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EL AUTOBÚS DE LA MIEL
ОглавлениеAl día siguiente-1975
La abuela nos esperaba en el Aeropuerto de la Península de Monterey, con los brazos cruzados, un vestido de lana y una blusa de cuello de tortuga y mangas abultadas. Su peinado leonado lo habían esculpido en un salón, con forma de olas congeladas y protegido por un pañuelo de plástico transparente que ató debajo de la barbilla para resguardar su arreglo de los elementos. Ella era un signo de exclamación de una postura perfecta, sobresalía por encima de la aglomeración de los viajeros menos refinados que besaban a sus parientes en público. Al acercarnos nos examinó a través de sus lentes de ojos de gato, con los labios fruncidos en una línea delgada.
Cuando Mamá la vio, dejó escapar un grito lastimoso y se acercó a darle un abrazo justo cuando la abuela sacó un pañuelo de su manga y se lo tendió para evitar una escena bochornosa. Mamá lo tomó y se quedó allí, sin saber qué hacer. La abuela cuidaba los modales, y una no lloraba en público.
—Sentémonos —susurró la abuela, tomando el codo de Mamá y guiándola hacia la fila de sillas de plástico. Mamá se limpió la nariz y tragó saliva sollozando mientras la abuela hacía ruidos suaves y frotaba su espalda. Me quedé allí torpemente, mirando mientras intentaba no mirar. La abuela nos entregó a Matthew y a mí dos monedas de veinticinco centavos de su monedero y señaló hacia una fila de sillas con pequeños televisores en blanco y negro montados en los descansabrazos. Corrimos con gusto hacia las sillas para ver un programa de televisión mientras Mamá y la abuela sostenían una conversación muy importante. Matthew y yo nos apretamos en una de las sillas, dejamos caer las monedas y giramos el marcador hasta que encontramos una caricatura.
Cuando Mamá y la abuela por fin se levantaron para marcharnos, éramos las últimas personas que quedaban en el área de embarque. La abuela se acercó e instintivamente dejé de encorvarme.
—Tu madre está cansada —dijo, inclinándose para besarme la mejilla. Olía a jabón de lavanda.
Matthew y yo nos subimos a la caja de la camioneta amarillo-mostaza de la abuela, bastante lejos de la abuela y de Mamá para que no pudiéramos escuchar qué decían. Miré por la ventana trasera para examinar cómo se alejaba California. Era febrero, pero extrañamente no había nieve. Condujimos sobre colinas cafés con caballerizas y subimos una pendiente empinada con curvas cerradas, subiendo cada vez más. El auto gimió por el esfuerzo y se me revolvió el estómago al darme cuenta de que nos encontrábamos en la cima de un anillo de montañas, como si estuviéramos conduciendo en el borde de un tazón gigantesco. Por debajo de nosotros, la tierra caía en pliegues profundos y surcos que llegaban hasta el valle, y me imaginé que seguramente conducíamos sobre los dinosaurios, cuyos cuerpos se habían convertido en montañas tras su muerte.
También reparé en que los árboles en California eran diferentes: robles solitarios y macizos con tentáculos extendidos que se torcían a unos pocos centímetros sobre el suelo, nada como los arces ardientes o los bosques atestados de abedules delgados de casa. Cuando finalmente comenzamos a descender, pude ver todo Carmel Valley bajo nosotros, una vasta cuenca verde con un río plateado que serpenteaba a lo largo de uno de sus lados. Mis oídos se destapaban camino abajo hasta que llegamos al fondo del tazón; las montañas ahora eran una fortaleza imponente que nos envolvía. Carmel Valley parecía un jardín secreto de uno de mis cuentos de hadas, aislado del resto del universo. Aquí hacía más calor, y el sol parecía frenarlo todo: las camionetas, los cuervos dormidos, el río sin prisas.
Pasamos por un parque comunitario y una piscina pública, luego giramos a la derecha en Vía Contenta y pasamos una escuela primaria con canchas de tenis. El resto de la calle residencial estaba bordeado de casas de un piso separadas por setos de enebro y robles para su privacidad. La abuela disminuyó la velocidad frente a una estación de bomberos donde algunos hombres lavaban los motores rojos, pasó por una pequeña calle cerrada con un puñado de idénticos bungalows con tejas de madera, y luego llegó a su destino: una pequeña casa roja encaramada en medio de un acre de tierra, delimitada de los cuatro lados por árboles crecidos.
La abuela se saltó el camino de grava y tomó el camino trasero hacia la casa, girando sobre una pequeña vereda de terracería que recorría su cerca y que se encontraba cubierta por una hilera de nogales gigantes con ramas que llegaban hasta el suelo para envolvernos en un túnel de hojas verdes. Cáscaras de nogal tronaban por debajo de las llantas mientras seguíamos el camino curvo hacia el patio trasero. Se estacionó junto a un tendedero, donde sus enaguas bailaban con el viento.
La abuela se ufanaba de vivir en uno de los lotes más grandes de su calle, y si alguien lo olvidaba, ella le recordaba rápidamente que había sido uno de los primeros residentes de Carmel Valley Village, al haber llegado en 1931 desde Pensilvania a los ocho años con su madre. Habían cruzado el país en un Nash Coupe convertible después de que su padre muriera inesperadamente de un ataque al corazón; su madre deseaba escapar de la tragedia en un lugar más cálido donde pudiera dar una buena nadada. Esta historia, creía la abuela, le confirió un pedigrí que le permitía quejarse de la llegada de gente nueva por los siguientes cuarenta años. Sin embargo, le reconfortaba que los robles, nogales y eucaliptos que demarcaban su propiedad habían crecido para bloquear la vista de los vecinos. Y los vecinos, a su vez, se salvaron de ver los montones de basura acumulados por el abuelo que ahora invadían el lote king-size.
Bajé de la camioneta y vi varios montones de adornos de árboles del tamaño de un pajar, al menos tres cobertizos para herramientas, montículos de grava y de ladrillos, dos jeeps militares oxidados, un remolque con plataforma, una retroexcavadora y dos camionetas aplastadas. Una hilera de vides dirigía en una línea inclinada desde la lavandería hasta la cerca trasera, donde había una pequeña ciudad de colmenas amontonadas que descansaban sobre bloques de cemento, cada uno de entre cuatro y cinco cajas de madera de alto. Desde esa distancia, parecía una minimetrópolis de archivadores blancos.
Algo me llamó la atención a través de la ropa colgada. Caminé por el arcoíris de las faldas en el torbellino para acercarme, y me encontré de pie ante un autobús militar de un verde descolorido. La lluvia había desgastado un anillo de agujeros de óxido alrededor del techo, dejando rayas cafés por los lados. La maleza sepultó los neumáticos, su parabrisas estaba roto y turbio, y un arbusto de ruibarbo brotaba de debajo de la defensa delantera. Parecía que había salido de la Segunda Guerra Mundial y había jadeado hasta detenerse junto al huerto del abuelo, de una época en que los vehículos eran todo curvas gruesas en lugar de bordes elegantes, haciendo que el autobús pareciera más animal que máquina. El cofre redondeado estaba esculpido como el hocico de un león, con orificios de ventilación como fosas nasales y ojos de faros que me devolvían la mirada. Bajo su nariz había una fila de dientes de rejilla sonriente, y debajo de eso, una defensa de metal abollada que se parecía muchísimo a un labio inferior. La pintura blanca pelada sobre el parabrisas decía ejército de ee.uu. 20930527. Cautivada por la incongruencia del asunto, me sentí obligada a investigar.
Caminé por un sendero que cruzaba las hierbas, que me llegaban hasta la cintura, traté de ver hacia dentro, pero las ventanas eran demasiado altas. Fui hacia la parte trasera del autobús y cerca del tubo de escape encontré una pila torcida de palés de madera que funcionaban como escaleras improvisadas que conducían a una puerta estrecha. Me levanté, la escalera improvisada se tambaleó debajo de mí, y presioné mi nariz contra el cristal.
En el interior, todos los asientos habían desaparecido, y en su lugar había una especie de fábrica de molinetes, engranajes de cigüeñal y tuberías. Una cubeta de metal del tamaño de una bañera de hidromasaje descansaba en el suelo y contenía una robusta rueda de acero impulsada por poleas del tamaño de una tapa de registro. Detrás del asiento del conductor había dos enormes barriles de acero con unas estopillas estiradas sobre sus tapas abiertas. Una red aérea de tubos de acero cincado colgaba del techo con cañas de pescar.
El equipo tenía la longitud de una pared, y del otro lado el abuelo había apilado un montón de cajas de madera, cada una de aproximadamente quince centímetros de alto y sesenta de ancho, y pintada de blanco. Cada caja rectangular, tomada directamente de sus colmenas, se encontraba abierta de arriba y de abajo y contenía diez láminas extraíbles de cera de abejas enmarcadas en madera. Los marcos colgaban en filas ordenadas, sostenidas por muescas dentro de la caja. Más tarde, me enteraría por el abuelo de que se trataba de la alza melaria, cajas extraíbles de un nivel superior de una colmena modular donde las abejas almacenaban el néctar en el panal de cera y lo espesaban al abanicar sus alas para formar la miel. Las alzas descansaban sobre las cajas de crías más grandes en la base de la colmena donde la reina pone sus huevos.
Debía de haber tres docenas de cajas de colmenas dentro del autobús. La miel reluciente goteaba por las pilas, formando charcos radiantes sobre el suelo negro de goma.
Podía ver frascos de vidrio en el tablero que por el sol se habían vuelto de color púrpura, y ladrillos de cera de abeja color amarillo girasol que el abuelo había formado al fundir el panal de cera y usar medias para tensarlos y pasarlos a moldes de pan, donde se endurecerían. Cuerdas eléctricas serpenteaban por todas partes y luces de construcción colgaban de los pasamanos del techo. Me tapé los ojos con las manos para evitar el resplandor, y desde las sombras alguien adentro presionó su nariz contra la mía. Me sobresalté y casi caigo hacia atrás, justo cuando el abuelo salió por la puerta trasera.
—¡Bú! —dijo.
Las abejas zumbaban por su cabeza, y cerró la puerta de prisa para evitar que entraran al autobús. Vestía unos Levi’s gastados que le quedaban cortos por unos cuantos centímetros y no llevaba camisa. Sus cabellos de Einstein le salían por todos lados, como si la electricidad acabara de atravesarlo, y tenía la cara redonda bronceada, de un color castaño, que se convirtió en una expresión de diversión con la vida, como si siempre estuviera riéndose de una broma local. En una mano sostenía una lata con humo que salía de un pico en la parte superior. Arrancó un puñado de hierba verde del suelo, lo atascó en el pico para sofocar la llama y dejó su ahumador en un montón de ladrillos. Luego se dejó caer sobre una rodilla y abrió los brazos de par en par, indicándome que cayera sobre ellos.
—Te he estado esperando —dijo, apretándome con fuerza.
Quité mis brazos del cuello del abuelo y señalé el autobús.
—¿Puedo entrar?
Su taller me hechizaba como si fuera el de Willy Wonka. Lo había construido él mismo, con equipo de apicultura y piezas de repuesto de plomería, y lo había alimentado con un motor de gasolina extraído de una podadora. Al embotellar miel adentro durante los días más calurosos del verano, todo el autobús retumbaba como si estuviera a punto de partir, y la temperatura interior se disparaba por encima de los treinta y siete grados. Nada en su taller secreto era oficial, ni sus normas de seguridad habían sido inspeccionadas, y el peligro sofocante y pegajoso de todo esto hacía que entrar fuera mucho más irresistible. A mí me parecía mágico que el abuelo metiera las alzas, y que saliera horas después con frascos de miel dorada que sabían a luz del sol. Poseía el poder de aprovechar la naturaleza, como Zeus, y yo deseaba que me enseñara cómo hacerlo.
El abuelo se puso de pie y se limpió la nariz en un trapo manchado de grasa, luego se lo metió en el bolsillo trasero.
—¿Mi autobús de miel? No es lugar para niñitos —dijo—. Tal vez cuando tengas cincuenta, como yo.
El autobús estaba demasiado caliente y era demasiado peligroso entrar, dijo. Podría perder un dedo.
Extendió su largo brazo hasta el techo del autobús, donde había escondido un pedazo de barra de refuerzo doblada en un ángulo recto. Insertó uno de los extremos de la varilla en un agujero donde solía estar la manija de la puerta trasera y la giró para ponerle candado al autobús. Luego volvió a colocar la llave improvisada encima del autobús, fuera de mi alcance.
—Franklin, ¿podrías venir por la maleta? —gritó la abuela, de una manera que parecía más una orden que una pregunta. La abuela había perfeccionado sus habilidades de liderazgo con décadas de práctica manteniendo en línea a niños de primaria. Le tenía un poco de miedo y siempre intentaba portarme bien porque su presencia lo exigía de manera inherente. No solo de mí, sino de todos los de su órbita. Las orejas del abuelo se alzaron al oír su voz.
Seguí al abuelo hasta la camioneta. Recogió de la parte de atrás nuestra única maleta compartida y caminamos hacia la puerta principal, seguidos por un puñado de abejas atraídas por la miel pegada a sus botas.
Mis abuelos vivían en una pequeña casa roja con un techo plano de grava blanca que parecía nieve durante todo el año. El abuelo dijo que repelía el sol y era más barato que el aire acondicionado. Contaba con dos dormitorios y una cocina envuelta por una habitación en forma de L con paneles de madera roja que servían como sala de estar y comedor. La principal fuente de calor era una gran chimenea de ladrillo que ocupaba media pared. Junto a ella había un reloj de caja alta de cuerda, y en el lado opuesto de la casa, ventanales de piso a techo con vista a las montañas de Santa Lucía, las cuales formaban una barrera natural entre nuestra casa y Big Sur. La cocina estaba pintada de azul pastel y albergaba a Rita, la perra negra salchicha del abuelo que dormía debajo de un taburete junto a la lavadora. Había un baño, decorado con papel tapiz a rayas cafés y plateadas, y una regadera de bajo flujo que se empañaba débilmente.
La abuela nos llevó a la habitación desocupada, la cual solía ser la de Mamá cuando era niña. Ahora la habían pintado de un color melón. Entré e inmediatamente observé cómo mi mundo se reducía: Matthew dormía en un catre en la esquina y yo compartía la cama matrimonial con Mamá. Poníamos nuestra ropa en un tocador victoriano de mármol con dos cajones de aroma a lavanda. Mi habitación en Rhode Island de pronto parecía un castillo en comparación con esta pequeña caja, tan llena de camas que no había espacio para jugar.
Mamá inmediatamente le cerró las cortinas al sol, enviando una sombra sobre las paredes. La abuela nos guio a Matthew y a mí de vuelta al pasillo.
—Tu madre necesita algo de paz y tranquilidad —susurró—. Ve y juega afuera.
La abuela tenía una voz que nunca sugería, sino que siempre ordenaba. Inmediatamente comprendimos la primera regla tácita de nuestro nuevo hogar: la abuela estaba a cargo. Ella sería quien establecería nuestra rutina diaria, planearía las comidas y tomaría decisiones por Mamá, el abuelo y por nosotros.
Mamá no nos acompañó en la cena esa noche, en cambio, la abuela le sirvió un tazón de sopa de tomate y un pan tostado sobre una bandeja. Colocó un jarrón de cristal con una rosa al lado del tazón, como servicio de hotel.
—Alguien abra la puerta —ordenó la abuela, de pie frente al dormitorio de Mamá.
Giré la manija de la puerta y di un empujón que envió un rayo de luz amarilla hacia la habitación oscura, y salió una nube de humo de cigarro. El aire era tan espeso que podía sentir cómo se vertía en mis pulmones mientras lo inhalaba. Retrocedí un paso y dejé entrar primero a la abuela. Se acercó con gentileza hacia la cama, donde Mamá estaba acurrucada en posición fetal, llorando delicadamente. Un cenicero de cristal de color ámbar descansaba sobre la cabecera, lleno de un cono de ceniza.
—¿Sally?
Mamá gimió a modo de respuesta.
—Deberías comer algo.
Mamá se incorporó. Hizo una mueca y apretó sus sienes.
—Migraña —susurró. Su voz era tan delgada que sonaba como si pudiera desgarrarse. La abuela encendió la luz, y pude ver que el rostro de Mamá estaba enrojecido y tenía sus ojos hinchados.
—¿Tylenol? —ofreció la abuela, sacando la botella de plástico de su bolsillo sacudiéndolo.
Mamá extendió el brazo y la abuela dejó caer dos píldoras en su mano. Le acercó un vaso de agua y Mamá le dio dos tragos, se lo devolvió y luego se dejó caer de nuevo en las almohadas.
—La luz —dijo.
Levanté la mano y la apagué.
Mamá lucía muy débil, como si ni siquiera pudiera sostener su cabeza. Pensé en aquella ocasión en la que encontré un pajarito que se había caído de su nido. Era rosa, y podía ver el azul de sus ojos saltones que aún no se habían abierto. La pobre cabeza se inclinó hacia un lado cuando intenté levantarlo.
—Solo dejaré esto aquí —dijo la abuela, colocando la bandeja a los pies de la cama. Mamá lo rechazó con la mano. La abuela se paró a un lado de la cama por unos segundos, esperando que Mamá cambiara de opinión. Se agachó y ajustó las almohadas para hacer que Mamá se sintiera más cómoda, pero Mamá volvió a cerrar los ojos y se apartó de nosotros. La abuela recogió la bandeja y salimos arrastrando los pies.
Esa primera noche, Matthew durmió en su cuna nueva, y yo me metí en la cama grande donde Mamá estaba enterrada hacia la mitad, las sábanas la envolvían como si fuera un burrito. Tiré cuidadosamente de la sábana, tratando de no despertarla. Murmuró mientras dormía y tiró un poco hacia atrás, luego se apartó para dejar espacio para mí. Resopló y cayó en un ligero ronquido.
Me acerqué a la orilla del colchón, lo más lejos que pude estar de Mamá sin caerme de la cama. Veía a la ventana, que se extendía a lo largo de la pared, trazando con mi dedo la luz de la luna que se filtraba por el perímetro de las curvas. Yo no quería que nuestros cuerpos se tocaran, como si sus lágrimas fueran contagiosas.
Me sentía inquieta y el sueño no me llegaba. Me preguntaba qué estaría haciendo Papá en ese momento, si estaba caminando por las habitaciones vacías de nuestra casa, cambiando de opinión y decidiendo venir a California después de todo. Esperaba que lo que le estaba pasando a nuestra familia fuera temporal, pero no entendía qué se había roto, por eso no se me ocurría cómo solucionarlo. Sentí un nuevo remolino en la boca del estómago, pues ahora ya sabía la injusticia de la azarosa mala suerte, que era posible tener una familia un día y perderla al otro. Quería saber por qué me habían elegido para este castigo, y traté de volver sobre mis pasos para señalar lo que había hecho mal para que mi vida fuera afectada de esta manera. Fue sorprendente, pero tuve la sensación de que, al avanzar, tenía que elegir mis palabras y mis pasos con más cuidado, de modo que pudiera hacer mi parte para consolar a mi madre y lentamente, con mucha astucia, recuperar su felicidad. Tenía que ser buena, y paciente, y tal vez mi suerte cambiaría.
Los ronquidos de Mamá y de Matthew se mezclaron en un mismo ritmo, y traté de hacer coincidir mi respiración con la de ellos para relajarme y dormir. Me quedé inmóvil y caí en un trance autoinducido, tarareando «Yellow Submarine» en voz baja hasta que me desvanecí hacia algún lugar dentro de mi cráneo y parpadeé. Durante las próximas semanas, Mamá permaneció en cama.
La abuela probó varias estrategias para animarla y le llevó todo tipo de comidas a la cama, tratando de encontrar algo que pudiera digerir. Pero Mamá rechazó casi todo, aceptaba solo café con azúcar, refrescos enlatados y el ocasional tazón de requesón. La abuela buscó almohadillas calientes para su espalda, compresas frías para la frente y novelas policiacas de la biblioteca. Sin embargo, las migrañas de Mamá no se marchaban. Cuando se quejó de dolores musculares, la abuela buscó en el armario del vestíbulo y sacó un aparato que parecía una batidora eléctrica de mano, solo que de esa cosa sobresalía un tallo que terminaba en un disco de metal amarillo. La abuela lo enchufó y el disco se calentó y vibró. Se sentó en la cama y movió el vibrador sobre la espalda de Mamá con arcos perezosos, aflojando la tensión mientras ella suspiraba con alivio.
Mi hermano y yo no podíamos entrar a la habitación en el día porque Mamá necesitaba recuperarse, pero la abuela se sentaba a su lado por horas sosteniendo una profunda conversación y, a pesar de que las espiaba solo logré escuchar algunos fragmentos. Mayormente escuché que la abuela le aseguraba a Mamá que no era culpa suya, que ella podía dejar eso atrás, que bien mirado los hombres no significaban nada, y que no valía la pena preocuparse tanto. Escuchaba a Mamá sollozar y hacer preguntas hirientes. ¿Por qué yo? ¿Qué se supone que debo hacer ahora? ¿Qué hice para merecer esto? Sus preguntas eran similares a las mías, y me esforcé por escuchar una respuesta de la abuela que las explicara. Nunca llegó, y finalmente me cansé de espiar y me rendí.
Llegó la primavera y el almendro en el patio estalló con flores blancas. Mamá entró en su tercer mes de reposo en cama, pero su desaliento solo creció. La mala suerte de Mamá provocó en la abuela una lástima inagotable. Mientras la abuela le dio a Mamá un refugio seguro y un tiempo ilimitado para recuperar su fuerza, ella trabajaba turnos dobles para mantener las apariencias de que mi hermano menor y yo no éramos realmente semihuérfanos. Ella nunca nos habló de lo que le ocurría a nuestra madre, en cambio, siguió adelante como si nada estuviera mal. La abuela compraba y lavaba nuestra ropa, nos llevaba al médico para las revisiones, nos hacía cepillarnos los dientes antes de acostarnos y escribía cartas mordaces a nuestro padre para pedirle que enviara más dinero para ayudarnos. La abuela se adaptó a su segunda maternidad con un sentido de deber familiar que le permitió a Mamá forjar una nueva identidad como una mujer desdeñada. La abuela nos cuidó a Matthew y a mí por obligación, sin el afecto que reservaba para su hija. Mamá era su hija y nosotros más bien éramos como inesperados niños adoptivos. En sus momentos de máxima frustración, nos culpó por arruinar sus planes de vida, diciéndonos que si no fuera por el bueno para nada de nuestro padre, ella podría haber estado disfrutando de su retiro.
Su sugerencia de salir y jugar se convirtió en estribillo. La abuela ahora tenía más ropa que lavar, más comida que preparar, más suciedad en la casa que limpiar y no podía controlarlo todo si constantemente estábamos paseando por ahí.
Afuera había mucho que tocar, y como éramos supervisados por nuestros abuelos, teníamos libertad para recorrer el patio siempre y cuando yo vigilara a mi hermanito. Ese primer verano, Matthew y yo engullimos las vides de mora del abuelo hasta que nuestros labios y nuestros dedos se pusieron morados. Nos subimos a dos jeeps huecos del ejército que se oxidaban en el patio y los condujimos a través de docenas de guerras imaginarias. Desenterramos soldados de plástico y viejas canicas de vidrio que alguien había escondido en «tiempos antiguos», y encontramos un enorme montón de ramas que el abuelo había juntado desde antes de que naciéramos, una colosal colina de ramas de árboles frutales, y escamas, la cual trepamos a cuatro patas, como lagartos que suben por las paredes. Descubrimos que si saltábamos de arriba abajo en el montón, obteníamos un rebote excelente, como el de un trampolín. Nos caímos y nos lastimamos solo unas cuantas veces.
Nos adaptamos rápidamente a los sonidos del exterior de Carmel Valley, ya no brincábamos con temor cuando uno de los pavorreales de las cimas de las colinas soltaba sus chillidos, como el de una mujer que estaba siendo estrangulada, y aprendimos a diferenciar entre las sirenas de ambulancia y las de la estación de bomberos que quedaba a una cuadra. Preferíamos mucho más el exterior que el interior, el cual se parecía más a una biblioteca que a un hogar, pues todos hablaban en voz baja y se cuidaban de no hacer sonar copas o platos que pudieran molestar a Mamá.
Mi hermano y yo corríamos libres y nos volvíamos un poco salvajes, vestíamos los mismos pantalones tantos días seguidos que la mezclilla se veía más café que azul, y nos bañábamos solo cuando recordábamos hacerlo, lo que no parecía molestar a nadie porque era bueno y correcto ahorrar agua en California, propensa a la sequía. Es por eso que Matthew y yo nos metimos en un gran problema cuando nos atraparon escondidos detrás de los robles al final del camino con la manguera del jardín en plena explosión, rociando a los conductores desprevenidos con repentinas tormentas. Ya bastante malo era que hubiéramos hecho una broma peligrosa, pero fue aún peor que desperdiciáramos agua valiosa en una sequía inminente. El abuelo estaba dejando que sus árboles frutales murieran, y le preocupaba que no hubiera suficientes para que sus abejas produjeran miel. Los vecinos estaban rescatando las truchas jadeantes que quedaban en el río Carmel, transfiriéndolas a tanques de agua en los lechos traseros de sus camionetas y llevando los peces a la desembocadura del río, más cerca del océano, para liberarlos.
Intenté argumentar que habíamos doblado la manguera entre los autos, pero eso no nos ayudó en nada. De todos modos la abuela le ordenó al abuelo que nos azotara. Pero él lo hizo de una manera más simbólica que dolorosa, haciendo un gran giro llamativo con su brazo y disminuyendo a una palmadita cuando su mano llegó a nuestras nalgas. Pero aullamos de la vergüenza por todo el asunto.
La verdadera lección que aprendimos de los azotes fue que nuestros abuelos eran diametralmente opuestos. Ella era la disciplinaria, y él era el blando. Cuando compartían el periódico por la mañana, ella se preocupaba por las noticias políticas y él se reía de las tiras cómicas. Ella se preocupaba por la reputación y las apariencias; él vestía camisetas deshilachadas con gotas de café y nunca se molestaba en limpiar la mugre negra debajo de sus uñas. Ella era ordenada; él nunca se deshizo de nada, acumulaba sus posesiones en interiores y exteriores que crecieron hacia arriba y hacia los lados cada año, lo que en cierta medida coincidía con la definición profesional de acumulación. Ella detestaba el aire libre; a él debían engatusarlo para que entrara.
Cuando la abuela se encontró con el abuelo durante un baile en la escuela primaria en Carmel Valley, ella era una madre soltera de cuarenta años que vivía en la casita roja con Mamá, que tenía diecinueve años. Apenas a unos pocos meses de haberse divorciado, la abuela trataba de socializar de nuevo, y el abuelo, tres años más joven, se encontraba perfectamente satisfecho siendo soltero. Cuando el abuelo hizo girar a la abuela, ella notó la fuerza en la parte superior de su cuerpo, la atención que le tomó atinarle a los pasos. También ayudó que ella ya hubiera leído sobre él en el boletín mensual de Big Sur, The Roundup, el cual lo había apodado el «Guapo Soltero de Big Sur».
El abuelo no estaba buscando una pareja; estaba bien con sus abejas, y ganaba un ingreso constante como fontanero, aprendiendo de sus amigos cómo hacer que el agua llegara desde abajo hasta las cabinas remotas donde no había un sistema central de agua; cavando pozos y escalando las escarpadas montañas de Santa Lucía para dirigir manantiales naturales y arroyos a los hogares de abajo.
Ruth y Franklin conformaban una pareja extraña, pero un buen par de baile, y comenzaron a asistir juntos a bailes de plaza, incluso viajaron a los que quedaban lejos en Salinas y Sacramento. En su tercera cita, en un baile de plaza en South Lake Tahoe, la abuela le preguntó cuáles eran sus intenciones, y cuando trató de esquivar su pregunta, ella literalmente le dijo que «pescara o cortara el cebo». Nadie nunca lo había confrontado de esa manera tan directa, y quedó impresionado. Él accedió a casarse con ella, y ella lo convenció en ese momento de que cruzara la frontera hacia Nevada para que pudieran casarse de inmediato, sin darle tiempo para cambiar de opinión. Condujeron hasta que encontraron un palacio de justicia de Carson City que ofrecía bodas las veinticuatro horas del día, le pidieron a un conserje que sirviera como testigo, y a las nueve de la noche se convirtieron en marido y mujer. Mamá estaba un poco sorprendida y algo dudosa de su repentino padrastro, pero no tuvo tiempo de conocer al abuelo. Cuatro meses después de que él se mudara, ella se trasladó de Monterey Peninsula College a la Universidad Estatal de California en Fresno para estudiar Sociología.
Mis abuelos sabían muy poco el uno del otro cuando se casaron, pero con el tiempo aprendieron a amar sus diferencias. A él le gustaba la cerveza fría; ella prefería los Manhattan. Él hablaba solo cuando tenía algo que decir; ella hablaba en monólogos. Pero encajaban, principalmente porque a ella le gustaba dirigir y él, reacio a la confrontación, la siguió voluntariamente. Él no poseía ningún interés en el poder, el prestigio ni el dinero, y entregaba sus ingresos a la abuela para que ella calculara las facturas y los impuestos. Se despedían cada mañana para irse a sus mundos separados (el de ella en el aula, el de él en el desierto de Big Sur) y luego se reunían todas las noches en la mesa donde él comía en silencio mientras ella daba una conferencia sobre una lista interminable de temas. El abuelo admiraba su mente, aunque él también tenía un apetito olímpico y podía llenar su plato cuatro veces de una sentada. Esto lo convirtió en un excelente escucha.
Ajustarnos a los horarios de nuestros abuelos no nos tomó mucho tiempo a Matthew y a mí. La abuela prefería tomar su coctel de la tarde recostada. Después de un día entero de enseñarle gramática y aritmética a una sala llena de estudiantes de quinto grado, su primera tarea del día era prepararse un Manhattan y reclinarse sobre la alfombra anaranjada de la sala de estar, con la cabeza apoyada en una almohada y con el periódico extendido ante ella. A estas alturas, ella me había enseñado a hacer su bebida y me agradaba el ritual de cada día casi tanto como a ella. Vertía bourbon marrón en un vaso alto de plástico azul hasta que alcanzaba dos dedos de altura, le ponía algo de vermut dulce de la botella de vidrio verde y añadía dos cubitos de hielo y una cereza marrasquino rojo neón. Lo mezclaba con una cucharita y se la llevaba.
—Grazie —decía ella, levantándose del suelo.
Con un lamido de sus dedos, pasaba las páginas del Carmel Pinecone que había recogido, gratis, en el mercado de Jim y le contaba a quien escuchara lo que pensaba en la política local.
—¡Al demonio todo! ¡Maldita sea! No puedo creer que quieran poner luces en el pueblo! Perdona mi francés.
Sus arrebatos no eran invitaciones para responder. Ella mantenía baja la cabeza y continuaba su conversación para sí misma.
—¿Para qué necesitamos luces? Ni siquiera tenemos aceras. ¡Malditos supervisores del condado de Monterey! —continuó, tomando otro trago de su vaso. Los políticos de fuera siempre intentaban modernizar Carmel Valley Village y arruinar la razón por la que en un principio la gente se mudó al campo, decía.
Seguí escuchando mientras me subía al sillón reclinable del abuelo y movía el asa lateral, intentando hacer que la silla se moviera. Creía que la abuela era excepcionalmente inteligente y que sabía cosas que las personas normales no sabían. Mi opinión provenía de dos fuentes: de la propia abuela, quien me había contado varias veces que su puntaje de ciento cuarenta en una prueba de IQ demostraba que era una genio, y en segundo lugar que pudiera predecir el clima. Yo no sabía que los pronósticos estaban impresos en el periódico, así que cuando le preguntaba cómo estaría el clima y ella preveía que habría sol o lluvia o heladas, pensaba que tenía una línea directa con el universo.
De vez en cuando ella decía frases en latín e italiano, algo que a mí me sonaba cosmopolita. A medida que se iban acumulando las horas del coctel, poco a poco yo empezaba a adoptar su cosmovisión, dividiendo a las personas entre las que estaban equivocadas y las que tenían razón. No sabía qué era un demócrata o un republicano, pero había escuchado las palabras con tanta frecuencia que sabía que estábamos en el equipo demócrata. El mundo de la abuela era blanco y negro, y por ello fácil de entender. Ella tenía razón, y cualquiera que no estuviera de acuerdo era tonto y, por lo tanto, merecía nuestra lástima.
—Es tedioso ser inteligente —suspiraba, haciendo girar el hielo en su bebida—. Esperar que todos los demás te alcancen. Un día entenderás de lo que estoy hablando.
La abuela ahora leía sobre la escasez de gasolina y juntaba las páginas con más fuerza. Fui a la cocina y me serví una de sus cerezas de coctel, y luego me fui al dormitorio de Mamá. La puerta, como de costumbre, se encontraba cerrada y no se oía ningún ruido desde adentro. Mamá había estado en la cama tanto tiempo que comenzaba a desvanecerse, como si fuera solo un recuerdo. Sentí a mi madre más de lo que la vi, cuando por la noche acurrucó su cuerpo a mi alrededor.
—¿Mamá?
Toqué ligeramente a la puerta de la habitación. Nada. Golpeé un poco más fuerte. Su voz sonaba como si viniera de debajo de las mantas, gruesa y apagada.
—Vete.
Sus palabras parecieron pellizcos, y me estremecí por reflejo. Yo aún le agradaba a Mamá; eso lo sabía. Me recordé a mí misma que en este momento ella simplemente no era ella. La abuela dobló la esquina y me vio detenida donde se suponía que no debía estar.
—Ven conmigo —dijo, colocando una mano en la parte baja de mi espalda y guiándome a la cocina. Levantó del mostrador una cesta de mimbre con ropa mojada y la seguí afuera para colgar las prendas. Con un golpe dejó caer la canasta en el suelo bajo la cuerda de ropa que el abuelo había tendido entre dos T hechas con tubos de plomería.
—Dame la ropa —ordenó—. No puedo agacharme por culpa de mi espalda mala.
Le pasé una de las camisetas blancas de algodón del abuelo, manchada con gotas de masilla de plomería y tan delgada por lo gastado que podía ver a través de la tela. Ella la sacudió en el viento una vez, y la sujetó con pinzas. Luego se acercó a mí para la siguiente prenda. Saqué su camisón acolchado, el cual estaba cubierto de rosas.
Se aclaró la garganta.
—Sabes que tu madre necesitará la ayuda de todos para recuperarse —dijo, contemplando la ropa en sus manos. Yo sabía lo que vendría. Estaba en problemas por llamar a la puerta de la habitación.
—Solo necesitaba a Morris.
La abuela se detuvo y me miró.
—¿No estás grande ya para un oso de peluche?
Sus palabras fueron tan horribles que por un momento olvidé lo que estaba haciendo y dejé caer mi vestido favorito, el de cuadros verdes, al suelo. No podía dormir sin Morris en mis brazos. Él era mi único objeto, lo único que quedaba de antes.
—¡Papá me lo obsequió!
La abuela se agachó para recoger mi vestido, y gruñó como si realmente le doliera. Parecía que estaba atorada, pero se llevó la mano a la espalda y se levantó lentamente, hinchando las mejillas por el esfuerzo. Sacudió la suciedad de mi vestido y continuó sujetándolo.
—Eso también —continuó ella—. No quiero que ni tú ni Matt mencionen a tu padre cerca de ella. Eso solo la altera.
Papá era lo único de lo que yo deseaba hablar, pero su nombre no había aparecido una sola vez desde que aterrizamos en California. Todos actuaban como si no existiera, y estaba empezando a preguntarme si Matthew siquiera lo recordaba. Incluso había empezado a referirse al abuelo como papá. Cada vez que lo hacía, el abuelo le recordaba gentilmente que él era un abuelo, no un padre. Era como si nuestra vida en Rhode Island hubiera sido una película, y la película hubiera terminado, y eso era todo. Borrón y cuenta nueva. Si todos fingen que tu papá no existe, ¿existe?
La abuela me miraba fijamente, esperando que aceptara nunca mencionar el nombre de Papá. No tenía sentido discutir, porque me pondría del lado de Papá contra el de ella y eso tendría repercusiones que me estremecían de solo imaginarlas. Es cierto que quería que Mamá mejorara. No quería seguir pensando en ella como una persona enferma, alguien con un corazón débil y ojos lejanos. Quería que ella me trenzara el cabello otra vez, que me leyera Winnie Pooh, que me llevara con ella al mercado. Si eso significaba sostener en mi cabeza conversaciones silenciosas sobre Papá, entonces eso es lo que haría. Pero antes de someterme al ultimátum de la abuela, tuve que hacer una pregunta.
—¿Cuándo vendrá?
La abuela metió la mano en el bolsillo de su blusa y sacó un paquete de cigarros. Sacudió uno, lo encendió y relajó los hombros con la primera exhalación. Se quedó mirando el autobús de la miel como si buscara mi respuesta.
—Tu padre no es un hombre muy bueno —dijo dándome la espalda. Luego me ordenó que le entregara la siguiente prenda de la cesta. Conversación terminada.
Me mordí la lengua para no llamar mentirosa a la abuela. ¿Cómo se atrevía a tomar partido, como si pudiera arrancar a Papá de mi vida con solo deslizar sus tijeras? Yo tenía orejas de murciélago; sabía que a veces ella hablaba de Papá con Mamá, cuando sus susurros salían por la brecha debajo de la puerta de la habitación cerrada. No estaba bien que ellas pudieran hablar de él pero yo no; después de todo él era mi padre. Yo no era tonta. Me había dado cuenta de que Mamá y Papá peleaban y que esto no era una «visita» a California, pero eso no hacía que Papá fuera tan malo y mi Mamá buena. Él era mi Papá, y regresaría. La abuela lo había malinterpretado todo.
El sol se encontraba bajo en el cielo, y el autobús de la miel parecía estar sobre un escenario, iluminado con focos color naranja y amarillo. A través de las ventanas distinguí las siluetas de tres hombres que estaban hacinados en el interior junto al abuelo, que pasaba entre los marcos de panal de abejas entre ellos y que gritaba más fuerte que el ruido de las máquinas que había adentro.
Me arrastré hacia adelante para ver más de cerca. Los hombres se habían quitado las camisas por el calor y las habían atado a la barandilla del techo. No pude escuchar lo que decían, pero me di cuenta de que estaban intercambiando bromas, dándose palmadas en la espalda y doblándose de risa. Los hombres se asemejaban a las figuras de acción, sus pectorales fuertes brillaban por el sudor mientras levantaban cajas de colmenas y apilaban tarros de miel en pirámides imponentes. Estudié cada uno de sus movimientos, incluso cómo sus manzanas de Adán se balanceaban con cada trago de cerveza, y silenciosamente deseé que con un gesto de sus brazos de Popeye me hicieran entrar. Estos eran los amigos de Big Sur con los que había crecido el abuelo, los que le habían enseñado a atar ganado y a bucear con un snorkel entre las conchas iridiscentes de abulón que había encontrado en el patio trasero. Estos eran hombres grandes con manos grandes que le enseñaron al abuelo cómo construir cabañas de troncos de árboles de secuoya, cómo cazar jabalíes, o limpiar deslaves de tierra de la carretera de la costa con equipo pesado. Eran Paul Bunyans vivientes, los hombres de las montañas de Big Sur que se defendían en la naturaleza.
Les di palmadas a las hierbas altas y me hice una pequeña madriguera donde pude sentarme y verlos trabajar. Usaban cuchillos gruesos y pesados ennegrecidos con azúcar quemada para rebanar suavemente el panal sellado con cera, exponiendo por debajo la miel color naranja. Bajaron los panales al enorme extractor y giraron una palanca de izquierda a derecha, utilizando las dos manos y todo el peso de su cuerpo para cambiar su posición. Vi a uno de los hombres tirar de un cordón varias veces y oí cómo el motor de la podadora cobraba vida. El volante comenzó a girar y gimotear, y a medida que se aceleraba, el autobús comenzó a mecerse ligeramente de lado a lado. La bomba se encendió y sacó la miel del fondo del extractor, a través de los tubos elevados, y la dirigió a la cascada en dos corrientes hacia los tanques de contención. No era nada menos que milagroso; como hallar oro.
Me quedé en mi lugar hasta que el sol se ocultó en el horizonte y los grillos salieron a cantar. Los hombres encendieron las luces del autobús y las colgaron de las barandillas para poder seguir trabajando en la noche.
Me sentí atraída hacia el autobús como una polilla hacia la flama, por un anhelo irrepetible que sentía como un dolor físico, un deseo en mi vientre de resguardarme en un espacio cerrado como el de un submarino o un camión. El autobús de la miel parecía estar cálido por dentro, y seguro. Deseaba que los hombres me invitaran a unirme a su club secreto y que me enseñaran a hacer algo hermoso con mis manos. Mi pulso se aceleró cuando los vi trabajar juntos en una armonía de movimientos de baile familiares, pasando panales que goteaban entre ellos y tomando turnos para capturar la miel en frascos de vidrio cuando salía de los surtidores. Podía decir que el autobús los hacía felices, y creía que podía hacer lo mismo por mí.
Me sorprendió una certeza, desde algún lugar profundo dentro de mí, de que algo importante me estaba esperando en el autobús, como la respuesta a una pregunta que aún no había hecho.
Lo único que debía hacer era entrar.
Tres