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Es de noche, pero hay mucha luz naranja. La bombilla nos transformó en humanos neuróticos. Rompió nuestros ciclos. Antes las noches eran negras e inhabitables, esotéricas y espirituales, silenciosas, elegíacas, estoicas, románicas... A la gente no debía importarle pasarse mucho tiempo mirando al cielo, dejando que cada vez se vieran más brillantes las estrellas, mirando a la luna menguar o crecer, sin aburrirse, sin tener otra cosa a la que mirar y sin acabar de entender si lo mirado devuelve la mirada, creando relatos mágicos. Ahora no tenemos muy claro cómo vivir el tiempo porque uno puede seguir siendo uno mismo a la hora que quiera, sin descanso.

–Hace calor, ¿verdad? ––Maite no deja de moverse.

–No.

–Mira, ese de ahí hasta se ha quitado la camiseta.

–Y está temblando.

–Está bueno –dice Maite con un tono algo triste-. Se me está derritiendo la cara.

–Yo no tengo calor.

–Estoy asada, voy al baño –me mira y levanta una ceja y un piercing–. No tardo.

Mi madre ha dejado de existir porque prefirió tomarse treinta pastillas para dormir en vez de tomarse solo la dosis que le dijo el médico. Mi madre daba clases de piano a jóvenes a los que yo ahora doy clases de filosofía para que aprueben la selectividad. Que cualquiera pueda ser profesor es algo que no debería dejarnos tranquilos, ni que cualquiera pueda ser padre ni tener una mascota ni ser artista. Estaba todo lo unido que un tío de veinticinco años puede estar a su madre maníaco depresiva, es decir, poco. La echo de menos y la odio al mismo tiempo.

Mi madre se despertaba un día y no quería levantarse ni vivir, no comía, apenas hablaba, y se quedaba casi todo el tiempo muy quieta en un sitio, en una esquina, entre los aloe vera y los cactus del salón. Al día siguiente, o a la semana en los peores casos, se levantaba de la cama y desayunaba muchísimo y se ponía carmín en los labios y tacones y se iba a hacer compras y llamaba a personas con las que ya apenas se hablaba y no dejaba de especular sobre el futuro como algo tan corto que no le iba a dar tiempo a vivir.

Entre esos dos estados, tocaba el piano y lo hacía muy bien. Lo que más asusta de vivir una vida de esta manera es no saber cuál de las dos formas se parece más a ti, la enfermedad deteriora la personalidad, y con ello, va desdibujando la noción de identidad hasta hacerla esclava del trastorno.

La última vez que estuve con ella me dijo que mi interpretación de la Sonata Claro de luna de Beethoven era exagerada, sentimentalista, banal, torpe y pretenciosa. Así era mamá, una auténtica zorra. Creo que no me juzgaba con más dureza que a sus alumnos y supongo que por eso muchos no volvían. Mamá, la diferencia entre tu pastilla y la mía es que tú crees que no quieres existir, porque crees que existir y vivir es lo mismo. La vida es fácil, las rutinas son fáciles, el futuro es fácil. Ser uno mismo es lo que acaba costando. Aguantarse a uno mismo durante mucho tiempo es lo que más cuesta, no se trata de vivir, es, más bien, convivir con lo que uno se ha dicho a sí mismo que es. Dicen que la personalidad es básicamente memoria.

Maite vuelve del baño y se me queda mirando.

–No me creo que no tengas calor.

–No hace calor, Maite.

Maite me mira con desdén. Cree que me burlo de ella. No es mi intención. No tengo ni frío ni calor. Estoy bien. Diría que es como si no sintiera nada o como si estuviera muerto si no fuera porque la que de verdad está muerta es otra persona y la comparación es insoportable. La pastilla tampoco ha empezado a darme euforia, ni ninguna otra sensación anormal.

Bebemos dos cervezas más mientras contestamos a los mensajes que nos han enviado personas que no están aquí. Viendo el desorbitado número de WhatsApp que no he contestado, ni siquiera abierto, siento una ansiedad y un tembleque por dentro. Miro a la luna que está amarilla, hepática y creciente y me entra melancolía.

–Me voy –digo apurando la cerveza.

–¿A dónde?

–A casa.

–Acabas de drogarte.

–¿Y?

–No me jodas, Pablo. Hoy salimos.

–No, mañana madrugo.

–¿Para qué hemos comprado éxtasis?

–Eso no solo sirve para ir a una discoteca a hacer el capullo.

–No, tienes razón, sirve para escribir best sellers.

–Solo he cambiado de opinión.

–¿Y yo qué?

–Que me voy.

–¿Estás bien?

–No. Digo, sí.

Encima tengo hipo.

Me siento mal por plantar a Maite, sabes que no es propio de mí.

Maite siempre dice que lo más importante en la vida es ser uno mismo. Yo creo que eso solo puede acarrear felicidad si te has descubierto tarde o te conoces muy poco, muy por encima, lo suficientemente poco como para no juzgarte con demasiada dureza. Cuando te has conocido penosamente, pronto llega un día en el que estás hasta los huevos de ser lo que eres.

No puedes escuchar tu canción favorita o ver la misma película o leer el mismo libro más de mil veces, los odiarás. Compadezco a los artistas que tienen que estar constantemente revisando su obra.

Mi madre es una serpiente que ha mudado de piel y nos ha dejado solo la piel vieja, pienso mientras bajo al metro.

Mi madre debió de tener un montón de pastillas en la mano, las miró con seriedad y con algo de miedo y tristeza y luego, durante unos segundos, dudó sobre si realmente quería hacer lo que iba a hacer. Probablemente no supo cuánto tiempo se quedó mirándolas, el tiempo entonces dejó de existir absolutamente por completo, el mundo dejó de girar para ella y la luna se renovó y no salió. En esas horas de indecisión entre la vida y la muerte, la realidad se desnuda y se deja ver por lo que es, un pacto unilateral, sin consentimiento. Primero se tomó tres y después cinco, y volvió a dudar. Pensó: “Ya he tomado ocho pastillas y esto va a tener consecuencias graves, podría vomitarlas ahora mismo pero odio vomitar, es asqueroso”. La duda del suicida nada tiene que ver entre la vida y la muerte, sino entre el sufrimiento y el dejar de sufrir. Cuando mi madre dudó si continuar, vio este paradigma y entonces decidió que alguien ya había dado el paso por ella y que en realidad no era más que una marioneta de sus emociones y se tomó todas las píldoras del bote. Su melancolía hablaba por ella. Maite me dijo una vez que las personas tristes lloran por los ojos y las melancólicas por el corazón, Maite habla demasiado. Dio un trago de agua y dejó el vaso con cuidado sobre la mesita de noche. Se tumbó en la cama y se dijo a sí misma: “igual debería haber escrito una nota”. Pero ya estaba muy cansada para levantarse y pensar en algo romántico que escribir, porque ya se estaba muriendo; en realidad, en ese mismísimo momento ya no volvió a sentir melancolía ni ganas de llorar. Cerró los ojos y tal vez vio su vida como si fueran esas diapositivas que Maite nos puso a Juan y a mí cuando se fue de vacaciones a Egipto, probablemente se viera de niña y de adulta en décimas de segundo. Seguro que vio a Cristian. No se dio cuenta de cuándo murió.

Es una muerte muy privilegiada en cierto sentido.

En el metro, apoyando mi cabeza en la ventanilla, me doy cuenta de que la pastilla me está haciendo efecto. El billete me ha costado un euro con cincuenta.

Euforia.

Sensación de bienestar.

Sed.

Llamo a Maite.

No coge.

Le escribo:

“Maite, tenías razón, hace muchísimo calor”.

Alguien de mi agenda descubre que estoy conectado y me escribe un mensaje y yo me desconecto inmediatamente.

Un desconocido se adormila sobre mi hombro, se le cae la cabeza y despierta como con un susto. Me mira por el rabillo del ojo y yo le miro a él por el reflejo de la ventana. Si no se sintiese tan avergonzado le diría que ha sido bonito y que puede apoyarse en mí si quiere, incluso le pediría un abrazo o le daría un cumplido excéntrico y único, en plan “qué guapo estás cuando duermes, tu cara se llena de un gesto de vulnerabilidad divina”, pero supongo que se debe al éxtasis. No puedo ver nada tras el cristal, solo mi reflejo y la oscuridad de un paisaje subterráneo, a unos treinta o veinte metros sobre nosotros, la gente sigue disfrutando, o no de la noche.

La jaula de la iguana

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