Читать книгу La jaula de la iguana - Medea Pola - Страница 4
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Оглавление–¿Estás listo? –me dice inclinada a cuatro patas intentando darle la vuelta al router sin que se desenchufe. Una araña que se escondía, al quedar al descubierto, escapa taquicárdica en vertical hacia el techo.
–Sí.
–Vale, es todo en mayúsculas.
–Vale, dale.
–7CDG670008GTF133FVWZ.
–Lo tengo.
–Genial.
–Espera, no, contraseña incorrecta.
–No jodas. ¿Tengo que repetirla otra vez?
–Déjame a mí.
–Tu teclado está pegajoso.
–Lo sé, llevo tiempo queriendo limpiarlo.
Maite quiere enseñarme en Vimeo un vídeo en el que la maquillan. Se trata del making of de una sesión de fotos para la editorial de una revista de moda alternativa. Maite es alternativa, supongo. Tiene la nariz torcida, los ojos muy grandes, la boca muy pequeña y el cuello muy largo. Es guapa porque tradicionalmente no lo sería. Por separado sus piezas son exageradas, pero en su conjunto producen ese extrañamiento del que se habla en poesía, es galáctica, distintivamente diferente.
Dicen que la creatividad es un conjunto de elementos contrarios entre sí que, al unirse, forman algo bello y yo aplaudo las dobles contradicciones.
No tengo muy claro el concepto de “moda alternativa”, me vienen a la cabeza palabras que pudieran estar asociadas a ella como “unisex”, “minimal”, “vegan”... Algo que rompa con el binarismo del género y descarte la crueldad animal y rechace la esclavitud y explotación laboral y utilice materiales nobles o de origen local y a la vez sea, visualmente, alternativo.
Algún día Maite será una de esas modelos famosas que se pasan la vida viajando y desfilando en lugares inaccesibles para más de la mitad del mundo, donde todos llevan gafas de sol, fuman Marlboro, gastan mucho dinero en fundas para móvil y combinan zapatillas de Balenciaga con un chándal.
–Lo tengo, mírame.
–¿Dónde estás?
–Ahora tengo un primer plano.
–Sales genial –Maite aparece riéndose con otras modelos. Le han puesto un vestido de plástico y látex y una telilla blanca de encaje que tapa lo habitual, no parece ella. Bebe Red bull con una pajita. El maquillaje y la ropa de las modelos parece emplazarlas en otro planeta, como ciudadanas de una sociedad muy distinta, donde no existen chicos ni chicas, solo el género de la ropa que te pones. El concepto, más que plantear una sociedad utópica, viene a dar una alternativa a la distopía actual.
–¿Has visto al otro modelo?
–¿El que tiene un tatuaje de Frida Kahlo? –en su día quise tatuármela, pero me he dado cuenta de que, por lo visto, siempre ha querido tatuársela todo el mundo, pensamos muy poco en qué opinaría ella.
–Sí. Me lo tiré.
–Pues parece gay.
–Sí –se ríe– yo también lo pensé. Era un poco gilipollas, no dejaba de decir que en el colegio sacaba malísimas notas y que ahora ganaba más dinero que cualquiera de sus profesores.
–Y por lo tanto les ha ganado.
–Hay personas resentidas desde pequeñas. Sobre todo si son géminis.
–¿No crees que la venganza mueve más que la vocación?
–Perdí la vocación en el bachillerato –dice mientras se hace una coleta.
–Tú no hiciste el bachillerato.
–Eso te estoy diciendo.
El piso de Maite es viejo, amplio y oscuro, así que me parece muy acogedor. El salón es demasiado grande para tener una ventana tan pequeña y en otoño, para las seis de la tarde, te da la sensación de estar entre tinieblas. Estamos sentados sobre una moqueta con motivos geométricos un poco art nouveau. Esta moqueta produce una sensación de escepticismo hacia la verdad y el conocimiento, uno se siente incapaz de lanzar un juicio convencido de su color. Parece que fue verde, pero es marrón, a ratos gris oscuro o negro, por ello, cuando hay naranja o rojo, uno no sabe qué pensar y acaba concluyendo que la verdad es relativa y que las definiciones solo son aproximaciones. Una vez me dijo que los legítimos dueños del piso, una pareja de octogenarios, habían desaparecido en el mar una mañana de primavera y que nunca encontraron sus cuerpos.
–A veces noto presencias. Especialmente en los espejos –me dijo una noche–, esta casa tiene muchos espejos y lo peor es que la mayoría de ellos tienen otros espejos delante, como creando vórtices, ¿me entiendes? Espejos que reflejan otros espejos, según a cuál mires, refleja unas dimensiones y unos espacios diferentes, es como si el piso encerrara mil posibilidades.
Vive con tres tipos que estudian ingeniería y que no la comprenden. Son muy simpáticos, no digo lo contrario, solo comento que no siempre hablan nuestro idioma, lo cual no quiere decir que sepa en qué idioma hablamos nosotros. Ahora no están, porque han quedado con unos amigos para jugar al póker online.
A eso me refiero.
Uno de ellos ha tenido que ir a rehabilitación por haberse apostado todo el dinero de una beca sin decírselo a sus padres. No le juzgo, solo le salió mal. Rauschenberg también se gastó en los años cincuenta el dinero de su beca de estudios en comprarse un dibujo de De Kooning que luego borró por completo y eso, hoy, es historia del arte.
–Joder, mira qué nariz tengo ahí. Parece una patata
–seguimos viendo el vídeo. Maite se ríe de sí misma y yo me río, no de ella sino con ella, pero visto de otra forma, me río con ella de ella.
En Spotify está sonando una canción de Nina Hagen en alemán que no comprendo.
En la televisión echan una película antigua en la que una mujer con trenzas cuelga sábanas blancas en su jardín y un hombre al que no podemos ver la cara se le acerca con un cuchillo de carnicero. No sé cómo sigue porque no le estoy prestando atención.
Maite ha encendido una barrita de incienso de romero y un porro de hachís que comparte conmigo. Las barritas le han costado dos euros y el hachís, veinte.
Tumbado sobre la moqueta, mientras me concentro en el tictac de un reloj que hay en el pasillo, me quedo en blanco durante un tiempo intentando recordar cómo he llegado hasta aquí. Ella me invitó, eso lo tengo claro, me llamó por teléfono, pero no consigo acordarme de todo ese trayecto desde mi casa a la suya. Ni siquiera recuerdo si vine de mi piso o si estaba en otro lugar. Si buscas en Google a qué se deben estos síntomas puedes acabar creyendo que tienes trastorno de despersonalización o un desorden bipolar o, sencillamente, que no eres real sino fruto del pensamiento de otro.
Por eso no busco nada.
Soy muy susceptible.
–Pablo, tú podrías ser modelo si quisieras.
–No me gusta estar delante de la cámara.
–No te entiendo. Ganarías bastante más que dando clases a unos gilipollas que no quieren ir a la universidad –todo lo que sale de la boca de Maite tiende a sonar verdadero y obvio, pero es solo por cómo lo dice; es una de esas personas que ya han pensado todo antes que los demás.
–Pero sus padres sí que quieren y eso es lo importante.
–Eres demasiado cínico para ser profesor.
–Nunca se es lo suficientemente cínico y/o estúpido para enseñar filosofía en el siglo XXI.
No soy profesor. Los profesores madrugan y se duchan y desayunan copiosamente, como hay que hacer, supongo que untan en tostadas integrales mermeladas diferentes según el día, y toman café y van en coche al mismo centro por lo menos cinco veces por semana. Algunos se ponen una bata blanca y suelen tener una audiencia de entre veinte y cincuenta personas. En los institutos tienden a sufrir estrés y a algunos se les cae el pelo y el mundo encima.
Yo no desayuno, cuando no queda café me tomo una cerveza y una pastilla de b12. Yo solo soy de esos que aparecen anunciándose en las farolas junto a las fotos de perros perdidos, de mujeres inmigrantes que cuidan ancianos, de señores que hacen chapuzas y de alquileres de habitaciones sin wifi: filosofía para la selectividad, joven graduado y ninguneado.
Eso último no lo pongo.
Recibo en mi piso a unos cuantos estudiantes por semana, por lo general a las seis o siete de la tarde, eso me evita madrugar o tener que hacer demasiado rápido la digestión, o coger metros, o perderlos. No necesito mucho dinero, pero el dinero me necesita muchísimo.
La siguiente canción es Call me de Blondie y Maite se levanta dando un salto y se sube al sofá y se pone a bailar como en una sesión de pole dance exotic. Se ha rizado el pelo y se parece al león que tiene tatuado en la espalda, un león dorado, casi en llamas, rugiendo algo muy sentido, o no. Entre el tenebrismo del salón y su languidez al moverse tras el humo del incienso, intento mirarla y verla a cámara lenta como en un videoclip, pero no puedo. Me hace gestos para que baile con ella y le digo que no, también con un gesto señalando que me duele la espalda.
–¿Salimos?
–Sí.
Nos miramos en el espejo del ascensor y Maite nos saca una foto y la sube a Instagram y escribe hastags en la descripción como #party, #tattooed, #friends y #lifestyle.
Salimos a la calle y caminamos descoordinados entre los escaparates de tiendas de ropa, farmacias y carnicerías. Es sábado, la gente lo sabe y trata de no desperdiciarlo. Se oye un fuerte vocerío masculino. Algunas personas beben y mean en la calle antes de meterse en una discoteca, otras han preferido quedarse en casa viendo una película con una pareja a la que ven poco y luego van a tener sexo, otras están solas y otras no están, simplemente han dejado de existir.
Esta mañana me he enterado de que mi madre ha dejado de existir. Maite no lo sabe. No he querido contárselo, no es una buena forma de aprovechar el sábado. Tampoco sé cómo decirlo en voz alta, qué tono usar, ni siquiera acabo de entender por qué tendría que hacerlo o para qué. Mañana tengo que ir al tanatorio a ver a otras personas echarla de menos. No quiero hacerlo, pero se lo he prometido a mi abuelo.
Mi abuelo fue albañil, después intentó tener más iniciativa y casi lo echan así que siguió siendo albañil. Una vez consiguió mudar de trabajo y empezó a vender grúas a otros albañiles. Más tarde se jubiló y se hizo alcohólico. Y ahora su hija ha muerto.
Estamos en un bar cutre donde la mayoría de la gente come cacahuetes y bebe verdejos. Todo vuelve a verse tenebrista pero futurista. La misma barra de siempre, con sus botellas detrás y el mismo negocio milenario de taberna, pero revestido de neones fundidos.
Maite pide dos cervezas, a dos euros con diez cada una, y nos las bebemos sentados en un portal frente a la puerta porque las esquinas huelen a pis. La gente ríe mucho de fondo y grita. No gritéis –pienso– me duele la cabeza. No digo nada, solo miro los labios pintados de verde de mi amiga y su pelo de leona. A veces creo que reuniéndome con gente como Maite pierdo la objetividad acerca de cómo es el mundo real y las personas reales, esas que trabajan sentadas, van al gimnasio, tienen aficiones como viajar en furgoneta o ver series en Netflix, siempre están emparejadas o, si no, siempre están emparejándose, y terminan la semana en una discoteca, bailando o fumando en la entrada o metiéndose cristal. Reunirme con gente como Maite me hace sentirme orgulloso y a la vez fracasado.
¿Ves a ese tío de ahí? –pregunta mientras contemplo cómo brilla el piercing de su ombligo.
–¿Cuál?
–El del pelo oxigenado.
–Sí.
–Es camello.
–¿Cómo lo sabes?
–Iba a mi instituto y ya vendía a los quince años. Su madre es abogada y su padre se colgó de un árbol cuando él era pequeño.
–¿Insinúas algo?
–Quiero éxtasis. ¿Pillamos a medias?
–Vale.
Son dos pastillas muy simpáticas con el símbolo de Superman. Cada una nos ha costado diez euros. Me tomo un cuarto y doy otro trago a mi cerveza.
La noche no se atreve a hacerse más oscura mientras la siga mirando.