destartalado y sucio– Dalmases y los demás.

–¡Ché! –dijo el Fallero–, ¿qué manera de entrar es esa? ¿Qué queréis?

Slovak tenía la mano en las cachas de su pistola.

–Un teatro.

–¡Hombre! ¿Y tú quién eres?

Peñafiel saludaba a Villegas. Este los presentó. –Son los del Teatro Universitario.

–¿Qué tienen que hacer aquí unos aficionados? –preguntó Llorens–. El teatro es cosa de profesionales. Todas esas perenganadas de aficionados no hacen más que dañar a la industria. Hay que acabar con ellos. Si quieren hacer comedias, que ingresen como meritorios.

No había nadie en la puerta del teatro Eslava. Las puertas que daban al vestíbulo estaban cerradas. Los muchachos tocaron sin resultado. Julián Jover, moviendo sus brazos en aspa, se acercó a la puerta del escenario. Estaba abierta. Llamó a sus compañeros y entraron. No parecía haber nadie.

–Fantástico.

Para la mayoría de ellos era la primera vez que penetraban en un escenario de verdad.

Viniendo de la calle, horneada por el calor de agosto, el pasadizo pareció una gruta misteriosa. Viviendo en un mundo nuevo, sin peso, como el que los embargaba desde hacía quince días, el penetrar como invasores legítimos en un teatro, les daba, además, la sensación maravillosa de piratas. Piratas de verdad, generosos y caballerescos; aventureros llevados en alas de su gusto, en busca o captura del instrumento mágico que les iba a permitir establecerse en la vida según el trabajo que libremente habían escogido.26 El fresco y el silencio –delicioso a pesar del olor muerto– les sobrecogió con fruición. De todos modos Julio Jover le dio la mano a Asunción. Ella sonrió, agradecida. No se veía. La luz venía de muy alto, escasa, filtrándose por las rendijas del telar.

José y Julián se quedaron husmeando por los camerinos, los demás penetraron en el escenario. Santiago Peñafiel gritó, ahuecando la voz:

–¡Ah, de la casa!

No contestó nadie. En la penumbra, las butacas se alineaban sin valla, como olas sucesivas y quietas. Todos estaban sobrecogidos: por la penumbra, la temperatura y la soledad.

Casi no podían creerlo: estaban en un teatro, en un teatro que casi podían considerar suyo. Julio dio unas patadas en las tablas, que resonaron. A los lados empezaban a vislumbrar unos bastidores apoyados contra las paredes.

–¿Dónde se dará la luz?

–¿No habrá nadie?

–¿Dónde estáis?

Lo preguntaba José Jover, asomándose al escenario. La embocadura se divisaba como la entrada de un mundo nuevo al que llegaban desde adentro.

–Estupendo…

Se le llenaba la boca. Adelantando, casi tropezó con las candilejas. No acababa de creerlo. La fauce negra de la concha del apuntador le imponía cierto respeto. De pronto resonó la voz de falsete de Julián:

Yo sueño que estoy aquí

destas prisiones cargado,

y sueño que en otro estado

más lisonjero me vi.

¿Qué es la vida? un frenesí:

¿Qué es la vida? una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.27

–¡Ijujú!, ¡qué sueños ni qué carambolas!

Asunción se soltó de la mano de Julio. Se atrevió a dar unos pasos. Empezó a decir con voz insegura que inmediatamente se le volvió grave y cálida:

¿No es breve luz aquella

caduca exaltación, pálida estrella,

que en trémulos desmayos,

pulsando ardores y latiendo rayos,

hace más tenebrosa

la oscura habitación con luz dudosa?

Sí, pues esos reflejos

puedo determinar (aunque de lejos)

una prisión oscura,

que es de un vivo cadáver sepultura…28

–¡Aquí está la luz! –gritó Rivelles.

–Dala.

Se encendió un foco colocado en medio del escenario vacío. Asunción dio un grito terrible: de un palco pendía ahorcado el cuerpo de un hombre.

Los muchachos bajaron como pudieron del escenario y subieron corriendo al palco. Al fondo del pasillo había un espejo donde se vieron, llegando, desencajados.

–Calma, calma –gritaba descompuesto Rivelles.

–¿Lo subimos?

–Lo que hay que hacer es cortar la cuerda.

–Caerá al patio.

–¿Y si vive todavía?

Asunción sollozaba en medio del escenario.

–Que lo levanten unos desde abajo. Venga, tú y tú.

Nadie lo esperaba, pero el que se había puesto a mandar era el gordinflón bobo de José Jover.

Bajaron corriendo Manuel y Julio. Este último se torció un pie, pero siguió adelante. Aupándose en una platea, lograron asir las piernas del colgado y lo levantaron, mordiéndose los labios. A ambos les daba un asco horrible la carne molleda que sentían entre sus dedos

–¡Venga!, ¡más!, ¡más!, ¡un poco más!

José seguía mandando. José29 se inclinó sobre la baranda del teatro y logró alcanzar el sobaco del muerto, porque eso sí, ninguno dudaba –a pesar de todo– de que aquello fuese ya un cadáver.

Su movimiento hizo caer una carta al patio. Cayó lenta, en zigzag, como una flecha de las que acostumbran lanzar los niños, desde el paraíso.

–¡Venga! ¡Ayuda tú!

Julián estaba a punto de perder los sentidos.

–¿Yo?

–¡Tú! ¡Va a ser el aire! Bueno, venga. Tira.

Alzaron al hombre que pesaba toneladas. Se les cayó para atrás.

–¡Una navaja!

Ninguno tenía. Ya estaban de vuelta Julio y Manuel.

–Dejémosle en el suelo.

–Está más muerto que… –empezó a decir Rivelles, pero se le quedó la frase en el aire.

–¿Más muerto que qué…?

–¿Ninguno tiene una navaja?

–… que Carracuca.

–¿Qué hacemos?

–Avisa a la policía, mira tú éste.

–Aquí hay una sierra –dijo como venida de otro mundo Asunción.

Los jóvenes se habían olvidado de ella. Se asomó José.

–Tráela.

–No puedo.

No se atrevía a saltar del escenario al patio de butacas.

–Ahora voy.

Bajó Julián.

–Avisa a la policía.

–¿Cómo?

–¡Gritando! ¡Pareces tonta! ¿Has pensado alguna vez para qué sirven los teléfonos?

Cortaron la cuerda con la sierra. No fue fácil ni agradable. El hombre estaba muerto, sin remedio.

–¿Quién será?

–El conserje.

–¿Cómo lo sabes?

–Lo he visto algunas veces.

–Recoge ese papel.

–A ver.

Era una sencilla hoja de «tablilla», doblada en cuatro. Bajo el membrete y a la altura de la hora del ensayo se leía, escrito con mala letra:

«Cúlpese de mi muerte a los bandidos».

Los cuatro se miraron.

–Aquí hay una carta.

Estaba en el suelo. La habían hecho caer en su ir y venir.

–¿La leemos?

–¿Para qué?

Asunción les llamaba desde el escenario:

–Ya vienen.

En el comité seguía la discusión. Habían rogado a los jóvenes de «El Retablo» que esperaran afuera mientras ellos dilucidaban qué se resolvía. La mayoría se mostraba francamente adversa, aunque sólo fuese a considerar el asunto. Llorens se mostraba el más intransigente:

–¿Cómo vamos a entregar a esos desgraciados una fuente de trabajo? ¡Eso nos faltaba! ¿Es que somos amas de cría? Que se vayan al frente o a una fábrica, para eso son jóvenes. Aún no tienen veinte años.

–¿Y qué? A lo mejor hacen algo que valga la pena.

–¿Sí o no, hemos acordado crear una escuela de artes y oficios del teatro, donde los hijos de nuestros trabajadores tendrán preferencia?

–Nadie lo niega.

–¿Entonces? ¿Vamos a entregar un teatro a esa caterva de señoritos?

Discutían Villegas y Llorens. Intervino Slovak:

–Podríamos dejarles el teatro para que hicieran dos o tres representaciones… dentro de algún tiempo. Mientras tanto que vayan por los pueblos… Si pueden.

Todos estuvieron de acuerdo. Sonó el teléfono: les daban la noticia del suicidio del conserje.

–¡Fill de la mare de Déu!30 –exclamó el Fallero–. ¡Ya lo podíamos buscar! Allí escondido, en el foso, seguramente… era de lo peor. Un chivato beato indecente… Oye tú, que no se entere nadie.

¡Un muerto en el teatro, y así, colgado! La revolución era la revolución, pero lo que es sentarse en la concha del apuntador, darle vueltas a una silla, sacar un ataúd a escena, era otra cosa.31

Llorens insinuó, inseguro, refiriéndose a los de «El Retablo».

–Que empiecen ellos –y, dirigiéndose a Vicente, sin mirarlo, añadió:

–No quiero que creas que soy un sectario.

–¿Dónde?

–Allí, en el Eslava. Ya que lo tienen, que se queden con él, por unos días…NA

NA [Nota del autor] Como ese muerto no ha de volver a salir, si alguien se interesa por él, doy a continuación alguna noticia de su vida:32 Cacoquimio y negro, escuchimizado y constipado, la barba cerrada y sin afeitar más que de uvas a peras, los ojos ribeteados de rojo, y beato. Nació así, a la sombra de los altares, sacristán de vocación, que no cura: monumento que le ocultaba el horizonte. Cerradillo de mollera, pero tan amigo de cirios, comulgatorios, lamparines, cepos, santos, censos, faldistorios, flores de nácar y telas aprestadas, exvotos, silencios, éxtasis, murmullos, largas misas, rezos y rosarios1, que se le iba la vida en las baldosas de la iglesia, correteando de aquí para allá –aun niño. Niño negro, con mugre de la buena, incrustada. Ayudaba a todo, con tal que le dejaran embobarse ante las llamitas de los altares.

No salió en treinta años de la sombra de su parroquia. La conocía como nadie, ni hubo hora canónica que se le escapase, calendario eclesiástico vivo y quincuagésima andando. Resolvía cualquier duda sobre responsorios, homilías, completas, tercias, sextas o colores vestimentales. Nunca se le ocurrió preguntar el porqué de las diversas fases del culto, tanto le daba: las cosas eran intangibles y el santoral regía el mundo. Sacristán de San Nicolás y cerrado a todo lo demás.

Así, hasta que le tentó Belcebú, encarnado –y con creces, por donde más gusto daba– en Vicenteta – muy ligada a su nombre, sobre todo en lo referente a las dos últimas sílabas de su patronímico, que parecía descolgarse, si no del apellido paterno, sí de las ubres maternas– que en la suegra estuvo el quid: no paró hasta casarlos. Pero el impulso soberano que empujaba al sacristán se convirtió pronto en asco y conciencia de su falta, sobre todo, hacia la Virgen y colaterales, y su otra debilidad: Santa Teresita del Niño Jesús. Y ya no pudo vivir, sintiéndose, dos o tres veces a la semana, en pecado mortal, pese a que sus confesores le hacían ver la inanidad de sus prejuicios. Se vio perdido, perseguido; cada sombra, cada rincón se le representó caverna gitánica desde la que auténticos diablos de tridente, orejudos y con cola le amenazaban con las llamas eternas. Le dolió el estómago y le diagnosticaron úlceras. Pero él sabía de lo que se trataba: la sangre que defecaba era –aunque sólo fuese por el color– anticipación del fuego eterno.

De cómo se deshizo de Vicenteta, envenenándola poco a poco, no es cosa de esta historia. La cosa es que murió y la enterraron sin pompa. Creyó el sacristán volver a gozar de su prebenda. Pero no hubo tal. Confesóse, y sin que trascendiera su delito, el cabildo se las arregló para prescindir de él. Sin embargo, un canónigo, que tenía sus relaciones, lo colocó de portero en el teatro Eslava.

A veces –acabada la función– el ex sacristán se hacía ilusiones, allí en el escenario vacío, nave por nave, recordando su perdida iglesia. No tenía amigos. Vivía en un rincón, allá en los altares, y le traían la comida de un bodegón cercano. A misa iba todos los días temprano, y, sentado a la puerta del escenario, a todas horas, callado, seguía los oficios, según las luces.

La quema de algunas iglesias lo trastornó profundamente. No le mataron, de milagro, cuando se quiso oponer, en cruz, a que la gente invadiera el palacio arzobispal.

Cuando oyó, por la radio del café de la esquina, que la República había reconquistado Albacete, se colgó.

II

Sí. La quería. Y Vicente Dalmases se envolvía en la reflexión de su sentimiento como en una larga capa, idéntica a la de su tío Santiago, el santero.

La quería –y la luz, el polvo, los adoquines, los escaparates, las casas bajas de la Plaza de la Reina, los tranvías amarillos con sus trolleys a cuestas, el mantón de manila rojo con flores blancas y verdes que pendía desgarbadamente de los hombros de un viejo maniquí de «La Isla de Cuba», le parecían andadores puestos por el momento para ayudarle a caminar por la ciudad, sin sentir sus pies.33

La veía por todas partes sin atinar con el recuerdo exacto de su figura: en la luna del café, en el cielo cruzado por los cables de la electricidad, en el verde lejano de la Plaza Wilson –antes Príncipe Alfonso–, por el asfalto gris y mate de la calle de la Paz –antes Peris y Valero (que las nomenclaturas cambian según el color del ayuntamiento elegido)–, por los raíles brillantes y en el pasar testudíneo34 de jovencitos deseosos de perder el tiempo. Se paró frente al cristal de una vitrina de «El Aguila». Se vio reflejado, transparente, y el tráfico de la calle corriendo a sus espaldas.

–¿Soy yo? –se preguntó.

–Sí, soy yo. Yo. Vicente Dalmases. Y la quiero.

La contestación le envolvía, emanada de todas partes: de las letras doradas pegadas a la luna, de los reflejos irisados de la luz en el bisel, de una hilera de maletines aburridos, en fila, frente a la posible curiosidad de un supuesto comprador; del tintineo insistente de la campana de los tranvías, con su jardinera a rastras; que era verano y los coches motores llevaban a remolque otros con cortinas rayadas que revoloteaban por la velocidad, banderines de enganche,35 hacia las playas del Cabañal.

Alegres tranvías amarillos de quince céntimos; Glorieta: cero, diez y la perrera, a perro chico;36 con su olor acre de las trabajadoras de la fábrica de tabacos. Los billetes morados, blancos y rojos. Los trajes grises, de rayadillo, de los empleados de la compañía, con el saín por el cuello, en los hombros, en los bordes desflecados de las mangas; y los dedos amarillos, de los cigarros, el entrechocar de las cadenas que unen los remolques al coche motor y el balanceo del carromato lanzado a toda velocidad; ¡clac!, la manivela a todo dar, y el subeibaja brusco y ruidoso producido por el desnivel de los raíles. ¡A aguileta!, ¡a aguileta!, el agua fresca.

Todo le estaba diciendo: «Me quiere». Y el calor, y la luz sin mella.

«Sí. Me quiere, me quiere a mí, y a nadie más que a mí. Y hay guerra y hay revolución, todo para demostrarme que me quiere».

Vicente tiene veinte años y siente todo el mundo amontonado alrededor de su pecho: es feliz.

–¿Qué haces ahí parado, como un tonto?

Vicente ve, en el escaparate, la figura de Gabriel Romañá, medio palmo más alto que él. Compañero suyo de clase.

–¿Vas a comprar una maleta?

–No.

–¿Dónde vas?

Vicente miente:

–A casa. ¿Y tú?

–A tomar café al Ideal. ¿Vienes?

–No.

–¿Qué mosca te ha picado desde hace una semana?

–¿A mí?

–Pareces bobo.

–Es que lo soy.

–Enhorabuena.

Vicente deja a su amigo y sube a un tranvía. Saluda afectuosamente al cobrador. Hubiese podido ir a pie. Pero ¿y si se le hace tarde? Le sobra tiempo. Pero ¿y si se le hace tarde? Prefiere esperar. El tiempo vuela. A la edad de Vicente no se tiene idea de lo que es el tiempo, que por algo lo pintan viejo. Además, ella es puntual. Encuentra sitio a las tres y cuarto. Asunción llega diez minutos más tarde, cinco antes de los señalados.

El local está repleto. Los veladores de mármol lechoso, el piso de baldosines blancos y negros, los espejos que recubren las paredes, los ventiladores que cuelgan del techo y se esfuerzan en vano en refrescar a los que toman helados (horchata, blanca; leche merengada, espolvoreada de canela; mantecados, amarillentos; café, moreno oscuro). Todos sudan a la luz esplendente que devuelven las piedras picadas de la plaza Emilio Castelar; restalla el resol que dispara el edificio de Correos; el hálito caliente del asfalto seco y gris de la calle y las aceras penetra por todas partes, por todos los poros, mientras ciega la luz del verano. Vicente saluda indiferente a Jorge Mustieles, que pasa.

–¿Quién es?

–Jorge no sé cuántos, un abogado radical-socialista. (Sabe muy bien cómo se llama, pero no quiere distraer su atención).

Vuelven a callarse. Vicente da vueltas a la cucharilla dentro de la copa de grueso cristal que contuvo su helado. No sabe qué decir.

Hace dos años que para él todo es política. Se han resentido sus estudios. No que no apruebe y pase los cursos, pero lo hace sin brillantez, cuando si se dedicara un poco más a ello podría ser sobresaliente. Pertenece a una familia absurda y numerosa donde cada quien tira por su lado: todos inteligentes y un tanto desperdigados. Su padre es registrador de la propiedad; su hermano mayor, a más de músico, es catedrático de latín en un Instituto de nueva creación –de esos que la República se ha empeñado en formar, morada de tantos profesores, que creen en el espíritu de la letra– ; el segundo, ingeniero de caminos y poeta; el tercero estudia para veterinario y, en sus ratos perdidos, que son bastantes, griego; el cuarto, Vicente, a más de estar inscrito en la escuela de comercio, es actor; le sigue una muchacha que quiere ser bailarina y estudia en la Normal de maestras. Hay tres más, todavía sin definir, pero desde luego, ninguno quiere estudiar derecho, como desearía el padre: los tres hacen versos, para empezar, y el benjamín asegura que quiere ser aviador, y el que le antecede habla vagamente de ingeniería, y el anterior ha dado a entender, categóricamente, que no quiere hacer nada: tiene bastantes hermanos para poder vivir tranquilo: quiere ser compositor, pero sin estudiar música. Todos son liberales, menos Vicente, que es comunista: nació así.

La gran nariz separa dos ojos enormes, oscuros, profundos. A cada momento pasa su mano por una crencha de pelo rebelde que cae sobre la frente. Es puro hueso y fuma seguido, sin saber: chupetea el cigarro y enciende otro con la colilla.

Asunción es hija de un tranviario catalán. En su familia todos son rubios, ninguno como ella, albina todavía hace pocos años. Tiene diez y siete,c y parece quince. Casi no habla. Ahora es de las Juventudes Comunistas. Ha ido allí llevada por Vicente. Se conocieron en «El Retablo». Nunca han hablado de otra cosa que no sea el trabajo: teatro o política. Algún día tendrán que decirse que se quieren. Todos los consideran novios, menos ellos. Ni siquiera se ha atrevido él a retenerle la mano más tiempo del debido al cordial saludo o a la despedida. Están seguros el uno del otro, pero les detiene el pudor, la pureza.

Algún día tendré que besarla –piensa Vicente, pero no se atreve.

Les une una absoluta limpieza de ánimo, el convencimiento de que siguen el único camino que ofrece la vida. Se entregan a su trabajo sin miramientos de ninguna especie; carecen de segundas intenciones.

Hasta hace quince días, Asunción ignoraba lo que era la muerte. Descubrió el primer cadáver en una permanencia que le tocó hacer en un cuartel improvisado, en el barrio de Jesús. Los últimos días de julio –como todos los compañeros– anduvo haciendo guardia frente a los cuarteles.37 Un viento de deberes les sobrecogía a todos, un hálito de sacrificio natural, una alegría de lo desconocido. Allí, en Monteolivete, metidos en un bar, acechando, dando parte de quién entraba o salía. Y, después de los cambios de guardias, acercándose a la garita del centinela para entablar conversación. Lo logró con dos: no pasaba nada de particular; los oficiales estaban reunidos, indecisos al parecer. Los soldados querían noticias:

–Por ahí dicen que el gobierno ha dado la orden a todos los soldados de que se vuelvan a su casa…

Y ella, como quien no quiere la cosa:

–En Victoria Eugenia ya no queda ninguno…

Esperaba, pero el carimoreno no dijo más y se cuadró: pasaba un mozuelo encorsetado, teniente que se escurría quién sabe a dónde.

Dos jóvenes lo siguieron.

Así, noche a día, sin dormir.

–Vete a descansar.

–No tengo sueño.

Nadie tenía sueño. De pronto, nadie dormía: se vivía más y por adelantado, como suspendidos de las noticias.

–¿Qué sucede?

–¿Qué pasa?

–¿ Qué sabes?

–¿Qué dices?

Todo se amalgamaba.

–Tomamos Albacete.38

Y la radio. Todos los discursos parecían buenos. Era muy sencillo: había llegado la hora. Nadie dudaba de la victoria: Prieto39 lo había dicho, lo teníamos todo: el dinero y la marina. ¡A ver qué hacía Aranda en Oviedo!40

Cuando lo de los cuarteles se liquidó, abandonados por oficiales y soldados, los unos vencidos, los otros devueltos, de uno en uno, de dos en dos, a sus lares, Asunción tuvo que ir, de permanencia, a un cuartel de la barriada de Sagunto, donde la pusieron a escribir a máquina toda clase de circulares, permisos, avales y bonos. Tuvo que porfiar personalmente Peñafiel para conseguir que la dejaran libre durante unas horas diarias para ensayar.

Una noche, en el patio del cuartel, vio su primer muerto. Se lo quedó mirando largo rato, incapaz de hacer nada, como no fuera estarse quieta; los dientes al descubierto, la sangre ya seca por las comisuras de los labios la persiguió días enteros. Era la guerra.

Acabó su leche merengada, tan suave.

–¿Quieres otra?

–No, gracias. Tengo que irme.

–Te acompaño.

Pagó Vicente y salieron a la calle.

¿Por qué no le hablo? –se preguntaba él. Iban andando sin prisa, detenidos por el bochorno. Se pararon frente al escaparate de una librería. Se veían reflejados en el cristal. Se sonrieron y siguieron adelante. Al llegar al Puente de Madera les salió al encuentro una mujerona jamona, más ancha que alta, los pechos como enormes badajos apenas sostenidos por una blusa de tantos años como su dueña, ya muy pasada.

–¡Al fin te encontré!

–¿Qué pasa, tía?

–¡Detuvieron a tu padre esta mañana!

–¿A mi padre? ¿Y por qué?

–Ve tú a saber. Pero como ya no apareces por casa…

–Entro de guardia a las cinco.

La vieja la miró con hondo reproche. Suspiró, dio media vuelta, y se fue.

Vicente resolvió.

–Anda. Yo iré y avisaré. Alcánzala y que te dé detalles. Luego voy a casa de los Jover. Llámame por teléfono y dime lo que hay. ¿Qué supones?

–No sé.

–Corre, que si no, no la alcanzas.

–Estoy que no sé qué me pasa.

–Anda.

Asunción se reunió, corriendo, sin dificultad, a la cigarrera –que lo era de oficio como lo fue su madre– y se emparejó con ella.

–¿Cómo ha sido eso, tía Concha? ¿Cuándo?

–A las seis y media. El salía. Como tú ya no apareces por allí…

Había un hondo reproche en la voz baja, grave de aquella balumba41 temblona.

–Usted sabe que tengo que hacer…

–¡Que hacer! ¡Que hacer! Esas son cosas de hombres. No sé qué bicho os ha picado… Las mujeres a parir o a trabajar y no perder el tiempo en cosas de hombres.

–Bueno, tía, pero ¿quién se lo llevó?

–Yo qué sé, una patrulla de esas.

–¿No dijo…?

–Nada. Hablaba y hablaba.

–¿No le dijo que me avisara?

–No le dejaron hablar conmigo.

–¿Eran de la C.N.T.? ¿Policía?

–No, milicianos.

–¿Y Amparo?

–Se vistió y se fue.

–¿Pero mi padre no la avisó?

No t’he dit que en el mateix moment en què surtia…! 42 Per lo vist el varen esperar.43

–¿Y ella? ¿No te dijo a dónde iba?

–¿Yo? ¿Hablar con esa? ¡Vamos!

Asunción decidió ir a la Juventud,44 para que la ayudaran.

Per què no vas a vore a Ximet?45

–Él no puede nada… pero, vaya usted, tía, vaya a verle, por si acaso. Y véngase luego a la Juventud. Si no estoy, me deja el recado. Y si vuelve Amparo dígale que pase por allá.

Rectificó:

–Le manda recado por Visantet.

I eixos amics teus del treatre…?46

–Luego los veré. Váyase ahora a ver a Chimo.

Llegaba el tranvía y Asunción se encaramó en él. El cobrador la saludó. Ella contestó indiferente.

¿Qué podía haber pasado? Su padre pertenecía al Sindicato de Tranviarios desde hacía años mil. Todos sabían que era hombre de izquierdas.

Pensó Asunción:

–¿Tendré también que ir a la U.G.T.? No, llamaré por teléfono.

Se acercó al cobrador:

–¿Y tu padre?

–Bien, gracias –contestó mecánicamente.

¿Qué le podía haber pasado?

Alfredo Meliá era tranviario por gusto, que nació masovero47 y rubio, allá en Lérida. Vino a servir al rey a Valencia, se enamoró de los tranvías, y se quedó. Le encantaba hablar –charra que te charra–48 y el ser cobrador le permitía no darle reposo a la desosada, que tenía mucha. Con el tiempo le quisieron ascender a conductor, pero no quiso. Más le valía el gusto, y por la pequeña diferencia de salario no era cosa de dejar de meter baza, ya que una pequeña herencia le puso a cubierto de cuidados y no era nada ambicioso. Vivió bien hasta que se le murió la mujer, allá por los años veinte, dejándole a Asunción apenas destetada. Diez años después se le metió entre ceja y ceja conseguir a la hija de un mercero que vivía enfrente de su casa. El asunto no parecía muy difícil: él era amigo de los padres y pasaban sus buenas horas sentados en sillas bajas en la puerta de la tiendecilla, tomando el fresco en las noches de primavera y verano. Había visto crecer a Amparo y las dificultades económicas de sus engendradores, debidas a sencilla impericia y cierta dejadez. Los botiqueros se dieron pronta cuenta de cómo se le iban los ojos a «Don Alfredo» tras la joya de la casa.

Amparo era buena moza, quizá un poco demasiado: grande de talla, grandes las ancas, grandes las teticas que le quitaban el sueño y a veces la palabra al consecuente tranviario, que, dentro de doce años, cobraría su retiro, el cual, unido a lo que le producía su papel del Estado, llegaría a una vejez a la que se podía enfrentar sin cuidados. Grandes los ojos, bien proporcionada la recta nariz, pequeña la boca, graciosa la barbilla, a la joven no le faltaban pretendientes en el barrio: todos dependientes, quién de la carnicería, quién de la botica, quién de la droguería, quién de sus padres; ya que la mala situación económica de los dueños de la perla –no muy fina– era moneda corriente49 y valladar decisivo para los hijos de los comerciantes del barrio.

Amparo tenía veintidós años, y no se le conocía novio oficial. Al verla tan anchota, tan grande y ya de esa edad, que en Levante no es poca para virgen, sus padres se preocuparon y fueron allanando caminos al bueno del viudo, que acababa de perder a su asistenta en todo, muchacha de poca alzada y menos peso, pero de mucha lengua, ida como fue –y es costumbre– a casarse a su pueblo; muy sabedora de toda clase de administraciones, limpiezas y cocinas.

Hablaron muy en serio a la niña, que se les revolvió con más aspereza de la prevista. Sin que lo supieran los buenos merceros ella tenía novio, señorito con los mismos gustos que Alfredo: las prefería de peso y medidas con largueza. De nombre, Luis Romero. Lo malo que no veía el modo de satisfacer del todo sus anhelos, ya que la coyunda con todas las de la ley no parecía factible. Estudiaba, poco, pero estudiaba, medicina para mayor precisión, y vivía del poco dinero que le enviaban sus padres desde Teruel. Llevaban el noviazgo muy secretamente, para permitir los tientos sin testigos, que no hubieran faltado si algo hubiesen olisqueado los papás. Lo cierto: que la niña se negó en redondo a corresponder, aunque fuese a medias, al buen cobrador. Intervinieron entonces los argumentos de mayor monta: las cuentas, las deudas, los libros mayores. La joven siguió en sus trece y Alfredo ardiendo de impaciencia. Sucedió lo inesperado: el mozo la incitó a aceptar, única manera de satisfacer sin riesgo lo que ambos apetecían con vehemencia. Hízose la boda a gusto de todos.

Amparo –ya lo había demostrado– era mujer taimada, muy dueña de sí y capaz de engañar a medio mundo con la otra mitad. Alfredo no sospechó nunca que compartía las abundantes gracias de su esposa. Las relaciones entre Asunción y su madrastra carecían de calor pero eran, hasta cierto punto, normales. Ocho años de diferencia eran muchos o pocos para que se estableciera una intimidad verdadera que, por otra parte, ninguna deseaba. Concha, la vecina de abajo, era la única que no podía tragar a la que, para ella, era una intrusa, tía que había sido de la primera mujer de Alfredo. No se hablaban desde hacía tres años por el grave motivo de si la una sabía o no purgar los caracoles.

Bajó Asunción del tranvía y subió al local de la Juventud. Nadie de los que buscaba estaban. Sólo Lisa, una muchacha judía, alemana, que trabajaba allí desde los primeros días del alzamiento de los militares. Le contó lo que sucedía; llamaron por teléfono, dieron con algunos dirigentes que prometieron hacer lo que pudieran –es decir, enterarse. Mientras tanto Vicente hacía lo mismo con Jorge Mustieles, de quien se acordó por haberle visto al paso, desde el café. Asunción llamó al teatro Eslava, donde ensayaban los del «Retablo» y refirió su cuita a Peñafiel. Este era amigo de Ricardo Ferrer, el jefe de policía y fue en seguida al Gobierno Civil. Nadie sabía nada de la detención de Alfredo Meliá.

Vicente se reunió con Asunción en la Juventud y decidieron ir a ver a Llorens, el representante de la C.N.T., en el Comité de Espectáculos, para ver si su organización sabía el paradero del bueno del tranviario. Dieron con él en el teatro Apolo, donde organizaba una temporada de ópera popular. El cómico los miró con desconfianza, más por aficionados que como comunistas. Pero prometió enterarse.

–No te preocupes –insistía Vicente.

–Si no me preocupo –contestaba la muchacha.

Pero ninguno de los dos las tenía todas consigo.

Llamó Asunción al cuartel para decir que no la esperaran y fue para su casa. Encontró a Amparo tranquila. Ella también había acudido a varios sitios y en ninguno le dieron razón de su marido.

Por la noche, ya tarde, Vicente se decidió a ir al local de la C.N.T., contra el parecer de sus compañeros. Lo vieron entrar con desconfianza y extrañeza.

–¿Qué buscas tú por aquí?

–Busco a Llorens.

–No está.

–Me dijo que lo encontraría aquí a estas horas.

–Pues no está.

–Le esperaré un rato.

–No creo que venga.

–Es urgente.

–Espera si quieres.

Vicente se sentó, se cansó de estar sentado, miró los carteles pegados a las paredes, se acercó a la ventana, se entretuvo mirando el ir y venir de los coches por la plaza de Emilio Castelar. Oyó el parte de guerra, sin cambios ni novedades. Echó una ojeada al periódico de la C.N.T.

–¿No has visto nunca un carnet de Falange? Vicente se volvió. Hablaban dos hombres: el que despachaba los vales de gasolina y otro que acababa de entrar, alto y cetrino él, revestido de un cuero flamante. Vicente se acercó, curioso.

–Mira.

En el carnet, una fotografía: la del padre de Asunción.

–¿Me permites?

–Sí, hombre, cómo no. ¿Es el primero que ves?

–Sí. ¿Cómo diste con él?

–¡Mira éste!

–Es que yo buscaba a… ese tipo.

–¡No me digas! Pues diles a tus compañeros que no se preocupen más.

–¿No me dejas el carnet?

–¡Vamos!

–Nos interesaría sacar una fotografía.

Lo miraron con sorna.

–¿Sí? Pues lo sentimos mucho.

Ese odio de partido a partido… Ahora lo resentía50 Vicente, como algo insalvable, sin remedio. Y, sin embargo, debía haberlo.51

–Y diles a los tuyos que no anden haciendo tonterías.

El recién llegado se desentendió de Vicente y le preguntó al que volvía a sellar vales:

–¿Y el Uruguayo?

–No sé, no le he visto en toda la tarde.

–Ya pica en oscuro52 –dijo el otro, rascándose el cogote, y, dirigiéndose a Vicente:

–¿Y tú? ¿Qué esperas?

–Yo, nada. A Llorens…

Las relaciones entre la C.N.T., la F.A.I. y el Partido Comunista se habían agriado mucho los últimos días. Decían que la Columna de Hierro –un tanque y dos mil hombres– estaba lista para entrar en Valencia para establecer el dominio de los anarquistas.

Saludó y se fue. Bajó hacia la plaza de Tetuán, al Partido. Estaba hondamente desorientado: ¡falangista el padre de Asunción!

Había tres dirigentes del Partido sentados en un tresillo del salón. Vicente les contó cuanto sabía. Pensaba decírselo todo a la muchacha.

–Yo creo que harías mal.

–¿Por qué? ¿No vais a dudar de ella?

–Tampoco dudabas del padre…

–Pero os aseguro que ella no sabía, no sabe nada.

–Es posible. Pero tú eres un compañero responsable, y sabes tan bien como yo que no podemos fiarnos de nadie.

Recalcó otro:

–Estamos en guerra, camarada.

Volvió a engarzar el de más edad:

–Aunque no lo estuviéramos.

Hizo una pausa.

–¿Es tu compañera?

–No. Todavía no.

–Pues ándate con cuidado. Procura sonsacarla.

–¿Pensáis detenerla?

–No. Pero tienes que informarnos exactamente de la vida, de lo que hacía su padre. A quién veía. Dónde iba. ¿Te está esperando?

–En la Juventud.

–No pierdas tiempo.

–¿Qué hay del Uruguayo?

–No te preocupes.

Vicente, con las manos en los bolsillos, atraviesa lentamente el Parterre, envuelto en el olor pesado de las magnolias. Se detiene, se sienta en un banco.

No, se dice. Engañarla. Apostaría su vida por Asunción, por su absoluta inocencia. Intenta justificar a sus dirigentes. Se pone en su lugar. Los justifica. Bien, ¿y qué? Él no es ellos. Pero le han dado una orden. Ellos no la conocen. No saben del color de sus ojos. De su limpieza, de su candidez, de su total entrega a cuanto dice. Es porque la quiero. ¿Me ciega mi amor? No. ¿Quién puede dudar de ella? ¿Y si fuese perversa?

Vicente no tiene bastante imaginación para dejarse arrastrar por el folletín. Se resiste.

No. No es posible. Ella es y está limpia.

Ve surgir su deseo: decírselo todo. Confiarse a ella. Pero el Partido se lo ha prohibido. No puede hacerlo. Es imposible.

Con la suela del zapato empuja una guija y hace una raya en el suelo. Más allá corre una hilera de hormigas. Una tras otra, incansablemente. Es de noche, tarde, y las hormigas corren, corren. Le entran ganas de aplastarlas, de despistarlas, de hacer que pierdan el camino. No sería la primera vez, pero sabe que sobre los muertos volverán a formar su cadena. Levantarán y arrastrarán los cadáveres de los difuntos al interior del hormiguero. Unos muertos más o menos…

¿Quién es él para oponerse a la voluntad del Partido? No le dirá nada. Ni ahora, ni nunca. No le será difícil –con lo preocupada que está– sonsacarle cuanto sepa acerca de la vida que hacía su padre. Pero la que debe saber cosas es Amparo. No lo había pensado antes, cegado por su interés por Asunción. Sí, Amparo…, habrá que dar con ella.

Vicente se levanta y camina ligero hacia el local de la Juventud.

Apoyada en una mesa, Asunción duerme. Lisa le sugiere, por lo bajo:

–¡Déjala tranquila! Está deshecha. ¿Sabes algo?

–Nada.

–¿No salió de aquí?

–Fue un momento hasta su casa.d

–Nadie sabe nada.e

–¿Has visto el número?

La joven tiende el periódico de la Juventud –Lisa es voluble y pasa sin dificultad de un tema a otro–, cógelo Vicente y le echa un vistazo, distraído.

–Está bien.

–Pues estos grabados deberían estar en la última página… Yo sé lo que es estar así. Cuando se llevaron a mi padre… (Allá, en Alemania, hace siglos).

–¿No llamó a nadie por teléfono?f

–Sí.

–¿A quién?

–No sé.

Piensa Vicente: ¡Qué absurdo! Si tenía que avisar a alguien no le hablaría desde aquí. Asunción se despierta sobresaltada, los ojos inmensos, dilatadas de pronto las pupilas por la luz violenta de una perilla que pende sobre la mesa donde dormía.

–¿Qué? ¿Sabes algo?

–No.

–¿Hace mucho que estás aquí?

–No.

Asunción se pone en pie.

–Tú sabes algo.

–¿No te digo que no?

–¿Qué hora es?

Mira su reloj.

–Las tres.

–¿Viste a Ricardo?

–Sí, no sabe nada.

–¿Y los de la C.N.T.?

–Tampoco.

Asunción no duda, le cree. Lisa interrumpe:

–Hijos, yo me voy a dormir. Ahora le toca a Ruiz, voy a despertarle. Hasta mañana.

Lisa sale. Asunción se acerca a Vicente, desamparada.

–¿Qué hacemos?

–Vamos a recapitular. A ver: ¿quién iba por tu casa?

–¿Por casa?

–Sí.

–Lo sabes tan bien como yo: La tía Concha, cuando Amparo no estaba. La madre. Don Esteban, casi nunca.

–¿Y así, de fuera?

–Nadie. Algún compañero de papá: dos o tres revisores, compañeros… Alguna vez Luis Romero, tú le conoces.

–¿El médico ese de Teruel?

–Sí.

–¿De qué partido es?

–No sé. Me parece que de ninguno.

–¿Le has visto desde que empezó el jaleo?

–No.

–¿No ha ido por tu casa?

–La que no ha ido casi, tú lo sabes, soy yo.

–Pero ése: ¿era de derechas o de izquierdas?

–Ya te he dicho que no sé. No me es nada simpático. ¿Qué? ¿Crees que puede tener algo que ver con lo de mi padre?

–No sé.

–Tú sabes algo.

–No. Nada.

–¿Qué te figuras, entonces? Porque esos hombres que se lo llevaron… no se lo puede haber tragado la tierra…

Lo mira fija, en los ojos, y Vicente se da cuenta –turbándosele el entendimiento– cómo se van formando unos lagrimones en los párpados inferiores de los ojos de Asunción. Cómo se le vela la mirada. Nunca ha visto algo que se asemeje a tan callado dolor, y se estremece al notar cómo la angustia se transforma en agua de sal. Resbalan, primero lentas, las lágrimas por las mejillas de la muchacha. La rapaza le echa los brazos al cuello y llora desconsolada, sin palabras, abrazándosele.

Vicente cierra los ojos. Nota el calor de la juventud de Asunción contra su torso, y, a través de su camisa –que no lleva chaqueta– la humedad de las lágrimas. Levanta lentamente los brazos y oprime con suavidad los hombros de la mocita. Por primera vez en su vida –desde que leyera, a los doce años, la muerte de Athos53 en Veinte años después– Vicente nota, en sus ojos, el hondo cosquilleo de unas lágrimas formándose. Lucha y las desvanece. La quiere, la quiere más que todo. La aparta un tanto de sí.

–No llores. No llores. Todo saldrá bien.

La niña lo niega, con la voz preñada de amargura.

–Tú sabes que no. Lo han matado. ¿Por qué?

Lo mira fijo a través del agua de su llanto.

–¿Por qué? Tú sabes algo.

Es la tercera vez que se lo dice. Vicente lo abandona todo y cuenta su verdad. Más sorprende a Asunción lo del «carnet» que la confirmada muerte. Sin embargo, lo primero que se pregunta es dónde está el cuerpo. Vicente lo ignora. Se reprocha no haber pensado en ello.

–Mañana daremos con él. Pero ¿tu padre era de Falange?

Lo clava Asunción, con la mirada.

–¿Crees que si lo hubiera sido no te lo habría dicho?

–¿Entonces?

–No sé. ¿Tú estás seguro de que era él?

–No hay duda posible.

–Vamos a casa.

Se fueron, cuando entraba Ruiz, el jorobado.

–Que descanséis.

Les abrió el vigilante y salieron sin decirse una palabra. Empezaba a amanecer y todo, por la calle, parecía bañado en ajenjo. Cantaba un gallo y el airecillo de la madrugada arrastraba un papel por la acera con un ruido suave.

Entraron de puntillas. Sin embargo, les oyó Amparo que tenía el sueño ligero. Alzó la voz:

–¿Eres tú, Asunción?

–Sí.

–¿Sabes algo?

Vicente le hizo una desesperada seña negativa a la joven.

–No.

–¿Qué hora es?

–Cerca de las cinco.

Amparo salió en camisa. Dio un respingo al ver a Vicente.

–¡Ya podías haber avisado!

Se volvió a meter en la alcoba. Salió a poco, liando el cinturón de una bata.

–Hola.

–Buenos días.

La sala era fresca, calendarios y cromos por las paredes encaladas. Una mesa redonda y muebles de Viena.

–Yo espero verle llegar de un momento a otro.

Asunción la miró con rencor. Vicente temió que dijera la verdad, pero la muchacha calló por el momento. Dos segundos más tarde preguntó:

–¿No registraron nada?

–Si aquí no llegaron a entrar. Lo detuvieron cuando salía.

–Vamos a ver si hay algún papel…

–Él no guardaba nada.

–No importa.

Entraron en el dormitorio y Asunción se dirigió, decidida, a la cómoda y empezó a revolver los cajones. Amparo se quedó en la puerta, mirando. Vicente, entre las dos, no sabía qué hacer.

Salieron a relucir facturas de todas clases, algunas cartas de la familia, los recibos de la U.G.T… Nada entre dos platos.

Amparo preguntó indiferente:

–¿Qué buscáis?

–No lo sé. Algo que nos pudiera informar.

Asunción se volvió de repente, decidida y se enfrentó con su madrastra.

–¿Él nunca te hablaba de política?

–¿Conmigo?

–Sí, contigo.

–No.

–¿Tú crees posible que fuera de Falange?

–¿De Falange?

Lo preguntó sin sobresaltarse.

–Sí, de Falange.

–No.

Vicente se reprendía interiormente. Ahora todo se divulgaría: por su culpa. ¿Cómo se justificaría ante el Partido? Todo por sensiblería. Pero era evidente que Asunción estaba libre de culpa. ¿O mentía? El gusano de la desconfianza…

«No te fíes de nadie, de nadie». Pero era imposible.

–¿Quién os ha dicho que era de Falange?

Vicente recapitulaba rápidamente: era imposible que aquella mujer no supiera nada.

–Vamos a ver, señora: ¿Quién venía por aquí?

–Usted.

La contestación, un poco a lo chulo, desconcertó al joven.

–¿Y quién más?

–La puerta de casa nunca se cerró para nadie.

Vicente se dio cuenta de que se perdía en vericuetos inútiles. Atajó: –Lo mataron.

La expresión de Amparo fue del asombro a la pena.

–¡No es verdad!

Se dejó caer en una mecedora y empezó a llorar.

Los dos jóvenes salieron a la sala.

–No le digas a nadie lo de Falange. Si te preguntan cállate que lo dije.

Asunción lo miró con una ligera extrañeza.

–Prometí no decírtelo. Y procura que tampoco esa lo cuente.

–Descuida.

Algo se había roto entre los dos.

Vicente pasó la mañana en la redacción del periódico del Partido. Por la tarde fue al ensayo, en el teatro Eslava. Vicente se hizo el distraído cuando le preguntaron el porqué de la ausencia de Asunción. Estaba ido. En el escenario, a la sola luz de una bombilla colgada en el centro y a los gritos desaforados de Peñafiel, siempre enfadado, ensayaban el tercer acto de «Fuenteovejuna». Vicente hacía de Esteban; Josefina Camargo, la Laurencia.

–¿Conoceisme?

–¡Santo cielo!

–¿No es mi hija?

–¿No conoces

a Laurencia?

–Vengo tal,

que mi diferencia os pone

en contingencia quién soy.

–¡Hija mía!

–No me nombres

tu hija.

–¿Por qué, mis ojos?

¿Por qué?

–Por muchas razones,

y sean las principales:

porque dejas que me roben

tiranos sin que me vengues,

traidores sin que me cobres.

Aun no era yo de Frondoso…54

Entró José Jover, con la cara más llena de granos que nunca, por la poca luz que caía.

–Oye tú, Vicente: te llaman por teléfono.

Peñafiel se desesperó.

–¡No, no y no! ¡He dicho una y mil veces que no hay teléfono mientras ensayamos! ¡Así no puede ser! Os vais a paseo… ¡Que talle otro!

Nadie lo tomaba en serio.

–¡Di que no está!

–Lo llaman del Partido.

–¡Qué Partido, ni qué narices!

Santiago Peñafiel no pertenecía a ninguno.

–Ahora vengo –dijo Vicente.

Mientras iba hacia la contaduría55 sentía subirle el reconcomio de que iban a echarle una filípica muy seria. Perdió la serenidad.

–Sí. Ahora voy para allá.56

Encargó a José que lo disculpara y salió a la calle.

Bonifacio Álvarez había sido obrero, en los Altos Hornos de Bilbao. Una huelga le llevó a Sagunto, y en aquella factoría trabajó años. Ahora era dirigente del P.C.; más bien pequeño, cuadrado, la frente estrecha, las manos recias, no dudaba un momento de su verdad. No iban muy lejos sus pensamientos, y, si parecían querer desbocarse, él los volvía violentamente a lo preciso e inmediato. Duro y satisfecho de serlo, no admitía más bromas que en los momentos en los que decidía que estaba bien el divertirse, que no eran muchos, pero algunos. Tenía buena voz, y entonces, le gustaba entonar viejas canciones populares de su tierra.

Consultaba unos papeles cuando entró Vicente; no levantó la cabeza.

–Siéntate.

Pasaron unos minutos. Dejó lo que estaba revisando en una carpeta. No sabía mirar a la gente a la cara más que en los momentos embarazosos para su interlocutor.

–¿No tienes nada que decirme?

–No.

–¡Vaya! Camarada Dalmases, yerras el camino.

Como siempre, iba derecho a la meta.

–Anoche te recomendaron que no dijeses a nadie…

Levantó la cabeza y miró a su interlocutor.

–Lo hice porque no tuve más remedio.

Vicente no se podía dominar. Sentía la culpa.

–Siempre lo hay si se quiere y sobre todo si se piensa en el Partido. Camarada: mucho vale una compañera, pero para un comunista, hay otras cosas que cuentan primero.

Hizo una pequeña pausa, se pasó la mano por el pelo, que tenía erizado y corto.

–O no se es comunista.

Volvió a mirar a Vicente; éste miraba el suelo: una hormiga sola corría perdida.

–¿Qué tienes que decir?

–Nada. Tienes razón.

–Has tenido suerte: la camarada Meliá está libre de culpa.

Vicente levantó la vista.

–Lo dije.

–Sí, pero no tenías pruebas.

–¿Las tenéis ahora?

–Sí. Pero tú, solo, no las hubieses conseguido.

–Ella ignoraba que su padre fuese de Falange.

–No lo era. Hay que atar cabos, camarada, hay que atar cabos. Y no dejarse llevar por los sentimientos.

–¿Quién es el responsable?

–Un tal Luis Romero. ¿Le conoces?57

–Creo que lo vi una vez allí.

–Sí, y querindongo de tu ex futura suegrastra. No pongas esa cara, que no vale la pena. Él era falangista, la tal cambió las fotos de los carnets sin que el tranviario se diera cuenta. Y lo denunció.

–¿Cómo disteis con el enredo?

–A él, hace tiempo que lo teníamos fichado. Teníamos el número de su carnet…

–¿Qué debo hacer?

–Tú dirás.

–Lo que digáis. ¿Ya lo sabe ella?

–Supongo.

No sabía que cuando se llevaron detenida a Amparo, Asunción estaba en el cuartel. Lo supo después, por la tía Concha, que ignoraba las razones de la detención de Amparo. Fue Vicente a la casa, no había nadie. Al salir, se las encontró en la calle.

–¿Ya sabéis?

–Sí.

–¿Qué será?

–Ahora os lo cuento.

De buenas a primeras no lo querían creer. Luego los ajos e insultos que Concha fue soltando, les hizo58 patente la realidad.

Asunción permaneció largo rato sin decir palabra y luego se echó a llorar a moco tendido, recordando a su padre.

La discusión vino luego, cuando la tía le propuso vestirse de luto. La muchacha se resistía:

–Eso estaba bien antes.

–¿Antes? ¿Qué es eso de antes? –gritaba la vieja, y se le meneaban todas las grasas–. ¿O es que crees tú que esto de ahora no se ha visto nunca? ¿O crees que tu abuelo murió en un lecho de rosas? ¿O no has oído hablar nunca de los carlistas?

No era exactamente su abuelo materno, sino un tío a quien Cucala había fusilado después de quemarle las plantas de los pies. Este hecho heroico lo había transformado en abuelo de todas las ramas de la familia:

–El abuelo Curret, el de Cucala.

Llegaron a un acuerdo: Asunción se vestiría de negro durante una semana. Lo que no pudo lograr la balumbona59 fue que no saliera de casa «aunque fuese dos o tres días». La chica volvió a la «permanencia». La acompañó Vicente.

No se atrevía a hablarle. Ni se atrevió. A los tres días lo mandaron al frente.

Campo Abierto

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