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PULLBOY

Tres años y diez meses le había llevado encontrar una hora para él. No, encontrarla no, porque tampoco la había buscado. Salvo que fuera como esa famosa cita de Cortázar que decía algo de andar sin buscarse pero sabiendo que se anda para encontrarse. A Mariela le gustaba decir que eso es lo que les había pasado con Lola. Eso dijo cuando el Evatest dio positivo. Que no la buscaron pero que dejaron que los encontrara.

Pero Pablo no buscaba esa hora y además odiaba esa cita de Cortázar.

Más justo sería decir que tres años y diez meses le llevó tener esa hora para él.

Hora que al final se convirtió en media, porque había que descontarle los diez minutos de cambiar a Lola escondidos en el baño del vestuario de hombres, el rato de lloriqueo hasta que se abrazaba a la profesora y se animaba a entrar, y el tiempo de mirarla desde el último andarivel haciéndole caras y tirándole besos para que se quedara tranquila. Y el ritual a la inversa, de nuevo, a la salida.

Pero, así y todo, esa era la primera media hora totalmente de él que tenía desde que nació Lola. O quizás fuera desde más atrás, porque en los últimos años con Mariela prácticamente ni había jugado al fútbol. Algunos domingos, cuando ella no tenía que trabajar, pero casi no contaba.

Media hora robada a la paternidad, que llegó sin proponérselo porque justo había pileta libre en el horario en que Lola hacía natación. Y un poco porque ese rato tampoco alcanzaba más que para tomarse un café, ¿o será que no se hubiera bancado dos medias horas semanales sentado solo tomando un café? Sí, el café se lo bancaba. Pero el bar no. Un barcito de esos con banderines y limonadas con menta y jengibre, donde tranquilamente podrían haber escrito la cita de Cortázar de no buscarse y encontrarse. Un barcito que le hubiera encantado a Mariela. Eso no se lo bancaba dos medias horas todas las semanas. No hacía falta.

Por eso empezó a nadar. La primera vez sin antiparras porque no confiaba en que se hiciera una rutina. Seguramente Lola no se engancharía con la clase y habrían pagado dos cuotas mensuales que nadie aprovecharía. Pero a Lola le gustó; y Pablo tuvo que comprarse antiparras por primera vez en su vida.

La tarde en que entró a la casa de deportes a pedir algo para él, cayó en la cuenta de que hacía años que no se compraba nada. Ni siquiera un par de medias. Todo lo que tenía, incluso las zapatillas gastadas hasta el límite, eran cosas compradas por Mariela.

Al principio nadaba sin pensar. No con la mente en blanco, pero era algo parecido. Vagaba por fechas de entrega de trabajos, la cena, ¿qué carajo hacer si Lola no come nada?, los Juegos Olímpicos… Había mirado por primera vez con detenimiento a los nadadores en los Juegos Olímpicos y creía poder imitar algunas cosas; como mínimo el impulso inicial que los separaba de la pared de la pileta. ¿Algo de verdura? No tenía sentido engañarse: Lola no comía nada verde. Le había mentido a la pediatra en la última consulta y se prometió intentar agregar más vegetales en la dieta de Lola. Y en la suya, por cierto, porque tenía que reconocer que esa malla hacía unos años no le apretaba como ahora. Qué bien le salía el empujoncito, igual que los de las Olimpiadas. La vuelta americana todavía no, pero ya se iba a animar. Tenía que pasar de vectores a líneas el proyecto y mandar un adelanto cuanto antes para que se lo aprobaran. Quizás en una tarta. Una tarta de verduras. O todo procesado tipo patitas de pollo. Qué bien le salía el empujón, estaba para competir en los Juegos ya.

Así nadaba.

Sin embargo, la primera vez que usó el pullboy fue otra cosa. Ese esfuerzo en avanzar solo a través de la brazada, las piernas muertas y aun así balanceándose suavemente… La fuerza de los brazos, la rotación del torso, avanzar sin piernas. Pero avanzar. Romper la superficie del agua en cada brazada, remar; remarla. Con el pullboy no podía seguir jugando a no pensar en nada.

Necesitó tres años y diez meses para encontrar una hora (una media hora) para él. Y la puta madre, qué difícil llorar con antiparras.

Subacuática

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