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Introducción

Epidemias, crisis y representaciones

Diciembre de 1871 sería testigo de la llegada de Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires, cuadro proveniente de Montevideo para ser exhibido durante algunos días en la ciudad. No hacía aún seis meses que había finalizado la mayor epidemia por la que atravesaron los porteños. Con un saldo de alrededor de 13.000 fallecidos, sumado al caos social producto del desabastecimiento de alimentos, clausura de negocios, robos, falta de atención a los enfermos y la saturación de los cementerios, esta epidemia dejó una huella traumática. Juan Manuel Blanes la evocaba en una obra monumental, un óleo sobre tela de 230 x 180 cm. Los porteños la verían por primera vez, y la prensa anticipaba que encontrarían en ella algo más que una pintura.

La crítica, que fue unánime, afirmó que

la tela desaparece, no hay tela, estamos en el cuarto, vemos la calle, nos conmovemos por la aniquilada familia, nos inclinamos con veneración y con amor ante la resurrección artística de dos de los mártires de la caridad: el Dr. Pérez y el Dr. Argerich. […] Este resultado es el triunfo del arte.[1]

Figura 1. Juan Manuel Blanes, Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires (1871), óleo sobre tela, 230 x 180 cm


Elogios similares se multiplicaron, destacaban el realismo del cuadro, el acierto en narrar el episodio desolador. Algunas voces pidieron que el gobierno de la provincia destinase recursos para la compra del preciado óleo, con la intención de honrar “la memoria de aquellos que rindieron noblemente su vida al servicio de una misión humanitaria”. Al tanto de que el gobierno uruguayo ya tenía jurisdicción sobre la obra, se habló de encargar a Blanes un nuevo cuadro que retratase otra escena de la fiebre amarilla. O, en el peor de los casos, al menos se esperaba una copia de la impactante obra, para colocar en el Salón Municipal de la ciudad.[2] Las expectativas de municipales y redactores fueron seguidas por una efusiva y numerosa concurrencia. A diario, hombres, mujeres y niños recorrieron el foyer del Teatro Colón, donde se expuso la obra, en un desfile de figuras anónimas que buscó revivir lo más descarnado de la fiebre. La convocatoria, que superó todos los pronósticos, retroalimentó las notas en la prensa y produjo un fenómeno que excedió el análisis de expertos y miembros de las élites. El cuadro devendría un elemento decisivo para comprender la presencia, difusión y la propia representación de la fiebre amarilla en la sociedad porteña durante décadas. Si bien Blanes ha dejado una importante cantidad de pinturas clásicas, Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires es considerado por especialistas como un hito fundante, a la luz de su éxito ante la crítica y la afluencia de público que atrajo.

La amplia repercusión alcanzada por el lienzo ha llamado la atención de numerosos investigadores. En su mayoría, los críticos se enfocaron en develar su poder alegórico: se lo ha entendido como un testimonio de los cambios en las concepciones sobre la higiene y la salud, las aporías y tensiones del “reformismo conservador” de fines de siglo, o la presencia de la masonería en la sociedad porteña, entre otras. En un registro diferente, que buscó conectar la pintura con otros procesos, Laura Malosetti Costa sostiene que la exhibición del cuadro y las reflexiones que suscitó contribuyeron a la formación de una nueva sensibilidad con respecto a la enfermedad y la muerte: la elaboración de estrategias –modernas– frente al azote epidémico en el ámbito urbano. Así, más que las figuras públicas incluidas, o los símbolos del avance de la ciencia sobre la oscuridad, Malosetti Costa sugiere que lo más significativo del cuadro es la manera en que el arte evoca los cambios en las representaciones colectivas sobre la enfermedad y la muerte.

La gran cantidad de análisis sobre la imagen que desencadenó el caso de Blanes parece volver innecesaria toda reflexión sobre el cuadro. Sin embargo, de acuerdo con Joanna Scherer, tan relevante como el trabajo sobre una imagen es la construcción de un corpus (un “banco de datos”) sobre el cual trabajar. Y es posible encontrar en la crítica que Eduardo Schiaffino realizó a la obra de Blanes pistas para ampliar esta búsqueda. Schiaffino, figura paradigmática y central tanto como crítico, organizador institucional, pintor e historiador de la producción artística en el Río de la Plata, dirigió páginas poco elogiosas a la obra de Blanes. Afirmó, por ejemplo, que la pintura “fríamente convencional, a base de recetas, es un reflejo de aquellos años de franca decadencia”.[3] Schiaffino destaca la masividad de la recepción que tuvo la obra, pero le resta méritos a Blanes al mencionar que “el detalle descubriendo el seno de la madre muerta, ha sido tomado del cuadro de Delacroix Scènes des massacres de Scio [La matanza de Quíos], pintado casi cincuenta años antes”.

Schiaffino acertaba al señalar que la pintura de Blanes dialogaba con otras similares. Sin embargo, el pintor uruguayo hizo algo más que imitar a sus maestros. Pues también acertó en la confección de la obra y en la selección de actores y personajes que la componen, ya que, a pesar del realismo del cuadro, de su escena descarnada y trágica, el descubrimiento de los difuntos por parte de José Roque Pérez y Manuel Argerich (dos personalidades políticas y sociales destacadas que habían muerto durante la epidemia) no ocurrió, o al menos no de la manera narrada en el cuadro. Vale decir unas palabras sobre el contexto de producción de esta obra.

Figura 2. Eugène Delacroix, Scènes des massacres de Scio (1824), óleo sobre lienzo, 417 x 354 cm


El 18 de marzo de 1871, La Tribuna titulaba de “horroroso” un acontecimiento: en su recorrido nocturno, un sereno de la calle Balcarce encontró la puerta de una casa entreabierta. Al ingresar en ella vio a una mujer muerta “con una criatura del pecho mamándole”.[4] El diario La Nación también se hizo eco de la noticia, comentando el hecho como otro de los “cuadros desgarradores y tristísimos principalmente entre gente ajena de toda clase de recursos”.[5] Ambos agregaban que la mujer había sido remitida al cementerio y la niña a la Casa de Niños Expósitos. La primera decisión del pintor consistió, pues, en modificar dos elementos centrales: en vez de transcurrir durante la noche y tener por protagonista a un sereno, la escena del cuadro es diurna y los descubridores del trágico acontecimiento son Roque Pérez y Argerich. Además, de acuerdo con los partes que transcribió la prensa, la mujer se hallaba sola, pero Blanes agregó otro cadáver en un segundo plano, sobre la cama. De manera que la composición del cuadro recupera elementos que acontecieron de manera discontinua (por un lado, el encuentro del cadáver y la niña; por el otro, el desempeño de Roque Pérez y Argerich) y los une construyendo una suerte de relato que es al mismo tiempo verídico y falso con respecto a lo que ocurrió durante esos aciagos meses de 1871.

A medio camino entre la ficción y la realidad, el cuadro teje una representación, un recuerdo duradero de la peste. Este libro se propone transitar ese universo de representaciones sobre las epidemias. Y también revisarlo, con el fin de desentrañar la trama de sentidos que, como capas, parecen haberse condensado en la obra de Blanes, y en toda una voluminosa producción literaria y artística sobre la fiebre amarilla de 1871. En otras palabras, Morir en las grandes pestes estudia, desde distintas dimensiones, la huella que las epidemias de cólera y fiebre amarilla dejaron en la sociedad porteña en la segunda mitad del siglo XIX. Estas dimensiones son múltiples: por un lado, las representaciones colectivas sobre el miedo, la salud, la enfermedad y la muerte. Así, este libro ofrece una deconstrucción del propio cuadro, que es, a la vez, una mirada sobre las formas de representar y vivir las epidemias. Si hay algo que parece evidente es que la capacidad evocativa de la pintura logró obturar todas las demás experiencias epidémicas por las que atravesó la ciudad de Buenos Aires en dicho siglo. Parecería como si antes y después del cuadro no hubiesen ocurrido eventos similares. No fue así. Sin alejarnos demasiado en el tiempo, en 1867 la ciudad sufrió una epidemia de cólera aguda y dolorosa, que se cobró la vida del vicepresidente de la nación, Marcos Paz. Y sin embargo, este y otros eventos similares no se han ganado un lugar memorable en la historia de las epidemias argentinas del siglo XIX. ¿Por qué? La historia de la epidemia es, también, la historia de la manera en que fue narrada.

Por otro lado, el estudio de la forma específica en que desde el Estado estos eventos críticos fueron combatidos es una asignatura pendiente. Las interpretaciones de las décadas siguientes a 1871 construyeron un relato que narra las epidemias como las causantes de la desaparición de todo tipo de organización social, con un Estado colapsado y sin iniciativa, junto a una sociedad desgarrada, dominada por el pánico. Sumada a esta caracterización, todos los escritos coinciden en presentar a la “Comisión Popular”, una agrupación de vecinos destacados y figuras de relieve político de la ciudad, como el único actor que sobreponiéndose al espanto, consiguió organizar la ayuda a enfermos y agonizantes. Los integrantes de la Comisión Popular serían luego retratados como héroes civiles, apóstoles o mártires (entre ellos José Roque Pérez y Manuel Argerich), que entregaron su vida no solo para cuidar a los enfermos, sino también para salvar a la nación. Así, la narrativa predominante sostiene que la epidemia destruyó toda organización social, salvo la que pudieron ofrecer los integrantes de ese grupo de hombres valientes y decididos. Aquí nos proponemos revisar esta construcción, enfatizando la importancia del accionar del Estado (sobre todo en su nivel municipal) durante estos eventos críticos.

Por último, también será objeto de tratamiento en este libro la relación existente entre estas crisis epidémicas y las prácticas fúnebres. La mayoría de los estudios resaltan el hecho de que, como consecuencia de la emergencia, las costumbres funerarias se vieron drásticamente modificadas. La imposibilidad de velar los cuerpos, los entierros masivos, y hasta las formas heréticas de tratar los restos de los fallecidos (cremación en hogueras, entierros sin cajones, cuerpos arrojados al mar) se oponían directamente a la buena muerte sancionada y tramitada por la religión. Un tropo clásico de los relatos y narraciones sobre pestes es que enterradores y cocheros se contaban entre las principales víctimas de estas crisis, y que los vivos no daban abasto para enterrar a los cientos de cadáveres que a diario dejaba una epidemia. Ello volvía evidente la imposibilidad de desarrollar de manera normal los rituales fúnebres. En síntesis, este libro se propone estudiar las epidemias de fiebre amarilla y cólera del siglo XIX apelando al análisis de tres temáticas interrelacionadas: el papel del Estado en el combate de las epidemias, las respuestas sociales a estos eventos (prácticas religiosas, costumbres, expresiones y representaciones socioculturales) y, por último, las prácticas y rituales fúnebres de la sociedad porteña del siglo XIX.

Para abordar estas cuestiones debemos recuperar el profundo entramado sociocultural que dio sentido –y aún sigue dándolo– a las epidemias, tratando de contemplarlas como algo más que un fenómeno de raíz natural o la simple diseminación de una enfermedad. Estudiar las epidemias invita a sumarnos a una prolífica corriente historiográfica que lleva varias décadas multiplicando perspectivas y enfoques asociados con la historia de la salud y la enfermedad. Sus trabajos han puesto de relieve la complejidad de estos procesos, y han explorado, desde distintos abordajes, temas tales como los desafíos de las autoridades gubernamentales para desarrollar políticas de prevención y erradicación de enfermedades, las dinámicas y procesos de construcción de las disciplinas vinculadas a la salud, las múltiples representaciones (doctas y populares) sobre las enfermedades, los vasos comunicantes y áreas de impacto que producen distintas enfermedades en la trama social, por citar solo algunos temas.

Dentro de este gran abanico de problemas, la epidemia presenta algunas particularidades que desde muy temprano recortan este fenómeno como un campo de investigación específico. Hacia la década del sesenta del pasado siglo se publicaron dos escritos fundamentales: Le Choléra: la première épidémie du XIXe siècle de Louis Chevalier (1958) y el artículo de Asa Briggs: “Cholera and Society in Nineteenth-Century” (1961). Ambos mostraban que el estudio de las epidemias era un medio a través del cual explorar la estructura y el funcionamiento de la sociedad europea moderna. Sugerían que, al igual que las guerras y revoluciones, las crisis repentinas del cólera exponían aspectos ignorados de las creencias populares, el nivel de vida y las condiciones de vivienda; revelaban la naturaleza de las relaciones de clase, y aclaraban las prioridades del arte de gobernar. Con estas premisas, Briggs y Chevalier invitaron a realizar una historia comparada de las cinco pandemias mundiales de cólera ocurridas durante todo el siglo XIX.

Este llamado fue sucedido por investigaciones abocadas al estudio de distintas pandemias, endemias y epidemias, dentro y fuera de Europa.[6] En general, estos estudios se refirieron a ciudades. Hamburgo, París, Nueva York, Nápoles, Río de Janeiro, México, Lima o Nueva Orleans: las ciudades fueron –por sus características demográficas, sobre todo, pero también por ser centros políticos y culturales decisivos– el punto de observación principal para analizar el impacto de las epidemias. En segundo lugar, muchos de estos estudios se enfocaron en una enfermedad específica. Así, por ejemplo, se prestó especial atención al intercambio de enfermedades producido con la llegada de los conquistadores españoles a América, donde la viruela fue protagonista, así como a las oleadas de peste bubónica en Europa y Asia durante el siglo XIV, o a la llegada a América del cólera y la fiebre amarilla en el siglo XIX. Las temáticas y enfoques son múltiples, pero pueden resumirse en dos grandes tendencias. La línea predominante en los estudios sobre epidemias gira en torno a las tensiones socioeconómicas y políticas, las respuestas del Estado y la sociedad ante la crisis, y los principales debates médicos y religiosos que estas crisis sanitarias generaban. Una segunda línea de estudios, en cambio, se ha enfocado menos en las variables socioeconómicas y más en las representaciones colectivas asociadas a la llegada de una epidemia.[7] La huella metodológica abierta por esta literatura está presente en este libro, pero también lo está el afán de recuperar la especificidad de nuestro estudio. El cólera llegó por primera vez a la ciudad de Buenos Aires en 1856, y en 1858 lo hizo la fiebre amarilla. Lo destacable, sin embargo, es el violento crecimiento en las tasas de mortalidad entre los años 1867 y 1871, que recortan un período por exaimnar y sobre el cual reflexionar. Por otra parte, el análisis simultáneo de estas dos enfermedades nos permite recuperar un dato que el estudio enfocado en una única dolencia tiende a obturar: en ocasiones, distintas epidemias confluían y generaban ciclos epidémicos violentos que no pueden circunscribirse solo a los meses de despliegue de una única enfermedad. Por último, en estos ciclos también deben incluirse aquellos momentos posteriores a las crisis, marcados por la búsqueda de respuestas para evitar la repetición del drama social. En otras palabras, proponemos una escala temporal que exceda el evento crítico y englobe el ciclo epidémico, y no solo alguna de sus manifestaciones singulares. Esta elección busca reforzar una idea con frecuencia ausente en los trabajos sobre el tema: la relación entre epidemias e institucionalización del Estado, ya sea a través de la legislación o las dependencias y burocracias nacidas para combatir las crisis. Este ha sido uno de los tópicos que más división ha generado entre los estudiosos de estos fenómenos, ya que no todos evalúan del mismo modo el impacto de largo plazo de las transformaciones estatales provocadas por las crisis sanitarias.[8]

Por último, proponemos mirar estas epidemias del siglo XIX bajo el concepto de crisis. La alta mortalidad, la rápida expansión, los síntomas severos y, sobre todo, el colapso en las formas de reproducir la vida cotidiana que estos ciclos epidémicos generaban son coordenadas que dan forma al carácter dramático y revulsivo distintivo de estos sucesos. La interpretación de este particular estado como una crisis implica caracterizar y comprender las formas específicas de experimentación e interpretación por parte de los sujetos sociales, que son tanto respuestas frente a condicionantes externos como vehículos de constitución de estos eventos. De esa manera, al igual que la guerra u otras catástrofes naturales, las epidemias necesitan dotarse de una lógica que no solo explique cuáles fueron las causas que la desataron, sino que le otorgue sentido a la propia experiencia de haber atravesado durante meses la muerte masiva. Quienes viven el tiempo de lo que se denomina un estado crítico suelen ser conscientes de que algo se ha perdido, que diferentes modos de padecimiento han irrumpido, y que se ha producido una discontinuidad con el pasado, que a su vez condicionará el futuro inmediato.[9] De lo que se trata, entonces, es de una historia de las crisis epidémicas, más que de una historia de epidemias. Este libro intenta visibilizar el hecho de que las poblaciones que vivieron esos eventos no solo soportaron la expansión de una enfermedad. También desplegaron un repertorio amplio y variado de representaciones, acciones y medidas para comprender y combatir las pestes.

Para poder desarrollar un enfoque tal, este estudio se nutre de dos fenómenos interconectados: la enfermedad y la muerte. Ambas son sin duda elementos centrales en la vida de una sociedad y, al mismo tiempo, son tanto una realidad biológica como una construcción sociocultural. Lejos de ser solo el producto de un microorganismo, enfermedades infecciosas como la sífilis, el HIV, la tuberculosis o el ébola producen representaciones sobre sus orígenes, los modos de contagio y la forma de combatirlas. Enfermarse y morir como consecuencia de alguno de estos males es distinto a contraer otras enfermedades o morir por otras causas. Las enfermedades no son realidades inmutables sino construcciones socioculturales, dinámicas y cambiantes. Y a la inversa: más allá de este conjunto de representaciones colectivas, las enfermedades existen fuera del contacto con los seres humanos y es en la interacción entre unas y otros que comienza este juego de clasificación entre la entidad biológica material y sus representaciones.

* * *

Este libro se organiza en seis capítulos. En los tres primeros se analizan las múltiples respuestas sociales a las crisis epidémicas ocurridas en Buenos Aires en las décadas de 1860 y 1870. Así, luego de un primer capítulo donde describiremos el escenario de nuestro drama –la ciudad de Buenos Aires a mediados del siglo–, analizaremos (en el segundo capítulo) las distintas representaciones generadas por las epidemias de fiebre amarilla y cólera, y buscaremos comprender la implicación de estas representaciones con las formas de combatirlas, y con la construcción posterior de una memoria sobre la crisis. Pensamos que estas representaciones múltiples coadyuvaron a configurar un modelo narrativo para pensar y recordar las epidemias que, entre otras cosas, dejó al Estado en un cono de sombra. Por ello, en el capítulo tercero buscaremos adentrarnos en la relación entre la sociedad porteña y el recientemente formado estado de Buenos Aires, estudiando el papel desempeñado por su Municipalidad (creada en 1854) durante la aparición recurrente de estas enfermedades. Nuestra hipótesis es que las epidemias obraron como un vector de institucionalización de políticas de estado en torno a la salud, la prevención y la creación de legislación sobre prácticas fúnebres, que perduraron durante décadas y algunas llegan hasta nuestros días.

El capítulo cuarto y el quinto están dedicados al estudio de los rituales fúnebres. Sostenemos que ante las modificaciones que dichas prácticas sufrieron debido a la crisis, familiares y allegados de los difuntos desplegaron un abanico amplio de recursos para brindar a sus difuntos un funeral lo más decoroso que era posible en esas circunstancias excepcionales. Así, surgieron rituales suplementarios y homenajes póstumos que buscaron complementar los que la epidemia no permitió realizar.

Por último, el sexto capítulo buscará reconstruir los mecanismos y representaciones que conformaron una memoria, y luego una historia, de la fiebre amarilla de 1871. Sostenemos que, a través de distintos mecanismos y soportes (escritos, publicaciones, obras artísticas) terminó conformándose una versión muy particular de estas crisis sanitarias, que consagró a la epidemia de 1871 en la única que atravesó la ciudad de Buenos Aires durante el siglo XIX.

Agradecimientos

Este libro es producto de una tesis doctoral defendida en el año 2015. Muchas son las personas y entidades a las que me gustaría agradecer por brindarme su apoyo en los siete años de investigación que llevó este proceso. En primer lugar, las instituciones que proporcionaron el soporte financiero para que pudiera dedicarme exclusivamente a ello. Las becas de formación de doctorado que me proporcionaron la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica, y, por otro lado, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas fueron esenciales. También lo fue la beca del Programa de Formación y Capacitación para el Sector Educativo (Profor), otorgada por el Ministerio de Educación de la Nación. Sin embargo, tan importante como estas instituciones son aquellas personas que me invitaron a comenzar este camino. En primer lugar, mi directora de tesis, Sandra Gayol, a quien agradezco especialmente por haber sido mi guía en todos los aspectos de la vida académica. Desde un primer momento, cuando conversábamos sobre el tema, me propuso analizar la epidemia de fiebre amarilla de 1871, siempre supo mantener el equilibrio justo entre la exigencia y el estímulo, mostrándome tanto los principales desafíos como la forma de superarlos.

También un agradecimiento especial a Gabriel Kessler que me sumó al proyecto de investigación “Muerte, política y sociedad”, dirigido por él y Sandra Gayol. Las reuniones y discusiones mensuales realizadas en el marco de este proyecto fueron siempre un estimulante espacio de aprendizaje. La posibilidad de trabajar junto con un grupo de profesionales fue una de las experiencias más enriquecedoras que he tenido. Con algunos comparto hoy la experiencia de la docencia, y me llena de alegría poder tenerlos como compañeros de trabajo.

La tesis también tuvo lectores de versiones parciales, en presentaciones en jornadas de discusión, congresos y seminarios. Las primeras sugerencias de Ramiro Segura cuando estaba confeccionando el plan de la tesis fueron muy alentadoras, así como las de los jurados de dicho plan, Diego Armus y Claudia Agostoni, que potenciaron aspectos y generaron preguntas enriquecedoras para el trabajo. También Eric Carter, Carlos Reboratti, Karina Ramacciotti, Marisa Miranda, Marcos Cueto, Adrián Carbonetti y Alejandra Golcman leyeron y comentaron algunas primeras ideas. Agradezco sinceramente sus lecturas. Los jurados de tesis, Diego Armus, Adrián Carbonetti y Sergio Visacovsky, realizaron aportes y comentarios de gran valor para redimensionar algunos de los puntos centrales de la investigación. Por último, Elizabeth Jelin y Sergio Caggiano estimularon la investigación sobre imágenes de la epidemia, que forma un aporte significativo de uno de los capítulos.

A principios de 2017, esta tesis fue premiada con el primer puesto en el concurso de tesis doctorales organizado por la Asociación Argentina de Investigadores en Historia. Los jurados, Hugo Vezzetti, Roy Hora y Darío Roldán, pero también Lila Caimari, Adrián Gorelik, Graciela Silvestri y Fabio Wasserman, continuaron mostrándome las potencialidades del tema, así como las formas para revisar y mejorar lo que ahora, luego de un arduo proceso, se transformó en libro. Merece un reconocimiento especial Iñaki Aragón, quien supo estimular con su lectura y comentarios los cambios necesarios en los primeros borradores del libro. A todos ellos mi más sentido agradecimiento.

La tarea de investigación también me puso en contacto con el personal de las hemerotecas, bibliotecas y archivos, que siempre respondieron con generosidad mis dudas e inquietudes. Un especial agradecimiento al personal del Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires, que durante los largos meses en que los visité, siempre respondieron con profesionalidad y simpatía mis múltiples requerimientos.

Por último, quería agradecer a mi familia por el apoyo y la ayuda incondicional. Con amigos y allegados compartimos largas charlas en las que, mientras intentaba explicarles de qué se trataba esta investigación, terminé de comprender qué es lo que quería hacer. Mi hijo, Santiago, estuvo en brazos buena parte de la escritura de la tesis, y hoy, varios años después, sigue inundándome de alegría y tapándome con juguetes mientras escribo estas líneas. No quiero olvidarme de Guillermo (Piru), hermano de sangre y amigo, con quien comparto el vicio de la lectura, y que siempre me incentivó en la elección profesional. A todos ellos va un sincero y enorme agradecimiento.

Y a Lucy.

[1] El Nacional, 18/12/1871.

[2] El Nacional, 23/12/1871.

[3] Eduardo Schiaffino, La pintura y la escultura en Argentina, Buenos Aires, edición del autor, 1933.

[4] La Tribuna, 18/3/1871.

[5] La Nación, 18/3/1871.

[6] Por citar los trabajos pioneros: Louis Chevallier, Le Chólera: la premiere épidémie du XIXe siecle, La Roche-sur-Yon, Imprimerie Centrale de l’Ouest, 1958; Assa Briggs, “Cholera and Society in Nineteenth-Century”, en Past and Present, nº 19, abril de 1961, pp. 76-96; Erwin Ackerknecht, History and Geography of the Most Important Diseases, Nueva York, Hafner Publishing Co., 1965; William McNeill, Plagues and Peoples, Oxford, Oxford University Press, 1977 [ed. cast.: Plagas y pueblos, Madrid, Siglo XXI, 2016]; Sydney Chalhoub, Cidade febril: cortiçcos e epidemias na Corte imperial, San Pablo, Companhia das Letras, 1996; Jaime Larry Benchimol, Dos micróbios aos mosquitos: febre amarela e a revolução pasteuriana no Brasil, Río de Janeiro, Fiocruz, 1999; Marcos Cueto, El regreso de las epidemias. Salud y sociedad en el Perú del siglo XX, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1997.

[7] Un trabajo emblemático de la primera línea de investigación es el de Richard Evans, Death in Hamburg: Society and Politics in the Cholera Years, Nueva York, Penguin Books, 1987; en cuanto a la línea de estudios socioculturales se puede mencionar a Catherine Kudlick, Cholera in Post-Revolutionary Paris. A Cultural History, Berkeley, University of California Press, 1996.

[8] En la línea que sostiene que las epidemias no producen grandes cambios a largo plazo se encuentran trabajos como los de Evans, ob. cit., junto con el de Margaret Pelling, Cholera, Fever and English Medicine, 1825-1865, Oxford, Oxford University Press, 1978, entre otros. La postura contraria es sostenida por autores como Edward Snowden, Naples in the Time of Cholera, 1884-1911, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, y por Briggs, ob. cit.

[9] Sergio Visacovsky, Introducción, en Sergio Visacovsky (comp.), Estados críticos: la experiencia social de la calamidad, La Plata, Al Margen, 2011, p. 16.

Morir en las grandes pestes

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