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1. ESCENARIO

Colombia es un país extraño y hermoso. Sus costas sobre el mar Caribe y el océano Pacífico —ventaja única en América del Sur— le brindan acceso favorable al mundo y al comercio, pero las ciudades portuarias colombianas son remotas e inaccesibles para la gran población del interior. Tres verdes cordilleras resaltan el carácter andino de la nación y albergan al 90 % de la población, mientras que las vastas llanuras tropicales y selvas del oriente están escasamente pobladas. Dos importantes ríos encajonados entre las cordilleras andinas —el Cauca y el Magdalena—, así como las tierras bajas costeras, los llanos y las enormes selvas amazónicas, subrayan la latitud tropical de Colombia. Sus recursos naturales (fértiles y bien regadas tierras agrícolas y de pastoreo, oro, esmeraldas, petróleo, carbón) representan un abundante potencial de riqueza y desarrollo, pero la mayoría de los colombianos son pobres. Colombia, aproximadamente del tamaño de Francia, España y Portugal combinados, es más fértil, rica y físicamente cautivadora que sus vecinas latinoamericanas, pero pocos la envidian, ya que es una nación profundamente dividida y atribulada.1

Su geografía ha fomentado un fuerte regionalismo que refuerza las actitudes provinciales y tradicionales, pues frustra la integración nacional y el desarrollo liberal moderno. La conservadora Iglesia católica ha fortalecido las actitudes tradicionales al tiempo que desempeña un papel activo en la vida diaria e institucional. La Iglesia se ha entrometido activamente en la política partidista, apoyando a los conservadores más que a los liberales, partidos creados y enmarcados ambos por el siglo XIX y de lenta adaptación a los desarrollos del siglo XX. El Estado es débil en los niveles local, departamental y nacional, mientras que la economía, por lo general, ha sido fuerte. La violencia acosa a muchas regiones y a sus habitantes que ladrones, bandidos, guerrillas, escuadrones paramilitares y fuerzas gubernamentales intimidan. Los colombianos no pueden contar con las instituciones (políticas, económicas, judiciales) para que protejan ni sus intereses ni sus vidas. En un ambiente tan tenso e inestable, los individuos confían más en la familia y los amigos como pilares de apoyo, confiriendo a las relaciones primarias la calidez de la que a menudo carecen en los eficientes Estados Unidos. En resumen, Colombia es un país hermoso y rico, pero que también puede ser bastante violento y estar lleno de inseguridad.2

Un reciente libro sobre la cultura y las costumbres de Colombia señala la importancia del regionalismo, el tradicionalismo y la Iglesia católica en la sociedad colombiana, al comentar la enorme popularidad del Concurso Nacional de Belleza Señorita Colombia. Los autores afirman que “la belleza femenina es muy apreciada en Colombia, quizás de manera más visible que en cualquier otra nación occidental”.3 Aunque diversos pueblos de las Américas y algunos de Europa podrían refutar esta afirmación, una mirada atenta a cómo la geografía y la historia colombianas han configurado la cultura regional revela en parte por qué la belleza ha sido tan importante para la identidad colombiana.

El terreno tropical y montañoso de Colombia divide en lugar de unir a la población. En el periodo colonial, las tierras bajas tropicales eran malsanas e inhóspitas, lo que dificultaba el asentamiento. Vastas, escarpadas y abruptas, las cordilleras andinas tendían a atraer a la gente a los focos de tierra templada y arable en su interior. Gran parte de las elevaciones medias y bajas de las cordilleras andinas poseen tierras fértiles y bien irrigadas que promovieron la fundación de pueblitos y ciudades autosuficientes. Las tierras disponibles en las laderas superiores e inferiores les permitían a los agricultores cultivar prácticamente todo cuanto sus aldeas necesitaban, lo que hacía innecesario el comercio a larga distancia y frenó el desarrollo del comercio nacional.

La geografía hacía el comercio difícil y costoso; mulas de carga y seres humanos bregaban por caminos escarpados y transportaban gran parte de los bienes en el área andina, mientras que en el río Magdalena, la arteria principal que une al centro de Colombia con los puertos del Caribe, había que lidiar con las aguas poco profundas y serpenteantes, los zancudos y las intermitencias de la navegación fluvial.4 La combinación de esta geografía rota y diversa y el asentamiento humano en pueblos pequeños y autosuficientes, particularmente en las salubres elevaciones medias de la región andina, tendió a reforzar las costumbres y lealtades locales, en vez de promover una orientación más nacional o internacional. Sin embargo, en cada una de las cuatro principales regiones de Colombia —la costa Caribe, la costa Pacífica, la región andina y las tierras bajas del oriente—, las tradiciones populares se mantuvieron en el tiempo, protegiendo así las actitudes autóctonas, como la definición de belleza, de la fácil suplantación por parte de las modas importadas.

La costa Caribe de 1600 km de largo, la zona de Colombia más abierta al intercambio internacional, contiene una serie de regiones distintas. La remota y árida península de La Guajira tiene pocas carreteras e infraestructura, y alberga grupos dispersos de indígenas wayús. Más al sur y al oeste se encuentra el hogar de los indios koguis y wiwas en la cordillera costera más alta del mundo, la Sierra Nevada de Santa Marta, con picos de hasta 5800 metros de altura. Debajo de sus picos siempre cubiertos de nieve se encuentra la ciudad colonial más antigua de Colombia, Santa Marta, y Aracataca, el pueblo natal de Gabriel García Márquez, el autor moderno más famoso de este país; así como la enorme ciénaga que resguardó del tiempo y del mundo su quimérica ciudad costera, Macondo, en su brillante novela Cien años de soledad.5

En la desembocadura del río Magdalena se encuentra Barranquilla, históricamente importante puerto de entrada para las ideas modernas y los productos que importa la nación, y ahora es una ciudad de más de un millón de habitantes. Aunque Barranquilla es más grande y está más ocupada, Cartagena ha mantenido obstinadamente su reputación de ciudad colonial y aristocrática cuyas murallas protegían sus pintorescas casas y calles estrechas de las aguas circundantes y de los piratas que aparecían en ellas.6

La atmósfera evocadora y digna de Cartagena se asemeja en ambiente y carácter a Nueva Orleans, Luisiana, ya que ambas ciudades se han convertido en destinos de juerga y turismo, en parte porque fueron puertos internacionales del comercio de esclavos, pigmentario negocio transatlántico que transformó sus respectivas sociedades explotando a la multitud morena y enriqueciendo a unos pocos blancos. Ciudades como Cartagena y Nueva Orleans reconfiguraron las sociedades americanas mediante la introducción de millones de africanos a la América colonial, creando así sociedades multiétnicas de rango y orden desiguales pero donde las nociones de belleza a menudo chocaban y a veces se fundían. Hoy en día, el Concurso Nacional de Belleza se lleva a cabo en la encantadora Cartagena, ciudad en la que miles de afrocolombianos participan de sus propias celebraciones populares y en las actividades oficiales del certamen nacional. Sin embargo, solo hasta 2001 la primera mujer afrocolombiana ganó el título nacional.

La costa Caribe al suroccidente de Cartagena tiene mucho en común con la costa Pacífica: es rural, pobre, subdesarrollada y, en gran parte, está olvidada por el Gobierno colombiano. La región del Chocó une ambas costas junto a la actual frontera con Panamá. En el periodo colonial, se obligó a los esclavos africanos e indígenas a trabajar en los ricos yacimientos de oro y platino de la región, dejando a su paso una sociedad triétnica como la de la costa Caribe, pero más africana en su origen; casi el 90 % de la población actual del Chocó es de ascendencia africana, lo que la convierte en una cuna importante, pero ampliamente ignorada, de la cultura afrocolombiana. Se dice que la biodiversidad de las selvas tropicales de esta zona rivaliza con la de las selvas semejantes de la Amazonía, con doce metros de lluvia al año en ciertas zonas. Los caminos, las escuelas, la electricidad y el agua potable son escasos, mientras que abundan los zancudos, la malaria, la disentería, las guerrillas, las corporaciones extranjeras explotadoras y los contrabandistas. Más al sur, Buenaventura es la mayor ciudad y el puerto más importante de la costa Pacífica, y el único punto a lo largo de un tramo costero de 1300 km unido al interior por una carretera pavimentada.7

Cruzando la relativamente baja Cordillera Occidental desde Buenaventura se llega a Cali que, junto con Cartagena, Medellín y Bogotá, es un importante centro urbano para este estudio.8 Cali se encuentra en el amplio y fértil Valle del Cauca, antaño lleno de plantaciones de caña de azúcar que trabajaban esclavos africanos. Cali prosperó y creció a mediados del siglo XX, convirtiéndose en una “ciudad alegre” y hogar de las mujeres más bellas de Colombia, según los propagandistas de la ciudad. Un dicho popular de la época colonial destacaba la relación entre la geografía local y la belleza en el valle del Alto Cauca: “Para granizo, Guanacas; para viejas, Timaná; para muchachas bonitas, Cali, Buga, y Popayán”.9 Los magnates del azúcar del pasado y las actuales élites industriales y financieras han mantenido a la orgullosa aristocracia blanca por encima de los pobres habitantes urbanos afrocolombianos y las comunidades indígenas de las montañas circundantes.10 Más al sur, la bucólica Popayán comparte con Cali una tradición de élite aristocrática, pero construida más sobre cimientos coloniales e indígenas. Pasto es el ancla urbana del sur de los Andes colombianos, capital de un departamento con fuertes raíces indígenas y realistas, y por consiguiente el lugar suele ser blanco de la mayoría de los chistes colombianos.11

Hacia el nororiente de Cali se encuentra la zona cafetera de Colombia, región conocida por su rico suelo, laboriosos agricultores, y desastres naturales y humanos. La zona cafetera fue testigo de algunos de los peores enfrentamientos y masacres durante La Violencia, y en 1985 la erupción del volcán más alto de la Cordillera Central, el Nevado del Ruiz (5389 metros), produjo deslizamientos de lodo y la muerte de por lo menos 23 000 personas. Los frecuentes terremotos les recuerdan a los habitantes de la región la incertidumbre de vivir cerca de un punto caliente del cinturón de fuego del Pacífico.

Medellín, al norte de la principal zona cafetera, es un importante centro comercial e industrial del centro-occidente de Colombia, que sirve como mercado para el café del sur y la riqueza mineral de Antioquia y del Chocó. También es la comunidad industrial y manufacturera más desarrollada del país. Esta ciudad se encuentra en un extenso valle rodeado de cordilleras andinas; su clima primaveral alienta a sus emprendedores residentes a vestirse de una manera más informal y cómoda que los bogotanos, más formales y abotonados. Los antioqueños o paisas, habitantes del extenso departamento que rodea a Medellín, tienen la reputación de ser más modernos, independientes, industriosos e igualitarios que sus principales competidores de Bogotá en el liderazgo nacional.12

Más reservados y formales que sus rivales paisas, los habitantes de la fría, húmeda y nublada Bogotá han gozado por mucho tiempo de una posición de relevancia, si no de liderazgo, sobre gran parte del resto del país. Proverbial capital política, Bogotá es la ciudad más grande e importante del país. Es el centro del arte, los medios de comunicación y la educación, importante núcleo comercial y sede de la burocracia y las instituciones nacionales. Aunque los costeños bromeen acerca del tono gris y sombrío de la ciudad y sus habitantes, y los paisas desafíen la supuesta arrogancia de los dictados de la capital, tanto los colombianos como los extranjeros deben lidiar con Bogotá si quieren comprender o prosperar en Colombia.

Étnicamente, muchos residentes urbanos de Bogotá (y de los departamentos circundantes de Cundinamarca, Boyacá y Santander) se consideran a sí mismos españoles, distanciándose por ende de las poblaciones indígenas y mestizas del campo socialmente subordinadas y de la mayoría de las sociedades afrocolombianas de las regiones costeras. Sin embargo, independientemente de la presunta tutela política o racial de Colombia, las élites nacionales no han logrado construir desde Bogotá un gobierno soberano y legítimo. La capital solo ha ejercido de manera esporádica y débil su posición nacional central sobre los pueblos y las regiones distantes y diversas que supuestamente lidera.13


FIGURA 1.1. Colombia (relieve sombreado), 2008

Fuente: Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. En Colecciones Cartográficas Perry-Castañeda, Bibliotecas de la Universidad de Texas.

Al norte de Bogotá, en el departamento de Santander, los viajeros en la década de 1830 destacaron la belleza de las mujeres en las ciudades de Socorro y Piedecuesta. Santander era una zona bastante próspera en ese entonces, con exportaciones de tabaco y sombreros de paja que aumentaban el poder adquisitivo de hombres y mujeres. La menor elevación de la zona, su salida al río Magdalena y las rutas comerciales hacia Venezuela combinaban un clima más cálido que el de las frías Bogotá y Tunja, con una apertura a las importaciones y divisas.

Al conocer a la señora Concepción Fernández (quien había contado entre sus admiradores a Simón Bolívar) en Socorro, el pintor inglés Joseph Brown la describió como una dama que “ha sido merecidamente alabada por su belleza”.14 Pero Brown reservó su mayor elogio para las mujeres de la ciudad de Piedecuesta, de quienes escribió: “Se dice que las mujeres de aquí son las más hermosas de esta región y de las provincias vecinas de Socorro y Pamplona, y estoy dispuesto a confirmar este informe por las muchas caras bonitas que a mi paso miraban con disimulo a través de las barandas de los balcones. La mayor curiosidad se excita en estas ciudades del interior en todas las clases, pero más especialmente en las mujeres de las clases más altas cuando aparece algún extranjero, y así fue como entré en Piedecuesta, las ventanas estuvieron ocupadas hasta que me perdí de vista”.15 Claramente halagado por esta atención, Brown parece sugerir, sin embargo, que tanto el clima como el progreso que genera la actividad económica influyen en la belleza y la fama de las mujeres de una región.

Las extensas tierras bajas orientales empequeñecen al resto del país en tamaño, pero están escasamente pobladas. Los llanos y las selvas tropicales de la Amazonía son el hogar de varios pueblos indígenas que han estado en contacto con misioneros y comerciantes por varios siglos. Aunque los colombianos ni siquiera piensan que su país tenga población indígena, entre el 1 % y el 2 % de la población total es amerindia, una población nativa más grande en términos absolutos y per cápita que la del Brasil. Básicamente, la población indígena y la población afrocolombiana ocupan los perímetros de la nación, mientras que la región andina se considera principalmente blanca y mestiza.16 Hoy en día, tanto los llanos como las tierras bajas amazónicas son regiones importantes para la explotación petrolera y el cultivo de coca y su conversión en cocaína.

En el transcurso del último siglo y medio, Colombia pasó de ser una sociedad agrícola y rural a una de urbanización rápida que se orienta hacia el mercado. El país tenía aproximadamente 2,2 millones de personas en 1851, población total que en América del Sur solo superaba Brasil. En 1870, Bogotá tenía alrededor de 40 000 habitantes, seguida por Medellín con 30 000; las siguientes doce ciudades más grandes tenían entre 7000 y 13 000 habitantes. Para 1905, la población total había aumentado a 4,1 millones, de los que aproximadamente el 10 % vivía en las capitales departamentales. En la década de 1920, Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla comenzaron a consolidar sus posiciones como ciudades líderes. Para 1940, el 29 % de los colombianos vivía en las zonas urbanas, pero solo después de 1964 la mayoría pasó a residir en las ciudades y no en el campo. A partir de 2011, Bogotá sobrepasa los siete millones de habitantes; Cali y Medellín tienen más de dos millones cada una y Barranquilla pasa del millón, mientras que cerca de 45 ciudades cuentan ya con más de 100 000 habitantes. Alrededor del 76 % de los casi 46 millones de habitantes de Colombia ahora se clasifican como población urbana, importante transformación reciente de la que fuera la sociedad rural y provinciana del siglo XIX.17

A pesar de que los patrones de poblamiento se modificaron con bastante rapidez, tanto las actitudes populares como las de las élites quedaron algo rezagadas frente a las innovaciones modernas. La cultura popular se ha nutrido con el rico folclor del campo, traído a la ciudad por los migrantes que buscan las oportunidades percibidas en las zonas urbanas mientras huyen de la pobreza y la inseguridad de la vida rural. Los valores de la clase alta siguen siendo marcadamente aristocráticos, especialmente en ciudades burocráticas coloniales como Cartagena, Bogotá y Popayán. Los marcadores de color, clase y apellido refuerzan las barreras jerárquicas y adscriptivas, al igual que los cerrados sistemas políticos y sociales. Un poco menos aristocráticas y excluyentes son Barranquilla, Medellín y Socorro, ciudades que crecieron y prosperaron después del final del periodo colonial.18

Las novedades de la modernidad en lugares como Medellín ilustran no solamente cómo aprovecharon los paisas el cambio liberador, sino también cuán a menudo los guardianes de la tradición reaccionaron con fuerza contra cualquier desafío a la autoridad. La tradición popular recuerda que, en la década de 1830, Medellín celebró su primer baile de máscaras, acontecimiento sumamente popular al que le seguirían muchos otros. Sin embargo, muchos eventos sociales siguieron llevándose a cabo en la esfera privada, como los bailes en las residencias. Se recuerda a una anfitriona de fiesta de finales de la década de 1830 —doña Trinidad Callejas—, cuyo nieto Rafael Uribe Uribe habría de convertirse en un famoso líder liberal de principios de siglo, como la mujer más bella de su época, lo que ilustra cómo la belleza acentúa el estatus social y queda impresa en la memoria colectiva del pueblo. Un gran carnaval en 1881 y el surgimiento de clubes juveniles en la década de 1890 marcaron el cambio hacia recintos más cívicos y públicos de interacción social.19

En el siglo XX, Medellín se convirtió en líder del desarrollo industrial y empresarial. Las élites de la ciudad apoyaron la educación pública más que en cualquier otra parte del país, señal de que la educación podía ser el camino tanto para el progreso social como para una mayor productividad. Los cambios introducidos por la modernidad en la década de 1920 afectaron la moda femenina, marcando el comienzo de una mayor libertad para las mujeres, pero también el comienzo de una fuerte reacción de los tradicionalistas. Los conservadores de la comunidad y el gobierno unieron fuerzas con los obispos y sacerdotes locales para reglamentar la vestimenta de las mujeres, poniendo especial atención en ocultar el cuerpo femenino. Por ejemplo, en 1927 un empresario local puso una reproducción de la Venus de Milo en la vitrina de su tienda. La estatua atrajo una multitud de curiosos, pero también provocó la ira de “mujeres escandalizadas” que convencieron al alcalde de retirar el desnudo.

Durante las siguientes cuatro décadas, la Iglesia católica encabezó una campaña para controlar la apariencia pública de las mujeres en las misas, las escuelas e incluso en la calle, para limitar el impacto que las ideas y modas modernas pudieran tener en Medellín. Además, la Iglesia llevaba una extensa “lista negra” de libros y panfletos de autores europeos como Voltaire, Montesquieu, Hugo y Zola, y prohibió los manuales matrimoniales y sexuales e igualmente las obras de colombianos como Rafael Uribe Uribe, quien alegaba que ser liberal no era pecado. La lista negra se mantuvo en vigor hasta que el Concilio Vaticano II le abrió más espacio a la modernidad en los años sesenta. Irónicamente, la laboriosa y empresarial Medellín fue la que suscitó la sensiblería más reaccionaria y tradicional de la Iglesia para contener los cambios de la modernidad.20

La costeña y colonial Cartagena se deleitaba, por el contrario, con la sensual celebración de la belleza femenina, aunque regida por reglas que enfatizaban las barreras de clase y color. Las historias que se remontan a la fundación española de la ciudad en 1533 evocan al equivalente colombiano de La Malinche en México, la beldad caribeña Catalina, a quien describen como “alta, de busto elegantemente formado, grandes ojos rodeados de largas y aterciopeladas pestañas, nariz aguileña, boca de contornos delicados y brazos que armonizan con las demás líneas de su cuerpo”.21 Era dulce y elegante, la adorada encarnación de la exuberancia juvenil; las demás mujeres indígenas la admiraban, pero le envidiaban sus elegantes vestidos españoles. A lo largo de los siguientes 150 años, mujeres como la encantadora “India Anica”, cuyo fascinante atractivo privó a un admirador masculino del apetito, el sueño y el alma;22 como Guillermina, la muchacha española de “rasgos bonitos y cuerpo hermoso”;23 y como Eva, “quien aunque no era de la nobleza sí era digna de llevar corona de reina debido a sus encantos”,24 prueban que la belleza del cuerpo femenino era más visible y apreciada por los ojos masculinos en la costa tropical que en las más frías y recatadas regiones andinas.

Una maravillosa historia social de las danzas festivas que se realizaban en Cartagena a principios del siglo XIX, escrita por el general conservador Joaquín Posada Gutiérrez, ilustra el color y las jerarquías de casta representadas en las danzas mismas y alude a las raíces africanas de lo que se convertiría en el actual concurso de belleza. Posada (1797?-1881) era nativo de Cartagena y escribió a mediados del siglo XIX basándose en sus recuerdos de los bailes que se llevaban a cabo a principios de siglo durante las celebraciones en honor a la santa patrona de la ciudad y el Carnaval. Su relato, vívido y ameno, ilustra cómo las sociedades coloniales tardías y las republicanas tempranas reforzaban las jerarquías de casta en sus danzas, tanto a través de un ritual de orden social como abriendo espacios en entornos menos formales que propiciaran la mezcla de colores y las aventuras. El relato de Posada también sugiere que las raíces de los concursos actuales en Colombia y las Américas se hallan en las culturas africana y europea.25

Independientemente de dónde se realizaran, los bailes que Posada describió caracterizan una sociedad sumamente consciente y ordenada por color, clase y casta. El primer día de la novena antes de la celebración del 2 de febrero, día de la Virgen de la Candelaria, un gran salón de baile se llenaba de bailarines en el siguiente orden: 1) el baile de las mujeres blancas puras, las llamadas “blancas de Castilla”; 2) el de las “pardas” o mulatas libres; y 3) el de las “negras libres”. Solo las mujeres de clase alta y con cierta vestimenta podían participar en este baile de élite, una regla que era “entendida por todos”. Curiosamente, este orden reflejaba la ideología colonial de la “limpieza de sangre” de los blancos, ya que ponía de relieve la importancia de ser libre en una ciudad íntimamente implicada en el comercio transatlántico de esclavos. Además, la casta de las mujeres, no la de los hombres, determinaba el orden de los bailes, lo que subraya el papel de la mujer en el establecimiento de los parámetros del honor familiar y social, así como en el futuro de su descendencia en el sistema de castas.26

Los bailes al aire libre, más populares, seguían la pauta de la élite al obedecer el orden de participación por castas. Comenzaban los blancos, seguidos por los mulatos, los negros libres, los esclavos o la “gente pobre” y los indios. De nuevo, miembros destacados de cada casta dirigían cada grupo hasta que, finalmente, los jóvenes, los pobres y los descalzos podían unirse a la diversión. Las danzas incluían el bullicioso y sensual currulao de origen africano y su ritual de posesión de espíritus, semejante al que se practica en la religión candomblé, y el aun más erótico mapalé y su canto a Eros; la más discreta gaita indígena; una cuadrilla española y un vals “hispanizado”. Los bailes y la música tendían a reforzar las nociones estereotipadas de cultura: el africano se percibía como más sensual; el indígena, más contenido y derrotado; y el español, más ordenado.

Las blancas que no pertenecían a la élite, o “blancas de la tierra”, quienes carecían del prestigio y el pedigrí para recibir una invitación de las “blancas de Castilla”, evitaban los bailes callejeros populares y los inevitables chismes ofreciendo sus propios bailes en casa, a los que invitaban a sus superiores blancos y a “cuarteronas” (mujeres con un cuarto de sangre africana o indígena). Las cuarteronas eran las fabricantes de cigarros, costureras y modistas de la ciudad, y se las describía de “piel entre madreperla y canela, ojos claros y dientes perlados”. Tanto los hombres blancos de la élite como los de menor rango se escabullían para bailar y juguetear en privado con las cuarteronas. Cada uno de estos bailes y lugares reflejaban jerarquías de clase y color, pero también abrían un espacio social para trascender las barreras formales de casta.27

El 2 de febrero llegaba el clímax de los ocho días previos de juerga y la población vestía sus mejores atuendos para honrar a Nuestra Señora de la Candelaria. La élite sacaba sus pesadas telas de terciopelo bordado, las damas se ataviaban con faldas holgadas, crinolinas, medias de seda y montones de joyas de oro, esmeraldas y perlas. La gente joven prefería las galas menos restrictivas que la Revolución Francesa había puesto de moda: pantalones, camisas y zapatos con cordones en lugar de hebillas. Quienes no podían pagarse esos lujos llevaban ropas de telas más comunes, pedían prestadas joyas y perlas falsas y se conformaban con enchapes de plata.28

El carnaval seguía de cerca a las celebraciones del 2 de febrero, y nuevamente la participación se ordenaba por casta y nivel social. El último domingo de la temporada de Carnaval, grupos competidores de “negros bozales”, o esclavos africanos de nacimiento recién traídos, organizaban celebraciones y desfiles, cada uno con su propia reina y rey, princesas y príncipes, y su corte real. Las celebraciones evocaban su África natal, pero también ubicaban a los participantes y espectadores en América, reavivando la tradición monárquica africana, mientras que reflejaban las tensiones y la búsqueda del orden en una sociedad colonial americana y esclavista.

Las familias reales no vestían atuendos africanos, sino europeos, pues los propietarios de esclavos les prestaban las mejores ropas y joyas para adornar a “sus” esclavos en una ronda más de competencia de las élites y emulación popular. Las reinas llevaban joyas de oro y coronas profusamente incrustadas, que valían su libertad y la de sus familias, en esos cortos días en que “los esclavos eran casi libres”. Solo las reinas y reyes podían llevar sombrillas para cubrirse —otro símbolo de estatus en África—, mientras que las princesas llevaban guirnaldas de flores en la cabeza, pues se les prohibía usar sombreros. Una vez finalizada la competencia de los diferentes grupos y familias reales, devolvían la ropa y las joyas, y los esclavos tenían días libres hasta la misa del Miércoles de Ceniza, luego de la cual las reinas volvían al “agudo dolor moral y las penas físicas de la esclavitud”.29

Esta rica descripción apunta a varias conclusiones. Primero, los propietarios de esclavos utilizaban la temporada de carnaval como escenario para competir entre ellos por prestigio, pues enfrentaban a sus respectivos grupos de negros bozales, clásica técnica de dividir para vencer común en muchas zonas urbanas de las Américas. En segundo lugar, las celebraciones públicas en Cartagena, y por extensión en Colombia, brindaban oportunidades tanto a los sectores de élite como a los populares de participar en rituales incluyentes, pero ordenados y jerárquicos, que denotaban su rango y poder, como los que despliegan los concursos de belleza. En tercer lugar, las raíces de los desfiles modernos se pueden rastrear no solo hasta la nobleza europea y las tendencias de la moda que dictaba la corte virreinal en las Américas, sino también en África y en la inclusión de tradiciones populares que coronaban como soberanos a representantes de las comunidades afroamericanas.

Tal vez parte de la popularidad de la belleza y los reinados en las Américas tenga que ver con esa mezcla de tradiciones nobles de Europa y África en una sociedad colonial disfrazada con una envoltura americana democrática. Además, la transformación de una muchacha común en reina confiere notoriedad y prestigio, pero no derribará las instituciones (como la esclavitud) ni los sistemas sociales (como el patriarcado de élite) que subordinan a las mujeres.

A lo largo del siglo XVIII, la popularidad de las celebraciones de carnaval y las danzas con influencias africanas que llegaron con ellas se extendió por el río Magdalena y hacia el sur de Colombia con los esclavos que enviaban a trabajar en las minas y plantaciones de Antioquia y del Valle del Cauca. Danzas como la cumbia, el currulao y el bullerengue (originalmente un baile para niñas y una celebración de la pubertad) se difundieron en el interior del país, llevando consigo una porción de la costa afrocaribeña y su celebración de la sensualidad y la belleza femenina. Hoy en día el currulao se asocia con Cali, el bullerengue se baila más en los departamentos de Bolívar y Magdalena, y la cumbia se ha convertido en éxito nacional e internacional. Las celebraciones de los carnavales son importantes en las sureñas ciudades nariñenses de Tumaco en la costa Pacífica y Pasto en la zona andina. Cartagena perdió el liderazgo en la celebración del carnaval en beneficio de Barranquilla, que es más grande, pero aún alberga el mayor espectáculo de la nación en torno a la belleza femenina, el Concurso Nacional de Belleza, plataforma construida, en parte, por su antigua importancia como puerta de entrada de la cultura africana al resto del país.30

La exhibición pública de la belleza femenina en bailes, fiestas o concursos puede reforzar los dos polos alrededor de los cuales se construye a las mujeres en Colombia y gran parte del mundo: el de la mujer santa, casta y pura, y el de la mujer mundana, erótica y cosificada del deseo y la fantasía. Tanto hombres como mujeres tienden a dividir a las mujeres latinoamericanas en estos grupos polares: el de las “mujeres buenas” que reflejan una devoción mariana a la religión, el sufrimiento y el servicio a los demás, y las “mujeres malas” que —como varones sociológicos— son sexuales, pecaminosas, egoístas y desvergonzadas. Las mujeres como objetos sagrados tienden a recibir la protección de la iglesia y la familia, especialmente cuando se las representa como monjas, místicas, esposas y madres, mientras que las mujeres públicas de la calle, ya sean prostitutas, no conformistas, extranjeras o solteras enmarcadas por fuera de un entorno familiar, son encarnaciones de la belleza corporal y objetos de la depredación sexual masculina. Esta ambivalencia en la construcción del género femenino conduce a todo tipo de dobles estándares y conductas contradictorias. Por ejemplo, un hombre venerará a su madre y protegerá a su esposa e hijas mientras persigue la satisfacción sexual y la aventura con varias amantes. Además, en un país como Colombia, donde la “mercantilización institucional de la belleza femenina” se sustenta en la jerarquía, el patriarcado y el machismo, el estatus legal, social y político de las mujeres es inferior al de los hombres. Las mujeres solo lograron la igualdad jurídica con los hombres en 1974; antes de ese año se definían jurídicamente como menores de edad a quienes representaban sus padres o esposos. Hasta 1980, se exoneraba al violador que se casara con su víctima y el esposo podía matar a la esposa si la atrapaba en la preparación o consumación del acto sexual con un amante.31 Obviamente, la belleza en las mujeres podía promover una disonancia tanto social como personal, dadas las contradicciones y la ambivalencia en las construcciones del género en una nación donde la modernidad y la igualdad jurídica se realizan solo parcialmente.

Por fuera de los parámetros de las singularidades de Colombia, la apariencia física es más importante para las mujeres que para los hombres e influye en el comportamiento humano en todos los lugares donde se la ha estudiado. Si esto es así, surge la clásica pregunta de si la importancia de la belleza para las mujeres se basa más en la naturaleza y los procesos biológicos o en el comportamiento aprendido que se les enseña en las sociedades humanas a través de la cultura y la socialización. La perspectiva sociobiológica de la belleza y la apariencia física utiliza un largo lente de miles o millones de años de evolución humana. Según este enfoque, los humanos estamos “programados” para reconocer la belleza en las mujeres, porque en ellas la apariencia física se relaciona más con la reproducción que en los hombres; la simetría de un rostro ofrece pistas sobre la integridad genética y la ausencia de una infección parasitaria; y la proporción de la cadera a la cintura son marcadores del éxito reproductivo. La belleza, entonces, es una Gestalt que se conoce cuando se la ve, independientemente de la edad, el sexo o la cultura, y ejerce una fuerza poderosa sobre el comportamiento humano, incluso en individuos y sociedades que han perdido el imperativo demográfico de procrear.32

Los críticos socioculturales, por el contrario, sostienen que las culturas y las sociedades enseñan a los humanos a valorar una apariencia atractiva más en las mujeres que en los hombres y por lo tanto investigan la relación entre los valores y comportamientos culturales e individuales. La cita de la estrella británica del teatro de finales del siglo XIX Lillian Russell según la cual “los hombres deben ser fuertes y las mujeres hermosas” debería entenderse como una afirmación sobre una sociedad que valoraba a los hombres en tanto proveedores en una sociedad patriarcal competitiva, mientras que las mujeres adornaban la vida pública como parte de una expresión de género de su estado femenino y cosificado. Al igual que Linda Jackson, quien escribió un exhaustivo análisis de las perspectivas sociobiológicas y socioculturales sobre el género y la apariencia física, adoptaré elementos de cada enfoque al estudiar la importancia de la belleza para los seres humanos, lo que me permitirá reconocer que somos producto de la naturaleza y que se nos cría para aprender lecciones culturales y sociales.33

Aunque por mucho tiempo la belleza física se ha interpretado como seductora y como una “expresión de la perfección de la forma humana”, también se la ha considerado como un indicador de la virtud interna; la belleza se convierte entonces en una “proyección de la espiritualidad humana, fuente de creatividad humana y símbolo moral”. En el culto caballeresco de la baja Edad Media, las mujeres y su belleza se convirtieron en símbolos de las “virtudes pacíficas del amor, la verdad y la caridad”.34 Este culto y su centro en la virtud de las mujeres y la belleza, que surgió en parte como una protesta contra las brutales guerras de la alta y plena Edad Media, tuvo gran resonancia en la Colombia de los siglos XIX y XX, sociedad también destrozada por la violencia, los ejércitos privados, los despojos de tierras y el abuso de la autoridad gubernamental, que tenía la esperanza de que la belleza femenina pudiera salvarla de los estragos de la bestia masculina. Incluso cuando se veía a la belleza como un deber de la mujer y como una poderosa herramienta mediante la cual ellas podían escalar socialmente y conquistar a hombres poderosos, también se la veía como la virtud moral que traía esperanzas a las sociedades en problemas.35

La belleza en el mundo moderno también se construyó alrededor de tipologías raciales que en parte se conjuraron sobre la base de la reputada belleza de las mujeres circasianas del siglo XVIII que habitaban en las montañas del Cáucaso. El biólogo austriaco Johann Frederick Blumenbach ideó las aún familiares y poco científicas categorías raciales de caucasoide, mongoloide y negroide, y denominó a los caucásicos por la belleza de las mujeres circasianas, supuestamente las más bellas de todas, al tiempo que alegaba que las demás “razas” habían involucionado de la hermosa raza blanca.36

Semejantes ideas de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX reforzaron la asunción del liderazgo mundial por parte de Europa, mientras esta se disculpaba por el colonialismo, pero obviamente ya no se sostienen debido a que se construyeron sobre el mito de la belleza femenina circasiana y a los hallazgos arqueológicos del siglo XX que ponen a África como la cuna de la evolución de una sola especie humana. Sin embargo, el mito mezclado con seudociencia todavía tiene un fuerte impulso en las sociedades multiculturales contemporáneas, al igual que la perdurable lección de que la belleza y la blancura equivalen a un estatus y poder potencial en las sociedades americanas aún familiarizadas con las pigmentocracias coloniales.37

En el nivel visual, el vestido y la moda son un medio para comunicar definiciones sociales e individuales de género, clase, etnia, ocupación, ubicación, poder y belleza. En general, entre las personas que tienen los medios materiales para hacerlo, las mujeres se han vestido para seducir, mientras que los hombres lo han hecho para indicar estatus. El dominio masculino sobre la libertad femenina en la esfera pública ha significado tradicionalmente que la belleza de una mujer constituye una importante mercancía para asegurarse un futuro. Las cambiantes nociones de la edad y las formas de las mujeres más bellas han influido en el énfasis del carácter seductor de la moda femenina. En un solo párrafo, Rachel Kemper concluye que los seres humanos harán todo lo posible por ser elegantes y hermosos:

Probablemente no haya nada, sin importar cuán doloroso o repulsivo sea, que haga que la humanidad renuncie a la búsqueda de la belleza; no hay traje, por incómodo o ridículo que sea, del que no se alardee con orgullo en nombre de la moda. La moda funciona y siempre ha funcionado como medio para satisfacer deseos. A lo largo de los siglos, las mujeres han deseado parecer jóvenes, de belleza deslumbrante e infinitamente deseables. Los hombres han buscado parecer viriles, distinguidos, ricos y superiores. En todos los países, climas y épocas, tanto los hombres como las mujeres han perseguido las esquivas metas del estatus y el reconocimiento, atributos que por lo general son prerrogativa de la riqueza y la posición social. Al seguir o, mejor aun, al imponer la moda actual, nos identificamos constantemente con el grupo social, el ideal, de nuestra elección. Todavía estamos muy convencidos de que la ropa hace al hombre. Tal vez intelectualmente seamos más sensatos; en lo emocional, seguimos siendo creyentes convencidos. Al brindarnos seguridad psicológica, la moda se convierte no solo en un lujo sino en una necesidad. De hecho, si la moda no existiera ya, deberíamos inventarla.38

El recato en el vestir refleja estándares sociales y religiosos e, irónicamente, contribuye al atractivo seductor de la moda. Los seres humanos somos una especie curiosa que a menudo se vale de la visión para satisfacer su curiosidad, sopesar lo que ve e imaginar lo que permanece oculto. Las mujeres y las modas tienden a ocultar o revelar la cara, los labios, los ojos, la boca, los senos, las caderas, las piernas, la cintura y las nalgas, según la sensibilidad cambiante de la moralidad, el pudor y la libertad personal. La sumamente recatada moda española del siglo XVI denotaba una sociedad de formalismos, orden, control y poder de élite. Las leyes suntuarias intentaron restringir el despliegue de riqueza que afluía a las Américas y a la vez buscaron limitar el ascenso de clase y casta desde abajo.

En 1571, Felipe II de España ordenó, como parte de las Leyes de Indias, que “ninguna negra libre o esclava, ni mulata, traiga oro, perlas ni seda”,39 lo que indica que le preocupaba que la gran riqueza y relativa libertad de las Américas desmoronaran los mecanismos de integridad y control aristocráticos de la sociedad colonial española. Las leyes suntuarias tuvieron que dictarse y reiterarse —lo que prueba su ineficacia— para cada clase y casta a lo largo del periodo colonial en América Latina, y las mujeres debían seguir los dictados que definía la casta de su esposo. Irónicamente, los intentos de España por controlar el vestido y legislar sobre el recato tendían a llamar la atención hacia la moda y los accesorios que ayudaban a una persona a destacarse sobre las demás.40

Varios factores hicieron de Francia la capital mundial de la moda durante la última mitad del siglo XVIII, posición que los diseñadores parisinos disfrutaron hasta después de la Primera Guerra Mundial. El impacto de un sector textil moderno e industrial en Europa, la mayor libertad comercial en las Américas y el alcance de las reformas borbónicas en España y sus colonias le ayudaron a Francia a surgir como líder del negocio. Aunque la moda definía los parámetros que habían heredado y practicaban un Estado y una sociedad jerárquicos, autoritarios y discriminatorios en las últimas etapas del colonialismo en Colombia, la Revolución Francesa le abrió el espacio a una expresión de libertad que presagiaba el movimiento de independencia contra la tradición y el colonialismo.

Después de 1795, la moderna túnica neoclásica de muselina pesaba cinco onzas (más o menos 140 g) y se escurría en agua justo antes de vestirla para que se adhiriera a un cuerpo libre de la carga de la ropa interior. La moralidad y los modales eran mucho más relajados, haciendo que los individuos y no las sociedades fueran los árbitros de la conducta personal. En la caótica década entre los primeros arrebatos independentistas de 1810 y la dramática victoria de Simón Bolívar en Boyacá en 1819, los realistas tendían a imitar la rancia moda monárquica, mientras que los partidarios de la república usaban las modas más ligeras y cortas inspiradas en el Directorio francés.41

La moda en Europa durante la primera mitad del siglo XIX mostró una serie de tendencias pasajeras, como suele suceder. Al furor francés por la transparente camisola de muselina le siguieron vestimentas mucho más pesadas y en capas durante la época romántica de la década de 1820 a 1850, que le daban cabida a un exotismo escapista que se inspiraba en telas o estilos tomados de Egipto, Persia e India. La moda inglesa, que tendía a rezagarse alrededor de cinco años respecto a las tendencias francesas, adoptó el estilo neoclásico griego en 1800, seguido por la tendencia inspirada en la India en la década de 1820 y, finalmente, se cubrió con el pesado armamento y las telas de la Inglaterra victoriana, marcándole la pauta a una sociedad menos turbulenta que la de Francia.42

La moda entre las élites de Colombia ciertamente recibió la influencia de las tendencias francesas e inglesas, aunque en la primera mitad del siglo XIX predominaron más los trajes regionales y surgió un “vestido nacional”. Las élites conocían las tendencias de París y Londres, y cosían en casa copias de los diseños que encontraban en ilustraciones; las modas francesas e inglesas competían por la atención de los colombianos según las últimas tendencias extranjeras. A diferencia de hoy, en aquella época las amigas cercanas trataban de vestirse exactamente igual para expresar mutuo afecto. Las pinturas bogotanas de la década de 1830 muestran pruebas del exótico estilo asiático popular en la época romántica, con mujeres de la élite sentadas con las piernas levantadas y cruzadas sobre los sofás, con turbantes alrededor de la cabeza, vestidas con pantalones de piel de jaguar y fumando delgados cigarrillos mientras disfrutan de una tarde llena de conversación y chismes.43 Sin embargo, las persistentes restricciones heredadas del periodo colonial se mantenían y la gente de las diferentes castas seguía muchas de las prohibiciones en la vestimenta a las que su color y clase la obligaban. El poder de la Iglesia contribuía a mantener una moda recatada, oscura y simple; por ejemplo, cuando reservaba solo al arzobispo el derecho a usar medias de colores.

La moda masculina también tendía a ser bastante oscura y apagada, pero la ropa deportiva, especialmente la indumentaria de caza y equitación, introdujo algunas novedades en las que las mujeres también se fijaron y algunas las comenzaron a seguir. Además, en las décadas de 1820 y 1830 se identifica la tendencia, ya encontrada anteriormente en Francia e Inglaterra, de que las mujeres de la élite vistieran de manera informal, especialmente cuando se aventuraban en la calle y en la esfera pública.44

Influencias internas más que extranjeras definieron la tendencia hacia una moda femenina más uniforme en las primeras décadas de la Colombia republicana. Las prolongadas y sangrientas guerras de independencia de la segunda década del siglo XIX afectaron y destruyeron personas, propiedades y comercios, provocando dislocaciones en el campo, una sensación de aislamiento urbano y una impresión general de inseguridad y empobrecimiento colectivo. Las recurrentes guerras civiles y la violencia socioeconómica posteriores a 1830 alimentaron la inseguridad y pusieron de relieve la conveniencia de pasar desapercibido en público, evitando así la ira de los enemigos políticos o la atención de los ladrones. Esas condiciones, junto con la búsqueda de una vestimenta republicana y nacional, contribuyeron a hacer del atuendo campesino colonial la norma, incluso para las mujeres de la élite urbana. El aspecto clásico del traje nacional incluía una falda larga y ancha ajustada a la cintura por un cinturón grueso; una blusa cuya longitud, mangas y grosor dependían de la ubicación y el clima; y un chal o mantilla, también de diferentes cortes, telas y grosor según el clima, con el remate de un sombrero similar a los que usan los hombres. Aunque el atuendo pudiera verse igual, la calidad de la tela, la complejidad del bordado o el encaje en la blusa y el chal, la calidad y el tipo de joyería, y el uso de calzado eran marcas de clase y casta. Este vestuario perdurable, que hacía resonar recuerdos nostálgicos y se convertiría en la base del “atuendo folclórico típico” en el siglo XX, confundía a los observadores extranjeros debido a su longevidad —otra presunta señal de que Colombia no progresaba—, pues mantenía los estilos regionales que se hicieron “típicos” de la vestimenta nacional.45

El traje de las ñapangas mestizas, que trabajaban en los hogares de la élite de Popayán y Pasto, ilustra sin embargo cómo las modas que luego se llamarían “típicas” evolucionaron en contextos socioétnicos particulares, en este caso como uniforme de las empleadas domésticas que combinaba estilos más españoles que indígenas como marcas de empleo y casta. La belleza de las ñapangas se volvió legendaria en el sur de Colombia, donde sus cabezas descubiertas y pies descalzos eran detectables en las calles mientras le hacían los mandados a su patrona, belleza que también estaba al alcance de la mano en los entornos domésticos. Se decía que las familias ricas de Popayán mantenían dos ejércitos: uno masculino listo para la guerra, y otro femenino listo para los paseos y las fiestas. Las ñapangas descalzas, con sus polleras, blusas de algodón y chales ligeros, eran símbolos orgullosos del estatus familiar, la migración rural a las urbes, y un proceso de “blanqueamiento” en el que las mujeres de raíces africanas o indígenas ascendían de clase y casta mediante la ocupación y ubicación social.46

La belleza es siempre relacional, comparativa y dinámica; el reverso de la belleza es la fealdad, y para los observadores selectos de mediados del siglo XIX la belleza que se encontraba en los pueblos y ciudades a menudo se yuxtaponía a la indigencia, la marginalidad y la fealdad de los pobres de las zonas rurales. A diferencia del elegante vestido de los esclavos urbanos que trabajaban en los hogares de la élite de Cartagena, los esclavos que trabajaban en las plantaciones y las minas estaban casi desnudos por falta de ropa: la desnudez entre los esclavos rurales o los indios amazónicos indicaba falta de estatus y marginación del progreso y la civilización occidentales. En contraste con las hermosas mujeres de Piedecuesta, se describía al campesinado circundante como “moreno y enfermizo debido probablemente a la atmósfera de malaria de esta vegetación redundante”.47 El pintor inglés Joseph Brown describió a las mujeres trabajadoras del campo ya fuera con la tez oscura o con rasgos faciales rudos en retratos que revelaban su baja condición social, la dureza del trabajo y de la vida rural, y la distancia social y estética entre la fealdad rural y la belleza urbana. Aunque a menudo se idealizaba la belleza de las campesinas mestizas, como cuando dejaban asomar los tostados senos mientras se inclinaban a recoger agua de la fuente de la ciudad, en muchos casos la belleza era una marca de la condición y el progreso urbanos, mientras que lo feo, sucio y marginal evocaba la pobreza y la lucha que sufrían la mayoría de los colombianos.48

La belleza también enmascaró a la bestia de la guerra civil y la violencia política. Ocho grandes guerras civiles sacudieron al país entre 1831 y 1902; la última de ellas fue la Guerra de los Mil Días (1899-1902), con creces la más sangrienta. Catorce guerras civiles locales estallaron en el mismo periodo, interrumpiendo la producción y el comercio, derrochando recursos públicos y dejando a menudo más deudas a su paso. La inseguridad frente a la amenaza o realidad de la violencia era una sensación que experimentaban muchos colombianos en el siglo XIX. Y aunque la frecuencia de las guerras civiles declinó en el siglo XX, la violencia siguió afectando a la nación porque,

a diferencia de muchas otras naciones latinoamericanas, Colombia nunca superó las divisiones políticas del siglo XIX entre conservadores (clericales) y liberales (anticlericales), nunca resolvió los problemas del centralismo versus el federalismo del siglo XIX, nunca instituyó un gobierno nacional que realmente forjara y administrara la nación, y nunca reemplazó el personalismo, el sectarismo y la búsqueda de la hegemonía partidista por una agenda política moderna.49

La belleza, entonces, se convirtió en una expresión alternativa y positiva del orgullo civil colombiano, abrazada a menudo como otra opción frente a las arraigadas desigualdades raciales y de castas, a la fealdad de ser pobre o campesino, y a la bestia cíclica de la violencia masculina.50

Las heterogéneas geografía y sociedad de Colombia veían la fealdad entre la población rural, pobre, enferma y no blanca, y la belleza entre la minoría moral, próspera, urbana y educada; la belleza marcaba tanto la salud ecológica y económica como el estatus sociocultural. La belleza también se convirtió en un útil tropo para tender un puente entre la herencia de la pigmentocracia colonial americana —el blanco es mejor, el negro es malo— y las modernas categorías raciales seudocientíficas que mantuvieron la desigualdad racial en el siglo XXI. La adopción del traje nacional revelaba tanto el intento de crear una identidad vestimentaria nacional como una postura defensiva en medio de la inseguridad social y la violencia partidista. Curiosamente, la obsesión por los concursos de belleza en Cartagena, Colombia y el resto de las Américas puede reposar en nobles tradiciones tanto europeas como africanas desarrolladas en la época colonial y recreadas en las sociedades americanas modernas disfrazadas de democracias. Tanto la bestia de la violencia como la definición de la belleza sirvieron para mantener las desigualdades socioeconómicas mientras que la belleza surgía como alter ego de la bestia, necesitándose mutuamente para conservar las tradiciones e instituciones.

Notas

1 Encuentre introducciones a la geografía de Colombia en Frank Safford, The Ideal of the Practical: Colombia’s Struggle to Form a Technical Elite (Austin: University of Texas Press, 1976), 21-24 y en Krzysztof Dydyński, Colombia, a Lonely Planet Travel Survival Kit, 2.a ed. (Hawthorne, Victoria: Lonely Planet Publications, 1995), 28-30.

2 Véase Brian Loveman y Thomas M. Davies, Jr., “Colombia”, en Che Guevara, Guerrilla Warfare, 3.ª ed. (Wilmington, Delaware: Scholarly Resources, 1997), 233-267, para una descripción breve pero perspicaz de la historia colombiana del siglo XX.

3 Raymond Leslie Williams y Kevin G. Guerrieri, Culture and Customs of Colombia (Westport, CT: Greenwood Press, 1999), xvi, 26, 29.

4 Safford, Ideal of the Practical, 21-25.

5 Gabriel García Márquez, One Hundred Years of Solitude, trad. por Gregory Rabassa (Nueva York: Avon Books, 1971).

6 Véase Dydynski, Colombia, y Guillermo Abadía Morales, ABC del folklore colombiano, 6.ª ed. (Bogotá: Panamericana Editorial, 1998).

7 Sobre la historia colonial del Chocó, véase William Frederick Sharp, Slavery on the Spanish Frontier: The Colombian Chocó, 1680-1810 (Norman: University of Oklahoma Press, 1976); y para una visión general de la geografía y el folclor de la costa Pacífica, véase Abadía Morales, ABC del folklore, 81-93.

8 Mis disculpas a aquellos lectores que deseen más atención a la belleza en Boyacá, Cesar, los Llanos, Córdoba y Sucre: mi investigación de archivos se concentró en las grandes ciudades y extrapoló, dejando a las ciudades más pequeñas y departamentos circundantes un tanto desatendidos.

9 UABG (M) Gloria n.° 9 (julio-agosto 1947), 6.

10 Selden Rodman, The Colombia Traveler: A Complete History and Guide (Nueva York: Hawthorn Books, 1971), 151.

11 Un ejemplo: “¿Quién ganó el concurso de belleza de Pasto este año?”, “Nadie”. Rodman, Colombia Traveler, 154-155.

12 Safford, The Ideal of the Practical, 31 y Williams y Guerrieri, Culture and Customs of Colombia, 3.

13 Williams y Guerrieri, Customs and Culture of Colombia, 2-5.

14 Malcolm Deas, Efraín Sánchez y Aída Martínez, Tipos y costumbres de la Nueva Granada: la colección de pinturas formada por Joseph Brown en Colombia entre 1825 y 1841 y el diario de su excursión de Bogotá a Girón en 1834 (Bogotá: Fondo Cultural Cafetero, 1989), 174.

15 Deas, Sánchez y Martínez, Tipos y costumbres, 183.

16 Sobre los Llanos, véase Jane Rausch, The Llanos Frontier in Colombian History (Albuquerque: University of New Mexico Press, 1993) y sobre la Amazonía, véase Stanfield, Red Rubber, Bleeding Trees: Violence, Slavery, and Empire in Northwest Amazonia, 1850–1933 (Albuquerque: University of New Mexico Press, 1998).

17 David Bushnell, The Making of Modern Colombia: A Nation in Spite of Itself (Berkeley: University of California Press, 1993), 208, 286-287; Safford, Ideal of the Practical, 24; Patricia Londoño y Santiago Londoño, “Vida diaria en las ciudades colombianas”, en Nueva historia de Colombia, vol. IV (Bogotá: Planeta, 1989), 327-337 y Dydyński, Colombia, 37.

18 Safford, Ideal of the Practical, 3-5, 10, 29.

19 Luis Latorre Mendoza, Historia e historias de Medellín: siglos XVII, XVIII, XIX (Medellín: Ediciones Tomás Carrasquilla, Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, 1972), 412-414.

20 Londoño y Londoño, “Vida diaria”, 340; Magdala Velásquez Toro, “Condición jurídica y social de la mujer”, en Nueva historia de Colombia, vol. 4 (Bogotá: Planeta, 1989), 22.

21 Camilo S. Delgado, Historias, leyendas y tradiciones de Cartagena, vol. 1 (Cartagena: Tip. J. V. Mogollón, 1911), 11.

22 Delgado, Historias, leyendas y tradiciones de Cartagena, 41.

23 Ibíd., 74.

24 Ibíd., 118.

25 Esta maravillosa fuente podría servir de fundamento para un interesante artículo. Joaquín Posada Gutiérrez, “Fiestas de la Candelaria en la Popa”, en Museo de cuadros de costumbres (Bogotá: Impreso por Foción Mantilla, 1866), 81-90. Parece que también se puede encontrar en las Memorias histórico-políticas: últimos días de la Gran Colombia y del Libertador (Madrid: Editorial América, 1920).

26 Posada Gutiérrez, “Fiestas de la Candelaria”, Cuadros de costumbres, 82.

27 Ibíd., 83-86. Hay descripciones de varias danzas populares colombianas en Williams y Guerrieri, Culture and Customs of Colombia, 32-33.

28 Posada, Cuadros de costumbres, “Fiestas de la Candelaria”, 87-88.

29 Ibíd., 89.

30 Londoño y Londoño, “Vida diaria”, 359; “Danzas de Colombia: El bullerengue”, Colombia Ilustrada (enero-junio, 1970): 25-32; “Danzas de Colombia: El currulao”, Colombia Ilustrada (enero-abril, 1972): 19-28.

31 Josefina Amézquita de Almeida, La mujer: sus obligaciones y sus derechos (Bogotá: AA, 1977), 8-11; Williams y Guerrieri, Culture and Customs, 37; Velásquez Toro, “Condición jurídica”, 9-15 y Londoño y Londoño, “Vida diaria”, 387-391.

32 Linda A. Jackson, Physical Appearance and Gender: Sociological and Sociocultural Perspectives (Albany, Nueva York: SUNY Press, 1992), 1-9 y Geoffrey Cowley, “The Biology of Beauty”, Newsweek (junio 3, 1996): 61-66.

33 Jackson, Physical Appearance and Gender, 8-19; Lois W. Banner, American Beauty (Chicago: University of Chicago Press, 1983), 226.

34 Banner, American Beauty, 11-13.

35 Ibíd., 11-13.

36 Ibíd., 41.

37 Véase Amelia Simpson, Xuxa: The Mega-Marketing of Gender, Race, and Modernity (Filadelfia: Temple University Press, 1993), para un fascinante análisis de la raza, el género, la belleza, la modernidad y el mercadeo en Brasil.

38 Rachel Kemper, Costume (Nueva York: Newsweek Books, 1977), 10-12, 15; Aída Martínez Carreño, La prisión del vestido: aspectos sociales del traje en América (Bogotá: Planeta Colombiana Editorial, 1995), 10, 17, 25.

39 Kemper, Costume, 11, 78.

40 Martínez Carreño, La prisión del vestido, 33-35.

41 Kemper, Costume, 11; Martínez Carreño, La prisión del vestido, 44-45, 51-52; Aída Martínez Carreño, Un siglo de moda en Colombia, 1830-1930 (Bogotá: Fondo Cultural Cafetero, 1981), 1.

42 Kemper, Costume, 122-126 y Nancy Bradfield, Costume in Detail: Women’s Dress, 1730-1930 (Boston: Plays Inc., 1968), 86.

43 Deas, Sánchez y Martínez, Tipos y costumbres, 136-137.

44 Aída Martínez Carreño, Un siglo de moda, 1-5 y La prisión del vestido, 141-142.

45 Martínez Carreño, Un siglo de moda, 24; Martínez Carreño, La prisión del vestido, 52-54, 143-144; y Deas, Sánchez y Martínez, Tipos y costumbres, 105, 107, 113, 133.

46 Antonio Montaña, Cultura del vestuario en Colombia (Bogotá: Fondo Cultural Cafetero, 1993), 31; y En busca de un país: la comisión corográfica (Bogotá: Carlos Valencia Editores, 1984), s. p. (ilustración: “Llapanga i mestizo del Cauca”).

47 Deas, Sánchez y Martínez, Tipos y costumbres, 183.

48 Sobre Cartagena, véase Martínez Carreño, La prisión del vestido, 177-178; sobre Piedecuesta y los retratos de mujeres campesinas, véase Deas, Sánchez y Martínez, Tipos y costumbres, 101, 103 y 183. Sobre la desnudez y las aguadoras de Bogotá, véase Martínez Carreño, La prisión del vestido, 26-27, 143-144.

49 Loveman y Davies, “Colombia”, 236.

50 Para fuentes adicionales en inglés sobre los patrones de violencia en la Colombia del siglo XIX, véase Safford, Ideal of the Practical, 44; y David Bushnell, “Politics and Violence in Nineteenth-Century Colombia”, en Violence in Colombia: The Contemporary Crisis in Historical Perspective, eds. Charles Bergquist, Ricardo Peñaranda y Gonzalo Sánchez (Wilmington, Delaware: Scholarly Resources, 1992), 11-30.

Entre bestias y bellezas

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