Читать книгу La terraza del frangipani - Mia Couto - Страница 7
Primer capítulo
El sueño del muerto
ОглавлениеSoy el muerto. Si tuviese cruz o lápida, en ellas estaría escrito: Ermelindo Mucanga. Pero fallecí junto con mi nombre hace casi dos décadas. Durante años, fui un vivo patentado, persona de autorizada raza. Si viví con rectitud, me desglorifiqué en el fallecimiento. Me faltó ceremonia y tradición cuando me enterraron. No tuve siquiera quien me doblara las rodillas. La persona debe salir del mundo tal igual como nació, acurrucada en ahorro de tamaño. Los muertos deben tener la discreción de ocupar poca tierra. Pero yo no gané el derecho a una fosa pequeña. Mi sepulcro se extendió por toda mi dimensión, del extremo a la extremidad. Nadie me abrió las manos mientras aún me enfriaba. Me transité con los puños cerrados, atrayendo la desgracia sobre los vivos. Y peor aún: no me volvieron el rostro de cara a los montes Nkuluvumba. Nosotros, los Mucangas, tenemos obligaciones para con los antepasados. Nuestros muertos miran hacia el lugar donde la primera mujer se salteó una luna, redonda de vientre y alma.
No fue solo el debido funeral lo que me faltó. Los descuidos fueron más lejos: como yo no tenía otros bienes, me sepultaron con mi sierra y el martillo. No debían haberlo hecho. Nunca se deja entrar en la tumba ningún metal. Los fierros demoran más en pudrirse que los huesos del muerto. Y aún peor: todo lo que brilla llama a la maldición. Con tales inutensilios, me arriesgo a ser uno de esos difuntos que causan desastres en el mundo.
Todas esas torpedezas sucedieron porque morí fuera de mi lugar. Trabajaba lejos de mi pueblo natal. Como carpintero, en obras de restauración de la fortaleza de los portugueses, en São Nicolau. Dejé el mundo la víspera de la liberación de mi tierra. Hacía un chiste: mi país nacía, en ropas de bandera, y yo descendía a la tierra, exiliado de la luz. Quien sabe fue bueno, así evité asistir a guerras y desgracias.
Como no me dieron funeral, quedé en estado de xipoco,* esas almas que vagan de paradero en disparadero. Sin haber recibido ceremonia, acabé siendo un muerto desencontrado con su muerte. No ascenderé nunca al estado de xicuembo, que son los difuntos definitivos, con derecho a ser nombrados y amados por los vivos. Soy de esos muertos a quienes no les cortaron el cordón desumbilical. Formo parte de aquellos que no son recordados. Pero no ando por ahí, pandemoniando a los vivos. Acepté la prisión de la sepultura, me guardé en el sosiego que compete a los fallecidos.
Me ayudó el haber quedado junto a un árbol. En mi tierra, eligen una marula. O una mafurreira. Pero aquí, en los alrededores de este fuerte, no hay más que un muy magro frangipani. Me enterraron junto a ese árbol. Sobre mí, caen sus perfumadas flores. Tanto y tantas que ya huelo a pétalo. ¿Vale la pena endulzarme así? Porque ahora solo el viento me huele. Del resto, ninguno me cuida. A eso ya me resigné. Incluso esos que rondan, puntuales, los cementerios, ¿qué saben ellos de muertos? Miedos, sombras y oscuridades. Hasta yo, fallecido veterano, cuento sabiduría con los dedos de una mano. Los muertos no sueñan, eso se lo digo. Los difuntos solo sueñan en noches de lluvia. Fuera de eso, ellos son soñados. Yo, que nunca tuve quien me dejase un recuerdo, ¿por quién soy soñado? Por el árbol. Solo el frangipani me dedica nocturnos pensamientos.
El frangipani ocupa una terraza de una fortaleza colonial. Aquella terraza ya fue testigo de mucha historia. Por ella se escabulleron esclavos, marfiles y paños. En aquella piedra, estallaron cañones lusitanos contra navíos holandeses. A fines de la época colonial, se decidió construir una prisión para encerrar a los revolucionarios que combatían contra los portugueses. Tras la Independencia, allí se improvisó un asilo para ancianos. Con la gente de la tercera edad, el lugar decayó. Vino la guerra, dando pasto a las muertes. Pero los tiros sonaron lejos del fuerte. Terminada la guerra, el asilo quedó como una herencia para nadie. Allí se decoloraban los tiempos, todo adormecido en silencios y ausencias. En ese desorden, me amoldaba a ser imposible antepasado.
Hasta que un día me despertaron golpes y estremecimientos. Estaban revolviendo mi tumba. Pensé en mi vecino, el topo, ese que quedó ciego para poder ver las tinieblas. Pero no era el animal excavador. Palas y azadas ofendían lo sagrado. ¿Qué revolvía aquella gente, avivando así mi muerte? Espié entre las voces y entendí: los gobernantes querían transformarme en héroe nacional. Me envolvían en gloria. Ya habían puesto a circular que yo había muerto en combate contra el ocupante colonial. Ahora querían mis restos mortales. O mejor, mis restos inmortales. Necesitaban un héroe, pero no uno cualquiera. Carecían de uno de mi raza, tribu y región. Para calmar las discordias, equilibrar los descontentos. Querían poner en la vitrina la etnia, querían raspar la cáscara para exhibir el fruto. La nación carecía de una escena. ¿O sería al revés? De necesitado, yo pasaba a ser necesario. Por eso me tumbaban el cementerio, bien al fondo del huerto de la fortaleza. Cuando me di cuenta, quedé atrapayaso.
Nunca fui hombre de ideas, pero tampoco soy muerto de esconder la lengua. Yo tenía que deshacer aquel engaño. De lo contrario, nunca más tendría sosiego. Si fallecí, fue para ser una sombra solitaria. No era para fiestas, aspavientos y tambores. Más allá de eso, un héroe es como un santo. Nadie lo ama de verdad. Se acuerdan de él en urgencias personales y aflicciones nacionales. No fui amado cuando vivo. Prescindía ahora de esa trampa.
Me acordé del caso del camaleón. Todos conocen la leyenda: Dios envió al camaleón como mensajero de la eternidad. El animal se demoró en entregar a los hombres el secreto de la vida eterna. Se demoró tanto que dio tiempo a que Dios, a su vez, se arrepintiera y enviara a otro mensajero con el recado contrario. Pues yo soy un mensajero a la inversa: llevo recado de los hombres para los dioses. Me estoy demorando con el mensaje. Cuando llegue al lugar de las divinidades ellas ya habrán recibido la contrapalabra de otro.
Es verdad que yo no tenía apetencia de héroe póstumo. La condecoración debía ser evitada, aunque costase un ojo de la cara. ¿Qué podría hacer yo, fantasma sin ley ni respeto? Pensé en reaparecer en mi cuerpo de cuando estaba vivo, joven y afortunado. Me retrotraería a través del ombligo y surgiría, del otro lado, fantasma palpable, con voz entre los mortales. Pero un xipoco que reocupa su antiguo cuerpo se arriesga a peligros muy mortales: tocar o ser tocado basta para alborotar corazones y sembrar fatalidades.
Consulté al pangolín, mi mascota. ¿Hay alguien que desconozca los poderes de este animal con escamas, nuestro halakavuma? Este mamífero vive con los muertos. Baja de los cielos en tiempo de grandes lluvias. Cae en la tierra para entregar novedades al mundo, las proveniencias del porvenir. Tengo un pangolín conmigo, como en vida tuve un perro. Él se acurruca a mis pies y lo uso de almohada. Le pregunté a mi halakavuma qué debía hacer.
–¿No quieres ser héroe?
¿Pero héroe de qué, amado por quién? ¿¡Ahora, que el país era una plantación de ruinas, me llaman a mí, pequeño carpintero!? El pangolín se intrigó:
–¿No te gusta estar vivo otra vez?
–No, como está mi tierra, no me gusta.
El pangolín rodó sobre sí mismo. ¿Perseguía la extremidad de su cuerpo o afinaba la voz para que yo le entendiese? Porque no es con cualquiera que el animal habla. Se irguió sobre sus patas traseras, con ese gesto de persona que estremetía conmigo. Señaló el patio de la fortaleza y dijo:
–Mira a tu alrededor, Ermelindo. Incluso en medio de estos destrozos nacerán flores silvestres.
–No quiero regresar allá.
–Es que aquel será, para siempre, tu jardín: entre piedra herida y flor salvaje.
Me irritaban aquellas divagaciones del escamoso. Le recordé que lo que yo quería era un consejo, una salida.
El halakavuma cobró gravedad y dijo:
–Ermelindo, tú debes remorir.
¿Volver a fallecer? ¡Si no fue fácil dejar la vida la primera vez! Siguiendo la tradición de mi familia, no debería ser siquiera tarea realizable. Mi abuelo, por ejemplo, duró infinidades. Con certeza, todavía no murió. El anciano dejaba la pierna apartada del cuerpo, dormía cerca de peligrosas espesuras. Se ofrecía, de ese modo, a la mordedura de las víboras. El veneno, en dosis, nos da más vida. Hablaba así. Y parecía que la vida le daba la razón: estaba cada vez más lleno de carácter y forma. El halakavuma se parecía a mi abuelo, obstinado como un péndulo. El animal insistía:
–Elige a alguien que esté próximo a acabar.
¿El lugar más seguro no es el nido de la víbora mamba? Yo debía emigrar a un cuerpo que estuviese cerca de morir. Aprovechar el envión de esa otra muerte y disolverme en esa finitura. No parecía difícil. En el asilo, no faltaría quien estuviese por morir.
–¿Quiere decir que voy a tener que fantasmearme en alguien?
–Irás a ejercer como xipoco.
–Déjame pensarlo –dije.
En el fondo, la decisión ya había sido tomada. Yo apenas fingía ser dueño de mi voluntad. Esa misma noche, estaba a punto de ser xipoco. En otras palabras, me transformaba en un pasa-noche1 viajando con la apariencia de algún otro. En el caso de reocupar mi propio cuerpo, sería visible solo de frente. Visto por detrás, no pasaría de un agujero. Un vacío desocupado. Desde la prisión de mi fosa, transitaba hacia la prisión del cuerpo. Tenía prohibido tocar la vida, recibir directamente el soplo de los vientos. Desde mi rincón, inluminoso, vería el mundo traslucir. Mi única ventaja sería el tiempo. Para los muertos el tiempo está pisando en las huellas de la víspera. Para ellos nunca hay sorpresa.
Al principio, aún me quedaba una duda: ¿ese halakavuma decía la verdad? ¿O inventaba, de tanto estar lejos del mundo? Hacía años que él no pisaba el suelo, sus uñas ya crecían dando varias vueltas. Si hasta sus patas tenían nostalgia del suelo, ¿por qué su cabeza no iba a imaginar locuras? Pero enseguida me fui dejando ocupar por la anticipación del viaje al mundo de los vivos.
Me llené tanto de esta voluntad que hasta soñé sin lluvia ni noche. ¿Qué soñé? Soñé que me enterraban debidamente, como mandan nuestras creencias. Yo moría sentado, la quijada sobre el balcón de mis rodillas. Descendía a la tierra en esa posición, mi cuerpo se apoyaba en la arena que habían retirado de un hormiguero. Arena viva, poblada de andanzas. Después me arrojaban tierra con la suavidad de quien viste a un hijo. No usaban palas. Apenas se servían de las manos. Se detenían cuando la arena me llegaba a los ojos. Entonces, clavaban a mi alrededor palos de acacia. Todo con aptitud de ser flor. Y para convocar la lluvia me cubrían de tierra mojada. Así yo me aprendía: un vivo pisa el suelo, un muerto es pisado por el suelo.
Y soñé aún más: después de medianoche, todas las mujeres del mundo dormían a la intemperie. No era solo la mujer viuda la que tenía prohibido abrigarse, como era habitual en nuestras creencias. No. Era como si todas las mujeres hubiesen perdido, en mí, a un esposo. Todas estaban manchadas por mi muerte. El luto se extendía por todas las aldeas como una niebla espesa. Las lámparas iluminaban el maíz, manos trémulas pasaban con el crisol del fuego entre los graneros. Se limpiaban los campos del mal de ojo.
Al día siguiente, en cuanto desperté me puse a sacudir al halakavuma. Quería saber quién era la persona que iba a ocupar.
–Es uno que está por venir.
–¿Uno? ¿Cuál?
–Es uno de afuera. Va a llegar mañana. –Y enseguida agregó–: Fue una pena no haberme acordado antes. Una semana antes y ya estaría todo resuelto. Hace unos poquitos días mataron a un pez gordo, en el asilo.
–¿Qué pez gordo?
–El director del asilo. Lo mataron de un tiro.
A causa de ese asesinato, venía desde la capital un agente de policía. Que me instalase en el cuerpo de ese inspector y seguro moriría.
–Vas a entrar en ese policía. Deja el resto por mi cuenta.
–¿Cuánto tiempo voy a estar allá, en la vida?
–Seis días. Es el tiempo para que el policía esté muerto.
Era la primera vez que yo saldría de la muerte. Por primera vez escucharía, sin el filtro de la tierra, las voces humanas del asilo. Oiría a los viejos sin que ellos me sintiesen jamás. Una duda me molestaba. ¿Y si me terminase gustando ser un pasa-noche? ¿Y si en el momento de morir por segunda vez me apasionara por la otra orilla? Finalmente, yo era un muerto solitario. Nunca había pasado de un pre-antepasado. Lo que me sorprendía era no tener recuerdos del tiempo que viví. Recordaba solamente ciertos momentos, pero siempre exteriores a mí. Recordaba, sobre todo, el perfume de la tierra cuando llovía. Viendo la lluvia escurriéndose por enero, me preguntaba: ¿cómo sabemos que este olor es de la tierra y no del cielo? Pero no recordaba, no obstante, ninguna intimidad de mi vida. ¿Será siempre así? ¿Los demás muertos habrían perdido la memoria privada? No lo sé. Con todo, en mi caso, esperaba acceder a mis privadas vivencias. Lo que quería recordar, muy mucho, eran las mujeres que amé. Le confesé ese deseo al pangolín. Él me sugirió, entonces:
–En cuanto llegues a la vida, quema unas semillas de calabaza.
–¿Para qué?
–¿No lo sabes? Quemar semillas hace recordar a amantes olvidados.
Al día siguiente, sin embargo, repensé mi viaje a la vida. Ese pangolín ya estaba un poco avejentado. ¿Podía yo confiar en sus poderes? Su cuerpo chirriaba como neumático en curva. Su cansancio derivaba del peso de su caparazón. El pangolín es como la tortuga: camina junto con la casa. De ahí su cansancio extremo.
Llamé al halakavuma y le comenté mi negativa a trasladarme al lado de la vida. Él tenía que entenderlo: la fuerza del cocodrilo es el agua. Mi fuerza era estar lejos de los vivos. Nunca supe vivir, ni siquiera cuando estaba vivo. Ahora, sumergido en carne ajena, yo sería roído por mis propias uñas.
–Ve, Ermelindo: el tiempo allá está bonito, mojado por las buenas lluvias.
Que fuese y arropase mi alma de verde. ¿Y si encontraba a una mujer y tropezaba con la pasión? El pangolín endulzaba la charla y se hacía el desentendido. Él sabía que no era tan fácil. Yo tenía miedo, el mismo miedo que tienen los vivos cuando se imaginan morir. El pangolín me aseguraba futuros pluscuamperfectos. Todo ocurriría ahí, en la mismísima terraza, debajo del árbol donde yo estaba enterrado. Miré el frangipani y sentí nostalgia anticipada de él. El árbol y yo nos parecíamos. ¿Quién, alguna vez, regó nuestras raíces? Ambos éramos almas alimentadas de rocío. El halakavuma sentía también gratitud hacia el frangipani. Señaló la terraza y dijo:
–Aquí es donde los dioses vienen a rezar.
* Salvo excepciones, que serán comentadas por el traductor en sus “Notas”, todas las palabras que aparecen en itálica figuran así en el original. Pertenecen a lenguas aborígenes de Mozambique y son explicadas por el autor en un “Glosario” al final del volumen (N. de los E.).