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FIESTAS
En los primeros tiempos todo fue formidable. El otoño proporcionaba majestuosos crepúsculos y amaneceres de postal que arrancaban exclamaciones constantes y una adjetivación suntuosa a mis propietarios, que además eran muy sensibles al síndrome de la primera vez. La primera cena en la terraza, el primer revolcón, el primer arco iris, la primera estrella fugaz, la primera fiesta, la primera flor que se abría… Yo estaba encantada. Por fin tenía la oportunidad de profundizar en el conocimiento de dos seres humanos después de haber catado superficialmente a un extenso catálogo. Pero los Formidables no eran ni mucho menos los únicos que se sometían a mi capacidad de observación. Les chiflaban las fiestas. Menudas fiestas hicieron con la excusa de celebrar la mudanza y exhibirme como una joya ante todos sus amigos, que por cierto eran muchos y de lo más variopinto. Para la edad que tenían —ella cumplió aquí los cincuenta y él es dos años mayor— conservaban una sorprendente capacidad de desmadre juvenil. Quizá porque, al no tener hijos, aún no habían roto del todo el cordón umbilical con esa parte salvaje y desaforada de la juventud. Menos mal que los propietarios de los pocos pisos vendidos en el edificio no residían aquí; algunos los habían comprado como inversión, otros vivían en el extranjero y lo tenían como residencia para las vacaciones. Porque armaban un buen follón, hablando cada vez más fuerte y, según la noche, bailando como posesos hasta la madrugada. Incluso yo me volví un poco golfa. Después de tantos años de vida monacal, me gustaba llenarme de gente y de hilaridad, de voces y de humo. Me volvía cotilla pero tenía la coartada de que espiando conversaciones me iba cultivando y los raros fines de semana en que no había bullicio porque mis propietarios se iban, lo echaba mucho de menos. Recordaba la primera noche, con la pandilla de rusos atronando abajo, y me preguntaba si aquello no habría sido una premonición, una señal enviada por el destino del ajetreo que me esperaba. Eso sí, la música que los Formidables escuchaban era mucho mejor. Sus amigos eran cultos, graciosos y extravagantes, bohemios e intelectuales, de izquierdas la mayor parte, de nacionalidades diversas y muy variados en su orientación sexual. Gente ingeniosa, con historias interesantes que contar y ganas de divertirse. Incluso los más convencionales en apariencia estaban como una cabra. Una poeta alemana que al llegar me pareció tímida e incluso algo estirada, daba volteretas por el suelo riendo sin parar unas cuantas copas después. En una ocasión, un tipo larguirucho que derramó una copa se pasó el resto de la noche, después de limpiar el desastre, bailando con el mocho, al que llamaba mi bruja bienamada y besaba con paródico ardor para ruidoso recochineo del resto de los presentes. En otra fiesta una artista británica, fea como un pecado, se empeñaba en vender sus bragas, de las que previamente se había despojado y que enarbolaba cual bandera, con el argumento de que estaba segura de que allí habría tipos que se excitaban oliendo ropa interior usada y ella se enfrentaba a un final de mes catastrófico que la venta de las bragas podía enderezar. Nadie se las compró pero desaparecieron misteriosamente para consternación de su propietaria, que pasó el resto de la noche registrando la casa e increpando a todo el mundo con un acento inglés que iba en aumento conforme se emborrachaba. Yo sé que las bragas acabaron en el bolso de una de las invitadas más formales y serias que han desfilado por aquí, probablemente la única que nunca bebió otra cosa que no fueran refrescos ni tomó, que yo sepa, ningún otro estimulante. Empinaban el codo de lo lindo y los que no empinaban el codo, fumaban marihuana para no tener la sensación, que sin duda habría sido trágica dadas las circunstancias, de estar fuera de lugar. Beodos o emporrados, se iban contagiando la risa como si fuera un virus. Algunas carcajadas daban la sensación de ir a prolongarse por toda la eternidad; cesaban unos instantes, como para que no se produjeran muertes por asfixia, y alguien soltaba una burrada que volvía a desatar la hilaridad general. En suma: me convertí en el piso más juerguista en millas a la redonda. Ni los gitanos que vivían en el bloque gemelo superaban aquello por más que se dieran al cante jondo hasta horas indecentes. Ellos serían todo un clásico del jolgorio, pero a nosotros nadie podía negarnos que éramos más alocados, gamberros y vanguardistas y, encima, teníamos coartada intelectual, pues las conversaciones eran de altísima calidad hasta que el exceso de alcohol imponía el delirio.