Читать книгу Incendiario - Michael Cannell - Страница 8
1 UN ÁNGEL JUSTICIERO
ОглавлениеOCTUBRE DE 1951
Cinco años antes, la tarde del 22 de octubre de 1951, F. P. recorrió unos ciento cuarenta y cinco kilómetros de la Taconic Parkway en su Daimler, respetando escrupulosamente el límite de velocidad. Si un agente de tráfico lo hubiese detenido, habría podido sospechar, cachearlo y descubrir el pesado objeto que llevaba en el bolsillo del abrigo.
En los primeros días de su campaña de bombas, F. P. viajó a Manhattan en tren y tuvo la insoportable sensación de llamar excesivamente la atención. Era uno de los pocos hombres a bordo tras la hora punta de la mañana. Las mujeres, vestidas para ir a almorzar en la ciudad o asistir a una sesión de cine matinal, le lanzaron miradas recelosas, y el revisor se entretuvo demasiado al validar su billete, como para memorizar sus rasgos. O eso pensó F. P.
Aparcó el Daimler en Riverside Drive cerca de la calle Noventa y seis, como de costumbre, y permaneció en su asiento mientras vertía pólvora muy lentamente de una botella a un trozo de tubería que sujetaba entre sus zapatos de cuero con cordones. Había esperado hasta entonces para montar la bomba a fin de reducir las posibilidades de que se produjera una explosión accidental de camino a la ciudad.
Luego echó a andar entre los sobrios edificios de oficinas que se alzaban hombro con hombro en la periferia del centro. Los escaparates rebosaban de artículos —lustrosos zapatos de cordones y trajes de lana, muebles de salón daneses, televisores DuMont en armarios de madera oscura— que F. P. contemplaba como quien codicia cosas que nunca tendrá, mientras la multitud le rozaba al pasar por la acera, lo que aumentaba su sensación de invisibilidad. Durante todo ese tiempo la bomba en marcha latía como un corazón mecánico en el bolsillo de su abrigo.
En breve, la primera oleada de trabajadores desfilaría hacia el este en dirección a la estación Grand Central para tomar los trenes a las ciudades de los alrededores, como Bedford, Rye o Darien. Allí les aguardarían cubiteras tintineantes y el tierno abrazo de sus hijos en casas de estilo ranchero cercadas por las rojizas hojas de octubre. A F. P. no le esperaban esas alegrías. No tenía empleo. No tenía casa propia. No tenía el calor de una familia. No tenía ninguno de esos consuelos que veía en la televisión o en los anuncios de la revista Life. En su lugar alimentaba un rencor insaciable por un agravio y la creciente convicción de que él, y solo él, había sido elegido para ser un gran vengador, un ángel justiciero.
Apostado en la esquina de la calle Cuarenta y tres con Broadway, F. P. veía resplandecer el llamativo neón de Times Square palpitando encima de él. Cigarrillos Camel. Electrodomésticos Admiral. Chevrolet. Las vallas publicitarias relucían y parpadeaban con la potencia de un millar de bombillas, como para compensar la melancolía de la tarde moribunda.
En el lado oeste de Times Square se alzaba un viejo palacio del cinema de recargada decoración llamado Paramount, con una colosal marquesina que parecía el remate de una cómoda en la fachada. Cuatro años después iba a alojar uno de los primeros conciertos de rock-and-roll, con Chuck Berry y otros artistas, que produjo el disc-jockey Alan Freed, pero en 1951 aún era una anticuada sala de cine dotada de un Wurlitzer que tocaba temas populares antes de los noticiarios y los tráileres.
El vestíbulo estaba prácticamente vacío cuando F. P. se internó entre sus blancas columnas de mármol y arañas de cristal para comprar una entrada para ver El poder invisible, una película de gánsteres sobre un policía que se infiltra en el ambiente de los muelles. Era la última aportación al cine negro que retrataba a los tipos duros y los chanchullos de los muelles de la ciudad. En el vestíbulo, un cartel mostraba a tres hombres con grueso rostro de mafioso sobre el eslogan: «Cruel, ingeniosa y fría como el hielo».
F. P. parecía de todo menos cruel o ingenioso. Vestido con un anodino traje y corbata, nada en él habría despertado sospechas en el empleado de la entrada. Era un ejemplo casi perfecto de hombre insulso de cuarenta y ocho años, robusto sin ser gordo, con gafas de montura dorada, una ligera papada y el cabello ralo de color indefinido peinado con un formal tupé. Era un ser corriente y moliente de pies a cabeza, como si la vida no hubiera logrado dejarle una marca inconfundible.
«Es el ejemplo perfecto de hombre al que no reconocerías la segunda vez que lo vieras»,[1] dijo un conocido suyo. Nada en sus modales sugería lo que se cernía sobre él. Nada delataba un ápice de sus ideas asesinas.
Se sentó en una zona vacía hacia el centro de la platea, a cierta distancia de los otros espectadores que integraban la escasa concurrencia del atardecer. Las luces se atenuaron, conminando así al público al silencio. En la gran pantalla empezó la película: llueve a cántaros en la calle Sesenta y tres Oeste; en una casa de empeños, el detective Johnny Damico regatea por unos pendientes que quiere regalar a su novia; de vuelta a casa, oye unos disparos y ve un cuerpo boca abajo en la húmeda calle vacía; un hombre con gabardina está de pie junto a la víctima con un revólver; el hombre le muestra una reluciente placa y se identifica como el teniente Henderson del Distrito 21; Henderson dice que se acercará a una cafetería próxima para telefonear a comisaría e informar del tiroteo, pero en vez de ello huye por la puerta de atrás.
También para F. P. había llegado el momento de huir. Se levantó y salió arrastrando los pies por el pasillo como si fuera al servicio de caballeros, dejando la bomba atrás, y se alejó a pie sin ser visto bajo el fulgor parpadeante de Times Square.