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EL LENGUAJE SECRETO DE LAS ABEJAS

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1975-Finales de la primavera

No interrumpí mi curioseo al aire libre. Abría descaradamente los cajones, abría los armarios y me interesé mucho por lo que la abuela y el abuelo escondían dentro de la casa. Como mis abuelos eran ancianos, sus cosas también eran viejas, y yo disfrutaba cazando artefactos raros olvidados en los rincones más lejanos de su historia. Encontré puntas de flecha que el abuelo había desenterrado mientras excavaba tuberías en Big Sur, y dentro del arcón de cedro desempolvé un montón de revistas Life con portadas de Kennedy, Elvis y los primeros astronautas. Las ala­cenas de la cocina contenían un cementerio de utensilios que la abuela había probado una vez y que más tarde le parecieron ridículos.

Una mañana saqué una licuadora Osterizer de la parte más profunda del gabinete, debajo del fregadero. Coloqué la jarra de vidrio en la base, puse la tapa, presioné uno de los botones y se encendió. Para ser una niña aburrida con pocos juguetes, repentinamente poseía esta máquina de lo más milagrosa y toda una cocina llena de cosas desconcertantes guardadas en tarros de albañil. Abrí la alacena y saqué un frasco que contenía una sustancia verde brillante que parecía gelatina, abrí la tapa y la olfateé: jalea de menta. Eso podría saber bien, a mí me gustaba el chicle de menta y también la jalea con pan tostado, así que tomé una cucharada de la gelatina, se la eché a la licuadora y le agregué leche. Pensando que necesitaba más de dos cosas para hacer un licuado, hice otro escaneo rápido hasta que mis ojos se posaron sobre las cajas de cereales alineadas en la parte superior de la nevera. Arrastré el taburete y bajé las hojuelas de maíz, creyendo que harían mi bebida más espesa. Presioné el botón de la velocidad más alta y lo mezclé hasta dar con una mezcolanza parecida a una pasta de dientes grumosa, la cual vertí en una taza de cerámica y se la llevé al abuelo, quien se encontraba en la mesa del comedor observando a los pájaros picotear las semillas que había espolvoreado sobre la barandilla de la cubierta.

El abuelo comía cualquier cosa. Masticaba galletitas de pollo, dijo que la lengua de la vaca era tan deliciosa que gracias a ella le salía pelo en el pecho, y que devoraba hojas enteras de alcachofa. Incluso había desarrollado una técnica para extraer todos los granos limpios de una mazorca de maíz, usando solo sus dientes inferiores y deslizando la mazorca de un lado a otro por su boca como el cartucho de una máquina de escribir. Le presenté mi licuado. Tomó un trago y luego requirió unos segundos para encontrar un adjetivo.

—¡Refrescante! —dijo para luego acompañarlo con café—. ¿Cómo se llama?

—Mintshake —le contesté.

Él asintió pensativamente y rasgó sus dedos sobre la mesa, como un gourmand pensando en una nota de cata.

—Compartámosla —dijo, deslizando la taza hacia mí.

Fue un desafío, de eso no hay duda. Podía decir que el abuelo estaba tratando de mantenerse serio mientras sujetaba la taza, pero justo cuando estaba a punto de tomar un trago, un zumbido nos distrajo de nuestra confrontación. El abuelo volteó por reflejo hacia el sonido y rastreó algo en el aire. Seguí su mirada hasta que vi lo que pasó: una abeja volaba sobre la mesa del comedor. Suspendida en el aire con sus piernas colgando debajo de su cuerpo, se quedaba en su lugar batiendo sus alas tan rápido que se hacían invisibles. Dejé la taza y me incliné hacia atrás en cámara lenta. La abeja, observando cada uno de mis movimientos, comenzó a acercarse lentamente hacia mí, tendida en arcos lentos de izquierda a derecha, acercándose cada vez más con cada giro.

Mis músculos se tensaron, y deseé que la abeja por favor, por favor, se marchara. Pero se sintió atraída por el olor azucarado de mi taza y estaba decidida a probarla. Cuando estaba a punto de aterrizar en el borde, la golpeé con fuerza.

En respuesta, la abeja emitió un zzztttt estridente, e hizo un ansioso círculo pequeño sobre nuestras cabezas.

El abuelo saltó de su silla y tomó mi antebrazo con tanta fuerza que podía sentirlo presionando mi hueso. Me sobresalté, asustada por la repentina agresividad de su contacto. Nunca se había enfadado conmigo; a Matthew y a mí siempre nos pegaba de mentira cuando la abuela lo obligaba a castigarnos por portarnos mal. Se inclinó hacia mí hasta que casi nos tocamos la nariz y me miró fijamente a los ojos. Sus palabras fueron deliberadas y contundentes, cada una como el toque de una campana de la iglesia.

—Nunca-debes-herir-a-las-abejas. —No apartó la mirada hasta que estuvo seguro de que sus palabras aterrizaron en mi cerebro. Debí haber hecho algo realmente horrible para que el abuelo me regañara, pero estaba confundida. Las abejas picaban a la gente. Eran plagas, como los mosquitos. ¿A quién le importaba si aplastaba a una? ¿No estaría haciendo lo correcto al protegerme?

—¡Me iba a picar! —protesté.

Las cejas del abuelo se levantaron con incredulidad.

—¿Por qué dices eso?

La abeja ahora se golpeaba contra la ventana tratando de escapar. Su zumbido se elevó hasta parecer un grito. Pensé que tal vez deberíamos tener esta conversación en otra habitación, pero al abuelo no le molestó ver un insecto que se volvía loco. Mantuve un ojo en la abeja frenética mientras trataba de responder la pregunta del abuelo.

—Porque las abejas siempre pican.

—Ven aquí —repuso él.

Lo seguí a la cocina, donde buscó en la alacena hasta que encontró un tarro de miel vacío.

—Ve a buscar un pedazo de papel —dijo.

Ansiaba hacer cualquier cosa para volver a tenerlo de buen humor. Corrí hacia la mesa de la abuela y saqué un pedazo de sus elegantes ar­tículos de papelería, y prácticamente hice una reverencia cuando se lo ofrecí.

—Escucha. —Puso la mano detrás de su oreja e inclinó la cabeza hacia el zumbido—. Es muy agudo. Está en apuros. ¿Lo ves?

Seguí el sonido hasta que vi a la abeja deslizarse en un círculo alrededor de la habitación, buscando una salida, hasta que se apoyó en la ventana del comedor que daba a la terraza.

—¡Ahí! —señalé.

El abuelo se arrastró suavemente hacia ella, escondiendo el frasco detrás de su espalda. Cuando estaba exactamente detrás de la abeja, levantó la mano y la aprisionó con un movimiento rápido. Con su mano libre, deslizó el papel entre la ventana y la boca del frasco, formando una tapa temporal. Se apartó, sosteniendo la trampa, y la abeja subió por el cristal, golpeando el interior del frasco con su antena.

—Bueno, ven a abrirme la puerta —ordenó.

Salimos juntos y, en lugar de liberar a la abeja, el abuelo se sentó en el escalón y palmeó el espacio a su lado, indicándome que me sentara por ahí.

—Extiende tu brazo.

Inclinó el frasco como si fuera a soltar a la abeja en mi antebrazo. Aparté mi mano hacia atrás.

—¡Me va a picar! —me quejé.

Suspiró como si convocara toda su paciencia, y luego se volteó hacia mí otra vez.

—Las abejas no te harán daño si tú no les haces daño a ellas.

La mayor parte de mi información sobre las abejas provenía de caricaturas en las que estas siempre viajaban en enjambres sanguinarios y aterrorizaban a todo tipo de personas, coyotes, cerdos y conejos. Le dije esto al abuelo.

—Eso es una fantasía —repuso—. Las abejas no van al ataque. Solo pican para defender su hogar. Saben que si pican morirán, por lo que primero te darán muchas advertencias.

El abuelo tomó mi brazo otra vez, pero lo escondí detrás de mi espalda, aún insegura. La abeja ahora estaba furiosa, golpeando las paredes de su prisión de vidrio. El abuelo dejó el frasco y me habló lenta y cuidadosamente.

—Las abejas pueden hablar, pero no con palabras. Es necesario ver cómo se comportan para entender su idioma. Por ejemplo —dijo levantando un dedo para enumerar argumentos—, si abres una colmena y escuchas un suave sonido de que están masticando, eso significa que las abejas se encuentran ocupadas y felices. Si escuchas un rugido, eso significa que están molestas por algo.

Vi a la abeja alborotarse cada vez más por cada segundo que pasaba.

—Dos —dijo, levantando otro dedo—. Las abejas te pedirán que te alejes de la colmena golpeándote con la cabeza. Es una advertencia educada para alejarte sin tener que picarte.

Comenzaba a entender que el abuelo podía conocer a las abejas de una manera distinta que todos los demás. Pasaba todos los días con ellas, por lo que seguramente podría asegurar lo que pensaban. Pero eso no significaba que quisiera que una abeja se arrastrara sobre mí. Confié en que el abuelo no haría nada para lastimarme, pero no podía decir lo mismo de la abeja atrapada, que, por lo que se veía, ahora estaba totalmente enfadada. Tomó el frasco y me lo trajo. Yo negué.

—No debes tener miedo alrededor de las abejas —dijo—. Ellas pueden percibir el miedo, y eso también las asusta. Pero si estás tranquila, ellas permanecerán tranquilas.

—Todavía estoy asustada —susurré.

—La abeja te tiene más miedo —repuso—. ¿Te imaginas lo aterrador que se siente ser tan pequeño en un mundo tan grande?

Tenía razón, no me gustaría intercambiar lugar con una abeja. Un poco de mi inquietud se derritió al saber que la abeja también estaba asustada. Yo sabía que no la lastimaría, pero la abeja no podía saberlo con certeza. Estiré mi brazo de nuevo, muy suavemente.

—¿Lista?

Asentí mientras veía a la abeja caer de espaldas dentro de la jarra, sus seis patas temblando para encontrar un pie.

—Las abejas son sensibles, así que nada de movimientos bruscos ni de ruidos fuertes, ¿de acuerdo? Siempre debes moverte despacio y en silencio alrededor de las abejas para que se sientan seguras.

Prometí quedarme quieta, un pacto fácil porque me sentía demasiado aterrorizada para moverme. Intenté evocar pensamientos de calma, pero era imposible hacerlo deliberadamente. El abuelo golpeó el frasco en la parte inferior de mi muñeca, y la abeja cayó. Se detuvo mientras contuve la respiración, luego dio unos pocos pasos explorando.

—Cosquillas —le susurré. Así de cerca, pude ver que el cuerpo de una abeja era un milagro de partes entrelazadas en miniatura, como el interior de un reloj. Sus antenas, dos palos en forma de L que giraban en las cuencas de su frente entre sus ojos, buscaron en el aire y tocaron mi piel, me recordaron a una persona sin vista que usa un bastón para obtener una imagen mental de un lugar.

—¿Qué está haciendo?

—Explorándote —respondió el abuelo—. Las antenas de una abeja pueden oler, sentir y probar.

Imagina eso. Tener una parte del cuerpo que sea la nariz, la punta del dedo y la lengua juntas. A medida que la abeja se acostumbraba a mí, yo me acostumbraba a ella. El abuelo tenía razón. Ese pequeño insecto no era mi enemigo. Levanté cuidadosamente mi brazo hasta que pude ver sus ojos, con forma de dos comas negras brillantes en un lado de su cabeza. El miedo dio paso a la fascinación mientras intentaba adivinar de qué estaba compuesta, tan pequeña, tan perfecta.

Las venas entrecruzaban sus brillantes alas. Era peluda, y su abdomen se expandía y contraía con cada respiración. Miré las rayas más de cerca y noté que las bandas anaranjadas tenían pelos pequeños y las negras eran resbaladizas. Sus patas se afilaban como pequeños ganchos, y ahora usaba sus dos pares delanteros para acariciar sus antenas. Limpiándolas o rasguñándolas, supuse.

—¿Qué piensas? —preguntó el abuelo.

—¿Puedo quedármela?

—Me temo que no. Morirá de soledad si la separas de su colmena.

Comenzaba a comprender que las abejas sienten emociones, como las personas, y como las personas que viven en familias donde se sienten seguras y amadas. Pierden su espíritu si no tienen la seguridad como la tienen con sus compañeros de la colmena. Estaba a punto de preguntar si deberíamos devolver esta abeja a su colmena cuando abrió su mandíbula y desplegó una larga lengua roja.

—¡Me va a moder! —grité.

—Shhhh, quédate quieta —susurró el abuelo. La abeja probó mi brazo, se dio cuenta de que no era una flor y metió su lengua. Levantó su abdomen y abanicó sus alas tan rápido que pude sentir una vibración en mi piel. Luego se levantó y desapareció.

El abuelo se puso de pie, tomó mi mano y me levantó.

—Meredith, nunca mates algo a menos que lo vayas a comer.

Le di mi palabra.

Esa noche cuando me metí debajo de las sábanas, Mamá ya estaba roncando. Me aclaré la garganta con la esperanza de que eso la despertara, y como no funcionó, sacudí la cama, solo un poco.

—¿Hmmmm?

—Hola, Mamá.

Ella gruñó y se volteó hacia mí con los ojos cerrados.

—¿Qué?

—¿Sabías que las abejas mueren después de que pican?

—Shhhhh. Despertarás a tu hermano.

Bajé la voz y susurré.

—Sus entrañas salen con el aguijón.

—Qué bonito.

Mamá me apartó de ella, luego puso sus rodillas debajo de las mías y me llevó a su estómago. Estaba a punto de jactarme de haber sostenido una abeja con mis propias manos, pero sentí que sus piernas se contraían y me di cuenta de que se había quedado dormida.

Me quedé allí, mi mente volaba con nuevas preguntas sobre las abejas. El abuelo acababa de abrir un portal a un microcosmos secreto en nuestro patio trasero, y ahora que sabía que las abejas vivían en familias, quería saber todo sobre ellas. ¿Qué abejas son los padres? ¿Cuántas abejas hay en una familia? ¿Cómo recuerdan en qué colmena viven? ¿Qué aspecto tiene el interior de una colmena? ¿Duermen por la noche? ¿Cómo hacen la miel allí? El abuelo me había demostrado que podía acercarme a una abeja sin que me picara. Me estaba haciendo de la opinión de que algunos temibles animales e insectos rara vez cumplen con la reputación que les han hecho los circos y las películas de monstruos. El abuelo nos enseñaba a Matthew y a mí que todas las criaturas eran sagradas, con sus propias vidas y emociones por dentro. Como parte de nuestra educación, después de la cena, cada noche nos subíamos a la silla reclinable con el abuelo para ver sus programas favoritos de la naturaleza. Me sorprendió ver a los leones machos jugar con sus cachorros, los pulpos de acuarios que se estiran desde el agua para abrazar a sus cuidadores humanos, o los elefantes cavar escaleras que salen de un agujero de barro para que un bebé que se está ahogando pueda quedar a salvo. Así que me preguntaba, ¿qué pasaría si las abejas fueran tan compasivas y si pudiera enseñarme a mí misma a verlo? Al ser una niña que necesitaba saber que el amor existía naturalmente a su alrededor, fue emocionante darme cuenta de que no tenía que esperar a que Wild Kingdom o Jacques-Yves Cousteau me tranquilizaran. Los misterios del reino animal estaban a mi alcance, en cualquier momento que quisiera. Esa noche, cuando me fui a la cama, los límites de nuestra pequeña habitación se expandieron ligeramente. Había encontrado algo bueno, una razón por la cual California podría hacerme feliz.

Me desperté con el sonido de la cafetera sobre la estufa, por lo que supe que mis abuelos estaban despiertos. Caminé de puntitas por el pasillo y abrí la puerta de su dormitorio. La abuela leía el Monterey Herald en voz alta para el abuelo mientras él miraba fotos en una revista de apicultura llamada Gleanings in Bee Culture. Los fines de semana les gustaba relajarse en el día. Me subí a su pequeña cama con dosel, me acomodé entre ellos y le pregunté al abuelo si podía enseñarme sus colmenas.

—Guau, Nelly — dijo el abuelo, dejando su revista—. No he tenido mi idea-jugo todavía.

—Excelente punto —respondió la abuela—. Suena a que el café ya está listo, Frankiln.

El abuelo lanzó las mantas y se puso sus pantuflas, y oí cómo tronaban sus articulaciones cuando se puso de pie. Suspiré dramáticamente, pero nadie lo notó. Me tocaba una larga espera. Los sábados y domingos saboreaban varias tazas de café en la cama, mientras la abuela leía en voz alta párrafos especialmente importantes para el abuelo, enfatizados por el comentario de ella. El abuelo a menudo se cansaba en determinado momento, pero nunca se quejaba. En cambio, la distraía tomando partes del papel con sus fuertes dedos de los pies y dejando caer las páginas sobre su regazo. La abuela pensaba que era repulsivo; el abuelo pensaba que era una protesta.

Salí y descubrí a Matthew levantando su pierna regordeta para pisar algo cerca del huerto. Cuando me acerqué, pude ver que estaba matando caracoles. Sonrió cuando me vio acercarme y levantó su zapato para mostrar el charco que había dejado en el suelo. Estaba ayudando al abuelo, quien le había enseñado a cazar a los merodeadores que se comían sus cosechas. Los caracoles y los tuzos eran las únicas excepciones a la regla del abuelo con respecto a no matar.

—Qué asco —dije, un poco molesta por lo mucho que mi hermano se divertía.

Sostuvo un caracol entre el pulgar y el índice y lo dejó caer al suelo.

—Tú hazlo —ordenó.

En lugar de eso le tomé la mano.

—Ven, tengo otra tarea para ti.

Sus ojos se agrandaron, y saltaba junto a mí mientras lo guiaba hacia el autobús de la miel. Había unos cuarenta y cinco centímetros de espacio debajo del chasis. Si nos arrastrábamos por debajo, con suerte podríamos encontrar un agujero oxidado o algún tipo de entrada y tal vez escalar para entrar en el autobús. Con la esperanza de abrir la cerradura, ya había intentado empujar todas las ventanas, y había insertado toda clase de palos, desarmadores y cuchillos en la abertura donde solía estar la palanca de la puerta trasera. Esta era mi última idea. Pensé que, de encontrarnos una abertura demasiado pequeña para mí, necesitaría a Matthew.

Me deslicé primero sobre mi espalda, ya que por naturaleza Matthew esperaba a ver si algo era seguro antes de intentarlo. Vio cómo desaparecían mis piernas y esperó mi informe. Una maraña de hierbas bloqueó mi vista del chasis, así que usé la técnica del ángel de nieve para derribarlas. Presioné aquí y allá en el suelo del autobís con mi pie para detectar puntos débiles. El metal estaba oxidado, pero era sólido. Le di una patada al tubo de escape, y sonó un poco, bañándome de tierra fina. Me escabullí hacia la parte delantera del autobús y tropecé con un neumático desechado. Aparte de eso, lo único que encontré debajo del autobús fue un cementerio de corroídas latas de cinco galones de aceite Wesson.

Dejé de buscar y descansé un momento sobre mi espalda, tratando de pensar. Debía haber una solución que pasaba por alto. Matthew me llamó, y cuando volteé para mirar por encima del hombro, lo vi sobre sus manos y rodillas observando por debajo del autobús. Entonces aparecieron dos piernas y enmarcaron a mi hermano.

—¿Qué hay de interesante ahí abajo? —Escuché al abuelo preguntarle a mi hermano.

—Mer-dis —respondió mi hermano, señalando. Su lengua todavía no había dominado mi nombre de tres sílabas.

El abuelo se agachó junto a Matthew, y ahora ambos me miraban fijamente. Me quedé quieta porque sentía que me habían descubierto haciendo algo, no algo malo, solo algo un poco bochornoso.

—¿Qué haces ahí abajo?

—Intento entrar.

—¿No sabes que la puerta está arriba?

—Está cerrada.

—Es para mantener a los niños pequeños afuera.

Con un movimiento de su dedo, el abuelo me ordenó que fuera hacia él. Me escabullí, y mientras me ayudaba a levantar, me quitó la tierra de la espalda y arrancó las madrigueras. Lo que fuera que estuviera dentro del autobús tendría que esperar. Hasta que creciera y no sabía cuándo. Las únicas personas admitidas adentro eran los amigos del abuelo, así que me imaginé que tendría que esperar hasta que fuera una adulta, lo que podría no suceder nunca.

—Pensé que querías ver a las abejas —dijo el abuelo.

Me ofreció algo exquisito a cambio, y me animé de inmediato. Como parte del trato, primero tenía que entrar a desayunar.

Con la panza llena de panqueques, seguí al abuelo hasta la cerca trasera, donde guardaba una fila de seis colmenas. El sol brillaba en las entradas de la hendidura en la base de las colmenas, iluminando las tablas donde las abejas aterrizaban para entrar y salir. Una pequeña nube de abejas se cernía ante cada colmena, todos los obreros esperaban un momento oportuno para volver a entrar. Noté que las abejas zumbaban de una manera diferente a la que atrapamos en la casa; su sonido no tenía la urgencia de un grito, estaba más contento y tranquilo, como una persona que canta apaciblemente. Me paré frente a la colmena de la derecha, a unos centímetros de distancia de la entrada para poder verlos. Sentí la mano del abuelo en mi hombro.

—No te quedes ahí —ordenó—. ¿No ves lo que sucede detrás de ti?

Me di la vuelta y vi un atasco de abejas que se agitaban en el aire, reacias a rodearme para meterse en la colmena. Los refuerzos aumentaban con cada segundo.

—Estás en medio de su ruta de vuelo —dijo guiándome hacia un lado de la colmena. En cuanto salí de su camino, el contingente de abejas que esperaban saltó en un cometa de regreso a su lugar. Me arrodillé junto a la colmena, así que estaba a la altura de las abejas. Una por una se marcharon hacia la entrada, limpiaron sus antenas, se agacharon y se lanzaron como un avión de caza.

—¿Qué ves?

—Muchas abejas van y vienen —respondí.

—Mira más de cerca.

Lo hice, y vi lo mismo. Las abejas entraban volando. Las abejas salían volando. Eran tantas que resultaba difícil ver una abeja a la vez. El abuelo sacó un peine del bolsillo trasero y se lo pasó por el cabello con tres deslices practicados, arriba y a los lados, esperando que yo viera lo que se suponía que debía ver. Luego señaló hacia la tabla de aterrizaje.

—¡Amarillo! —anunció.

Todo lo que vi fueron abejas.

—¡Hay anaranjado! ¡Gris! ¡Amarillo otra vez!

Y luego lo vi. Algunas de las abejas que regresaban tenían algo pe­gado a sus patas traseras. Cada quinta o sexta abeja que regresaba se meneaba con bolas pequeñas como las que se acumulan en tu abrigo favorito; algunas cargas no eran más grandes que la cabeza de un alfiler, otras del tamaño de una lenteja, tan grandes que las abejas se tensaba por el peso.

—¿Qué es?

—Polen. De las flores. El color te dice de qué flores vienen. El bronceado es del almendro. El gris, de las moras. Lo anaranjado, de la amapola. El amarillo, de mostaza, lo más seguro.

—¿Para qué es?

—Para el pan de abeja.

Ahora solo estaba jugando conmigo. Las abejas no pueden hornear pan. Lo único que hacen es miel. Todo el mundo lo sabía.

—¡Abuelo!

—¿Qué? ¿No me crees?

—No.

—Como quieras. Las abejas mezclan el polen con un poco de saliva y néctar y con él alimentan a sus bebés. Pan de abeja.

Tenía sentido, pero era demasiado extraño. Esperé a que se riera de su propia broma, pero mantuvo la seriedad en su rostro. El abuelo dijo la verdad cuando mencionó que era seguro dejar que una abeja caminara sobre mí, así que supongo que él sabía para qué era el polen. Por el momento, jugué a creerle.

—¿Están haciendo pan allí?

—Empujan el polen de sus piernas, lo mastican con néctar y lo almacenan en el panal.

—¿Puedo ver?

—Hoy no. No quiero molestarlas. Están haciendo cera nueva.

En ese momento, la abeja más gorda que había visto salió de la colmena. Era más ancha y más robusta que todas las demás, y su cabeza estaba compuesta casi en su totalidad por dos ojos enormes.

La vi acercarse a varias abejas de tamaño regular y tocar sus antenas contra las de ellas. Cada abeja que tocaba retrocedía y caminaba a su alrededor, como si se irritara por ser golpeada.

—¿Es esa la abeja reina?

El abuelo la recogió y la puso en su palma.

—No. Es un zángano... una abeja bebé. Está pidiendo comida.

Le pregunté al abuelo por qué ella no consiguió comida para sí misma por sus propios medios.

—Los zánganos no desempeñan ningún trabajo. Todas esas abejas que ves con polen son niñas. Los niños no recolectan néctar ni polen para la colmena, no alimentan a los bebés ni producen cera ni miel. Ni siquiera tienen aguijones, por lo que no pueden proteger la colmena.

El abuelo devolvió el zángano a la entrada de la colmena, donde siguió pidiendo limosnas. Finalmente, una de las abejas que regresaban se detuvo y conectó su lengua con él. Le dio de comer néctar, dijo el abuelo.

—Solo tiene un trabajo, pero te lo explicaré cuando seas un poco mayor.

El abuelo había colocado dos troncos cerca de su colmenar, nos sentamos y observamos cómo volaban las abejas como si observáramos el fuego, o el mar, arrullados por todos los movimientos individuales que se combinaban en un solo flujo. Me gustaba interpretar los patrones de su rutina, saber que las abejas no volaban simplemente por sentirse obligadas; lo que hacían tenía cierto orden. Salían a comprar el mandado, pan y néctar. Una colmena puede parecer caótica si no comprendes que las abejas tienen un plan para todo.

Nunca pude haber adivinado que una colmena es un lugar femenino, un castillo con una reina pero sin rey. Todas las abejas obreras al interior son hembras; alrededor de sesenta mil hijas que cuidan a su madre alimentándola, trayendo gotas de agua y dándole calor por la noche. La colonia se marchitaría y moriría sin una reina que pone huevos. Sin embargo, sin que sus hijas la cuidaran, la reina moriría de hambre o de frío.

Su necesidad mutua era lo que las mantenía fuertes.

Cuatro

El autobús de la miel

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