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EN VENTA
Los vi asomar el hocico por primera vez una tarde de finales de verano. Si he sonado ligeramente desdeñosa es porque sé que antes de entrar dentro de mí se habían metido en otro piso más grande —cuatro habitaciones cuando yo solo tengo tres, y un salón más impresionante—, pero cuya orientación al noreste no les gustó, porque la mayor parte de la vivienda queda siempre en sombra y da al edificio gemelo y a la piscina comunitaria que se halla entre ambos. Enseguida intuyeron que vivir allí los exponía al griterío de los niños chapoteando en la piscina y jugando a la pelota en el jardín cuando hiciera buen tiempo. Eso sin mencionar que el precio era muy superior al que pedían por mí. ¿Me gustaron ellos dos? No lo recuerdo bien, quizá porque en aquel entonces prefería atrincherarme en la indiferencia. Bastantes decepciones había sufrido ya a lo largo de los siete años que llevaba construida y por vender. Siete años vacía, siete años desnuda, siete años clausurada, con las persianas bajadas, ciega al exterior. Siete años, uno detrás de otro, siete años sintiéndome rechazada e inútil. ¿Cuántos me habían visitado y recorrido mis estancias? ¿Cuántos habían premiado mi belleza con prometedoras exclamaciones de júbilo y toda clase de elogios que, sin embargo, a la hora de la verdad no se materializaron en un contrato de compraventa? Algunos de ellos debieron de intentarlo, pero estábamos inmersos en una crisis severa y es probable que los bancos les denegaran el crédito. O bien se cruzaron con otro piso que les convenía más. Desconozco los detalles, pero he aprendido a desconfiar de las alabanzas por vehementes que sean. Algunas alcanzaron cumbres de exaltación y sinceridad de lo más convincentes. Aunque yo siempre fui particularmente sensible a los que, bajo el primer impacto, se mostraban incapaces de articular un discurso y atascados en el nivel onomatopéyico me masajeaban el ego con sucesivas oleadas de ohs y de ahs. Por otra parte, siempre he sido lúcida y jamás me he engañado con respecto a quién soy. Sé que mi mayor virtud no soy tanto yo misma como el paisaje que ofrecen mis numerosas ventanas. Ese mar inmenso que ante mí se despliega ha arrancado más exclamaciones, onomatopéyicas o no, que mis proporciones y hechuras, sobre las que rara vez he oído expresar la menor sombra de queja. En cuanto a mis defectos, hay uno que predomina sobre los demás: no soy céntrica. El edificio que me cobija está más o menos en medio de la nada, en un paraje solitario y desolado que solo el mar dignifica, a los pies de las inmensas chimeneas de una central térmica fuera de uso que algunos juzgan magníficas y otros espantosas, con un descampado a un lado y un polígono industrial imparcialmente horrendo del otro lado de la vía del ferrocarril que se halla a mis espaldas y cuyas orillas son objeto de un incesante vertido de basuras que le dan aspecto de vertedero y atrae a multitud de ratas. Por si eso fuera poco, casi todos saben que me construyeron sobre terrenos largo tiempo ocupados por fábricas diversas que desaparecieron dejando tras de sí una herencia ignominiosa de contaminación. Además, a veces flota sobre el barrio un hedor a cloaca. Entre una cosa y otra, no me hacía ilusiones. ¿Para qué? Las visitas, es cierto, me sacaban del aburrimiento y la tristeza en que transcurría mi vida y las esperaba impaciente. Pero si al principio recibía alborozada al empleado de la inmobiliaria que venía a subir las persianas y a ventilar y que a veces incluso se tomaba el trabajo de barrer un poco el suelo y limpiar las cristaleras para adecentarme un poco, con el tiempo y los desengaños llegué a temer las visitas. Lo confieso, sí: en muchas ocasiones me había encariñado con los posibles compradores. Solange se llamaba la que más me gustó entre todos mis pretendientes, una violinista francesa de unos treinta años, rubia y alta, sutil, ingrávida y gentil como una pompa de jabón, que pisaba mis suelos como nadie ha vuelto a hacerlo, con una especie de reverencia, y que apenas dijo nada, pero cuyo embelesado silencio bastó para desatar locas esperanzas en mí. Había algo en la forma en que me contemplaba con sus ojos de color ámbar que me hacía sentir la más bella morada a la que se pudiera aspirar. Hasta tres veces vino a verme antes de desaparecer para siempre, la primera con su marido y una niña pequeña a quien se dirigía en francés, una lengua que me gustó más que cualquier otra que hubiera oído jamás; la segunda se presentó sola, vibrante de un entusiasmo que aun siendo contenido, como lo era todo en ella, me hizo estremecerme. La tercera fue mágica, mística, jamás pensé que viviría un momento así. Solange había traído un estuche del que sacó un violín. También lo llevaba el primer día, cuando vino acompañada por su marido y la niña. Pero fue solo entonces, en esa tercera e inolvidable visita cuando, de pie en el salón, de cara al mar, se puso a tocar su instrumento. El empleado de la inmobiliaria nos había dejado a solas porque ella se lo pidió con tal delicadeza que era imposible negarse. Tenía eso Solange: una delicadeza en cuyo núcleo habitaba un elemento sólido e incorruptible, una férrea determinación envuelta en terciopelo ante la que era difícil no doblegarse. Así que no sé el título ni el autor de la pieza que interpretó porque excepto yo, nadie estuvo allí para hacer las preguntas que habrían resuelto el misterio. Solo sé que alternaba movimientos vivaces y fogosos, casi desenfrenados, con fragmentos en que el ritmo daba un brusco frenazo y tras un breve silencio empezaba a arrastrarse y enroscarse en notas lentas y lánguidas, como de mar en calma después de la tempestad. Aquella música me embellecía, me hacía mejor de lo que soy y me desgarraba de un placer tal que en algunos momentos rayó en lo insoportable. Quise retenerla. A Solange, quiero decir. Luché con todas mis fuerzas, con toda mi sabiduría, para que la acústica de mis paredes devolviera las notas de manera armoniosa. Para que ninguna inoportuna vibración pudiera alterar la pureza de la interpretación. No sé cuánto tiempo escuché embriagada, en éxtasis, pero todavía recuerdo con íntimo alboroto la profunda sensación de comunión con Solange y el violín. Qué bien sonaba la música y cómo me masajeaba y me llenaba y penetraba y percutía hasta en el último rincón de mis vacíos armarios y daba sentido a mi vida, tan anodina hasta entonces. Era como si siempre lo hubiera estado esperando, como si el arquitecto que me proyectó y el contratista que calculó presupuestos y adquirió materiales y los albañiles que levantaron forjados y paredes se hubieran puesto sin sospecharlo al servicio de ese instante de gloria. La música reverberó dentro de mí mucho tiempo después de que la intérprete se fuera. Aún soy capaz de recordar fragmentos enteros de la pieza.
Nunca he estado más excitada y expectante que los días que siguieron. Exultaba, trepidaba, no cabía en mí, desbordaba. Aguardaba impaciente la llegada del camión de mudanzas que desembarcaría aquí las cosas de Solange, sus muebles, sus alfombras, mis futuros ropajes. Pasé esos días muy entretenida imaginando los enseres y, sobre todo, la ropa sencilla, ligera y vaporosa que llenaría mis armarios y los conjuntos de fina ropa interior que se alinearían en mis cajones uno al lado del otro. No me cabía la menor duda de que ella sería una mujer ordenada y escrupulosa que colocaría las prendas según la utilidad y los colores: a un lado la ropa clara y veraniega y las cosas de cada día; al otro, los pantalones y las blusas, las faldas y los vestidos para sus actuaciones. Sin duda viajaría mucho porque su brillante carrera la llevaría de Nueva York a Sídney y de París a Berlín. Yo la vería hacer las maletas con pena, pero me consolaría pensando en lo feliz que sería cuando por fin regresara. Me daba rabia no poder escuchar sus conciertos, pero confiaba en que ensayara mucho aquí o que tal vez me permitiera escuchar grabaciones. Sin embargo, lo que más ilusión me hacía —tanta que apenas me atrevía a pensar en ello— era que la familia se multiplicase en mi interior. Que Solange se quedase embarazada estando dentro de mí. Yo lo sabría en el acto, lo intuiría mucho antes de que ella tuviera la primera sospecha; las casas siempre sabemos ese tipo de cosas.
Me quedé atónita primero y consternada después el día en que, sin tomarse la molestia de ventilar primero —pero yo casi lo preferí porque el olor a madera y clavo de Solange aún flotaba en la atmósfera— el chico de la inmobiliaria volvió acompañado por dos desconocidos y subió a toda prisa las persianas para enseñar mis dominios. ¿Y Solange? Aquella nueva visita, ¿significaba que quien ya era mi propietaria espiritual, la dueña que yo había elegido, no iba a adquirirme? ¿Acaso nunca más volvería por aquí? ¿No volvería a verla ni a deleitarme en la caricia de su voz grave y algo rota, que se arrastraba un poco en ciertas sílabas y con su leve acento francés cambiaba la música de palabras familiares de forma que era como si lo oyeras todo por primera vez? Me hundí en un pozo sin fondo de desolación. Aunque fuera lucía el sol, la oscuridad me envolvió. Algo debieron de percibir los visitantes porque exclamaron poco y enseguida se fueron. Menos mal que me dejaron en paz, porque sus pisadas se me hicieron insufribles, como si me estuvieran violando. Podría jactarme de haberlos expulsado, pero mentiría. Se fueron por voluntad propia. Nadie quiere vivir en una casa que no te quiere, que te detesta incluso, que se encierra en sí misma porque acaba de sufrir una desilusión. En cuanto cerraron la puerta tras de sí y dejaron de mancillarme, me entregué a la amargura. No podía dejar de darle vueltas a la última visita que me había hecho Solange. ¿Había venido a probarme, a ver si mi acústica era apropiada para ensayar en mi interior? ¿Le había fallado acaso? ¿Me había mostrado por debajo de sus expectativas? ¿No era yo un buen lugar para una violinista? No sabría decir cuánto tiempo viví martirizada por esos pensamientos. Me acusaba, me odiaba y aborrecía la criminal mezquindad de los constructores que no habían concedido importancia a mi acústica y me habían hecho indigna de alguien como Solange. Hasta que de repente recordé un gesto suyo. Me vino a la mente el momento en que, justo antes de partir, después de haber guardado en su estuche el violín, con el chico de la inmobiliaria esperándola en el rellano y jugueteando con las llaves de un modo que me habría irritado de no hallarme todavía vibrando con la música, Solange acarició con el dorso de la mano, muy levemente y a lo largo de algo menos de un metro, una pared del salón. Qué ofuscada, qué maltrecha debía de haberme dejado el dolor de perderla, para haber tardado tanto en recordar un detalle tan concluyente. Si me había acariciado, con algo que me pareció nostalgia anticipada, ¿no sería que no había venido a probar mi acústica sino a despedirse de mí? A decirme «Eres hermosa, eres perfecta, me habría encantado vivir aquí, pero no nos han concedido el préstamo y no podemos comprarte». O quizá a su marido le habían ofrecido un buen puesto de trabajo en el extranjero y allá se iban los tres. Por algún motivo los imaginé en las antípodas, colgados boca abajo, a años luz de mí. También me pregunté —o más bien esa pregunta me tomó por asalto— si la pieza musical que había tocado no habría sido escrita por ella misma para mí. Será vanidad o soberbia pero, una vez entrevista, esa posibilidad alivió mi dolor. De ser cierta, mi pasión por Solange era correspondida. No había sido rechazada. No era indigna de ella. Solange también sufría, aunque no me cabe la menor duda de que debió de hallar consuelo mucho antes que yo.
Llevaba unos tres años a la venta cuando eso sucedió. Tras la decepción me apliqué a cultivar un escudo protector forjado en escepticismo. Me volví cínica y dura, pétrea a más no poder. Asistía a las visitas con la mayor displicencia y las compuertas emocionales herméticamente cerradas. Si no había de habitarme una diosa, prefería ser para siempre un piso deshabitado y envuelto en telarañas. El polvo acumulado por todas las superficies, el tufo a cerrado y la oscuridad permanente convenían admirablemente a mi melancolía. Confieso que había cierta voluptuosidad en regodearme en el dolor. Creo que fui incluso responsable de la ruptura de una pareja. «Hay malas vibraciones aquí», le dijo él a ella entre susurros en un momento en que el chico de la inmobiliaria hablaba por teléfono y no podía oírlos. «La de chorradas que puedes llegar a decir a falta de argumentos —contraatacó ella—. Es un piso perfecto, una puta maravilla, ¿me oyes? No encontraremos nada mejor ni aunque veamos tres mil». «Pues a mí me da mal rollo —insistió él—, ¿qué quieres que le haga?». «Tú sí que empiezas a darme mal rollo a mí. Fumas demasiada mierda y te dan paranoias. Igual no es buena idea que nos compremos un piso». No sé qué sucedió luego porque el chico de la inmobiliaria interrumpió la disputa y el hipersensible detector de malas vibraciones y la novia furiosa se hundieron en un silencio enfurruñado y hostil. Confieso que sentí un impío regocijo rayano en la euforia. Puede que no fuera lo bastante buena para atraer a la compradora de mi elección pero tenía el poder de ahuyentar a los demás.
Con el tiempo, fatalmente, el dolor fue cediendo. Llegó un día en que descubrí horrorizada que mi recuerdo de Solange se desvanecía y que, por más que siguiera fingiendo indiferencia para cubrir el expediente, las visitas de posibles compradores volvían a ilusionarme. Por aquel entonces ocurrió algo que sería deshonesto dejar de mencionar. Alguien compró un piso en el edificio. Raro era el día en que no resonaban pasos o retumbaban martillazos o ruidos de taladros a medida que ese piso se iba vistiendo con lámparas y estanterías, camas y cabezales, espejos y mamparas. Mi soledad perdió su aura romántica y empecé a sentirme devorada por los celos. Me pasaba el día alerta y en tensión, presa de la envidia, y cada ruido se me clavaba como si fuera una espina. Hasta ese momento había sobrellevado mi vacuidad con bastante estoicismo, pero imaginar a otra, hasta entonces mi igual, decorada con alfombras y cuadros, butacas y mesas, veladores y sofás y plantas de interior me resultó desquiciante. Tenía ataques agudos de nostalgia por todos los enseres que convierten un espacio vacío en un lugar habitable, sobre todo de las plantas, que tanta compañía podían haberme hecho, y cada visita que recibía me llenaba de ansiedad. Dominada por el despecho, procuraba mantenerme impasible ante las exclamaciones de júbilo de mis pretendientes y aunque no podía evitar que algunos me encantaran y otros me repatearan, me engañaba pensando que me daba igual que me compraran o no. En esas estaba, y dentro de mí habían exclamado en castellano y en catalán, en ruso y en portugués, en polaco y en chino, en alemán y en inglés, pero nunca más en francés, cuando una tarde soleada de final de verano, siete años después de que me construyeran, aparecieron ellos. Él, alto, sólido, ancho de hombros, lento y reflexivo, el tipo de persona que piensa antes de actuar. Ella, menuda y dueña de una energía inquieta, veloz como un roedor, el tipo de persona que actúa antes de pensar. Cuando dije que no los recordaba era solo una pose. Más que gustarme como individuos —ella pisaba mis suelos un poco demasiado fuerte y, además, por aquel entonces yo aún me prohibía el menor atisbo de sentimentalidad—, me pareció que se conjugaban muy bien los dos, por un contraste tan extremo que llamaba la atención. Las parejas observadas a lo largo de siete años —la observación psicológica no dejaba de ser mi único entretenimiento— pertenecían a dos tipos: aquellas en las que ambos eran parecidos y de los que siempre sospeché que habían buscado a un igual movidos por la autosatisfacción, y aquellas ante las que era difícil no preguntarse cómo diablos dos personas tan distintas podían estar juntas. Supongo que la primera tipología busca en el otro sus propias virtudes. La segunda, en cambio, debe de preferir no hallar en el otro ninguno de sus defectos. Sea como fuere, ella, de quien al principio pensé que podía ser actriz, prorrumpió en exclamaciones de entusiasmo, quizá algo excesivas para mi gusto, pero debo confesar que me cautivó su lenguaje. No decía: «Qué bonita casa o qué maravilla (que era la palabra que con mayor frecuencia pronunciaban mis pretendientes) o qué preciosidad de vistas», como lo hacía la mayor parte, y tampoco se encalló en el nivel onomatopéyico, sino que enseguida diagnosticó: «Es magnífica», un adjetivo que, por extraño que parezca, nadie me había aplicado aún y que, a pesar de mis esfuerzos por hacerme la indiferente, produjo un agradable cosquilleo en mi maltrecha vanidad. El efecto del «magnífica» aún no se había disipado y yo estaba achispada, burbujeante de placer, cuando me aplicó toda una andanada de adjetivos de la que solo retuve «epustuflante», que no había oído jamás, pero que me sentó como si acabaran de ponerme una condecoración. «Mira qué espléndida luz entra por los ventanales», añadió mientras él, de química menos rápida, me escudriñaba en silencio. «La orientación es infinitamente mejor que la del quinto tercera», prosiguió ella imparable, sin sospechar el ataque de felicidad que esas palabras provocaron en mí. No es que yo sea muy competitiva; solo lo justo, pero encaramarme por encima de un piso más alto, más grande y más caro, me sentó la mar de bien. «Vivir aquí será formidable…». Aquel nuevo adjetivo me impidió prestar atención a lo que vino después. Formidable, magnífica, epustuflante, me repetía, casi mareada de euforia. «El precio desborda nuestras posibilidades», fueron las palabras con que él me hizo bajar de la nube a la que me había subido. Había hablado con cautela, de modo que no supe si estaba siendo sincero, y su sentido de la realidad intentaba ejercer de contrapeso al optimismo de ella, o si era un subterfugio para conseguir que los de la inmobiliaria les rebajaran el precio. Desde luego, me convenía creer que era solo una treta y que podían pagar lo que les pedían por mí. «El otro está descartado, por caro y por la orientación, en eso estoy de acuerdo», siguió diciendo él. «Venderemos el nuestro», lo interrumpió ella. «Pero tardaremos meses y nos quitarán este», volvió a objetar él. A esas alturas, ya no me cabía la menor duda de que siempre era él quien echaba el ancla en tierra y ella quien lo hacía volar hacia la insensatez. «Lo venderemos deprisa; ya me pongo en campaña. Tengo tiempo, puedo hacerlo: aún no ha empezado el curso, verás cómo lo consigo». Ella dijo esas palabras de tal forma, con un tono tan imperioso, casi sin respirar, los ojos centelleantes y una determinación tan firme, que me convenció. Él la miró intensamente; incluso una casa más tonta que yo se habría dado cuenta de que deseaba creerla. Pero adiviné que era uno de esos seres en los que el escepticismo siempre acaba triunfando. Por economía del dolor tal vez, como me sucedía a mí. Ella, en cambio, parecía haber crecido una talla o dos, hasta alcanzar el rango de heroína inmobiliaria, desde que había comprendido la urgencia de vender su piso. Tuve incluso la impresión de que, lejos de arredrarla, la idea de salir vencedora en una empresa difícil le resultaba excitante. Le brillaban los ojos como jamás había visto que le brillasen a nadie. Parecía feliz. Y no era solo lo mucho que yo le había gustado. Acababa de encomendarse una misión y su voluntad no cejaría hasta que la cumpliera. Quería demostrarse —y demostrar— que podía derribar el obstáculo que tenía delante, tal vez porque vivía en la duda permanente con respecto a sí misma. Me di cuenta de que yo confiaba en su capacidad con la mitad de mi corazón; la otra aún libraba una guerra a muerte contra la esperanza.
Cinco días después los Formidables, como yo los había bautizado después de mucho vacilar entre ese apodo y el de los Magníficos o el de los Epustuflantes, se presentaron de nuevo. Era, sin la menor duda, una buena señal, aunque no fuera esa la primera ocasión ni mucho menos en que unos mismos pretendientes regresaban varias veces antes de esfumarse para siempre jamás. Recuerdo que ese día rugía la tormenta: olas de dos metros encabritaban el mar y cubrían de salitre todos mis cristales. Por suerte, no apestaba a cloaca, como a veces sucede cuando hay tempestades. Los dos se quedaron inmóviles y mudos, cogidos durante un buen rato de la barandilla, contemplando las olas en la terraza azotada por un levante feroz. «Esto es impresionante», dijo él. «Casi sobrecogedor», susurró ella tan flojito, o bien el bramido del mar era tan fuerte, que a punto estuve de que se me escapara el elogio. Me sentía tan ávida que habría sido una pena. Además, las alabanzas de aquellos dos me gustaban particularmente. Tenían un don para la adjetivación. «Quien mira el mar lo ve por vez primera, siempre», añadió ella al poco. «¿De quién es?», preguntó él. «Borges», fue la escueta respuesta». «¿Y el de Baudelaire? Ese que te gusta tanto», intervino él. Entonces sucedió algo estremecedor: ella se puso a decir frases que sin duda eran versos en francés, con el mismo acento con que hablaba Solange. Me faltan palabras para dar una idea, aun pálida y borrosa, del tumulto que me agitó. El mar a mi lado era una balsa de aceite. Por segunda vez en mi vida el afecto me traicionaba. Me puse a desear que aquellos dos me compraran con una fuerza monstruosa. De haber podido hacerlo los habría succionado, secuestrado, encerrado dentro de mí sin posibilidad de huir. Los habría tapiado para que jamás pudieran volver a salir al mundo exterior. Eran mi perla y yo, una ostra feroz. Sin embargo, enseguida me di cuenta del peligro que mi propio afecto entrañaba. Por nada del mundo quería hundirme en una nueva decepción. Así que me cerré. Cerré herméticamente las compuertas y ahogué en hielo mi afecto. En lugar de dejarme en paz, regresaron varios días, persistentes como moscas, sin dejarse impresionar por la mayúscula displicencia con que los acogía y trataba de escupirlos como a un hueso de aceituna; ella trajo un día a un hermano ingeniero o arquitecto o promotor inmobiliario, por mí podía dedicarse a remendar zapatos o a pescar atunes. Me hacía la sorda; no quería escucharlos. Mi antídoto contra la esperanza consistía en rememorar fragmentos de la pieza musical con que se despidió Solange. Eso me protegía contra cualquier tentación de volver a soñar.
Hasta que un buen día, casi acabado septiembre, los Formidables entraron con sus propias llaves. A ella le costó un poco acertar en la cerradura porque, según he visto después, es de una torpeza rayana en lo inverosímil. Ya no los acompañaban los de la inmobiliaria. El encargado de obras de todo el edificio y un operario eran su cortejo. Sacaron metros, tomaron medidas, marcaron mis paredes, señalaban aquí, señalaban allá. Yo asistí incrédula al despliegue de actividad. Tras tanto haberme resistido, me costaba bastante digerir la evidencia: los Formidables acababan de convertirse en mis propietarios. No me había equivocado al confiar en que ella vendería su piso lo bastante rápido para que ningún otro comprador se les adelantara. O tal vez fue él, y no ella, aunque eso no era importante. Lo esencial era que allí estaban. Durante un par de semanas de estrépito y frenesí, operarios diversos me sometieron a una metamorfosis. Cada día traía cambios. Me agujerearon, me perforaron, pusieron nuevos enchufes, movieron radiadores, colgaron lámparas del techo, instalaron mamparas y armarios en los cuartos de baño, toldos en las terrazas, y volvieron a pintar lienzos de pared. Apenas si tenía un minuto para pensar si me gustaban o no esas transformaciones. De algún modo sentía que no afectaban a mi esencia. Seguía siendo yo misma. Luego se presentaron los suministradores de la luz, el agua y el gas. Habría rugido de dicha cuando por primera vez el agua empezó a correr por mis tuberías y cuando el gas insufló calor a todos los radiadores. Aunque era agotador y a veces me mareaba de tantas cosas que sucedían dentro de mí al mismo tiempo, me encantaba el ajetreo. Los Formidables especulaban, calibraban posibilidades, sopesaban pros y contras y tomaban decisiones: «Aquí pondremos mi estudio; aquí pondremos el tuyo». Ya entonces me di cuenta de que les gustaba hablar. De ahí que adjetivaran bien. Debían de llevar muchos años explorando a fondo las posibilidades del lenguaje desde una praxis constante. Ni siquiera ahora que han vivido tiempo aquí acertaría a decir cuál de los dos habla más. Ambos vivían convencidos de que era el otro quien con más ahínco perturbaba el silencio, pero yo no me atrevería a señalar a ninguno. Se pasaban la vida hablando. En el salón, sentados en el sofá, a la mesa o en cualquiera de las terrazas, por la noche o a mediodía, admirando el crepúsculo o viendo salir la luna. Él era más proclive a la especulación teórica y contaba con tal cantidad de intereses y una erudición tan portentosa que yo estaba pasmada. Ella era más dada a la anécdota concreta, al análisis psicológico de sus semejantes y a soltar enseguida sus impresiones del día, como si las atesorase con el objetivo secreto de contárselas a él. Admito que al principio me costaba seguirlos en algunos de sus vuelos, en parte porque la conversación no avanzaba en línea recta, sino a saltos y trazando curvas en las que a veces me daba la impresión de que disfrutaban derrapando. Irónicos y burlones, establecían analogías insólitas y enlazaban un tema con otro de un modo desconcertante. Me perdía sobre todo cuando jugaban con las palabras, algo a lo que eran muy dados, pero poco a poco me iba cultivando. Aunque hablaban castellano, a veces ella salpicaba su charla de palabras en francés. Yo vivía a la espera de esos momentos, que me llevaban al éxtasis.
Ya he dicho que los dos vivían convencidos de que el más locuaz era el otro. Pronto tendría ocasión de ver que sus mayores peloteras se producían cuando uno de los dos osaba interrumpir. «No me escuchas» o «Te importa un bledo lo que digo» eran reproches comunes entre los Formidables. A veces llegaban a ponerse como fieras corrupias. Como si en vez de una simple interrupción hubieran cometido un delito imperdonable. Más adelante, un amigo les regaló una aplicación para el móvil, que él mismo había diseñado, con la que se podía saber con absoluta exactitud, cuánto había hablado cada cual en un periodo de tiempo. «Del mismo modo que en un partido de fútbol puede determinarse la posesión del balón», explicó el artífice, «con esto extraemos los porcentajes de participación de cada uno de los hablantes». Esa noche jugaron con la aplicación, aunque a decir verdad eran muchos los presentes y ya no recuerdo quién ganó. Los Formidables la utilizaron una vez más, por el placer de la novedad, y se olvidaron de ella para siempre jamás. Preferían discutir sobre quién avasallaba al otro con su imperialismo verbal. Aun a riesgo de pasar por malvada, confieso que esas trifulcas absurdas me divertían mucho. No es que la armonía me aburra, pero un poco de hostilidad puede ser palpitante. Claro que luego se extralimitaron con la dosis, pero de eso aún no me apetece hablar.
Fui feliz el día en que, acabadas las obras, el camión de la mudanza depositó, con la ayuda de un elevador y una cuadrilla de mozos, los enseres que en lo sucesivo poblarían mi espacio. Por fin me llené de muebles e infinidad de cajas de cartón se apilaron por doquier. El caos no me importaba. ¿Cómo no iba a gustarme un poco de efervescencia después de siete años de tedio y depresión? Una espectacular luna llena surgió del mar la primera noche que se quedaron aquí, primero de un color naranja rojizo y cada vez más pálida según iba ascendiendo. Por una vez los dos estuvieron callados durante más de un minuto. Era un silencio reverencial que sin la menor duda se habría prolongado más de no ser porque un coche que vomitaba a todo volumen una música espantosa estacionó justo debajo de la terraza delantera. Cuando cinco jovencitos salieron del vehículo entre risas atronadoras, a los Formidables se les cayó el alma a los pies. Él hizo un admirable y vano esfuerzo por sobreponerse; ella, siempre más explosiva, empezó a despotricar. Los rusos dejaron las cuatro puertas abiertas y sacaron botellas de las que bebían a morro entre estallidos de risas. Pertenecían a esa categoría de personas capaces de destruir con su sola presencia la poesía del lugar más idílico del mundo. Puede que individualmente no se comportaran así; puede que fueran dulces y tímidos, respetuosos y educados tomados por separado, pero juntos eran un azote, una plaga, una peste bubónica, una infección mortífera. Llevarían media hora convirtiendo el lugar en zona catastrófica cuando la Formidable, desoyendo las reiteradas llamadas a la calma de su Formidable, que era un ser de una paciencia y una resistencia frente a la adversidad fuera de lo común, se levantó a llamar a la Guardia Urbana. Debieron de atenderla con amabilidad, porque cuando colgó el teléfono estaba algo más tranquila. Pero enseguida los rusos, envalentonados por sus libaciones, subieron el volumen de la música machacona y elevaron las voces. La Guardia Urbana tardó media hora larga en llegar. Parlamentaron con los rusos y estos bajaron la música, qué remedio, pero no se marcharon, como los Formidables y yo habríamos deseado. Huelga decir que, en cuanto la urbana desapareció, la pandilla volvió a subir el volumen, a reír y a vociferar. Los Formidables se arrugaron de forma ostensible y yo estaba desolada. Habría dado lo que fuera para retroceder en el tiempo y borrar a la manada. Querría haberles ofrecido a mis propietarios una primera noche formidable y epustuflante y en lugar de eso ponía un infierno a sus pies. También hubiera querido decirles que noches así no eran ni mucho menos frecuentes, que aquel lugar era casi siempre apacible, aunque es cierto que esa misma tranquilidad atraía a pandillas y a gente ávida de intercambios sexuales. Parecían tan decepcionados los dos, cada uno a su manera, ella más vituperante; él, más melancólico y lánguido, que por un instante el pánico se apoderó de mí. ¿Y si decidían ponerme en alquiler y seguir buscando otro lugar donde vivir? Es cierto que una sola noche arruinada constituía un débil motivo para una decisión tan drástica, pero las primeras veces siempre poseen una resonancia especial. La primera noche en una casa, el primer viaje, la primera cópula… Hay algo de rito, propiciatorio o funesto, en la primera vez, y aun los humanos más cartesianos y racionales distan mucho de mostrarse insensibles a la superstición. ¿Que cómo sé yo eso? Siete años de visitas dan para aprender muchas cosas. Un profesor de matemáticas al borde de la jubilación, que aseguró buscar un lugar como este para vivir el resto de sus días, no quiso comprarme porque, según le dijo en un aparte a su mujer, un pájaro negro había atravesado de izquierda a derecha la ventana en cuanto él puso un pie en el salón y a él le había parecido una mala señal. Con cierta ironía, la mujer le preguntó qué habría opinado si el pájaro negro hubiera atravesado la ventana de derecha a izquierda y, sin inmutarse lo más mínimo, el tipo le contestó que en ese caso no habría visto en ello un augurio funesto. La mujer soltó una risita pero yo me quedé anonadada. Si un matemático se comportaba así, ¿qué no iba a ser capaz de hacer el resto de la humanidad? La Formidable, además, parecía proclive a seguir sus impulsos y él a dejarse arrastrar por complacencia y pereza. Pensé que ella volvería a llamar a la Guardia Urbana, pero no lo hizo. Se rindió. Agotada y triste, se retiró a dormir previa ingestión de una pastilla. La rendición de alguien tan persistente como ella me dejó mal sabor. Un sabor a noche truncada y derrota. Él se quedó un rato más, sentado en la terraza, con los rusos en acción. Comprendí que era un hombre con una capacidad de aguante sobrenatural. La vida premió su paciencia porque los rusos se fueron a los veinte minutos y él aún se quedó largo rato en estado contemplativo. Alivió un poco mi rabia ver que al menos él disfrutaba de su primera noche aquí.
A pesar del infortunado arranque, la Formidable tuvo un ataque de felicidad al poco de abrir los ojos a la mañana siguiente. Se despejó deprisa y después de adecentarse, desayunó en la terraza. Puedo asegurar que estaba embelesada, aturdida de placer. Su memoria debía de haber eliminado sin rastro de resaca a los escandalosos rusos. Se le escapó incluso la risa y se atragantó con su tostada de aceite. Qué poco podía yo imaginar al verla comerse con los ojos el paisaje que se extiende frente a mí, con un mar que aquel soleado domingo de octubre lucía casi desaforadamente azul, un cielo deslumbrante y las palmeras apenas estremecidas por un suspiro de brisa, que las cosas se torcerían como acabaron por torcerse.