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4 LA PSIQUIATRÍA INVERSA

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MARZO DE 1953

Desde la cocina de su modesta casa de ladrillo, Audrey Brussel podía oír a su esposo sermonear a los pacientes con su voz trepidante en la consulta de arriba. Era demasiado expresivo —ebrio de apremiantes intuiciones y exhortaciones— para comportarse como el psicoanalista reservado que toma notas con frío desapego.

Sigmund Freud aún trabajaba en Viena cuando el doctor James A. Brussel se licenció en medicina por la Universidad de Pensilvania en 1929. Brussel se sentía muy cercano a la tesis principal de aquel gran hombre y convenía con la ortodoxia freudiana básica, pero era lo bastante joven como para desechar parte de los hábitos de la profesión en el Viejo Mundo. Por ejemplo, no utilizaba el clásico diván freudiano. Los pacientes de su consulta privada se sentaban en una ajada silla de cuero ante su rostro enjuto, con su fino bigote y su pelo peinado hacia atrás. «Es un rostro humano corriente», escribió después, «marcado por las huellas de muchos años».[1] Sus ojos saltones acentuaban su vehemencia. Junto a su codo humeaba una pipa que rara vez tocaba sus labios. Estaba demasiado ocupado hablando. Él no era de los que escuchan, era un hombre de acción.

Si durante sus peroratas decaía la atención de los pacientes, estos siempre podían distraerse mirando por la ventana el puñado de edificios de ladrillo con ventanas protegidas por barrotes del Hospital Estatal Creedmoor, un vasto centro psiquiátrico de 121 hectáreas situado en el distrito de Queens y en cuyo recinto se encontraba la casa del doctor Brussel, donde pasaba consulta. Como subinspector del Departamento de Salud Mental del estado de Nueva York, su tarea cotidiana consistía en supervisar el tratamiento de más de seis mil almas angustiadas en Creedmoor y otros psiquiátricos públicos de la ciudad de Nueva York y alrededores.

Recorrer los inacabables pabellones del Creedmoor era sumergirse en un mundo tétrico donde hombres de ojos hundidos se mecían de un lado a otro mientras se masturbaban sin reparo o arrojaban heces contra un muro. Chicas risueñas y tan bonitas como la reina de un baile de graduación orinaban sobre suelos de linóleo y luego se arrodillaban para extender los charcos con las manos. Algunos jóvenes aguzaban los oídos ante voces que les ordenaban apuñalar a sus padres hasta la muerte. Los viejos permanecían tranquilamente sentados durante horas y de pronto, sin previo aviso, se levantaban para golpear con violencia una radio o lanzar un cenicero a un celador. Matronas que parecían perfectamente equilibradas y serias mencionaban de pasada que llevaban muertas una década. Hombres de mediana edad espantaban enjambres de insectos invisibles y aseguraban que sus médicos eran en realidad asesinos.

Creedmoor se concibió a la manera de los asilos religiosos del siglo XIX. Los pacientes que tenían control sobre sí mismos cultivaban huertos y cuidaban del ganado en los extensos jardines que se veían por la ventana del doctor Brussel, interpretaban obras de teatro, tocaban en una orquesta de dieciocho miembros y trabajaban en cocinas y lavanderías gigantescas. El trabajo era terapéutico. El trabajo honrado otorgaba a las mentes perturbadas un mínimo de dignidad y autosuficiencia. No curaba a nadie, pero anclaba a los pacientes a la vida real y los distraía de terrores imaginarios.

Sin embargo, muchos estaban demasiado perturbados o catatónicos como para desherbar parcelas de zanahorias o dar conciertos. Era habitual que el personal de bata blanca sujetara a los esquizofrénicos con camisas de fuerza, los sedara con litio o los calmara al acostarlos suministrándoles dosis de un líquido marrón de fuerte olor llamado paraldehído. Los médicos también les inducían comas hipoglucémicos con inyecciones de insulina: así, los pacientes permanecían tumbados sin sentido hasta que los despertaba una fuerte subida de la glucosa. Cuando recobraban la conciencia solían estar más relajados y no mostraban signos de locura, al menos temporalmente (si bien no todos se despertaban del coma).

En 1952, el doctor Brussel autorizó la lobotomía, un procedimiento por el que su ideólogo, el neurólogo portugués Egas Moniz, recibió el premio Nobel en 1949. Se creía que la esquizofrenia, la depresión y la ansiedad aguda eran fruto de un conjunto de emociones, y los médicos habían observado que podían apaciguar a un paciente destruyendo el tejido nervioso de los lóbulos prefrontales. La operación consistía en practicar un par de agujeros en el cráneo e introducir una aguja en el cerebro. El informe anual del Creedmoor declaraba que esta práctica era «una prueba más del deseo de estar al corriente de las tendencias modernas en el cuidado de los pacientes».[2]

Puede que este procedimiento parezca una barbaridad, pero era todo cuanto tenía a su disposición el doctor Brussel hasta que llegaron los medicamentos que revolucionaron el tratamiento. A mediados de la década de 1950, Brussel y sus colegas de hospitales estatales empezaron a inyectar a los esquizofrénicos que tenían a su cargo un nuevo fármaco llamado clorpromacina (más conocido por su marca, Torazina). Nadie entendía muy bien cómo funcionaba ni por qué. Lo importante para el doctor Brussel era que bajo su influencia los pacientes estaban menos agitados, menos agresivos. Abría una vía de salida del psiquiátrico, un ínfimo resquicio en un mundo de oscuridad.

Torazina fue el primero de una oleada de nuevos psicofármacos: calmantes, ansiolíticos y estabilizadores del estado de ánimo. Aunque no eran la panacea, en muchos casos proporcionaban alivio de las alucinaciones y las voces fantasmales que susurraban a los afectados. Los pacientes a los que antes había que atar ya no sentían la necesidad de arrojar sillas ni de ahorcarse. Los médicos dejaron de atarlos para someterlos a tratamientos de choque o lobotomías. Por primera vez, aquellos enfermos podían afeitarse y encenderse un cigarrillo. Eran libres de pasear por el hospital sin vigilancia. Los medicamentos les devolvían la esperanza de una vida normal.

Años después se conocieron informes sobre hacinamiento y abuso en los sórdidos pabellones del Creedmoor, al igual que en otros psiquiátricos públicos, pero a mediados de la década de 1950 aquel hospital era un orgulloso ejemplo de la idea de que la psiquiatría liberaría al mundo de las tinieblas y la desesperación.

El doctor Brussel estaba a cargo de todo. Él y Audrey vivían en un conjunto de sencillas casas de ladrillo agrupadas en el recinto hospitalario, donde residían médicos, administrativos y sus familias en íntima relación, como el cuerpo docente en un campus universitario. Además de máximo representante del Creedmoor y de los otros hospitales psiquiátricos de la ciudad, Brussel también era una figura dominante cuando estaba fuera de servicio. En las fiestas que celebraban sus colegas médicos o el personal administrativo era siempre el más locuaz, el primero en decir algo ingenioso, el invitado más dispuesto a sentarse al piano a tocar una ronda de canciones. «Era un hombre que no se sentía feliz si no era el centro de atención», dijo su hijastro John Israel. «Dominaba la sala. Dominaba la conversación».[3] La del doctor Brussel siempre era la voz más sobresaliente de la estancia, y posiblemente la más enajenada. Había que disculpar a las nuevas amistades si lo tomaban por un paciente; era como si hubiera estado expuesto a una locura contagiosa en los pabellones. Sentado a la mesa y rodeado de invitados, daba de comer a un par de chillones periquitos metiéndose trozos de comida entre los dientes para que se los arrancaran vigorosamente con el pico. Esas extrañas sesiones alimentarias generaban un caótico batir de alas en un hogar en el que, por lo demás, reinaba un orden neurótico. Brussel colocaba de manera obsesiva lápices de afilada punta en tazas según su tamaño e indicaba a su esposa cómo peinarse, cómo vestir y qué amistades frecuentar.

El doctor Brussel imaginaba peligros que amenazaban su mundo primorosamente ordenado y se protegía llevando encima a todas horas un revólver corto cargado, que portaba en su maletín cuando iba en tren a su consulta de Broadway y cuando hacía las rondas de los hospitales mentales para entrevistar a maníacos y melancólicos. Brussel nunca dijo quién creía que podía atacarle, aparte de los adictos a la metadona que a veces lo atosigaban para obtener recetas.

«Nunca he disparado contra nadie mi Iver Johnson del 32», dijo. «Pero nunca lo tengo lejos cuando atiendo a mis pacientes en mi consulta del centro de Manhattan o en las visitas a domicilio. Y, créanme, si alguna vez tengo que disparar, lo haré».[4]

Sin embargo, no desdeñaba usar el arma para dar un golpe de efecto. Cuando impartía un curso de investigación sobre psicología criminal en la Universidad Yeshiva se puso de pie sobre un pupitre y blandió la pistola en el aire para recabar la atención de los alumnos. Tampoco su adicción contribuía a su equilibrio mental: en su maletín y en los cajones de su escritorio guardaba ampollas de Demerol, un adictivo opiáceo que se inyectaba en el muslo con un asombroso desprecio por la intimidad.

El doctor Brussel era un producto de la década de 1950, una época de artistas inquietos como Jack Kerouac y Jackson Pollock. También sufría de agitación y era muy prolífico. Por las noches, cuando acababa de supervisar el tratamiento de psicóticos y maniacodepresivos, se sentaba en su consulta de la planta superior de su casita de ladrillo a componer resmas de crucigramas para The New York Times y Herald Tribune en papel cuadriculado que hacía él mismo trazando compulsivamente cuadrículas sobre folios en blanco. Hora tras hora emborronaba las páginas con palabras y listas de pistas: Diosa de la paz. Músculo del cuello. Grupos de esporas. Material para fabricar cañerías. Carretera romana. Bebida meliflua. Procrastinadores. Cordilleras glaciares. Epíteto de Hemingway. Carrera de Esopo.

El doctor Brussel poseía una extraordinaria agilidad mental y una gran facilidad para entrelazar pistas. Creó tantos crucigramas que se vio obligado a publicarlos con tres nombres distintos para que su firma no resultara omnipresente y dio rienda suelta a su inventiva, siempre excéntrica e irrefrenable, en canciones, viñetas y originales escritos. Compuso una opereta titulada Dr. Faustus of Flatbush, que fue acogida con alborozo en una convención psiquiátrica, y publicó su psicoanálisis de Dickens y Van Gogh. Vio en Chaikovski signos de complejo de Edipo y cuando analizó a Mary Todd, la esposa de Lincoln, concluyó que era una «psicótica con síntomas de alucinaciones, delirio, pánico, depresión e intenciones suicidas».[5]

Los psiquiatras solían presentarse como científicos solemnes. Brussel era más bien un letrista de vodevil. Entre las serias disquisiciones sobre la transferencia y los trastornos disociativos de Psychiatric Quarterly publicó este poemilla sobre las enfermedades psicosomáticas:

El salvaje epiléptico,

el cascarrabias dispéptico, el niño con difteria o con viruela,

el bilioso hepático. . .

son psicosomáticos, no pueden soportar la realidad.

¡Hurra por ese ismo

que entre cuerpo y mente cierra el abismo —¡qué candente, ea!—!

¿Acaso todo lo errático

debe ser psicosomático? ¡Caramba! ¿Hay algo que no lo sea?[6]

Brussel se ocupaba especialmente de la ingrata e inacabable tarea de cuidar de los miles de enfermos crónicos alojados en hospitales psiquiátricos estatales. «Existen riesgos en relación con otros pacientes», escribió a modo de queja en Psychiatric Quarterly. «Hay parientes insatisfechos que, no viendo ninguna mejora —o viendo quizá un empeoramiento— del estado de un paciente, transmiten informes desfavorables a la comunidad; hay asuntos administrativos y económicos, y consideraciones de un personal distraído y agobiado, constantemente amenazado por la violencia física».[7]

No es de extrañar que el doctor Brussel complementara la monótona rutina de la supervisión, y su sueldo de burócrata, con una consulta privada de psicoanálisis. Este campo estaba en auge, sobre todo en Nueva York, donde la última moda era tenderse en un diván freudiano hasta cinco veces por semana. Los psicoanalistas con perilla y acento austríaco que huyeron de Viena durante la invasión nazi de 1938 gozaron en Nueva York de una acogida digna de la realeza europea. Aquellos emigrantes ocuparon prestigiosos puestos académicos, crearon fundaciones dedicadas al psicoanálisis y ofrecieron sus servicios a pacientes embelesados desde Waverly Place hasta Park Avenue. «Para los seguidores del movimiento, era como si el Vaticano y sus cardenales hubieran trasladado la Santa Sede de Roma a Manhattan»,[8] escribió el doctor Jeffrey A. Lieberman, profesor de psiquiatría de la Universidad de Columbia.

La teoría freudiana hacía hincapié en la realización personal y la importancia del sexo, un mensaje perfecto para los neoyorquinos de ideas progresistas de la década de 1950. Los intelectuales en particular cayeron en las redes del psicoanálisis. Famosos como Marilyn Monroe y Vincente Minnelli se sometieron a terapia, y en las cenas del Upper West Side los invitados hablaban abiertamente del análisis y de la proyección de sus sueños.

El trasfondo era este: Roosevelt y Eisenhower habían vencido al fascismo, y los psicoanalistas eran los nuevos héroes liberadores de los oscuros demonios de la mente. «El psicoanálisis flotaba en el aire como la humedad o el humo», escribió Anatole Broyard en sus memorias de la Nueva York de la década de 1950. «Casi podías olerlo. Las altas esferas se habían trasladado a Nueva York en una suerte de contrainvasión, un plan Marshall alemán».[9]

El doctor Brussel ocupaba una posición de escaso prestigio en comparación con los psicoanalistas con acento extranjero de Park Avenue. Era un funcionario de salud mental nacido en Brooklyn con una mediocre consulta privada complementaria. Algunos pacientes solo acudían a él porque necesitaban su firma para solicitar ayudas por discapacidad. Él mismo carecía de formación psicoanalítica: confiaba en sus excéntricos métodos. Había llegado a la cincuentena, ¿y qué había conseguido?

Con todo, y al margen de sus frustraciones, el doctor Brussel era sumamente inteligente y ambicioso. «Cuando te sentabas con él», dijo su hijastro John Israel, «sentías su energía».[10] Era lo bastante listo como para reconocer que la psiquiatría podía hacer mucho más que sosegar a las almas perturbadas hacinadas en los pabellones del Creedmoor y atender a los neuróticos del Upper West Side. ¿Por qué no podían aplicar los médicos aquella nueva manera de comprender la mente para ayudar a resolver problemas sociales y políticos?

Según el doctor Brussel, la psiquiatría ya había demostrado que podía contribuir a solucionar los acuciantes problemas de la época. En las primeras etapas de la Segunda Guerra Mundial, Wild Bill Donovan, el osado director de la Oficina de Servicios Estratégicos, la agencia de inteligencia en tiempos de guerra, entabló amistad con Walter C. Langer, un psiquiatra de Cambridge (Massachusetts), que había estudiado en Viena con la hija de Freud, la doctora Anna Freud, durante la invasión nazi inicial en la década de 1930. Donovan y Langer debatieron sobre las posibilidades de la guerra psiquiátrica durante sus exclusivos desayunos en la casa de Donovan en Georgetown. Cuando la guerra entró en su fase final, Donovan hizo a Langer una petición específica: ¿podía determinar cómo reaccionaría Hitler cuando las tropas rusas y americanas asediaran Berlín?

Durante los meses siguientes, Langer y tres investigadores buscaron pistas en los escritos y discursos del Führer. Entrevistaron a una docena de conocidos de Hitler, entre ellos la princesa austríaca Stephanie Julianne von Hohenlohe, detenida en Estados Unidos bajo la sospecha de espionaje, y a un oficial nazi desafecto llamado Otto Strasser, y estudiaron el miedo de Hitler a los caballos, la luz de la luna y la sífilis, su aversión al contacto físico con mujeres y su obsesión por los lobos, las cabezas cortadas y las películas pornográficas. Gracias a su conocimiento de pacientes con patologías similares, Langer pronosticó cómo se comportaría Hitler a medida que se deterioraba su mente y a finales de 1943 entregó en persona su informe de ciento treinta y cinco páginas en casa de Donovan, pues lo consideraba un material demasiado sensible como para confiárselo a un mensajero. Había llegado a la conclusión de que Hitler no tenía «una sola personalidad, sino dos que cohabitan en el mismo cuerpo. Una es muy tierna, sentimental e indecisa. La otra es dura, cruel y resuelta. La primera llora la muerte de un canario; la segunda grita que no habrá paz en el mundo hasta que cuelgue un cadáver de cada farola».[11]

Según el análisis de Langer, la salvaje campaña de Hitler, la guerra mundial entera, era un intento de «compensar su vulnerabilidad acentuando sin tregua su brutalidad y crueldad [. . .] pues solo de este modo puede demostrar que no es un blandengue».[12]

Langer predijo acertadamente que la ira de Hitler aumentaría a medida que los aliados fueran ganando batallas. Tal vez se sacrificara en el campo de batalla cuando la derrota pareciera inevitable, pero el suicidio era «la salida más plausible».[13]

Dieciocho meses después de que Langer entregara su informe en la puerta de Donovan, Hitler dio a Eva Braun una cápsula de cianuro y luego se disparó un tiro en un refugio aéreo bajo su cancillería, mientras las tropas del Ejército Rojo se abrían paso en Berlín y los soldados estadounidenses avanzaban por el oeste. El informe de Langer demostró que la psiquiatría podía desempeñar un papel en los acontecimientos mundiales.

El doctor Brussel había visto de cerca la mezcla brutal de locura y guerra. En las últimas fases del conflicto viajó como psiquiatra a bordo del Queen Mary, requisado para el esfuerzo bélico, que surcaba el Atlántico de una orilla a otra para transportar a casa un total de quince mil exhaustos combatientes americanos y llevar de vuelta a Europa prisioneros alemanes e italianos para su repatriación. En ambas direcciones tuvo que atender a soldados heridos y con neurosis de guerra. Jamás presenció una batalla, pero conocía bien sus nefastas consecuencias. En una de las travesías hacia el este, unos marineros estadounidenses tiraron por la borda a un alemán y lo dejaron ahogarse. En otra ocasión se solicitó la presencia del doctor en un pequeño barracón donde un teniente se había metido en la boca un Colt 45 y había apretado el gatillo. «No quedaban restos de cabeza en el cadáver», recordó después. «Lo que había sido la cabeza estaba literalmente pulverizado por las paredes y el techo. Aunque soy médico, y como tal estoy más o menos acostumbrado a ver sangre, aquella espantosa escena me hizo un nudo en el estómago. Me persiguió durante mucho tiempo».[14]

Casi todas las mañanas, el doctor Brussel viajaba en el ferrocarril de Long Island hasta la estación de Pensilvania y luego en metro hasta las oficinas del Departamento de Salud Mental, situadas frente al ayuntamiento en el Lower Manhattan, al otro lado de Broadway. En su maletín llevaba el Iver Johnson del 32 y el invariable sándwich de requesón que tomaba para almorzar con un vaso de leche desnatada y, mientras el tren traqueteaba por Douglaston, Bayside y Flushing, asimilaba las grandes noticias del día en el The New York Times y el Herald Tribune: la ejecución de los Rosenberg, las audiencias de McCarthy o las primeras pruebas nucleares en el desierto de Nevada. Su naturaleza dogmática le llevó a enviar una serie de cartas discrepantes y puntillosas al director de The New York Times sobre un amplio abanico de temas: la reforma judicial, los exámenes de acceso a la administración pública, los peligros de la marihuana, los orígenes de la gota o la política de Oriente Próximo.

Como la mayoría de los neoyorquinos, el doctor Brussel siguió la historia de F. P., el artífice de las bombas en serie, narrada con titulares cada vez mayores a medida que crecía el número de explosiones: en cines y estaciones, y en la biblioteca pública. Pero alguien con la inquietud intelectual de Brussel no podía contentarse con ser un funcionario de alto nivel y un prolífico crucigramista. Cuando el relato del Loco de las Bombas empezó a ganar espacio en la prensa neoyorquina, su talento de crucigramista y sus dotes para el diagnóstico se pusieron en marcha, y empezó a jugar con la idea de que podría identificar al misterioso F. P. aplicando los «principios de la psiquiatría común a la inversa».

Lo habitual es que los psiquiatras evalúen a sus pacientes y consideren cómo reaccionarán ante las dificultades que la vida ponga en su camino: conflictos con un jefe u otras figuras de autoridad, frustraciones sexuales, una humillación en el trabajo o la pérdida de un progenitor. Mientras leía los artículos sobre el Loco de las Bombas, el doctor Brussel empezó a preguntarse si podría «invertir los términos de la profecía».[15] En lugar de partir de una personalidad conocida y anticipar su comportamiento, como había hecho Langer, tal vez pudiera partir del comportamiento del individuo y deducir qué clase de persona era. En otras palabras, Brussel trabajaría al revés, de manera que la conducta de F. P. definiera su identidad: sexualidad, raza, aspecto, historia laboral, tipo de personalidad y, lo más importante, los conflictos internos que lo habían abocado a su violento pasatiempo. «Solo era mi manera de aplicar lo que había aprendido sobre la gente en mis años de estudio y cuestionamiento», dijo, «y de dar un paso en el camino hacia el desentrañamiento del gran misterio del comportamiento humano».[16]

El doctor Brussel la llamó psicología inversa. Hoy la llamamos perfilación. Pero, sea cual sea su nombre, en la década de 1950 era un concepto que aún no se había puesto a prueba. Nadie había elaborado el perfil de un delincuente. Al menos no en la vida real.

Los únicos modelos con que contaba el doctor Brussel eran investigadores de ficción, en especial C. Auguste Dupin, el solitario detective amateur de familia ilustre venida a menos creado por Edgar Allan Poe en la década de 1840 para resolver misteriosos asesinatos ingeniosamente enrevesados en los sórdidos confines del París decimonónico. Con Dupin, Poe inició el género policíaco mucho antes de que las novelas negras se consumieran como caramelos. Dupin fue el primer criminólogo, un maestro canalizador de la mente psicótica y antecesor de Sherlock Holmes y Hércules Poirot. Al igual que Holmes, Dupin poseía un asombroso talento analítico. Ambos podían deducir todo un trasfondo a partir de unos cabellos, un arañazo, ropa hecha jirones y otros detalles observables que desconcertaban a la policía.

Dupin triunfa como detective porque comprende el punto de vista del criminal. En Los crímenes de la calle Morgue, Poe escribió que Dupin «penetra en el espíritu de su oponente, se identifica con él y con frecuencia alcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces absurdamente sencillo) por el cual puede provocar un error o precipitar a un falso cálculo».[17]

Para obtener una perfilación en la vida real, el doctor Brussel tenía que colarse en la conciencia del sospechoso, como hacía el Dupin literario. Sabía que los actos de todo asesino en serie, por muy depravados que sean, se guían por la lógica. Él tenía que descodificar aquella lógica oculta, como en los intrincados crucigramas que confeccionaba. Si llegaba a entender la lógica del delincuente, podría hallar el camino hacia su mente. Percibiría sus motivaciones y patrones de pensamiento.

El doctor Brussel disponía de mucho tiempo para jugar con esas posibilidades durante su viaje diario al trabajo mientras contemplaba las colinas de Queens que descendían ondulantes hasta las serenas aguas del estrecho de Long Island. Pero adoptar la retorcida lógica de un hombre como el Loco de las Bombas quizá no bastara para atraparlo. Hacía falta algo más: un salto comprensivo, una premonición, un presentimiento, una corazonada. Al igual que Freud, el doctor se consideraba un científico que confiaba en el análisis lógico, pero también apreciaba el valor de la intuición, como explicó después:

La mente almacena cantidades ingentes de información a lo largo de los años, pero no toda esa información es accesible al proceso de pensamiento consciente. Parte de ella subyace bajo la superficie. Es conocimiento, pero no lo percibes de forma consciente. No obstante, de vez en cuando, se deja sentir: produce un destello de saber repentino y bastante misterioso. Una corazonada. No sabes de dónde viene ni estás seguro de poder confiar en ella, pero está en tu mente y exige con insistencia que la contemples. ¿Qué haces con ella? ¿Descartarla o usarla? He ahí la elección. En general, yo uso esos destellos de intuición siempre que sean coherentes con otra información que tenga a mano.

No se sabe muy bien hasta qué punto la historia del Loco de las Bombas fomentó su interés por la psicología inversa, pero sabemos que Brussel siguió de cerca las noticias sobre él en la prensa. El 7 de marzo de 1953 por la mañana debió de haber leído las del último golpe de F. P: la explosión en una taquilla en la planta baja de Grand Central. Habría asimilado la descripción del humo flotando en los pasillos, el pánico de los viajeros y la llegada en tromba de la Brigada de Explosivos.

«Al igual que el resto de neoyorquinos, había seguido el caso del Loco de las Bombas», escribió más tarde. «Sentía curiosidad por ese extraño hombre. Me preguntaba qué clase de persona sería. Me había suscitado varias teorías tentadoras, pero no había contemplado ninguna en serio porque no me habían solicitado que lo hiciera».[18]

Además, estaba muy ocupado con su consulta privada y las exigencias de su trabajo como subinspector de salud mental en una ciudad donde a menudo la mitad de la población parecía estar loca.

«Tenía personas reales a las que atender», dijo, «no fantasmas».

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